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Palabros

En la Real Academia nos limitamos a recoger el estado de la lengua en un momento concreto, como el médico con un paciente. Nuestro paciente cambia cada minuto
 

Quienes trabajamos en la Real Academia pasamos horas discutiendo sobre palabras. Algunos somos de la casa en tanto que literatos o traductores, pero hay muchos profesionales: lexicógrafos, gramáticos, filólogos. Casi todas las palabras que entran en discusión son sugerencia de gente que consulta el uso y abuso de algún término, o propone cambios. El lenguaje es un organismo viviente, como los océanos y casi de igual tamaño. Cada día aparecen invenciones y equívocos. Recuerdo una sesión que se la llevó entera la palabra ‘peineta' cuando va acompañada por el anular enhiesto. Épico.

Es frecuente que nos escriban exigiendo cambios. Tendencia que ha tomado gran ímpetu desde que el agravio se ha convertido en el modo de vida de mucha gente. El agraviado no soporta que el diccionario lo defina: sólo él sabe cómo debe ser definido. Sin embargo, quienes trabajamos en esa tarea no somos dueños de alterar o inventar por antojo. Nos limitamos a recoger el estado de la lengua en un momento concreto, como el médico con un paciente. Sólo que nuestro paciente cambia cada minuto.

La disputa suele establecerse entre aquellos académicos que quieren registrar todas las palabras que aparecen, sin dejar una sola fuera (los descriptivistas), y aquellos otros que prefieren rechazar las palabras que abaratan o ensucian el lenguaje (los prescriptivistas). Lo más curioso de los últimos años es que una minoría poderosa y rica quiere imponer su léxico sobre toda la población. Cuando un alto cargo político exige que se use el lenguaje según a él le apetece está actuando como un déspota ilustrado. Lo cierto es que sólo si la gente usa esos términos con normalidad puede entonces la RAE aceptarlos. Los académicos somos demócratas del logos.

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11 de diciembre de 2018
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El novelista en la butaca

Siempre he imaginado al novelista como un director de cine, sólo que, lejos del ajetreo de los estudios y de los rodajes a cielo abierto, trabaja en soledad, y es él mismo, además, guionista, camarógrafo, escenógrafo, y, por fin, editor, porque hace el montaje y corrige y suprime hasta conseguir la versión final.

Tolstoi es el mejor ejemplo de lo que digo. En esa gran superproducción escrita que es Guerra y Paz, sube a la grúa para tener una visión completa del campo de batalla de Borodinó, y desde la altura contempla a las tropas de Napoleón Bonaparte de un lado, y del otro a las del general Kutuzov: formaciones de soldados de infantería en la lejanía, el humo de las descargas de los fusiles, el fogonazo de los cañones, el despliegue de la caballería. Pero también es capaz de quitar los techos de los palacios de Moscú para filmar los bailes de gala, y rebana las paredes a las alcobas para que la cámara no tenga estorbos en las tomas de primer plano de las escenas de amor.

Y, al revés, el director de cine como novelista. Es la sensación que he tenido al ver Roma de Alfonso Cuarón, una minuciosa exploración sentimental de la infancia, cada fotograma en blanco y negro una pieza infaltable de la obra de arte que es la película. Cuarón no ha querido correr riesgos con la fidelidad a su memoria, "que al fin y al cabo tampoco lo es porque es la única verdad que tenemos, y la memoria es lo que somos", dice; y por eso, como Tolstoi, además de director es el guionista, editor, camarógrafo, y no me cabe duda que también responsable de la escenografía, que es parte esencial del proceso de reconstrucción del pasado.

Una saga autobiográfica que tiene su punto de irradiación en la casa número 21 de la calle Tepeji en la colonia Roma, construida en 1902 bajo la dictadura de Porfirio Diaz, mansiones de estilo art noveau y neoclásico en el corazón del antiguo Distrito Federal, destinadas a las élites, y que luego pasaron a ser ocupadas por familias de clase media acomodada. 

Hay un doble relato en Roma: uno íntimo, que retrata la vida de una familia abandonada por el padre, médico de profesión, cuando la madre debe sacar adelante a sus cuatro hijos, aunque la historia se desliza hacia la figura de Cleo, la empleada doméstica mixteca que es el alter ego de la nana que marcó la vida de Cuarón, Libo Rodríguez, "su segunda madre" y quien se convierte en el eje sentimental, y dramático, de la película.

El otro relato corresponde a la vida pública, y lo que ocurre puertas adentro del hogar está conectado a los acontecimientos de la historia nacional. Se abre la década de los setenta con la ascensión al poder del presidente Luis Echeverría, a quien Gustavo Diaz Ordaz, responsable de la masacre de estudiantes de Tlatelolco en 1968, escoge como sucesor.

Habrá entonces otra masacre de estudiantes el jueves de corpus de 1971, ejecutada por "Los Halcones", un grupo paramilitar, con 120 asesinados. "El halconazo" entra en la vida de los protagonistas, y por tanto en la película. "Hay períodos en la historia que asustan a las sociedades y momentos en la vida que nos transforman como individuos", dice Cuarón.

El novelista explora en su propia memoria, y utiliza las palabras para recrearla. El director de cine busca también revivir el pasado a través de imágenes, sin pasar por las palabras. Es aquí donde los dos oficios se separan, pero el proceso de reconstrucción viene a ser el mismo.

La escritura cambia al novelista una vez culminada su exploración, y el cineasta que ha puesto el ojo en el visor de la cámara para filmar su propio pasado, cambia radicalmente también. "Es imposible seguir siendo la misma persona de antes después de hacer un experimento en el que te remites a tus recuerdos más lejanos", dice Cuarón. "Son como una grieta en la pared que tratas de tapar con capas y capas de pintura, pero no desaparece, continúa allí, aunque sientas que no existe".

Es el poder inconmensurable de la obra de arte, cambiar a quien la ejecuta, y cambiar a los demás en la oscuridad de la sala, o en el sillón de lectura. En la penumbra, cuando pasan al final los créditos, mi sensación es primero de asombro. He visto desplegarse ante mis ojos un pasado de relieves concretos, imágenes hiperrealistas cuidadosamente detalladas que puestas en sucesión vienen a ser el todo.

"Esto es imposible" me dice cuando al salir Gonzalo Celorio, quien vivió de niño en la misma colonia Roma. Cines, comercios, restaurantes, bares que ya no existen más, están en la película tal como él los conoció y los recuerda. Imposible porque se trata de un milagro. Roma es un verdadero milagro.

 

 

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10 de diciembre de 2018
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Que viene el lobo

No nos hemos recuperado aún del golpe estético de esa cuadrilla de hombretones de Vox al galope. Más Curros Jiménez de pelo en pecho que jinetes apocalípticos, aunque, en lugar de jugar a forajidos, se presenten como guardianes de la patria y la moral. “De extrema necesidad”, así se autodenominan para espantar fantasmas ultras, dispuestos a forrar de guasa la retaguardia. Han sido presentados como una anomalía del sistema, un grano de pus que aflora justo en el 40.º aniversario de la Constitución. Los medios corren a abrirles los micrófonos porque sus disparates retrógrados venden. En su demagogia, confunden justicia con ideología de género. Para ellos, la violencia contra las mujeres es un mal menor, y el feminismo, un movimiento dogmático que pretende humillar a los hombres, quebrando la igualdad que por fin ha calado en nuestra sociedad.
Pero los diputados andaluces electos son resultado de una desbandada de votos: ciudadanos que han adoptado el espíritu nini –ni pensar, ni votar– en los segundos comicios menos participativos de la autonomía. La reacción de la mayoría ha quebrado esa laxitud que tan mal se aviene con el sobresalto. La furia populista embrutece a las sociedades. Bien nos lo han demostrado los furiosos radicales que han entrado en parlamentos y agendas de Alemania, Austria, Hungría, Polonia u Holanda. Europa está vadeada por personajes que centrifugan un discurso que se reduce a la xenofobia –los extranjeros nos quitan el pan y los médicos– y al enaltecimiento de los va­lores nacionales como si de nada nos hubiera servido estudiar historia. Sus fantasías centralistas destilan una falsa idea de la unidad visualizada en los mismos libros de texto para todos los niños españoles.
Recupero unas reflexiones de Karl Kraus definiendo a los bufones que cargan contra la cultura como estafa. “El barbarismo sin tapujos irrumpe en la barbarie iluminada con electricidad y equipada con todas las comodidades de la era moderna. No parará las máquinas, pero perturbará benéficamente el funcionamiento de una intelectualidad encaminada a matar de hambre el espíritu”. Kraus siempre dudó del efecto inmediato, bien lo sabe Manuel Valls, que durante años olisqueó el tufo a sobaco y salchichón rancio de los lepenistas, y ha sido rotundo: no se puede pactar con los ultras. De acampar en cuatro esquinas, valladas por su declarado anticonstitucionalismo, a entrar en un Parlamento. Pero que estén en el mapa oficial no parará las máquinas del progreso ni nos arrebatará libertades. Actúan igual que bufones cabreados que en sus postulados simplistas confunden raíces con animalidad. Y nosotros, criaturitas, actuamos igual que Pedro en el cuento del lobo, dando falsas voces de alarma en lugar de reforzarnos como demócratas, algo perturbados, aunque benéficamente, a la manera de Kraus, preguntándonos cómo educaran los de Vox a sus hijos.
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10 de diciembre de 2018
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Lo que más me gusta son los cómics sobre monstruos

Uno de mis candidatos a libro del año en el mundo editorial hispanoamericano es la novela gráfica Lo que más me gusta son los monstruos (Reservoir Books), de la norteamericana Emil Ferris. Con este libro Ferris, una dibujante de Chicago que hacía su tardío debut después de años de serias dolencias físicas, ganó los premios más importantes de la industria del cómic, entre ellos tres Eisner, y se encontró de pronto en la primera fila del mundo de la narrativa gráfica. Ahora se anuncia una segunda parte y se conjetura sobre quién dirigirá la película.

Lo que más me gusta son los monstruos, ambientado en el Chicago de los años sesenta -con referencias directas al mundo hippie y a la muerte de Martin Luther King-, es la historia de una niña de diez años, Karen Reyes, contada a través de un gran hallazgo conceptual: los cuadernos en los que dibuja y escribe con lapicero a través de la técnica del cuadriculado. Como cada página del cómic es una página del cuaderno de la niña, vemos su autobiografía, filtrada por una imaginación excesiva en la que juega un papel central la reconversión estética del mundo pulp de las revistas de horror. Karen se dibuja a sí misma como una niña lobo convertida en investigadora privada de sobretodo, tratando de descifrar el crimen de una vecina en el edificio en el que vive al mismo tiempo que debe luchar con el bullying en el colegio, enterarse de la enfermedad de su madre y de ciertas verdades inquietantes sobre Deeze, el hermano mujeriego y lleno de tatuajes que idolatra.

El estilo de Ferris puede ser agotador al principio: cada página está recargada de información visual y textual; no hay espacio en el cuaderno que no se llene de garabatos, comentarios, detalles de la familia, etc. La muerte de la vecina, Anka, le da pronto una trama central: la niña lobo nos presenta un muestrario pintoresco de sospechosos del edificio, entre ellos un titiritero con un ojo de vidrio. Cuando la niña lobo se enfoque en la historia de Anka, Lo que más me gusta son los monstruos gana en profundidad y textura histórica: el cómic se abre a la Alemania nazi, al relato de una mujer obligada a prostituirse para sobrevivir.

El estilo de Ferris se mueve con soltura entre la cultura pop (las revistas de horror como inspiración visual y de guión) y la cultura alta (los paseos al Art Institute of Chicago, donde el hermano de Karen sirve de guía y le enseña los vericuetos del dibujo). Los dibujos de los cuadernos, un cruce de Goya con Robert Crumb y Art Spiegelman, son el producto de esa imaginación que absorbe todo y lo traduce a su propia máquina afiebrada, en la que, poco a poco, el hermano playboy se convierte en el personaje central del relato gracias a la información inquietante que surge en torno a él: ¿es el asesino de Anka? Para eso estará la segunda parte.

Dice Ferris que su madre era muy bella y que de niña no quería ser mujer porque vio de cerca la violencia que engendraba la belleza y cómo no se valoraban otras cosas de la mujer. Tampoco quería ser hombre, cómplice y víctima de ese sistema. Ante la falta de opciones la mejor opción era ser un monstruo: alguien que asume su anomalía y desde un lugar marginal lee su entorno. Su novela gráfica gira en torno a mujeres víctimas de la violencia de la historia por culpa de su belleza y hombres perdidos por culpa de ese mismo sistema. Lo que más me gusta son los monstruos es un gran ejemplo de cómo el subgénero del horror puede revelar verdades profundas de un sistema social siniestro: a veces el exceso está en el sistema y la operación estética consiste en reconfigurarlo con recursos excesivos como el melodrama o la parafernalia gótica.

(La Tercera, 9 de diciembre 2018)

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9 de diciembre de 2018
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Villancicos de ida y vuelta

Las Fiestas Navideñas son indicadas para los detalles entrañables. Mi esposa, Paloma, es dada a los christmas y a los obsequios; prepara bolsas con dulces, conservas y chucherías, para regalar a nuestras amistades. La inversión, que puede parecer excesiva para un miembro de la rama ortodoxa, como es mi caso, no lo es tanto. Ayer, concretamente, me hizo llevar, por la mañana, dos bolsas a sendas familias, los García-Espejo y los Pérez-Risueño. Pero, por la tarde, ya las habíamos recuperado. Tía Encarna, emparentada con los García-Espejo, y el matrimonio Bofill-Comadira, amigos de mis suegros y propietarios de la casita del Ampurdán donde veranean los Pérez-Risueño, nos las regalaban, cariñosos, cuando coincidíamos, como todos los días, en la puerta del colegio durante la ceremonia de la recogida de los niños. 

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9 de diciembre de 2018
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La foto es el mensaje

Miro la foto, es impecablemente catalana y a la vez presidiaria. El pequeño árbol a su derecha, la perspectiva desde el ángulo de la esquina y unas tapias de color terroso, más siena que albero, cercando a un grupo de hombres que bien podrían venir de dar un paseo campestre por los pinares del Bages. Las zapatillas deportivas azulonas parecen casi nuevas, y lo nuevo siempre transmite cierto aire tranquilizador. También indica que caminan poco. Exhalan un talante deportivo y a la vez confortable. Llevan ropa de domingo o de ir por casa. Sudaderas y forros polares, camisas de cuadros como la de Junqueras frente a un solo jersey, granate y de cuello pico, el de Cuixart.
La actitud corporal de los siete de Lledoners es hasta plácida. Sànchez con los brazos caídos pero leves, Junqueras, de puntillas, sonriente y con color, Turull más pálido, tocado por un gesto de beatitud melancólica, Romeva cerrando el grupo de negro musculado, también en posición de descanso. Se les ve desarmados, y no hay mirada resentida aunque pueda intuirse la huella de un año sin campo a través. Esta foto es un artefacto táctico de comunicación global: siete hombres, seis políticos y el director de una entidad cultural, que parecen incapaces de cruzar un semáforo en rojo, están en la cárcel acusados de rebelión. La justicia española les ha dado trato de peligrosidad con unas cautelares rigurosísimas. Viven preparando su estrategia y apurando los mensajes no verbales. Por ello, su foto serena es el preludio de un segundo artefacto de comunicación mucho más perturbador, a pesar su vis pacifista, una huelga de hambre.
Hay otra foto, muy antigua, también de un grupo de presos políticos que salen al patio. Lluís Companys, su hijo, el ministro de Esquerra durante la II República Joan Lluhí i Vallescà, el periodista Emili Granier Barrera y otra de­cena posan en la cárcel Modelo de Bar­celona. También era otoño, acababa noviembre de 1930. Hay diferencias entre la ciudad agrisada y la luz pajiza de la Catalunya central. Hace noventa años se distinguían las clases: chalecos de sastre y hasta el pañuelo blanco de Companys se alinean con las alpargatas. Cuellos blancos almidonados y rabasaires, hombro con hombro. Hay algunas sonrisas de orgullo, también cierta resignación entre los que esconden las manos en los bolsillos. En las dos fotos, todos mantienen los pies separados para posar holgados, pero la imagen de Companys transmite confusión, mientras que en la de Lledoners reina una serenidad muy reflexionada, con pre y posproducción. Porque son estos hombres de la foto que parecen venir de un paseo dominical, y no otros, quienes deciden dejar de comer para volver a vivir.
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5 de diciembre de 2018
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La oración de los cristales

 

En la última columna citaba un soneto de Jorge Luís Borges en el que evoca la preocupación de Baruch de Spinoza sobre el infinito, atributo de un Dios que el filosofo mismo forjaría mediante riguroso esculpir de las palabras (lo lleva el tiempo como lleva el río/una hoja en el agua que declina./ No importa, el hechicero insiste y labra/ a Dios con geometría delicada desde su enfermedad, desde su nada,/ sigue erigiendo a Dios con la palabra.). Citaba asimismo un segundo soneto en el que Borges vincula esa forja conceptual del infinito al trabajo de talla de cristales que permitía a Spinoza a la vez ganarse su vida sin sumisión a obediencias y confrontar a la experiencia algunas de sus reflexiones sobre óptica. 

Innumerables son los estudios académicos sobre Spinoza e incluso son varias las obras con intrínseco peso filosófico que toman como punto de arranque sus reflexiones. Me atrevo sin embargo a decir que nadie se ha acercado a la obra del filósofo de forma tan rigurosa y conmovida como Jorge Luis Borges: labra un arduo cristal: el infinito/mapa de Aquel que es todas sus estrellas.

"El cristal y el infinito". Quizás el cristal como promesa de un reflejo de lainfinitud. Tras leer la columna a la que dí ese título, Gotzon Arrizabalaga, profesor de filosofía en lengua vasca me puso en la pisa del siguiente.

"De todas las cosas bellas para los ojos, ninguna tanto como los cristales. El goce de los ojos al mirarlos, es un sentimiento sagrado, porque para los ojos los cristales no tienen edad. Cuando pensamos que su ayer es de mil años y que permanecerán sin mudanza al cumplirse otros mil, sentimos la emoción religiosa de considerarlos fuera del Tiempo. La luz de los cristales tiene algo de oración." Ramón del Valle Inclán (1916) La lámpara maravillosa. Primera parte "El anillo de Giges", capítulo V.

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5 de diciembre de 2018
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Canetti creía…

Canetti creía que era imposible separar el poder político de la manía persecutoria y el delirio interpretativo. Insistía en ello con mucha frecuencia. Decía que no debíamos caer en falsas esperanzas a ese respecto.

 

Cada año que pasa, más le doy la razón a ese espíritu lúcido y auténtico, aunque no siempre esté de acuerdo con su visión del mundo, el poder y el deseo.

 

Ay, las fortalezas de sombra bajo las que se despliegan las cloacas por las que fluyen y fluyen y fluyen los intereses creados y los pactos sombríos hacia un río más negro que el Esepo.

 

Canetti creía que era imposible la inocencia cuando fundías tus deseos con los deseos de la masa y jugabas con las palabras como un viajante de comercio.

 

Canetti creía que la libertad solo llegaba cuando huías de la gramática de las órdenes y te convertías en un ave emigrante, amante de las verdades denudas y los misterios del alba. (La verdad emerge a las seis de la mañana, antes de que los foros se llenen de charlatanes y la vida adopte la apariencia y la esencia de una comedia bufa o de una tragedia griega).

 

 


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5 de diciembre de 2018
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¿Pa qué?

La campaña andaluza ha sido una jungla de ideologías y un desierto de ideas
 

Goza Ortega y Gasset de la inquina de muchos espíritus conservadores, quizás porque supo ver con sagacidad algunos de nuestros vicios más irritantes. Recuerdo ahora aquella Meditación de El Escorial en la que interpreta el colosal monasterio como un monumento a un particular rasgo español: el de trabajar de un modo desaforado, heroico, mortífero, hasta el agotamiento, en la construcción de enormidades que luego no tenemos ni idea de para qué sirven. Levantamos imperios o escoriales, luego los miramos con fijeza y rascándonos la barbilla nos preguntamos, ¿y ahora qué hago yo con esto?

Así ha sucedido en las elecciones andaluzas. Nadie (ni ellos mismos) sabe qué clase de propuestas hacían unos y otros, qué región querían construir, qué pensaban hacer para mejorar la vida y el trabajo de la población, su educación, su dignidad. Escondidos detrás del nacionalismo (¡Andalucía es mi madre!), de la ceporrería fachosa (¡mueran las derechas, las superderechas y las archiderechas!) o del cinismo puro (¡ellos son corruptos, nosotros no!), el resultado es, con perdón, un pan como unas hostias. ¿Para qué tanta agitación, tanta energía, tanto trabajo, tanta bandera, tanta gente y tanto sueldo? Ahí está la nueva Andalucía, un caos que simula el regreso del orden.

Los políticos que han ganado se rascan el mentón mientras musitan, ¿y qué hago ahora yo con todo esto? Los que han perdido se rascan el bolsillo. La campaña ha sido una jungla de ideologías y un desierto de ideas. De modo que ¿cómo vas a pactar, si no hay ideas?, ¿cómo se negocia una etiqueta sin mercancía? Sólo se impone esta conclusión: hazte cargo, Sánchez, de lo que pasa cuando uno comparte el rancho y la litrona con los separatistas. Aunque dudo de que se entere.

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4 de diciembre de 2018
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Jóvenes sin besos

Se sientan en la fila de delante del avión, apagan los móviles, juntan las cabezas y se besan. Advierto que desde hace largo tiempo apenas veo besos en los parques, ni rastro de aquellas bocas incapaces de despegarse en el charco de luz de la farola, y me pregunto si los clásicos morreos no estarán también de capa caída, reemplazados sin babas por el emoji besucón. El avión va medio vacío, y escucho que él le dice: “Qué romántica eres, besas igual que una adolescente”. La mujer responde: “Será una adolescente de tu época, los de ahora no se besan, se muerden”. Es el momento de ponerme los auriculares y reflexionar acerca de la presunta hipersexualidad de los adolescentes, de los milénicos que ni de lejos contemplan el sexo a modo de tabú, sino como un pozo sin fondo, explorado desde su precoz acceso a la pornografía: la primera exposición, de media, se produce a los doce años entre los chicos, unos meses después ellas. Tienen barra libre, todo incluido a través del móvil y en plataformas gratuitas.
En la construcción de su identidad sexual existe menos rigidez, de manera que están familiarizados con conceptos como el de poliamor, han normalizado la bisexualidad en sus comunidades, y términos antes vergonzosos como perversión o parafilia han dado paso a otros que suenan más frescos como kink o gang bang. Pero la tendencia es a la baja, y el caso es que degustan mucho menos que nuestros abuelos. Según una encuesta nacional realizada por Control, el 63,6% afirma tener relaciones sexuales una o menos de una vez a la semana. Una frecuencia que ellos mismos consideran muy por debajo de sus aspiraciones (a la mayoría le gustaría practicarlo al menos cada dos o tres días). El panorama abruma con tantos cuartos de adolescentes solitarios comandados desde una pantalla, sobre la cama, entregando su vida real a la nube virtual.
Hace unos días, en The New York Times, su columnista Ross Douthat lo denominaba “la trampa de Huxley”, y señalaba que la tecnología y el sexo solitario han domesticado la revolución sexual. E incluso se atrevía a formular una suma de factores: Netflix + Tinder + Instagram + masturbación. “La única persona que realmente lo vio venir fue Aldous Huxley en Un mundo feliz –aseguraba–, la distopía esencial para nuestros tiempos, que captó la característica más importante de la vida social posmoderna: la forma en que el libertinaje, que en un tiempo fue una fuerza radicalmente disruptiva, podría ser domesticado, reeducado y utilizado para estabilizar la sociedad mediante la combinación de la tecnología y ciertas drogas”.
Y es cierto que Huxley dio en el clavo: pantallas y fluoxetina, todo legal. Un cóctel que derrota cualquier asomo libidinoso. Que mata el placer y anula las caricias. Mientras, aumenta el consumo de antidepresivos entre los universitarios: cuadros de ansiedad, crisis de pánico y depresión, síntomas que refieren una presión social que les cuesta digerir, ensimismados en el bucle de los afectos con wifi. Ojalá aún puedan recuperar aquellos largos besos atornillados.
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3 de diciembre de 2018
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