

La derrota definitiva del régimen del último Somoza se debió a tres factores fundamentales: el primero de ellos el alzamiento popular encabezado por el Frente Sandinista, con la participación de miles de jóvenes de ambos sexos y de todas las clases sociales, hasta llegar a convertirse en una verdadera insurrección nacional.
El siguiente factor fundamental fue el respaldo que los jóvenes en armas recibieron de todos los sectores ciudadanos, sin ningún distingo, muchos alentados por su compromiso cristiano. La aparición del grupo de los Doce, formado por empresarios, sacerdotes, profesionales, intelectuales, dio a la organización guerrillera peso político nacional e internacional.
Y el tercero, pero no el menos importante, la alianza latinoamericana que se logró forjar, sin que tuviera una identidad ideológica. Los presidentes se guiaban más bien por el repudio a un régimen que se basaba nada más en la represión brutal. Era la última de las viejas tiranías familiares de las "repúblicas bananeras", un término acuñado por O'Henry en su novela De coles y reyes.
En esta alianza fueron fundamentales Venezuela, Panamá, Costa Rica, México y Cuba; el solo apoyo de Cuba, con cuyo sistema los comandantes sandinistas se identificaban, no hubiera sido suficiente. Más bien es lo contrario. Este apoyo, con pertrechos de guerra, fue posible en términos políticos porque los otros países, con sistemas basados en la democracia representativa, estuvieron presentes en la coalición; y algunos de ellos prestaron también auxilio bélico, como Venezuela y Panamá, y recursos materiales, como México, para no hablar de Costa Rica, que se convirtió en retaguardia de la lucha armada.
La llegada de Jimmy Carter a la presidencia de Estados Unidos en 1977 abrió una puerta nueva en las relaciones de Washington con América Latina, como pudo verse con la firma ese mismo año de los tratados Torrijos-Carter que devolvieron a Panamá la soberanía del canal. Y la intimidad de medio siglo con la dinastía de los Somoza llegó a su fin con la nueva doctrina de derechos humanos proclamada por Carter.
El general Torrijos conocía bien la calaña de Somoza, cegado por su obscena voluntad de quedarse para siempre en el poder. Rodrigo Carazo era presidente de Costa Rica, un país democrático por convicción y tradición, que había soportado por el último medio siglo la vecindad de una dictadura de aquella calaña, y quería para Nicaragua un gobierno igualmente democrático. Y Carlos Andrés Pérez, presidente de Venezuela, venía de la tradición socialdemócrata de Rómulo Betancourt, sabía cuánto se parecía la dictadura de Pérez Jiménez, bajo la que había salido al exilio, a la del viejo Somoza, fundador de la dinastía.
Y en aquel alineamiento de los astros, la figura del presidente José López Portillo de México, resultó crucial. Su respaldo fue constante, oportuno y generoso. Me recibió no pocas veces, y puso en sintonía a su gabinete para darnos apoyo, antes y después del triunfo de la revolución. Rompió relaciones diplomáticas con Somoza en mayo de 1979, y nos había pedido que le dijéramos cuál sería la mejor oportunidad para hacerlo. Cuando vino por primera vez a Managua en 1980 en visita oficial, alguno de sus secretarios le preguntó durante el vuelo qué tratamiento habría que dar a Nicaragua en cuanto a ayuda material, y el respondió que igual a cualquier estado de México.
Era el fruto de una larga y generosa tradición. El poeta nicaragüense Solón Argüello, secretario privado del presidente Francisco Madero, fue fusilado en 1913 tras el golpe de estado que culminó con la dictadura de Victoriano Huerta; combatientes mexicanos pelearon durante la revolución, y murieron en tierra nicaragüense.
El presidente Plutarco Elías Calles respaldó con armas a los insurrectos liberales que se alzaron en Nicaragua en defensa de la Constitución en 1925. El presidente Emilio Portes Gil acogió a Sandino en Yucatán en 1929. Y México fue clave en las gestiones del grupo de Contadora para lograr los acuerdos de paz de 1987 que llegaron a poner fin al conflicto armado con la Resistencia Nicaragüense.
En América Latina nada es nunca hacia adentro. La libertad ha sido siempre una causa común.
Hay algo adictivo en la música de Wagner, es una droga. Conozco enganchados al músico que viajan de ciudad en ciudad para oír sus óperas gastando un dineral (a veces, sin tenerlo) hasta llegar a Bayreuth. El teatro de aquella población, levantado por el rey Ludwig de Baviera, un loco de atar que cayó en la adicción wagneriana, era y sigue siendo el teatro de ópera más incómodo, tórrido y duro de toda la especie. Y carísimo. Aun así, hay que esperar un turno de años para conseguir butaca. Eso no sucede con ningún otro músico. Baste decir que, si bien se arrepintió, el joven Nietzsche cayó preso en esa tupida red sonora. Luego pasó el resto de su vida escribiendo rabiosos panfletos contra Wagner que son un tesoro filosófico.
¿Qué tiene este artista para suscitar semejantes pasiones? El otro día, viendo El oro del Rin en el Teatro Real de Madrid, me lo preguntaba. La crítica no ha sido benévola con el evento. Yo creo que no es sensato perder la ocasión de conocer esta primera parte de la Tetralogía, la obra musical más extensa y notable de todos los tiempos, porque no es frecuente que se programe. El Rheingold es el prólogo al que siguen otras tres óperas, cada vez más largas y complejas. Aquí se presenta el mundo mítico del norte, tan opuesto al sureño, con sus dioses del trueno, sus gigantes, héroes, enanos, ondinas, montañas, grutas, un mundo que en los montajes actuales suele renegar de su magia. Es un error. Como bien vio Nietzsche, la droga de Wagner es justamente esa: el desesperado intento de crear una mitología y una tragedia modernas. Porque lo trágico de nuestro tiempo es que carece de tragedias a pesar de ser un mundo en perpetua tragedia. Wagner fue el último en intentarlo. Y, según Nietzsche, fracasó. Que cada cual lo juzgue.
Amable ironía la de Pierre Assouline y al mismo tiempo demoledora para con las falsas verdades y los argumentos trucados y perversos, a los que tan proclives somos los ibéricos.
Recuerdo su novela Lutetia, memoria de París en sus épocas más dudosas y conflictivas a través del vigilante de uno de los hoteles más míticos de Paris. Después me acerqué a Golem, la trepidante historia de un fugitivo al que le han alterado trágicamente el alma: un viaje al fin de la noche, pero de otra manera, y siempre con esa ironía incesante, cervantina, que caracteriza toda la obra de Assouline, incluidos los artículos de su blog LA RÉPUBLIQUE (des livres).
Pero el libro que más puede interesar a los españoles es sin duda Retour à Séfarad, una novela familiar rigurosamente insólita, y que podría servir de modelo para plantearse novelas familiares que huyen de la convencionalidad y se atreven a abarcar, con agilidad y velocidad, grandes períodos de la historia, sin que la empresa adquiera el aire pesado, estúpido y grave que caracteriza tantas y tantas sagas familiares.
Se trata de un libro de lectura dolorosa y a la vez saludable por la imagen agridulce que proyecta de España. Mirarse en el espejo que propone Assouline es un ejercicio terapéutico y una inmersión en el mito, a la par traslúcido y sombrío, del eterno retorno.
De pronto lo familiar resulta desconcertante, gracias a la mirada, amable y a la vez desmitificadora, de Pierre Assouline. De pronto España se convierte en la morada de la extrañeza.
Assouline nos invita a apreciar la humildad del pasado, avasallado por la arrogante prepotencia del presente, a la vez que nos obliga a considerar la crueldad de la historia y el dolor sin límites que provocan los fanatismos, las exclusiones, las abominaciones.
Me he detenido especialmente en un párrafo donde Assouline dice: Au fond, ce qu'il a de bien avec les Espagnols, lorsque on est tout prêt à les aimer, s'est qu'on ne risque pas de cristalliser. À peine se prend-on de passion pour sa singularité, que le contre-modèle se manifeste et vient pondérer le jugement. Traducido al español: En el fondo, lo mejor de los españoles, cuando uno está dispuesto a quererlos, es que no corremos el riego de que ese amor cristalice. Apenas uno es consciente del afecto provocado por su singularidad, cuando surge el contramodelo que pondera nuestro juicio. Dicho con otras palabras: toda vez que sientes afección hacia España, ciertos detalles, ciertos comportamientos, ciertas ideologías, ciertas vilezas incalificables rebajan tu amor, lo ponderan, lo equilibran, lo dejan en su justa frontera entre la luz y la sombra.
Coda lírica:
En tardes luminosas o en tardes grises
o en tardes que arrastraban las horas
como pesadas cargas,
he querido amar esta tierra terrible,
y ya estaba dispuesto a hacerlo
con la mejor disposición del alma
cuando de pronto los monstruos
de antes y de ahora
me prohibían abrir los brazos y cerrar los ojos.
Mas a veces, en medio del desasosiego
y el deseo de encerrarme
en mis cuarteles de invierno,
el abrazo de los amigos, sus palabras,
y hasta sus gritos
me indicaban que la noche está llena de estrellas.
Bajo su amparo se rozan las copas y los cuerpos,
los deseos y los sueños,
y uno se entrega sin miedo al furor de vivir.
Assouline lo sabe y lo acepta y lo padece,
y de nuevo vuelve a donde tiene que volver.
Ya lo decía Gil de Biedma:
“Siempre se obstina en ser dulce,
en merecer ser vivida
de alguna manera mínima
la vida en nuestro país.”
La redacción de la revista Investigación y ciencia dice en su último informe especial:
Una acusada desigualdad económica repercute negativamente en todos los aspectos del bienestar humano y en la salud de la biosfera.
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La revista analiza la desigualdad en USA, “país que representa el caso extremo de una tendencia global”, así como “el modo en que los sistemas digitales perjudican a los miembros más vulnerables de la sociedad”. También detalla “los mecanismos por los que la desigualdad deteriora la salud mental y física de los individuos, y la manera en que el desequilibrio económico y político está dañando el entorno natural”.
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Se agradece que la ciencia se ocupe de la desigualdad. No es un tema que tienda a frecuentar demasiado, dejando ese ámbito para las humanidades y la filosofía. Hace años, el sociólogo Bourdieu hizo diferentes radiografías de la desigualdad, analizó su origen y sus causas, detalló sus mecanismos y los efectos que provoca en la salud, sin olvidarse nunca de la desigualdad de género, madre de todas las desigualdades.
Ciertamente, la desigualdad es un fenómeno devastador. Nos basta con mirar hacia atrás y examinar la historia. Podemos remontarnos hasta los egipcios. Sus tumbas nos informan muy bien de los efectos de la desigualdad. Los esqueletos encontrados en las necrópolis de los humildes indican que a veces se interrumpía en ellos la línea del crecimiento. ¿Debido a qué? Fundamentalmente a las hambrunas provocadas por las sequías. En cambio los esqueletos de los aristócratas demuestran que sus dolencias se debían sobre todo a los males generados por la política matrimonial cerrada y endogámica. La desigualdad ha sido siempre fuente de toda clase de diferencias y de desniveles. La arqueología y la historia ya conocían ese infierno del que finalmente ha decidido ocuparse la ciencia con mayúscula. Celebrémoslo.
Coda lírica:
Mi madre me contaba que cuando era niña
a los pobres los enterraban envueltos en una manta,
en cambio los caciques reposaban en ataúdes de cristal y plomo.
Los primeros se disolvían enseguida en la tierra,
nutriéndola con sus restos y convirtiéndose
en un arbusto o en una higuera.
Los otros todavía se están pudriendo.
Quienes trataron a Carmen Balcells, la agente literaria más eficaz de Europa, sabían que era una madre con sus autores, pero un verdadero lobo feroz con los editores. Tenía un carácter y una fuerza descomunales y nadie, ni los más poderosos, osaban ponerle la proa. Todos la temían, menos uno. Había un editor a quien Carmen mimaba y cuidaba como a un hijo que le hubiera salido mejor horneado que sus autores. En las añoradas comidas y cenas de la agencia estaba siempre alerta e inquieta, con las antenas puestas en Claudio López de Lamadrid. "Un poquito más de lubina, Claudio, que es muy saludable y ni se te ocurra dejar el puré de nueces, que me las traen de la Columbia Británica", y así sucesivamente. Se le caía la baba. ¿Celos? Pues sí, qué pasa, pero muy atemperados porque a todos y a todas, perdón por el socialismo, se nos caía la baba con Claudio. Él, con aquella sonrisa de niño grande (porque era grande, alto, robusto, úrsido) se dejaba querer. Pues con razón todos le querían porque fue generoso, amable, gozoso, agudo, gruñón, cordial, un ciudadano magnífico.
También, al parecer, la Parca debía de quererle porque se lo ha llevado en cuanto ha podido, mucho antes de lo que habría sido respetable. Y el único consuelo es que, precisamente por favoritismo, se lo ha llevado en un chispazo, un infarto fulminante del que no se enteró ni él. Es el gran privilegio de algunos elegidos: no se verá menguar, decaer, buscar las gafas cuando las lleva puestas, ni poderse atar los cordones de los zapatos. Seguirá ya para siempre con su aspecto de senador romano de sonrisa olímpica. Tiene Bécquer aquel verso famoso: "¡Qué solos se quedan los muertos!". Sucia mentira. Los que nos hemos quedado solos y hechos polvo somos nosotros, los casi vivos.
Japón es el país más envejecido del mundo. Casi el 30% de su población supera los 65 años y cada vez son más los ancianos, pues las parejas jóvenes no quieren tener hijos. La soledad de los ancianos está haciendo estragos y adquiriendo las dimensiones de una epidemia. Un problema que sobrepasa con creces los límites del archipiélado del Sol Naciente. Según un informe de la Comisión Jo Cox sobre la Soledad, el Reino Unido tiene más de nueve millones de personas que se sienten solas y unas 200.000 confiesan no haber hablado con nadie desde hace más de un año.
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El problema ya lo conocí en Francia en mi época de estudiante. En París, miles de viejos morían solos en sus tristes habitaciones. Una desolación secreta que nunca llegaba a los periódicos. Para mí representaba la cara más negra de Francia.
Y en España? Nos hallamos ante el mismo problema, con una población muy envejecida y unas pensiones paupérrimas. Mucho me temo que la invención japonesa corre el peligro de universalizarse. Después de todo, a los ancianos se les suele respetar en las cárceles más que en las calles (según me han dicho). Todo un signo de nuestro tiempo.
He visitado geriátricos donde los ancianos vivían peor que en un penal. La opción japonesa tiene su lógica: mejor vivir entre delincuentes que en la más indigna soledad. La desesperación es pródiga en invenciones asombrosas.
¡En qué sociedades más degradadas nos movemos! Apartamos la mirada de la muerte aún sabiendo que tarde o temprano jugaremos al ajedrez con ella. Despreciamos la vejez ignorando que a todos nos espera. Ahora mismo es una desgracia ser joven, y una desgracia ser viejo. Extraño panorama el que se despliega ante nuestra mirada: la negación explícita de las verdades fundamentales de la vida.