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Más falsa es la verdad

Nunca entendí muy bien de qué diablos hablaba aquella canción, pero igual era una de mis favoritas. No sabía por entonces que su autor acostumbraba garabatear decenas de líneas más o menos conexas, recortarlas una por una y acomodarlas de forma tramposa para darle sentido a la canción, o en su caso para que no lo hubiera en absoluto, y eso ya habría sido un manifiesto estético. Pero al fin eso era, no en balde aún hoy sigue creciendo la legión de los que en su nombre tomamos los hábitos. Alguna pieza interna debe de haberse roto la noche que Five Years me voló la cabeza, porque ya nada volvió a ser como antes. Si ahora mismo enfrentara a un jurado por abrir un boquete en la realidad y negarme a seguir sus instructivos, culparía directamente a David Bowie y aportaría como prueba fehaciente The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars.

Según confesaría Bowie años más tarde, todo el Ziggy Stardust, de Five Years a Rock’n´Roll Suicide era una pura abstracción falsificada: plástico vil. Lo cual no hace sino llevar más agua fresca al molino de su creador, pues por un lado ya quiero ver quién más puede hacer eso con el plástico, y por el otro habría que preguntarse si el término creador viene a cuento en el caso de quien no quiere ocultar su orgullo de falsificador. ¿Es realmente Five Years la descripción de un sueño, como le contó Bowie a la conductora Dinah Shore? No hay forma de saberlo, puesto que amén de amar la falsificación, el interfecto suele divertirse declarando mentiras y verdades alternadas, no pocas veces sobre el mismo tema.

“Y hacía frío, y llovió, y me sentí un actor”, relataba Five Years y uno ya se miraba sobre el escenario, jugando como Bowie a ser otro, y otro dentro de ese otro, afiliado a la idea romántica de que quien juega debe jugárselo todo, comenzando por la identidad. Creo desde entonces que escribir es actuar, meterse en otra carne aunque sea de plástico, parirse y permitirse cualquier cosa sin otro límite que una verosimilitud configurable. Mentir para poder decir la verdad, cualquiera que ésta sea y dondequiera que esté cocinándose. ¿A quién le importa al cabo la verdad, si nadie está seguro de conocerla?

Conozco cada una de las palabras del álbum tal como la maestra de catecismo esperaba que me supiera el Santo Rosario. Cada vez que las canturreo, a solas y en voz baja por mera gratitud hacia el autor, es como si estuviera recitando una declaración de principios, a través de la cual me comprometo a prestar cuerpo y espíritu a cada uno de mis engendros, por más que los deteste, o los admire, o los entienda a medias, y si acaso dan asco nada he de querer tanto como ser repugnante y provocar náuseas. Los verdaderos personajes no se dejan crear —viven, como quería Camus, sin apelación, y uno elige creer que existen desde siempre— pero de pronto aceptan ser falsificados.

(“Falsear o adulterar algo”, ilustra el diccionario en torno el verbo falsificar, y añade: “Fabricar algo falso o falto de ley”. ¿Y qué pasa cuando uno se preocupa asimismo por fabricar la ley? ¿A partir de qué punto una falsificación triunfante se convierte en genuina? ¿Y si mejor empleáramos el verbo forjar, que por igual permite referirnos a ensoñaciones, embustes o artes manuales varias?)

Al forjador de Ziggy Stardust le parece curioso que los villamelones todavía lo apoden “Camaleón”, cuando estos animales cambian de aspecto buscando asemejarse al paisaje, y él se ha desvivido por intentar lo opuesto. Lo mismo pasa con los falsificadores, pero es que así son las artes manuales: empieza uno imitando a la realidad vil y termina eludiéndola, por mentirosa. Con lo cual se condena a vivir saltando entre las dos, con el obvio propósito de hacerlas confundibles entre sí, pues una vez que abrió el boquete en el muro ya no se resigna uno a vivir sin ventana. Y si es de plástico, mejor todavía.

Vídeos de pie de página (Five Years en 5 tomas):

Bowie aprendiéndose su canción, circa 1972.

Con Dinah Shore, circa 1975.

En Tokio, circa 1978.

En Dublín, circa 2004.

Bowie según Placebo.

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6 de septiembre de 2007
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LA CANCIÓN DEL VERANO

Quienes son aficionados a la música, me hacen ver el fin de la canción del verano. Hace varios veranos que no presto demasiada atención a la existencia o no de esa melodía pero suponía que se hallaba viva a partir de los revivals de la televisión o la radio que, de vez en cuando, en estos meses  han transmitido secuencias de las canciones emblemáticas de otros años y a cuyos compases se enamoraban millones de veraneantes en cada uno de los diferentes países.

¿Con qué ritmos semejantes se enamoran hoy? La respuesta está en el aire. La contestación llega desde el variado surtido de melodías que se descargan en el Ipod desarrollando una tendencia creciente que se orienta hacia el modelo insólito de un tema particular por cada pareja.

No habrá pues canción del verano, ni paella colectiva, ni verbenas relevantes donde saltar a la vez dentro de un mismo amor colectivo.

Lo decisivo será el interior de la pareja sazonado con la mitología de haber importado una música y una letra que sólo comparten en cuanto dúo fundido en su pasión inalienable.

Cada amor diferente tendría su diferencia bailable, cada relación vivirá la ilusión de la singularidad de su lenguaje y de su ritmo. Pero ¿y el jolgorio de verse arracimados bajo un mismo himno de verano? ¿Es posible que esa especie de patriotismo romántico de toda la vida haya desaparecido o se halle en fatídica decadencia?

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6 de septiembre de 2007
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Las ménades

Conversando con amigos en Mendoza recordé una anécdota de esas que le marcan a uno la vida. Ocurrió hace algunos años, cuando mi hija más pequeña estaba todavía en la escuela primaria.

En aquel entonces mi hija descubrió que su hermana mayor, que le lleva ocho años y medio, guardaba en su cartera una caja de preservativos que obviamente intentaba usar con su novio de siempre. Angustiada ante la evidencia de la actividad sexual de su hermana (cuando somos niños ni siquiera toleramos la noción del sexo entre nuestros padres, sin el cual no existiríamos), hizo algo predecible: compartió la inquietud con sus amigas. Buscaba consuelo, no me cabe duda. Lo que obtuvo fue otra cosa.

Es evidente que alguna de aquellas niñas contó en su casa lo que angustiaba a Milena. Lo sé porque a los pocos días me convocaron desde el colegio para que me presentase a una reunión. Allí me expresaron que habían recibido ‘la inquietud’ de algunos padres –en realidad las que acudieron a denunciar fueron madres, guardianas de la virtud de su prole- respecto de la conducta de Milena. Supongo que encontraban reprobable que una niña en edad escolar hablase de sexo, aun cuando lo hiciese para expresar la angustia que le generaba la evidencia sobre la madurez de su hermana mayor.

Ya no recuerdo bien qué pretendían de mí. Supongo que esperarían que le prohibiese a Milena hablar de ‘esas cosas’ en el colegio. Lo que sí recuerdo es que durante algún tiempo algunas de sus compañeras rechazaron todas las invitaciones de parte de Mile; se ve que sus padres temían que sus hijas visitasen mi casa-lupanar.

El único motivo por el cual no la saqué de esa escuela (temía que Mile fuese demasiado pequeña para estar expuesta a tanta hipocresía, a la marginación social y a la persecución) fue porque ella misma no quiso. Pero desde entonces creo que le debo a esas madres la muerte de la inocencia de mi hija. Lo pienso cada vez que me las cruzo en la puerta de la escuela, donde me sonríen para disimular que en realidad son ménades como las del cuento de Cortázar; si pudiesen me saltarían a la garganta.
Yo rezo a diario para que aquel dolor no le haya enseñado a Milena a encerrarse, a pensar que uno debe cuidarse hasta de sus amigos.

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6 de septiembre de 2007
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EL CLÓSET Y EL RETRETE

El senador Larry Craig, del Partido Republicano de Estados Unidos, se presentó siempre como un verdadero guerrero de la decencia, incapaz de consentir el menor desvío sexual. Si le hubiera tocado vivir en tiempos de la rígida moral del siglo XVII, que bien retrata  Nathaniel Hawthorne en su novela La letra escarlata, habría sido uno de aquellos cuáqueros enemigos jurados del adulterio y la sodomía que imponían penas infamantes a los pecadores asediados por los vicios de la carne. Sólo las llamas del infierno podían purgar semejantes delitos, que mientras tanto era necesario denunciar en la tierra.

Severo como se le ve en las fotos, con el dedo alzado en admonición, nadie pudo imaginar nunca a este terrible juez con los pantalones abajo, proponiendo relaciones sexuales a otro hombre. ¡Y en un baño de varones de un aeropuerto! Metido dentro de la caseta del retrete, hizo al ocupante del cubículo vecino las señales indecorosas que corresponden a un código convenido entre homosexuales: unos golpes dado con la suela del zapato primero, y luego unos pases con la mano por la abertura debajo de la separación. Con la mala suerte de que el otro resultó ser policía.

Con lo que el intransigente senador Craig, enemigo número uno del matrimonio entre homosexuales, no salió del clóset, sino del retrete.

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6 de septiembre de 2007
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Los suicidas y Stevenson

Hay una película española reciente que se llama El club de los suicidas. Gustándome algunos de los actores y esperando mejores cosas del novel director, tengo que confesar que lo mejor de la película es el título.

Un buen y llamativo título que nos llevaba a pensar en uno de esos escritores que nos acompañó desde la infancia y que lo hará hasta la vejez. Naturalmente estoy hablando de Robert Louis Stevenson. La fascinación por su obra, por su vida, no decrece en mi cariño. Es posible que ya no lo vuelva a leer con aquella pasión entregada del joven que soñaba aventuras pero siempre vuelvo con placer a sus textos.

Y la regular, tirando a nadería de la comedia española, me llevó al deseo de volver a algunos de sus textos. Volví al relato, los relatos, que componen El club de los suicidas y, siendo una lectura placentera de una larga tarde, no me dejó tan satisfecho como recordaba. Así abrí otros libros de Stevenson sin saber bien que buscaba. Me quedé, después de otros buceos, con Virginibus puerisque. Y esa colección de ensayos, de pensamientos, ese acercamiento a pequeños y grandes temas es una auténtica delicia. Solo por ese reencuentro ya estoy agradecido a la película que me devolvió el deseo de volver a Stevenson.

Habla Stevenson del amor, el matrimonio, el disfrute del no hacer nada, la defensa de los ociosos, la fe en “El Dorado”, la infancia, la vejez. Una delicia inteligente de ese escritor que ya nos avisó que no todo en la vida es beber cerveza y jugar a los bolos. También nos quedan los paseos. Era un gran viajero y también un viajero tranquilo y solitario. No en vano se pasó muchos años viendo de cerca la vida de los fareros de Escocia.

Y recomienda que la excursión, el verdadero viaje a pie, se haga a solas. No en grupo, ni siquiera en pareja. Dice que “debe hacerse a solas porque para la excursión es esencial la libertad, porque aquí seremos libres de pararnos o seguir, de ir por este o por otro camino, a nuestro capricho, y porque debemos andar a nuestro paso: ni trotando a la rastra de un campeón ni pisando menudito para acompasar a una damisela. Y además, debemos tener abierto el ánimo para toda clase de impresiones y dejar que nuestros pensamientos tomen el tono de lo que vamos viendo. Debemos ser como el humo de la pipa al juego del viento.”No le veo la gracia- decía Hazlitt- al ir paseando y hablando a un tiempo. Cuando estoy en el campo, me gusta vegetar como el campo.”

Caminar solos. Pensar. Vagar. Seguir pensando, ver como hemos cambiado, como seguimos cambiando en intentar liberarnos de eso tan inútil que es la estupidez. Para eso vienen bien los paseos y las lecturas de Stevenson. Y así nos gusta seguir, convencidos de que es mejor ser tontos que estar muertos… Ah, si además tienen pensado escaparse a Londres, si no están muy justos para un hotel peculiar, nada de lujo, ni excesivamente caro, no barato, busquen la casa de Hazlitt en el Soho. Ese autor que citaba Stevenson supo vivir en un sitio adecuado. Ahora se alquilan sus habitaciones.

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5 de septiembre de 2007
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Impune y con propina

A todas las novelas suele sobrarles cuando menos un par de palabras, correspondientes al nombre y apellido del autor. Sé que hay quienes se sientan a escribirlas sólo por hacer ver su ilustre apelativo en la portada, pero quien se ha comprometido con el juego sabe que éste tiene que ver con dejar el menor número posible de pistas que conduzcan hacia el perpetrador. Una novela es una fechoría, y éstas naturalmente abominan del crédito. Uno escribe a hurtadillas de la propia historia, asumiéndose malhechor y empleando todos los recursos a la mano para no dejar rastros y ni siquiera olores.

“¿Quién escupió en mi saco”, gruñía el profesor, y el orgulloso autor del atentado tenía que resistir la tentación de hacer saber a todos de su hazaña, so pena de tornarla imperfecta y sumarla a la lista de las indiscreciones imbéciles. Esto lo sé desde el día en que, con catorce años, se me ocurrió la gesta de pintar en uno de los muros de la escuela una torpe caricatura del director, seguida del apodo y el nombre entre paréntesis, por si quedaba duda; a lo cual un segundo infractor, cómplice risueñísimo, añadió la chispeante palabra puto. Ansioso de prestigio entre mis mal llamados compañeros, no tardé en ostentarme como uno de los dos autores del desaguisado que diez minutos más tarde tenía a la escuela entera alborotada, y al día siguiente a los culpables de pie ante un director afrentado, furioso y decidido a escarmentarles con el peso específico de sus complejos. Y todo por haber cometido el pecado mayor del contador de historias, que consiste en sacrificar el misterio en aras de un prestigio caro e inútil.

A los catorce años, la opinión de los profesores sobre mi vocación se hallaba dividida: unos creían que tenía madera de asaltabancos, otros me aseguraban un futuro como repartidor de comida rápida. ¿Y qué querían que hiciera? ¿Decirles que detrás de ese alumno retraído, indolente y abúlico se agitaba un espíritu preñado de cosquillas hormonales y quimeras románticas que su podrida fábrica de carne de cañón sólo podía tornar más apremiantes? ¿Confesarles que luego de haber quebrado todas las marcas previas en materias reprobadas ya casi nada me quitaba el sueño, excepto los desdenes de esa vecina cuyo espectro terco me quitaba la fuerza para todo lo que no fuera matarla imaginariamente de amor? ¿Qué sesuda materia escolar podía competir con el alto misterio de enamorarse a espaldas del universo?

Rara es la actividad personal que concentra el poder de quien la realiza tanto como la fechoría, pues de su buena hechura pende la libertad de quien la comete. Eso es lo que uno busca: salir impune. Por eso borra escrupulosamente cada uno de los rastros posibles, ya que podría bastar el más pequeño para hacer del lector entusiasta un inspector de aduanas. Y ya se sabe cuánto joden a un personaje los interrogatorios de un lector escéptico, de pronto comparables a los celos de una heredera malamada. Por eso insisto: más valdría no dejar ni el nombre.

Llegar a ser el peor alumno de la escuela me permitió crecer en la penumbra, disfrutando de la amplia libertad de movimientos que la fortuna brinda a los apestados sociales. Podía escribir la historia que me diera la gana, mientras no fuera en las paredes de la escuela, o dondequiera que pudiese ser vista. Podía encerrarme tarde con tarde a fingir que estudiaba y entregarme a seguir adelante con esa historia de amor tan perfecta que sólo me precisaba a mí. Podía hacer mi propia película porno con el puro recuerdo de las musas que le había arrancado a una y otra revista sólo-para-caballeros. Pero eso sí: nadie podía saberlo. Hasta mi colección de musas empelotadas estaba oculta dentro de un cuaderno de apuntes que tuve que robarme para, en caso de inspección, respaldar mi inocencia con un nombre ajeno.

Hay quienes piensan que una novela existe para demostrar lo mucho que sabe y lo bonito que escribe su autor. A otros, sin embargo, nos gustaría probar que ni siquiera estuvimos ahí, y que de hecho no hay escritura alguna, pues la mejor historia es aquella que tiene la tinta transparente. ¿Musa? No la conozco. ¿Novela? ¿Cuál novela? Yo sólo vine a entregar una pizza. Son ciento ochenta pesos, más la propina.

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5 de septiembre de 2007
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PRÓCERES APURADOS

En estos días se celebra en Centroamérica la firma del acta de la independencia, suceso que tuvo lugar el 15 de septiembre de 1821 en la ciudad de Guatemala, capital del reino del mismo nombre y que comprendía los países hoy existentes en el istmo, además de Chiapas. Centroamérica era una fruta madura tras las guerras que habían llevado a la liberación de los diversos territorios coloniales en el continente, y no hubo luchas que librar. Ésas vendrían después, durante el proceso de anarquía que llevó a la ruptura de la Federación.

Fue un acto enteramente pacífico, pero, además, de entre quienes proclamaron la independencia, y firmaron el acta, había quienes tenían que ver con el régimen español, el primero de ellos don Gabino Gainza, quien de Capitán General (gobernador supremo) pasó a ser el primer presidente de la nueva república federal destruida más tarde.

Los próceres no se anduvieron tampoco escondiendo el color del paño con que se confeccionaba la nueva vestimenta. Si no, leamos este párrafo del acta histórica:

“Que siendo la Independencia del Gobierno Español, la voluntad general del pueblo de Guatemala y sin perjuicio de lo que determine sobre ella el Congreso que debe formarse, el Sr. Jefe Político le mande publicar para prevenir las consecuencias que serían terribles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”.

Los señores militares, clérigos, hacendados,  comerciantes, y demás próceres que han quedado retratados en los óleos conmemorativos de aquel magno acto, tenían justa prisa.  Una prisa que aún hoy les corre por hacer las cosas por ellos mismos, antes de que las haga el pueblo.

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5 de septiembre de 2007
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Los cincuenta años de ‘El Eternauta’

La Gran Novela Argentina sigue siendo una quimera. Me sorprende que las primeras candidatas que vienen a mi mente cuando pienso en el asunto ni siquiera sean novelas, al menos en el sentido estricto del término. Una es Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, que objetivamente es un libro de no ficción pero que puede ser leído como narrativa pura. La otra candidata es una historieta, que en estos días de septiembre cumple 50 años de su publicación: El Eternauta, escrita por Héctor G. Oesterheld y dibujada por Solano López. Juan Sasturain recordaba días atrás en Página 12 una coincidencia que no es tal: existe una versión de Operación Masacre en historieta, dibujada por… Solano López. Otra coincidencia que no es tal: tanto Walsh como Oesterheld fueron víctimas de la dictadura.

El Eternauta es en su piel un relato de ciencia ficción, al estilo puro y duro de los años 50. Narra una invasión extraterrestre, sólo que en este caso ya no desde el punto de vista de los estadounidenses –los marcianos tienen una rara tendencia a estacionar sus naves cerca de la Casa Blanca-, sino desde un grupo de personas sencillas que viven en los suburbios de Buenos Aires. Leída desde hoy, perturban sus elementos anticipatorios: la ciudad ocupada, el enemigo superior en número y en tecnología, la necesidad de organizarse para ofrecer resistencia. La creación de “la glándula del miedo”, que los invasores implantan en el cuerpo de sus soldados para asegurarse de que cumplirán órdenes ciegamente. (Durante los 70 todos los argentinos fuimos implantados. Algunos han logrado extraer la glándula con trabajo y esfuerzo pero muchos la conservan aún, es fácil darse cuenta, cuando las papas queman vuelven a actuar como corderos o como turba enloquecida que cree que hay que matar para no morir.) Y algo todavía más escalofriante: el hecho de que la esposa y la hija de Juan Salvo se conviertan en las primeras desaparecidas, al final del relato original. Salvo cree que no están muertas porque no ha encontrado sus cadáveres. (Como no se han encontrado los cadáveres de la mayoría de los desaparecidos.) Entonces las busca. Por todo el universo. Por la eternidad toda. Con el mismo empecinamiento de las Madres y de las Abuelas.

La Gran Novela Argentina debería ser una historia excepcional, que más allá de su argumento puntual ayude a narrar quiénes somos, y por qué somos de esta manera y no de otra. Hace ya medio siglo que Oesterheld y Solano López expresaron la tragedia nacional, un mal que no cesa. 

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5 de septiembre de 2007
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El buey solo bien se lame

A poco que uno emprenda un viaje por España descubre con alegría el éxito enorme que ha tenido el nacionalismo, esa vieja ideología española, la única del pensamiento político de los dos últimos siglos peninsulares. Por fin está cuajando de verdad. Con un poco de suerte, en España vamos a tener más naciones que Europa.

Es estupendo ver cómo espabilan los políticos aragoneses, navarros, andaluces, baleares, gallegos, valencianos, asturianos o murcianos. Basta con dar un vistazo a la prensa comarcal para descubrir que todos tienen un montón de derechos históricos y están decididos a que nadie les quite el pan de la boca. Menos los castellanos. Esos andan un poquito retrasados por miedo a Madrid, pero cuando se lancen será para echar cohetes.

Mientras tanto, en Catalunya ya casi todos los políticos son independentistas y empiezan a discutir qué clase de independencia venden unos y otros. Los de Esquerra se están quedando un poco viejos y ya solo piden un referendo de autodeterminación, como si fueran del PNV. Los de Convergència, la derecha católica de toda la vida, les hacen una competencia muy elegante. Su portavoz, Felip Puig, dice lo que todos sabíamos: que los de Convergència no se pasan a Esquerra porque tienen estudios, pero que vienen a ser lo mismo. Y la mitad de los socialistas se montan en el carro con el truco del catalanismo, que, como el soberanismo, es otro nombre para la misma cosa. Solo el PP y Ciutadans afirman ser españoles, pobre gente. ¡Pero si españoles ya no quedan en ninguna región de España! ¿Para qué los necesitamos? Aquí andamos sobrados de talento.

Yo también me he hecho secesionista.Autosecesionista. Lo único que me preocupa es que en los últimos 30 años hemos conseguido que en Barcelona no funcione absolutamente nada, aunque todo sea más caro que en ningún otro lugar. Seguro que es por culpa de los españoles, pero lo cierto es que aquí solo han mandado y cobrado los nacionalistas, incluidos los socialistas nacionalistas. Durante 30 años. ¡Qué talento! ¡Qué eficacia! ¡Menudo futuro nos espera!

Artículo publicado en: El Periódico, 1 de septiembre de 2007.

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5 de septiembre de 2007
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El conjuro del gatillo

La escritura conoce dos supersticiones funestas: la musa indispensable y el bloqueo invencible. “Tengo el dedo en el gatillo, pero no sé en quién creer”, canta Bruce Springsteen en la televisión y de nuevo me digo que si quiero escribir tendría por lo menos que apagar la tele, pero hay algo que me hace conservarla prendida. Es como un mecanismo de autodefensa que lo protege a uno de enfrentarse al león, y que cuando por fin apague la tele me llevará a dar una vuelta a la cocina, o a abrir un libro, o a preguntarme qué clase de música necesito para sentarme de una vez a escribir. La palabra bloqueo me pone los pelos de punta, ahora mismo toco madera para no contraer esa superstición barata, que es el mejor pretexto para oficializar la esterilidad.

“¿Y qué tal si lo que hago para sobrevivir mata las cosas que amo?”, prosigue el Boss, y entonces sí que apago la tele. Son ganas de joder, me digo. Pero si los ladrones y las putas igual matan lo que aman y nunca se bloquean, ¿por qué a los narradores, colegas naturales de éstas y aquellos, tendría que pasarles diferente? Escribir una historia se parece a asaltar un banco y enfrentar toda suerte de eventualidades. Va uno huyendo de todos sus monstruos, más los demonios que la historia engendra, sin saber hacia dónde ni por qué, o ya en el mejor caso creyendo erróneamente que sabe algo. ¿Para qué escribiría, si tanto conociera?

Uno jamás de queja de bloqueo cuando encuentra algo nuevo de qué escribir. Algo que no conoce, ni acaba de entender, ni sabe bien a bien por qué persigue, pero están esas chispas insinuándose como una marquesina secreta. Hay el placer profundo de una profanación en el acto para otros irresponsable de abordar ciertos temas desde la novatez. Ser deslumbrado por cotidianidades extranjeras y narrarlo de pronto con las manos temblonas es un poco volver a nacer y dejar la constancia en un acto reflejo injertado en impulso consciente. Cuando eso pasa, monstruos y demonios se quedan tan atrás en mi persecución que hasta me doy el lujo de meter reversa y hacerles señas puercas para provocarlos. No tiene tanta gracia ir desafiando el reglamento de tránsito si no se escucha alguna sirena detrás.

Según afirma la canción de Thelonius Monk y Cootie Williams —con el seguro aval de legiones de licántropos—, uno puede gozar de la tarde y flagelarse un poco durante la cena, pero los pelos brotan por ahí de la media noche. “Sentí pelos”, decimos los mexicanos para dar pleno énfasis al susto por el que acabamos de pasar. ¿Y qué se busca al arrimarse a una ficción, sino sentir siquiera algunos de esos pelos que de noche nos sacan a la bestia sedienta de pasiones inmencionables? Ahora bien, si tomamos en cuenta que las musas son al fin animales, como bien lo demuestran los ímpetus selváticos de la mía, ¿quién no se explica que las musas acudan no al llamado del narrador que durante el tal bloqueo jura precisarlas, como al aullido de la bestia intempestiva que recién despertó y ya pide sangre?

Así como el efecto de los estupefacientes parece facilitar el arribo de la musa, cuando en realidad lo dificulta, la musa no hace más sencillo el trabajo, ni abre por sí misma las puertas y ventanas selladas de la historia, sino que pone cuantas piedras puede en el camino. ¿Por qué? Porque sabe que a uno le gustan los problemas, de otra manera no participaría de este juego que consiste en joder al menos una vida de verdad para arreglar algunas cuantas de mentiras. Uno quiere partrullas veloces y policías diestros que le obliguen a pensar rápido y volar en consecuencia. ¿Bloqueo? ¿Quién es el papanatas que va a bloquearse con el botín encima y la policía atrás?

Se escribe contra todos, empezando por uno mismo y terminando en esa bruja vestida de musa que insiste en apostar contra quien la invocó. Existen miles de conjuros efectivos para llamar a una musa, pero no hay uno solo que permita ahuyentarla, ni existe garantía de que no será bruja disfrazada, ni hay método científico que lleve a distinguir unas de otras. De todas las supersticiones disponibles, elijo sólo aquellas generosas que me confirman en mis prejuicios. Hace un rato dejé de esperar a la musa y he salido a cazarla con una escopeta. Un poco más de fe y mañana cenamos Afrodita a la plancha.

Videos de pie de página:

Bruce Springsteen, She's The One.

The Jeff Beck Group, Ain't Superstitious.

Ella Fitzgerald, 'Round Midnight.

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4 de septiembre de 2007
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El Boomeran(g)
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