Vicente Verdú
El agua es, sin duda, benéfica y salvífica, pero el agua que desborda un lavabo o un fregadero, que desborda un cubo o una balsa, delata su aspecto monstruoso. Recuerda a un niño que babea sin tregua o que vomita una endulzada suma de alimentos pálidos. Esta manera desvertebrada de suceder el desbordamiento, boba, adormilada, evoca también el modo en que se comporta la sangre que dobla los bordes en las heridas y se despliega abandonada a su ciega querencia de manar como un ser sin huesos sobre una superficie fácil, fácil a la indolencia, fácil a todo.
El agua busca la facilidad. Es noble cuando embalsa en grandes cantidades geológicas pero fuera cuando se derrama o escapa descubre su talante pusilánime, su deseo de abandonar cobardemente el lugar y extenderse sin cuidado a la propiedad de las otras cosas solo pendiente del obsceno desmantelamiento de su cuerpo y deteniéndose sólo cuando su misma elasticidad se agota. El agua es feliz pero ególatra, falaz y, a poco que se la deje. Presta aprecio a quien la contenga en su seno pero es temible ensanchándose como la panza de un pez o como un mal transparente dispuesto a contagiar su maldición. Ella misma se siente como una secreción total, la obvia y suprema secreción del mundo.
No diría sin embargo lo mismo del mar aunque también alude a una sangre gigantesca. El mar, con todo, es otra cosa, aunque también sus romances ocultan su otra cara inclemente, el amargo salado de sus sorbos, el estómago salobre de ese océano que, si a la vista trasluce nobleza y salud, en la profundidad despliega su obesa mano de angustia.