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Pedro el Grande

Si saliese a la calle a improvisar una encuesta sobre los más grandes cineastas de las últimas décadas, se repetirían una serie de apellidos obvios -Spielberg, Coppola, Scorsese, quizás hasta Tarantino porque es un personaje, y también Altman y Bergman porque murieron hace poco-, pero estoy casi seguro que nadie diría: Peter Weir. Es más, juraría que Weir no saldría a colación ni siquiera si ciñiese mi encuesta a cinéfilos y críticos. Lo cual constituiría una injusticia, porque Weir es sin duda uno de los grandes de verdad.

Hablo del director de El año que vivimos en peligro, de Witness, de The Truman Show, tres películas conmovedores y simplemente perfectas. Weir es australiano, lo que equivale a decir que es descendiente de europeos que colonizaron una tierra salvaje a la que están seguros de haber domesticado, hasta que corcovea y amenaza con derribarlos nuevamente.

Acabo de volver a ver La última ola, una de sus primeras películas, en la que ya están presentes todas sus obsesiones: la fragilidad de aquello que consideramos civilización, el extrañamiento que produce el contacto con otras culturas, el terror que acecha cuando empezamos a sospechar que no lo sabemos todo ni poseemos verdadero control sobre nuestras vidas.

El origen de La última ola fue un cuento con que Weir trató de responder a esta pregunta: ¿qué pasaría si una persona racional hasta el punto de lo prosaico recibe algo que interpreta como una premonición? En La última ola es David (Richard Chamberlain), un abogado especializado en impuestos que se ve compelido a defender a unos aborígenes a quienes se acusa por un crimen. Lo que inquieta a David es el hecho de que los aborígenes no quieran colaborar con él. Comprende que para ellos la cárcel es un precio justo a pagar con tal de mantener un secreto. Y avanza sobre la sospecha de que ese secreto tiene algo que ver con una cultura y una práctica tribales que los australianos blancos preferirían creer extintas. "Yo soy australiana de cuarta generación," dice en un momento la esposa de David, "y nunca en mi vida he visto a un aborigen cara a cara". Por supuesto, el hecho de que sus noches estén siendo visitadas por extraños sueños -de hecho sueña con Chris (David Gulpilil) antes de conocerlo- contribuye a que David crea estar al borde de una revelación ominosa.

El tema es lo que existe por debajo: de la cultura occidental de los australianos, de la vida de vigilia, hasta de la ciudad misma. (El climax de la película ocurre en unas cuevas en lo profundo de Sidney.) Como todos tenemos mucho que ocultar, la película de Weir -otra de sus obras maestras, junto con Picnic At Hanging Rock y las que ya mencioné- no puede sino resultar inquietante. Las imágenes de esos rostros oscuros dignos de Hugo Pratt, el uso de sus instrumentos atonales en la banda sonora y la pérfida omnipresencia del agua son para poner los pelos de punta.

Me quedé colgado de un detalle del film. En un momento David confiesa que nació en Sudamérica, un dato que está colocado para sugerir que viene de un mundo más antiguo, y por ende misterioso, que la cultura que practica. Más allá de las diferencias puntuales, el hecho de ser sudamericano ayuda a que sienta empatía con Weir. Como los australianos, desciendo de los europeos. Mi gente es blanca. En estos días en que los aborígenes siguen muriendo de inanición en el Chaco, me pregunto también qué existirá debajo de nuestras ciudades, qué estaremos negando al taparlo con cemento, qué extraño sueño nos visitará esta noche.

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5 de octubre de 2007
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CARLOS LLAMAS

Muchos amigos están en su capilla ardiente. No entiendo ni lo de capilla. Ni lo de ardiente. No le acompañó la fe a Carlos Llamas. Yo también carezco de esa misteriosa fuerza oculta. No la añoro. Él confesó no hace mucho que sí, que le hubiera gustado tener fe en algo trascendente, pero no consiguió tenerla ni cuando supo que se enfrentaba a la muerte. Nunca es dulce la muerte. Creo. No lo es cuando quieres vivir. Carlos quería vivir. Estará muy cabreado por no haberlo conseguido, nosotros también.
No se si habrá funeral. Creo que sí. No iré. Ni al entierro. He visto abrazos, llantos y tristezas por la televisión. No quiero acercarme, no lo haré. Le tengo cariño, le aprecié como ser humano y como periodista. Nos entendimos bien. Teníamos raíces zamoranas, en mi caso, más producto de lo imaginario que lo real. Pero ahí estaban. Además teníamos otras raíces más profundas que nos unían. Sufríamos por el mismo equipo. Nos gustaba la misma ciudad. Su ser poblachón, ser barrio y su querer ser, y serlo, gran ciudad. Nos gustaba la noche. Las copas. Y el humo de los cigarros. Me gustaba ese humo que lo mató. Me sigue gustando aunque no fumo después de ver lo que hizo con él. Hoy, mi amplio yo inconsciente y temerario, casi me hace volver al cigarro para recordar mejor a Carlos. Me resistí. Me desconozco. Pero sí, al menos eso, he brindado por el amigo muerto. Suene un disco de Madeleine Peyroux. Canta “La javanaise”. Levanto mi copa. Y hago caso a Lec: “Cuando no encuentres palabras de indignación, no las sustituyas por elogios”. Estoy cabreado.

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5 de octubre de 2007
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SEREMOS TRANSPARENTES

Los científicos del Instituto de Biología de Anfibios de la Universidad de Hiroshima han logrado crear una rana transparente utilizando la manipulación genética a partir de especimenes de un extraño tipo de rana albina. A través de la piel de esta nueva rana pueden verse todos sus órganos, y pueden también apreciarse sus funciones fisiológicas, con lo que ya no será necesario abrirlas con el bisturí, como suelen hacer, entre otros, los estudiantes principiantes de medicina.

Ante esta noticia se me ocurre pensar en la posibilidad de que un día se pueda crear seres humanos de piel transparente, con lo que sería posible admirar a plenitud nuestros órganos vitales, y estando de pie frente al espejo ver cómo reaccionan ante nuestras emociones y sentimientos: los hemisferios del cerebro, para empezar, donde advertiremos las reacciones eléctricas provocadas por nuestros malos pensamientos, o nuestras inspiraciones; las palpitaciones aceleradas de nuestro corazón ante la vista del ser amado, el hígado ennegrecido por el odio, el estómago que recibe con  deleite los alimentos que tragamos, las glándulas sudoríferas que destilan copiosas nuestras miedo.

Seremos como una vitrina iluminada, que nos hará también testigos del progreso de nuestra propia muerte.

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5 de octubre de 2007
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APUESTAS

Se espera (aunque nunca se sabe) la designación del premio Nobel de literatura el 11 de octubre. Sería una sorpresa para mí una designación hoy (normalmente el anuncio se hace el jueves, después de una horrorosa comida de los jurados en un restaurante que no sabe –en mi opinión– cocinar el pescado).

Claro que no tengo información sobre el ganador, pero noté una cosa inverosímil, extraña, deslumbrante: la firma Ladbrokes, una empresa de apuestas donde sigo cada día la cotización de los equipos de la copa del mundo de rugby, hace la misma oferta para el Nobel.

Si sale Claudio Magris, se pagará 5 por 1. Y se sale el poeta Robert Silverstein (mejor conocido con su seudónimo de Bob Dylan) se pagará 500 por 1.

La lista es apasionante. Se puede aprender de todo: la encabeza Claudio Magris, Adonis sigue entre los primeros (hace cuando anos que se le promete en premio), Haruki Murakami sale en séptima posición por delante de Hugo Claus, Fuentes adelanta a Vargas Llosa, solo hay dos francés (Le Clezio y Tournier). En mi ámbito personal, la lista es también un golpe: me queda tanto por leer.

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4 de octubre de 2007
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Un tal Draco / I

Hay ideas que no pueden sostenerse de día, pero es noche cerrada y de pronto son ellas las que me sostienen. Si quisieras ahora venir y acabar de una vez con mi vida… yo te lo pido blanca mujer, que me lleves a tu eterna guarida, repta aún la canción bajo la piel, como lo ha hecho por años sin que intente ni acepte parar de escucharla. Es uno de esos himnos secretos que se esconden detrás de las sonrisas cotidianas para no develar lo que no deben, como se ocultaría un verso de Panero durante una lección de catecismo. Si fuera mediodía, intentaría tal vez la aritmética básica para que dos más dos me dieran cuatro, y así iría por partes, ordenadamente. Me abstendría, por ejemplo, de soltar aquí mismo, intempestivamente y sin motivo, unos versos de Leopoldo María Panero, pero no es hora de renunciar a nada.

  te mataré mañana cuando la luna salga

  y el primer somormujo me diga su palabra

  y en el pico me traiga la orden de tu muerte

  que será como beso o como acción de gracias

  o como una oración porque el día no salga

  te mataré mañana cuando la luna salga

  y ladre el tercer perro en la hora novena

  en el décimo árbol sin hojas ya ni savia

  que nadie sabe ya por qué está en pie en la tierra

Guardo toneladas de poesía explosiva junto a mi cama y una pistola cargada de miedo bajo mi almohada, dispara otra canción del mismo álbum, en medio de una intensa y cíclica acidez que proscribe la indiferencia de un solo tajo. Son ya más de las tres de la mañana, me sobran las licencias para pasar por alto el tema de estas líneas y liberar a un par de diablos otrora retenidos (me temo que la única manera de abordar nuestro tema es seguir eludiéndolo, y entonces subrayándolo). Qué más da el tema, pues. Vámonos de regreso con Panero para mejor entrar en Vagabundo.

  te mataré mañana cuando caiga la hoja

  decimotercera al suelo de miseria

  y serás tú una hoja o algún tordo pálido

  que vuelve en el secreto remoto de la tarde

  te mataré mañana, y pedirás perdón

  por esa carne obscena, por ese sexo oscuro

  que va a tener por falo el brillo de este hierro

  que va a tener por beso el sepulcro, el olvido

No es la primera vez que intento transmitir esta humedad del alma. Puedo incluso querer o malquerer a una desconocida de acuerdo a su reacción a estos sonidos, que al paso de los años me han dejado la entraña poblada de crecientes plenilunios y las manos peludas como a los de mi especie cuando es hora de aullar a dichoso destiempo. Morir es olvidar, ser olvidado, refugiarse desnudo en el discreto calor de Dios, cita un tal Draco a un tal Sabines y hay un aroma largo de panteón subiendo con el fuego fatuo de la madrugada. (No te quiebres, Panero, que no hemos terminado.)

  te mataré mañana cuando la luna salga

  y verás cómo eres de bella cuando muerta

  toda llena de flores, y los brazos cruzados

  y los labios cerrados como cuando rezabas

  o cuando me implorabas otra vez la palabra

  te mataré mañana cuando la luna salga,

  y así desde aquel cielo que dicen las leyendas

  pedirás ya mañana por mí y mi salvación

(...)

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4 de octubre de 2007
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LA COPIA

Toda producción lleva en su núcleo la copia y, en consecuencia, se halla contaminada de falsificación. Cualquier pintura comporta una falsificación puesto que sin importar su realismo se basa inexcusablemente en la reproducción, deliberada o no, digerida, metabolizada, aberrada, de otro modelo anterior. Por este camino fue como la pintura moderna fue escapando de su modelo real y realizándose en sí. El original pues no será nunca el que garantizadamente proceda de la obediente mano del artista sino de su memoria particular. ¿Será concebible imaginar algo sin copiar de algo? Absolutamente no.

En el extremo, todas las novelas y cuentos, toda invención, cualquier producto de creación es “realización” (“realidad formateada, como llaman a los documentales en la TV). Todas las obras son una deliberada manipulación de lo visto y recordado. La copia es la materia natural de la creación.

Los artistas han sido en ocasiones considerados “como dioses”, gracias hacer la vista gorda respecto a lo que constituye la auténtica mirada original de Dios. La mirada de Dios crea o construye sacándose el mundo de la manga mientras el artista, irremisiblemente, saca su cuadro o su libro de mangar de aquí y de allá.

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4 de octubre de 2007
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VI. LA FUENTE DE LA ETERNA JUVENTUD

Vuelvo siempre a situarme en la memoria delante del cuadro aquel que hace tiempos vi por primera vez una mañana soleada de verano allá por 1974, en el museo de Dahlem, en los suburbios apacibles de Berlín, un museo hoy clausurado. Afuera los tilos encendidos de verde, a través del ventanal el haz de luz dorada en el que flotaban infinitas partículas de polvo, el parquet lustrado con cera, la guardiana somnolienta vestida de gris, y frente a mí La fuente de la juventud de Lucas Cranach.

Vienen por un extremo de la tela las carretas cargadas de ancianas desnudas, de carnes flácidas y pechos magros. Al centro hay jóvenes caballeros galantes que las ayudan a llegar a la fuente a la que entran temerosas primero, se sumergen en sus aguas y van saliendo por la otra orilla ya mozas otra vez. Las ayudan a vestirse suntuosamente y son conducidas bajo un palio de seda que se alza en el boscaje donde se está celebrando una fiesta. Música de flautas y vihuelas, viandas sobre las mesas, y otra vez bellas y esplendorosas, se dejan requebrar, se dejan llevar por los senderos del bosque, otra vez sus cuerpos merecen otros cuerpos, otra vez el alma palpita en su cárcel dichosa, otra vez la vida, otra vez la felicidad.

¡Ay , felicidad, para que fueras eterna!, canta en la noche el borracho de Juan Rulfo.

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4 de octubre de 2007
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Películas de terror (verdadero)

Suelo visitar cada semana un sitio llamado A.V.Club (www.avclub.doc), producido por la gente de la revista The Onion. Días atrás me encontré con una producción que me enganchó: Otra Vez No: 24 Grandes Películas Demasiado Dolorosas Para Volver a Ver. La idea me encantó, porque a todos nos ha pasado de toparnos con algún filme que gustó a la vez que nos quitaba las ganas de mirarlo una vez más.

La lista de A.V.Club contiene muchos títulos con los que concuerdo. Empezando por Requiem For A Dream, de Darren Aronofsky, aunque a esta gente le haya impactado más la recreación del abuso de las drogas que los abismos a que te empuja la necesidad de consumirlas; las escenas finales de Jennifer Connely me resultan intolerables. Otras películas que menciona son Dancer In The Dark, de Lars Von Trier, The Seventh Continent de Michael Haneke (yo me quedo con Funny Games, cuya remake en inglés –también diriga por Haneke, a Dios gracias- se está por estrenar protagonizada por Naomi Watts y Tim Roth), Luz de invierno de Ingmar Bergman (yo prefiero –es un decir- De la vida de las marionetas, que Piñeyro me prestó una vez induciéndome al suicidio), Bad Lieutenant de Abel Ferrara, Perros de paja de Sam Peckinpah e Irreversible de Gaspar Noé (las escenas de violaciones me resultan el non plus ultra de lo insoportable; hace ya mucho que me compré el DVD de Irreversible y todavía no tuve el valor de volverla a ver), Leaving Las Vegas de Mike Figgis y Nil By Mouth de Gary Oldman (sí, es la única película de Oldman como director) entre otras.

También hay en la lista películas que no vi, como United 93 de Paul Greengrass –sobre uno de los aviones secuestrados el 11/9-, Lilya 4-Ever de Lukas Moodysson y el documental S-21: The Khmer Rouge Killing Machine. Pero imagino que lo que todos hacemos de inmediato es pensar en nuestras propias elecciones, esto es, en aquellas películas que cada uno de nosotros considera demasiado dolorosas aún cuando no figuren en la lista.

Por ejemplo: yo no pude volver a ver The King of Comedy, de Martin Scorsese. No digiero el ridículo al que se expone el personaje de De Niro en su deseo de llegar a ser famoso. Y me cuesta ver El Padrino III, porque no soporto la escena en que Michael descubre que, al tratar de matarlo, han matado a su hija. (Ese grito silencioso me espanta, no logro ni siquiera asomarme al infierno de semejante dolor.) Quizás mi elección más ridícula sea la de una viejísima película española, Marcelino pan y vino. Mi madre me sentó frente a la TV diciéndome que era linda, pero todo lo que yo vi fue una de monstruos. El Cristo que desclava un brazo de la cruz cuando pide agua a Marcelino –que se llamaba casi como yo, para colmo- me parecía un engendro peor que Frankenstein. Y el hecho de que Marcelino muriese al final y los curas estuviesen contentos porque Dios lo había “elegido” (¿qué clase de Dios es ese, que asesina niños y te premia con la muerte?), me produjo un pánico del que todavía no sé si me he repuesto.

Películas que están hechas con la materia de las pesadillas.

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4 de octubre de 2007
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Paisaje después de la batalla

La narrativa peruana, invitada de la XXV Feria Internacional del Libro de Barcelona, ha sido marcada por la guerra y la huida 

A lo largo del siglo XX, la narrativa peruana forjó dos buques insignia que no dejaron de bombardearse mutuamente, cada uno de ellos con una versión distinta de la política, la literatura y la vida. Me refiero a José María Arguedas y Mario Vargas Llosa.

Arguedas era un autor mestizo, socialista y rural. Concebía la literatura como una lucha política a favor de los oprimidos, especialmente del mundo andino. En cambio, Mario Vargas Llosa es un autor blanco, liberal y urbano, que defiende la literatura como creación de un universo paralelo a la realidad, libre de subordinaciones ideológicas. Arguedas se suicidó en 1969, y tras el derrumbe de la izquierda política, sus libros fueron perdiendo visibilidad internacional. Vargas Llosa fue candidato a la presidencia, y hoy en día, su nombre es reconocido en el mundo como sinónimo de la literatura peruana.

El duelo entre ambos tuvo un claro ganador. Sin embargo, el choque entre ambas visiones continúa determinando la literatura de mi país. Los escritores de mayor edad siguen separándose a sí mismos en dos grupos: en una esquina del ring, los andinos, seguidores de Arguedas como Luis Nieto Degregori, Óscar Colchado, Miguel Gutiérrez y Oswaldo Reynoso (quien aún se proclama marxista). Estos autores, en la tradición latinoamericana de los años 60, combinan temáticas sociales con una gran complejidad formal.

En la otra esquina, los costeños, como Alonso Cueto, Fernando Ampuero o Guillermo Niño de Guzmán, prefieren textos realistas e intimistas escritos con mayor economía de recursos bajo la  influencia de autores anglosajones como Carver o Hemingway. Y por cierto, tienen más sentido del humor que los primeros. Sin embargo, en los últimos años, algunos de ellos han escapado a esta definición. La obra del novelista Jorge Eduardo Benavides es una muestra de gran ambición estructural, en la tradición de Vargas Llosa, y dirige el foco hacia la violencia política y la corrupción del Perú, igual que el Cueto de La hora azul o Grandes miradas.

El regreso de estos autores a los temas sociales ha tardado más de dos décadas. Y la razón de su tardanza está fuera de la literatura: en la guerra. Durante los años ochenta, las visiones del mundo aquí descritas colisionaron en ámbitos mucho más concretos –y sangrientos- que la narrativa. El conflicto armado entre la banda maoísta Sendero Luminoso –originaria de la Sierra Sur- y el estado peruano –centrado en la capital-, causó casi 70.000 muertes y desapariciones. Como en pocos conflictos, la cifra de bajas fue muy similar de ambas partes. Tras 12 años de fuego y muerte, no parecía que las palabras pudiesen servir para algo. No parecía posible introducir algún sentido en el caos. Y, a pesar de la derrota de Sendero, esta vez no había un ganador tan claro. Sólo millones de perdedores.

Quizá por eso, muchos de los escritores peruanos surgidos después optaron por inventar sus propias geografías personales. A partir de los 90, los narradores no escriben para retratar al Perú sino para huir de él. Mario Bellatín ambienta sus historias lejos de cualquier referencia a un país concreto. Iván Thays ideó Busardo, una ciudad de ecos mediterráneos. Los personajes de Leyla Bartet recorren Tokio, Caracas, Bulgaria. Enrique Prochazka viaja de la ciencia ficción al Asia medieval. Y tras ellos llegaron Luis Hernán Castañeda, con títulos tan elocuentes como Casa de Islandia u Hotel Europa. O Ezio Neyra, cuyos falsos policiales están ambientados en Lima, pero bucean en las ciénagas de la infancia y la identidad individual.

Por supuesto, esta rápida clasificación –como todas- es parcial y deja muchos cabos sueltos. Por ejemplo, sería difícil situar aquí a Fernando Iwasaki, cuyo sentido del humor se mueve con la misma soltura en el barroco español y en las calles del centro de Lima. Y por supuesto, cuesta encajar a Daniel Alarcón. Sus personajes son desaparecidos y guerrilleros. Sus escenarios son los barrios pobres de Lima y la selva azotada por el ejército. Así las cosas, cuesta creer que Alarcón creció en Alabama y escribe en inglés.

Y es que el Perú se está mudando. Los peruanos –como los colombianos, dominicanos, ecuatorianos- ya no nacen sólo en el territorio nacional. Mientras los que están dentro tratan de huir, los emigrantes buscan su memoria y su origen en el territorio de la ficción. No es fácil precisar qué define a un peruano. Ya no es su punto de residencia. Ni siquiera su lengua. Y por supuesto, en ningún caso es su temática.

De hecho, los géneros tampoco son lo que fueron. Arguedas, obsesionado con documentar la realidad peruana, se sorprendería al ver que lo más innovador de la literatura peruana es el periodismo. Sergio Galarza acaba de publicar en España una crónica sobre Los Rolling Stones en el Perú. Sergio Vilela escribió la historia de la creación de La ciudad y los perros. Gabi Wiener, radicada en Barcelona, prepara un libro sobre el sexo en locales de intercambio de parejas. Toda una nueva generación de escritores busca historias en una realidad que desborda a la ficción, y en un mundo cada día más ancho y más ajeno. 

Artículo publicado en: El País (Cataluña), 3 de octubre de 2007.

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3 de octubre de 2007
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IV. ALMAS EN PENA

¡Ay, felicidad, para que fueras eterna!, exclama el borracho muerto en llanto que podemos hallarnos en los cuentos de Juan Rulfo. ¿Y si de verdad fuera tan eterna la felicidad como quisiéramos? Anda penando, dicen de los muertos sin sosiego que se pierden por las calles desoladas de Comala. Al alma en pena le hará falta siempre la equívoca felicidad de este mundo, la esperanza inconstante de que la felicidad siempre está por llegar, sólo se trata de alzar la mano para alcanzar el fruto dorado. ¡Y el pobre rey Midas que se moría de hambre porque todo alimento que tocaba se le convertía en oro!. ¿Y si la mujer que tocamos con temblor febril de los dedos se volviera de alabastro?

Andan penando los muertos porque las hace falta el cuerpo. Corpus delicti, corpus delicia. Sin cuerpo no hay apremios, ni deseo, ni tormentos, ni desdichas, y por tanto no hay dichas, dice el libro del Tao. El alma despojada del cuerpo sólo será una abstracción neutra porque sin cuerpo la sucesión de momentos iguales uno a otros en el infinito de la calma sin sustancia es de una vez por todas el peor de los infiernos, aunque se ofrezca como cielo. El infierno de hielo de la felicidad sin las tentaciones del dolor, que se convierte así en el estado más cercano a la idiotez, porque entonces el alma está sola sin su propio cuerpo y sin ningún otro cuerpo en vecindad para poder arder a gusto en el infierno del cielo, entre las llamas del delirio.

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3 de octubre de 2007
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