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De transilvanos dominios

La escritura nocturna y la diurna son bichos diferentes, y con frecuencia hostiles entre sí. En mi caso, los tengo en diferentes jaulas, aunque al final sean ellos quienes se dividen mi tiempo sin preguntar. Algunos entre mis seres queridos piensan que debería encontrar una manera de repartir el día entre ambas fieras y consagrar la noche a otros empeños, como sería el caso de conseguir dormir a horas decentes, pero siempre que intento no solamente no logro conciliarlas, sino que hasta las enemisto más. La novela se aferra a sus horas de sol, mientras el blog espera hasta la media noche para enseñar las garras y pelar los colmillos. No hay que tomarlo mal; así nos entendemos.

Cualquiera sabe que pasar noches leyendo o escribiendo difícilmente es una costumbre sana, como no sea para la bestia nocturna que se alimenta de este desvarío. Especialmente si la consigna es tóxica como la canción: Mucho para mí es tan poco… y poco no quiero más. Alguna vez oí a Chavela Vargas excomulgar a los que duermen de noche, pero justo es decir que lo hago menos por virtud que por vicio. Aunque eso sí, detesto hacerlo a solas. Hay en la noche demasiados cómplices para rondarla solo como cualquier coyote malcomido. Hoy mismo, por ejemplo, me he valido de cómplices como Astrud Gilberto y Elis Regina para ayudarme a creer que su noche es la nuestra y es preciso pasarla en intensa vigilia.

Hay una deliciosa sensación de derroche en la escritura nocturna. Sobra el tiempo, los límites se olvidan pasada cierta hora en la que uno se torna clínicamente inútil para apagar la luz. Porque incluso parando de escribir lo que menos se tiene son ganas de dormir. Es como si la fiera nocturna se regocijara robándole las horas a la diurna. O como si una y otra se las arreglaran para encerrarme entre ambas obsesiones, como lo harían dos amantes paranoides y además coordinadas. ¿Quién, no obstante, que viva entre los arrumacos de una amante nocturna y otra diurna puede sensatamente considerarse menos que privilegiado?

Escribir noche y día es también habituarse a vivir bajo una sensación de insuficiencia tardía. Nunca parece demasiado tarde, pero siempre podría ser más temprano. Pasa uno el tiempo en deuda consigo mismo, y todavía más con el juego de locos al que pomposamente llama trabajo. Todo lo cual no impide, por decir algo, hacer crecer la deuda invocando a Bebel Gilberto o Paula Lima y jugando un ratito a que es de día. Si de noche no hay reglas y todo se vale, ¿cómo no va uno a querer escribir a esas horas? ¿Es justo, inteligente, sano, beneficioso padecer de insomnio, cuando hay tantos caminos para disfrutarlo?

No tengo claro si debería seguir con el final de un concierto de Tony Bennett o el principio de uno de Hedwig and The Angry Inch. Afortunadamente la noche es lo bastante hospitalaria para que todo pueda caber en sus recovecos, y esa es otra ventaja para las palabras, que por algún motivo parecen más creíbles durante la parranda: ese tiempo que toma uno prestado sabiendo de antemano que no habrá de pagarlo. Lo bueno es que de noche cobra sentido lo que nunca lo tuvo; por eso no queremos que termine, tanto que hasta acudimos a quien sea con tal de estirarla. Y aquí estoy, estirándola, en compañía de Tom y Paula, que tampoco parecen tener sueño. Si ven a la novela, díganle que hace horas me fui a dormir.

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24 de octubre de 2007
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EL YO

La curación de mis males de estómago, me decía -hace tiempo- el doctor Lang, no vendrá de una operación quirúrgica con o sin laparoscopia, sino de una operación que se dirija directamente al núcleo de la vida. Allí donde se anida el yo y maneja los resortes por los que sufre el individuo, se pervierte o se droga  de errores repetidos. Si alguien se operara del estómago y sólo del estómago, la enfermedad reaparecería. Volvería a presentarse como una escalofriante reaparición del rostro extirpado. Porque el yo no se encuentra físicamente en el estómago. Sólo se proyecta como una idea allí y, por ejemplo, en la intangible figuración del píloro.

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24 de octubre de 2007
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Holden Caulfield ahora es un cráter

La noticia es simple. El vocero de la NASA Jack Schmitt anunció que se acaba de bautizar a uno de los cráteres de la luna con el nombre de uno de los personajes más célebres de la literatura universal. El cráter Holden homenajea al narrador de The Catcher in the Rye, la novela de J. D. Salinger. En algún sentido, que ese agujero enorme de un astro remoto tenga hoy el nombre de Holden Caulfield tiene algo de justicia poética. A fin de cuentas en la rebeldía de Holden, eterno adolescente, existe un toque de misantropía. "La gente siempre aplaude por los motivos equivocados. Si yo fuese pianista, tocaría adentro del maldito armario", dice Holden en un pasaje de la justamente célebre novela. Ahora podría agregar: "O tocaría en la luna". Donde nadie lo importunaría ya -ni a él ni a su ermitaño autor.

Según la declaración de Schmitt que reprodujo el diario Página 12, el criterio con que se eligen los nombres de los cráteres es el de "hacer honor a aquellos hombres y mujeres que han llegado muy lejos en su afán de explorar los límites del esfuerzo humano". No me parece mal, aunque tampoco me disgustaban esos nombres poéticos al estilo Mar de la Tranquilidad. ¿Existirá ya un cráter Hamlet del que nunca me he enterado?

Seguramente a Holden le disgustaría la distinción. Pero yo no soy Holden y puedo darme el lujo de aplaudir.

Por todos los motivos equivocados, por supuesto.

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24 de octubre de 2007
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Sobre las ruinas del siglo pasado

La ideología que se apoya solo en sentimientos se convierte en religión política, vieja condena española

Quienes hacia 1970 teníamos una fe berroqueña en la revolución comunista no hacíamos otra cosa que seguir a nuestros padres y abuelos en la vieja tradición española de sustituir la decepción religiosa por una ideología política asumida como fe teológica. En aquellos años, sitiados por la unanimidad franquista y el entramado de intereses que mantenía vivo a un régimen canallesco, ni siquiera nos planteábamos qué posibilidades reales, qué sacrificios, qué sufrimientos podía traer consigo la imposición de nuestra fe. Jamás consideramos el elevado riesgo de que emergiera un terror superior al de Franco. Solo importaba que el comunismo triunfara lo antes posible. Cuando alguien sensato nos acorralaba, acabábamos por gritar: "Primero hay que hacer la revolución, luego ya se verá".
No de otro modo se comportan quienes dicen luchar por la independencia de esta o aquella región española. Su deseo de una escisión blanca, como la de Chequia y Eslovaquia, oculta la peculiaridad de cada caso y evita nombrar a Serbia y Croacia, para cuya escisión fue necesaria un matanza. Ahora tienen puestos los ojos en Bélgica, por si hay un milagro. Una fe típicamente hispánica en la explosiva felicidad que invadirá a la población escindida permite escamotear las dudas sobre el día siguiente. Nadie sabe cuál será la suerte de la mitad de los vascos y los dos tercios de catalanes que se sienten "igualmente españoles". Ni si las nuevas fronteras exigirán pasaportes y acuñación de sellos. O qué pasará con las relaciones de los nuevos nacionales en el resto de España y viceversa. La respuesta es: ya se verá.

¿Tan pacífico imaginan el proceso? ¿Tan súbita la admisión en la UE? ¿Cruzar el Ebro será como pasar de Alemania a Austria? No creo que estas preguntas tengan respuesta. Aun estando persuadido de que hay militantes redactando informes optimistas sobre tales asuntos, todo es humo. Lo que suceda en un proceso semejante (la escisión de dos poblaciones unidas desde hace cuatro siglos) es imprevisible. Los buenos propósitos son arrasados por la energía de la escisión, por su fuerza caótica. Nadie sabe si nos encontraremos en Eslovaquia o en Chechenia, ni puede saberlo. Tengo la seguridad de que por lo menos una de las partes, la que llaman España, no iba a facilitar las cosas, entre otros motivos porque la mitad de la población vasca y dos tercios de la catalana no quieren dejar de ser españolas. Ni a tiros, según se ha comprobado.

Alguien habrá entre los separatistas y soberanistas que haya cavilado sobre esto -no están tan locos-. Sin embargo, también creo que las cautelas prácticas no les arredran. Tanto a ellos, como a nosotros cuando éramos comunistas, no les incumbe lo que venga después: primero la independencia, luego ya veremos. Para muchos ciudadanos, ese "ya veremos" es fácil de prever si la fuerza dominante del día siguiente es el PNV y su brazo chulesco, o ERC con Laporta de líder. Da escalofríos. Pero no hay remedio. La ideología que se apoya tan solo en sentimientos se convierte en religión política, vieja condena española. Sus dirigentes no sirven a la ciudadanía: son cruzados que sirven a una causa. El cálculo de víctimas, sufrimientos, destrozos irreparables, ruina probable o dolor inútil queda para los tibios, los que "tienen michelines", como dijo con colosal zafiedad un caudillo vasco. Primero, la revolución; luego ya veremos.

En un espléndido estudio, Pasado imperfecto (Taurus), Tony Judt ha analizado el envilecimiento moral de los intelectuales franceses durante los años 1944 y 1956, cuando fueron incapaces de atacar las atrocidades de Stalin y distanciarse del Partido Comunista. Para aquellos acomodados burgueses, los asesinatos debían entenderse en su contexto histórico y dentro de la heroica lucha de los rusos por imponer una sociedad más justa. Argumento compartido por la cúpula del PNV y buena parte del soberanismo catalán cuando se aplica al nacionalismo totalitario vasco. Las figuras francesas tardaron más de una década en reconocer que el comunismo ruso era una satrapía criminal dominada por un reducido grupo de explotadores. Y tardaron tanto porque, si lo hubieran reconocido, se habrían quedado sin religión. Aceptar el fracaso bolchevique significaba renunciar a la fe en que la historia tiene sentido y se la puede tutelar hacia el progreso. Sin esa fe, aquellos hijos de Hegel pasado por Kojève no podían soportar su confortable existencia. Para soportarla, debían morir varios millones más.

No de otro modo, si los independentistas tuvieran que calcular los posibles sufrimientos de una independencia vasca o catalana, podrían ver su fe amenazada. ¿Y qué demonios puede hacer en este mundo un nacionalista sin fe? El dolor y la angustia que provoca la crisis religiosa en los adolescentes es casi insoportable para un adulto. Por esta razón es agotador dialogar o argumentar con ellos: en cuanto ven amenazada su fe reaccionan negando la evidencia.

¿Cómo acabará este nuevo capítulo de la mística hispana? Pues o bien en el caos imprevisible de una ruptura unilateral, o bien en el tedio que toda religión acaba produciendo en los creyentes cuando se hace evidente la esterilidad de sus quimeras. Es lento: los secesionistas viven mejor sin secesión. Y lo saben.

Artículo publicado en: El Periódico, 21 de octubre de 2007.

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24 de octubre de 2007
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Galdós, ¿”El garbancero”?

No recuerdo quién fue el que con la peor intención, no sin cierta gracia y con alguna envidia, despachó la literatura de Galdós, diciendo que su forma de escribir era propia de “Don Benito “el garbancero”. Ese mote, “el garbancero”, hizo fortuna en algunos que consideraban a Galdós un escritor casi costumbrista. Un escritor pasado, dominador y cabeza visible de un realismo de pucheros populares madrileños. Algo así como un naturalismo de corralas y zarzuelas y con agua, azucarillos y aguardientes. Así, esos lugares comunes, esas mentiras hicieron mecha en unos cuántos modernos. Y provocaron que algunos listillos que pedíamos la ruptura narrativa con el pasado tuviéramos a Galdós en menos consideración que algún latazo del “nuveau roman”.

Confieso que hasta las recomendaciones de Buñuel en sus memorias -y a pesar de la fascinación por “Viridiana” y “Tristana”- no me decidí a leer con normalidad a Galdós. Han pasado décadas y olvidos, han pasado novelas, han pasado escritores de los que apenas recordamos un título. Y el mismo tiempo, en algunos casos mucho más, ha pasado por Galdós y sigue siendo un placer renovado.

Ahora recuerdo aquello del “garbancero” por los datos que nos aporta un pequeño libro, casi un opúsculo, que escribió Galdós con motivo de su viaje a la casa de su admirado Shakespeare. Hablamos del año 1889, y no era el primer viaje a Inglaterra del nuestro escritor. Hablaba inglés, había traducido los papeles del Club Pickwick, era un español cosmopolita que admiraba la literatura inglesa y su sistema político. Además de un gran viajero, planeó ese mismo año un viaje a Polo Norte, aunque nunca lo llegó a realizar. Fue el primer español, al menos que se tenga constancia, que visitó la casa de Shakespeare en Stratford. Era muy amigo del cónsul español en Newcastle, Pepe Alcalá-Galiano, y se movía perfectamente por las ciudades, pueblos y ferrocarriles de media Europa. ¿Tenemos que seguir llamando “garbancero” a este español tan mundano? ¿Y al escritor, quién quiere negar su universalidad porque escriba de barrios y gentes que conoció en sus paseos por la realidad geográfica y la realidad del ser humano?

¿Es mucho más escritor el comedor de setas, de comida japonesa o de la reconstrucción de Adriá que el comedor de garbanzos?

Habrá que imaginar a Juan Sebastián Bach comiendo codillo y después componiendo sus elevaciones para perdonar que los personajes de Galdós tuvieran el mal gusto de comer cocido. Y encima madrileño

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23 de octubre de 2007
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LOS CINCO DE UPDIKE

Critical mass es el blog colectivo de una asociación de críticos literarios norteamericanos. Lo leo a menudo. Es un blog que me parece corporativo y hundido en la industria de los libros o, peor, los chismes sobre los escritores. Faltan grandes visiones sobre la literatura aunque ofrece un contenido que me encanta: la lista, entregada cada semana por un crítico distinto, de los cinco libros imprescindibles en la biblioteca del escritor de reseñas. Esta semana, le toca su turno a John Updike y su lista merece ser analizada.

1. Mimesis de Erich Auerbach
2. Aspectos de la novela de E.M. Forster
3. Criticar al crítico y otros ensayos de T.S. Eliott
4. El Castillo de Axel de Edmund Wilson
5. Sade, Fourier, Loyola de Roland Barthes

Esta lista me encanta y creo que Updike (el crítico Updidke vale más que el novelista) da en el blanco en 80% de sus intentos. Hay cuatro libros indiscutibles y una equivocación.

1. El libro de Auerbach corresponde a su subtítulo, «la representación de la realidad en la literatura occidental». Pero es mucho más, es una historia de las formas literarias. Siempre se cita como una hazaña el hecho que fue escrito sin el recurso de una biblioteca. Para mí la hazaña es la capacidad de ver tan claro al modernismo aunque falta por vivir a la literatura la mitad del siglo XX.

2. El librito de Forster no tiene competencia en el momento de escuchar a un novelista hablando de la manera de cocinar una novela. El autor dice que no sabe mucho sobre su arte pero lo sabe todo. Entrega dos conceptos clave y muy transparentes nunca expresados de manera tan sencilla: la diferencia entre la historia y el argumento y el papel (limitado y a veces peligroso) de la inteligencia en el trabajo del novelista.

3. Hay que notar la incapacidad de Updike en el momento de citar el título de un libro de T.S. Eliott (y el error del autor del blog en escribir To Criticism the Critic). Siempre pasa así con Eliot: es un crítico que gusta sin dejar nunca una satisfacción completa. Pero su visión queda necesaria, es el patriarca que ha creado nuestra finca.

4. El libro de Edmund Wilson queda como la mejor introducción al modernismo. Hay que notar cómo Wilson es citado en la lista de muchos críticos. (Mi favorito es Classics and commercials sobre los años 40, no sé si hay una traducción al castellano disponible).

5. Por fin, una equivocación: Updike cita a Barthes como al autor que le hizo creer que había una respuesta universal en el estructuralismo. Pero a mismo tiempo mata también a Barthes diciendo que estuvo convencido del método «at least during the reading» de su ensayo sobre tres autores, es decir, durante el mero tiempo de la lectura. Me parece excelente recordar la diferencia entre ser seducido y creer de verdad. La crítica no puede ser un flirteo.

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23 de octubre de 2007
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Cambio de monoplaza

Esto de perpetrar todos los días un texto intempestivo conduce a situaciones circulares, como pasarse el día siguiente dándole vueltas a algo que pudo faltar o sobrar. En el caso de ayer, una sola palabra se quedó en el camino, tal vez porque su mera mención habría redundado en la necesidad de abrir un nuevo frente argumental: McLaren. Preciso, en consecuencia, invadir la segunda persona del singular para mejor entrar en una materia donde es fácil juzgar desde el graderío sin tener que calzarse zapatos de otra talla.

El problema es muy simple: tú eres Fernando Alonso. No son unos zapatos fáciles de llenar, especialmente cuando llega el momento —y esto sucede con fatal frecuencia— de dar la cara por Fernando Alonso. Que hace tiempo eras tú, pero ahora quién sabe. Tanta publicidad, entrevistas, chismes y fruslerías han terminado por hacerte dudar quién ese Fernando que cada día que pasa se parece menos a ti. Especialmente durante el último año, que ha sido francamente muy jodido. Echemos, pues, reversa: llegaste al 2007 como campeón mundial, listo para estrenar coche y escudería. Por supuesto, la gente de McLaren te ofreció condiciones tan evidentemente ventajosas que te creíste aún mejor situado que en los dos años anteriores. Pero luego empezaron los problemas, porque aparentemente la gente de McLaren no terminaba de enterarse del piloto que habían contratado, prueba de ello era el impulso que el equipo le daba —bajo una incomprensible fachada de “igualdad”— al novato que habían preparado para correr el otro auto.

No puede uno andar repitiendo por ahí que es el campeón del mundo sin señalarse como un mamarracho, pero estos de McLaren parecían decididos a convertirte en algo similar. ¿Qué le hacía pensar a Ron Dennis, estratega y cabeza visible del equipo, que a un bicampeón mundial se le puede tratar igual que a un novato aventajado? Es probable que Lewis Hamilton todavía no acabe de entenderlo, pero el hecho de ser novato en cualquier cosa implica la necesidad de enseñarse a comer mierda. Agachar la cabeza. Acatar órdenes. Tragarse el propio orgullo. Callarse y observar. Quien no aprende siquiera un poco de eso se condena a asumir la conducta de un pelmazo arrogante decidido a vivir prendado del espejo. Una tentación fácil cuando se es de la noche a la mañana piloto de F1, y encima de eso se goza el privilegio de ser el niño mimado de la escudería. ¿No le bastaba a Hamilton, y aun le sobraba, con recibir el fogueo invaluable de correr junto al bicampeón del mundo?

Solamente tú sabes la clase de viaje que es tener que abordar cada día en ese monoplaza volador que es el nombre de Fernando Alonso. De modo que rehuías en lo posible la interminable diplomacia de ese circo social que nada tiene que ver con el placer de hacerte con la pista, y sin embargo había que apechugar. Soportar a esa hilera de golfos y fantoches que desde siempre constituyen la corte de un campeón mundial de pilotos, y encima simular que te afectaba poco o nada el menosprecio de tu propio equipo, empeñado antes en mimar al novato que en ayudarte a refrendar el título con el que ingenuamente llegaste a McLaren. ¿Qué clase de gaznápiro tendrías que haber sido para cumplir con esas expectativas sin cuando menos alzar la voz? ¿Esperaban acaso que el competitivo noviazgo de Lewis Hamilton con Sara Ojjeh —la hija del magnate Mansour Ojjeh, accionista mayor de la empresa— te ayudara a ubicarte en un segundo plano?

Piénsalo una vez más: eres Fernando Alonso. Has corrido una temporada completa con un equipo recién multado y descalificado por espiar ilegalmente a Ferrari. Has ayudado a desenmascararlos, mientras eras encasillado en una “rivalidad” tan publicitariamente rentable como funesta para tu quehacer. Te has pasado ya largos meses devorando la mierda de tu equipo, la de los medios y la de todo aquél que ha encontrado oportuno vaciártela en el plato, mientras tu compañero recibía ya trato de campeón mundial. De manera que sólo perdiendo podías vencerlos, y eso tenía que ser preferible a compartir con esa gentuza un premio que jamás supieron merecer y ya consideraban de su propiedad. Con tanta humillación absorbida, la última carrera debe de haberte dado un regusto entre triste y suculento, luego de ver cómo los de McLaren perdían su campeonato junto al tuyo por tramposos, insolentes e imbéciles.

Lo pienso por mi parte: soy Fernando Alonso. Al fin, esos mediocres me han devuelto el hambre.

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23 de octubre de 2007
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Pequeñas sugerencias para practicantes de la ciencia

La ciencia aplicada no para de inventar maravillas. Acabo de leer que un cirujano de los Estados Unidos creó un chaleco llamado Third Space, que permite a aquellos embarcados en un videojuego sentir sobre su cuerpo los golpes que recibe en la pantalla su doble virtual. Yo que estoy un poco grande para el asunto, lamento que la ciencia no lance al mercado la clase de dispositivos que harían de mi vida cotidiana algo más placentero. Empezando por filtros efectivos, que erradiquen de mi casilla de mails tantas promesas de Viagra y alargamientos penianos. (No es que no necesite ambas cosas, más bien temo no saber qué hacer con tanta potencia.)

Siguiendo por dispositivos que me permitan desterrar de mi TV las cosas que no quiero ver. Si existen mecanismos para proteger a los niños de canales y programas que se consideran inadecuados, ¿por qué no puedo instalarlos en mi televisor con ligeras modificaciones? Dios sabe que daría cualquier cosa por quedar eximido de los videoclips de Ricardo Arjona, los micros propagandísticos de Mauricio Macri y la repetición ad nauseam de "los mejores momentos" de Bailando por un sueño y Gran Hermano.

Me gustaría tener un control remoto que me permitiese hacer 'mute' con los maullidos de mi gato.

Y que existiese un perfume que disipase en la gente la melancolía del domingo por la tarde.

Ya sé que debería reclamarle a la ciencia invenciones más urgentes. Algo habría que hacer con la violencia y la estupidez humanas: ¿para cuándo el Viagra cerebral? ¿Y qué hay de una variante del Third Space, que ayude a gobernantes de toda laya a sentir sobre su propio cuerpo los mismos padecimientos que infligen a los demás? Pero en fin, al menos por hoy déjenme permanecer en el dominio de lo banal cotidiano.

Imagino que ustedes también deben tener sugerencias. Dispongan abiertamente de este espacio, no sea cosa que los científicos arguyan después que nunca nadie los llamó a la cordura.

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23 de octubre de 2007
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II. MEJOR EL SILENCIO

Los hechos que dieron paso a Crónica de una muerte anunciada ocurrieron en Sucre, región de La Mojana, el 20 de enero de 1951. Si el nombre verdadero del novio despechado era Miguel Reyes Palencia, según su propia confesión voluntaria el de la novia que entregó a otro su virginidad antes del casamiento era Margarita Chica, y el del burlador que pagó con su vida la burla, Cayetano. Como puede verse, los personajes de la vida real van ya en desventaja frente a los de la novela, porque tienen nombres que suenan menos atractivos.

Casado por segunda vez, Reyes Palencia ha declarado al diario El Tiempo de Bogotá, que “tenía que contarle a sus hijos lo que realmente había pasado en ese suceso de mi matrimonio”, pues, según alega, el novelista usó unos datos ciertos, e inventó otros. 

Qué lisa y gris viene a ser la realidad. No hay duda que como personaje, Reyes Palencia gana en la novela. Es más atractivo Bayardo San Román. Vean de qué manera prosaica da testimonio del momento dramático en que la novia se niega la última vez a entregársele en el lecho nupcial: “O lo hacemos esta noche o esta vaina se rompe aquí”.

Mejor la novela que la realidad, ¿no es cierto?

Más valdría al personaje haber guardado silencio, como lo había hecho hasta ahora, y quedarse en el mito que, pese a su aparición inoportuna, ya no dejará de ser.

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23 de octubre de 2007
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LA TELETIENDA

La teletienda constituye, en paralelo a la cotidianidad, uno de los misterios modernos más emocionantes y mejor guardados. Dentro de la teletienda no hay problema sin resolución, defecto sin curación, complejo sin atención, necesidad sin satisfacción. Un ámbito de esta importante naturaleza pasa, sin embargo, en el discurrir común, como una prótesis existencial secreta, de la que más vale no hablar o no referirse seriamente a ella. No habremos de hablar de ella porque la convención sentencia que no se trata  más que de habladurías, no habrá de mencionarse en las informaciones porque toda ella es supuesta mendacidad.

Estas parecen ser las consignas y, sin embargo, día tras día, la Teletienda aparece en el hogar (bien entre los intervalos de la publicidad convencional  o asentada en su espacio propio)  como los Telepredicadores en sus templos. Desde allí  airea sus beneficios para la totalidad de la Humanidad sin importar que se trate, como es frecuente, de servir ingeniosos aparatos adelgazantes y musculantes, cremas que borran las arrugas o las manchas de la piel y, en otro super-apartado poético. Joyas que colman los sueños, anillos de brillantes y collares de perlas que rinden su deslumbrante histrionismo a través de pagos en plazos que  no superan los 50 euros al mes.

El mundo del cuerpo perfecto y el del sueño perfecto ocupan de una a otra punta el espacio de la teletienda mediante artículos que enfatizando su carácter de oferta divina no se expenden ante el público, no se entregan sobre un mostrador ni sufren la ignominia de mostrarse en escaparates, sino que llegan intactos desde su oferente al feligrés a través de una comunicación personalizada, uno a uno, por teléfono, casi en secreto, cumpliendo las reglas clandestinas de un ritual que confiere, una vez tras otra, a la benéfica teletienda el carácter de providencia solícita ante la necesidad de los más necesitados, atenta a la miseria de los más desfavorecidos, compasiva con la fealdad y el sufrimiento de los peor agraciados.   

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23 de octubre de 2007
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El Boomeran(g)
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