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LA PATRAÑA AL GORE

El cambio climático ha alcanzado carácter de dogma y a su alrededor ha crecido una religión con sus rituales, sus feligreses, sus pecados y sus condenas. Que el Gran Oficiante de esta nueva creencia sea Al Gore no viene sino a confirmar su carácter de patraña y coartada total.

Afiliarse en la defensa del planeta, combatir el agujero de ozono, ducharse deprisa o desconectar la calefacción, va creando un ejército revolucionario de salvación cuyo cariz infantil recuerda los juegos de guardería y los entretenimientos de los hippies en sus versiones más indolentes respecto a la justicia social.

No hay nada como acentuar las amenazas que sufre la Humanidad para perder de vista sus males presentes. El mundo puede sucumbir si no se modifica la relación con los lagos, el aire, los animales y de ello se deriva un descuido de la desorganización política del mundo. La biodiversidad sustituye a la democracia, tirar una pila al suelo se iguala a un inefable delito, no defender la supervivencia de los linces hunde en el mayor descrédito al ayuntamiento o la administración. Y lo que es más rotundo: no implicarse activamente y emocionalmente en la defensa del planeta significa acaso carecer de principios cuando no de hallarse inscrito entre los individuos sospechosos de todo lo peor. El crimen incluido.

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29 de octubre de 2007
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Littell, un año después

Se entregará el premio Goncourt, el premio literario francés más importante, el 5 de noviembre. Sólo quedan cinco novelas en la lista de los jurados: A l'abri de rien de Olivier Adam (casa editorial L'Olivier); Le rapport de Brodeck de Philippe Claudel (Stock); Le canapé rouge de Michèle Lesbre (Sabine Wespieser); La passion selon Juette de Claire Dupont-Monod (Grasset) y Alabama Song de Gilles Leroy (Mercure de France). ¿Quién ganará? De verdad, no importa. Ya se conoce el resultado fundamental: 2007 no se puede comparar con 2006 y la loca temporada provocada por la publicación de Les bienveillantes.

Escribí mucho en este blog sobre la mezcla de desconcierto y de entusiasmo que provocó el éxito de esta novela de Jonathan Littell. Ahora, al ver en la tapa de Las benévolas (traducción al español, publicada por la casa editorial RBA) la banda roja con el “blurb” de Jorge Semprún asegurando que se trata del “acontecimiento del siglo” es difícil no volver atrás para entender un poco el fenómeno Littell: la locura por un desconocido y su océano de novela repleta de cadáveres.

A pesar de cuidar sus apariciones públicas y de huir de las tertulias televisas, el propio Jonathan Littell parece cansado de vivir con su novela. Prueba de esto: la larga entrevista que le hace Babelia, el suplemento literario de El País. Se puede leer a dos niveles: el primero corresponde al mismo autor de siempre diciendo las mismas cosas sobre su novela; en un segundo nivel, vemos un hombre tan hundido en su éxito que no sabe, no puede acompañar a un entrevistador que intenta entender lo que pasó.

Hace años, como periodista, hice una entrevista parecida con el escritor norteamericano William Styron. La idea era pedirle una explicación al éxito descomunal e internacional de su novela Sophie’s Choice (La decisión de Sophie), otra obra sobre los nazis y el sufrimiento total como trabajo normal de los verdugos. Styron, que años después pasó por una tremenda depresión, no podía explicar nada. Pero volvía de manera repetida al hecho de que el mal es mucho más interesante que el bien para un novelista. Ya se sabía desde Dante Alighieri: leemos y utilizamos todavía su visión y su concepto del Infierno como una serie de siete círculos pero muy pocos se interesan por su Paraíso.

Littell se parece a Styron. Es un novelista que tiene instinto de novelista. No ha invertido su talento para contar el ser humano como protagonista positivo. Ha escrito una gran novela que corresponde a una ambición de un tamaño raro en la literatura francesa. Y no sabe explicar por qué. Un año después, no creo que su libro, cuya lectura me parece ineludible, sobrevivirá a largo plazo. Es una gran novela histórica. No es una gran obra de la literatura universal. Tampoco lo era la novela de Styron. Ambos libros no se pueden comparar, por ejemplo, con Vida y destino de Grossman. Para mí, esta última novela, sí que es el “acontecimiento” literario del siglo XX, de sus horrores y va más allá del nazismo para tocar en el fondo la gran pregunta: ¿Quién es el verdugo que trabaja en una industria de la muerte, un hombre que aprovecha de un contexto para expresar el mal que tiene dentro, o el mero producto de un sistema que genera hombres perdidos?

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29 de octubre de 2007
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II. MÁS HELADOS DE CHOCOLATE

Si primeras partes fueron malas, las segundas vienen a ser peores. Desde el año 2001 sigue circulando con insistencia por el mundo, vía Internet, y se reproduce también en periódicos y revistas, o es recitado por algún locutor de medianoche, un poema de despedida atribuido a Gabriel García Márquez que se llama “La Marioneta”, aún más popular que el atribuido a Borges.

El poema de despedida ni siquiera está escrito en clave de realismo mágico. Igual que el falso Borges, el supuesto García Márquez afirma que disfrutaría de un buen helado de chocolate si le dieran una nueva vida, con lo que no deja de aparecer la sospecha de si estos textos apócrifos no serán el ardid publicitario de algún empresa de productos lácteos que utiliza la poesía edulcorada para vender helados, digamos por ejemplo la Baskin Robbins, así como la Benetton se va a los contrastes dramáticos para vender ropa.

Un mediano lector de García Márquez no debería creerlo capaz de escribir que “regaría con mis lágrimas las rosas, para sentir el dolor de sus espinas, y el encarnado beso de sus pétalos...”, como reza “La Marioneta”. Semejantes líneas no merecerían lugar en el peor de los boleros, salvando, dicho sea de paso, la majestad del bolero.

Pero esto aún tiene un desenlace.

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29 de octubre de 2007
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A Dylan, el ausente

Nunca podré separarme de Dylan.Tampoco nunca hemos estado juntos. Así es todo más fácil. Dylan, el ausente anunciado de los Premios Príncipe de Asturias. ¿Quién pensó que vendría Dylan? ¿Qué jurado no aseguró antes su presencia? Acaso no conocían el carácter, las rarezas, el genio y otras cosas que hacen que el judío- y un poco cristiano- que nos cambió las músicas y las letras se mueva por razones no musicales y crematísticas. Las hay, pero son muy impenetrables. Me gusta ver su lugar vacío. Ese escenario que ocupará con sus buenas intenciones y su pesadez la estrella de Al Gore. El mismo que ocuparon gentes que nos gustan, al lado de otros que nos son indiferentes.

Muy dylaniano eso de dejar colgados a príncipes, principados, aristócratas y burgueses más o menos ilustrados. Para uno como él, que hizo dormir al Papa en el mismísimo Vaticano, eso de venir al premio es una preocupación que le ocupa el mismo espacio que la calderilla.

Creo que muy pronto se dieron cuenta de que sería un premio  en ausencia. No importa. Dos de los mejores premios Nóbel tampoco quisieron estar presentes, Samuel Beckett y Jean Paul Sartre. Su ausencia se queda compensada con su último disco/fetiche que recopila sus mejores cincuenta canciones. Y, por si alguno se queda con sed de Dylan, se acaba de publicar el libro con todas sus letras traducidas. ¡Ay, no es la esperada traducción de Rodrigo Fresán! No sólo están traducidas, traicionadas, sus letras, sino que en las más de mil doscientas páginas, se cuenta la historia de casi todas sus canciones. No es pequeño regalo, yo me lo regalaría.

Y de Dylan a Dylan, pasando por unas copas. Recordé escuchando a Dylan al otro, al primero, al poeta. El que llegó de Gales a Nueva York, pasando por los bosques de cerveza, de whisky y de muy poca leche. Dylan Thomas, el poeta que cedió su nombre al otro poeta que canta, a decir de sus amigos era “como una urraca. Siempre sabía exactamente qué era lo que quería robar”. Un gran poeta “al que sólo le interesaba la gente en la medida que ésta pudiera darle lo que necesitaba”. En fin, no seamos tan duros, quedémonos con el testimonio de su mujer:”Dylan era un cabronazo”. Nada demasiado raro entre los seres humanos. Menos si se llaman Dylan. Pero, ¿qué importa? Ahí están las canciones de uno. Los poemas de otro.

Adiós, y felicidades a Bob, con un fragmento de poema de Dylan:

“En este oficio o arte taciturno
que ejerzo en el sosiego de la noche
cuando sólo la luna rabia
y los amantes yacen en el lecho
………………………………
No para el hombre altivo y ajeno
a la rabiosa luna escribo
en estas hojas rociadas de espuma,
ni para los muertos encumbrados
con sus salmos y ruiseñores,
sino para los amantes, que abrazan
las tristezas de los siglos,
que no pagan con elogios, ni sueldos
y no tienen en cuenta mi oficio o mi arte”

Nunca serán mis amigos, pero no me quitarán sus compañías.

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26 de octubre de 2007
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Stoned again

No sé si sea porque desde siempre me temo carne de diván, pero hasta hoy nunca me había enfrentado a un psicólogo. Siempre me han parecido interesantes, y no bien habla uno suelo guardar silencio y atender, no sea que me quede en la penumbra en torno a cierta parte básica del manual. Pero de ahí a pedirle que me arregle hay gran distancia, pues temo ingenuamente que no quiero arreglarme, y hasta le tengo horror a la salud mental, tomando en cuenta la posibilidad de que instalarme en la plena cordura redunde en una plena esterilidad. ¿Qué haría en ese caso? ¿Meterme a estudiar contaduría?

“Superstición”, sentenció mi psicólogo, el doctor Juan Carlos Muñoz Bojalil, entre las risotadas de los presentes. Estábamos en el auditorio de la Facultad de Psicología, entre estudiantes de ésa y otras ciencias, conversando sobre literatura desde el punto de vista de mi interlocutor. O sea que cuando menos no me iba a cobrar, aunque tal vez con gusto le hubiese pagado, considerando cuánto me estaba divirtiendo. Tal vez me habría gustado salir a la defensa de mis supersticiones, a las que considero parte de mi más entrañable patrimonio sentimental, pero esas cosas no se hacen con el analista, que a diferencia de los críticos literarios me concedía todo el derecho a equivocarme. Y esas cosas relajan a cualquiera, pues pocas situaciones existen tan incómodas como entablar público diálogo con el cuello estirado y el culo fruncido. Andreu Martín me enseñó una expresión idónea para aquellos gravísimos coloquios: misas de tres padres.

Tal vez la próxima etapa de la era Big Brother consista en someterse a pública terapia, como en una sesión de doble A donde todos podrían opinar, y eventualmente echarse a perder mimando los caprichos de Narciso. Y ahora, queridos amigos, una nueva pareja de anales-retentivos nos mostrará sus respectivos esfínteres. Por eso digo que el chiste es comenzar por relajarse, y eso es lo que me gusta de los terapeutas. Su papel es llevar la vida suavecito y su virtud jamás espantarse de nada. Propongo, pues, que en adelante las presentaciones literarias no se lleven ya a cabo con la complicidad de colegas amigos prestos a la exégesis, sino bajo el relajador escrutinio de un psicólogo amante de la literatura. ¿Quién no querría asistir a un strip-tease así?

Por experiencia sé que las presentaciones literarias ayudan poco a reforzar el ego del autor, pues incluso las más concurridas —y sobre todo ésas— no evitan una honda sensación de soledad cuando uno está de vuelta en el hotel y conversa sesudamente con el techo, de paso preguntándose qué hacer con los resabios de tanta intensidad. Lo cual no pasaría si en lugar de salir a emborracharse con otros neuróticos se tomara un café con el psicólogo, ahorrándose los tragos, los honorarios y la resaca a medio aeropuerto. Con el ego en su sitio, además. Dado de alta.

No sé si sea por la terapia de esta tarde, pero me ha mejorado el humor. O será por la luna inmensa allá afuera. O porque en una ventana del monitor tengo, desde el principio de estas líneas, a Joss Stone perturbando dulcemente mi trabajo, arriba a la derecha del procesador de palabras. No dudo que padezca una fijación con Joss Stone. Debí contárselo hoy al psicólogo. Aunque si en realidad quisiera progresar, tendría que ir y decírselo a Joss Stone. ¿O no es verdad, doctor? Are you there, Jossie Darling?

Ñáñaras, llamamos en México a una forma de súbita carne de gallina. Siente uno ñáñaras si a estas horas suena el teléfono y quien llama es la señorita Stone. O si habla de psicólogos y recuerda de pronto que ahora mismo trabaja con un personaje que es, entre otras cosas, terapeuta impostor. Me encantaría armar a un personaje psicólogo, pero me temo que en ese caso el impostor acabaría por ser yo, y eso le jode el ego a cualquiera. En fin, que se me está pasando la mano. Escribo con nostalgia por el diván. Mierda, ahí vienen las ñáñaras.

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26 de octubre de 2007
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Vísperas

En cuestión de horas se dirimirá (o comenzará a dirimirse, en caso de ser necesaria una segunda vuelta) la identidad del próximo Presidente de los argentinos. Para todos aquellos que padecimos la dictadura en carne propia, el hecho de votar será siempre un gozo. Tengo demasiado presente el recuerdo de la opresión, de la violencia, de la persecución, como para ejercer mi derecho de elegir a la ligera. Ayer vi un anuncio del canal Rock & Pop TV que me causó mucha gracia. Un hombre sale del lugar del comicio y se cruza con otro que le pregunta a quién votó. El tipo dice que todos los candidatos le deban igual, que metió dentro del sobre la primera boleta que encontró. Entonces aparece un señor vestido a la usanza del siglo XIX y aspecto de prócer, y voltea al sujeto de una patada voladora. No recuerdo el slogan de memoria, pero apuntaba a que mucha gente puso lo mejor de sí para que este país salga adelante: no es justo, pues, que los irresponsables lo rifen al primer postor. Ojalá hubiese muchos más próceres en condiciones de aplicar patadas voladoras. Si hay algo que sobra en este país no son vacas, sino irresponsables.

Estas elecciones tienen peculiaridades que las diferencian de las realizadas en los 80 en adelante. En primer lugar, de todos los candidatos tan solo uno está en condiciones ciertas de gobernar. El resto, representantes de una oposición atomizada e impotente, presenta lo que son en esencia candidaturas testimoniales: ninguno de ellos duraría mucho tiempo en el gobierno, huérfanos de una estructura política que los sustente a lo largo y a lo ancho del país. Después de que el Partido Radical (UCR) se inmolase a lo bonzo durante la presidencia De La Rúa -que dicho sea de paso acaba de ser imputado por los crímenes de la represión que autorizó antes de caer-, la Argentina se convirtió en un país de partido único. Aquí no existe otra realidad que la del peronismo, que además perdió toda impronta ideológica en los últimos años, convirtiéndose en una estructura hueca, un mecanismo de poder al servicio de quien lo asalte con éxito -lo que va de Menem a Kirchner. La Argentina no saldrá definitivamente del marasmo hasta que reconstruya un sistema político con al menos dos fuerzas operantes y representativas. Sin oposición republicana -y conste que no dije miserable ni corrupta ni salvaje como la que tenemos, sino republicana en el nivel de un Lisandro de la Torre o de un Alfredo Palacios-, no se consolidará nunca una verdadera democracia.

Yo voy a votar a Cristina Fernández de Kirchner porque ninguna de las alternativas es sustentable ni superadora en el nivel de las ideas. Se podrá alegar que la administración Kirchner tuvo fallas, pero yo no pierdo perspectiva de la diferencia entre estas fallas del presente y el desastre producido por sus antecesores, de Alfonsín a Duhalde con obvias -y lamentabilísimas- escalas en Menem y Fernando de la Rúa. Todos estos hombres asumieron con aprobación popular y salieron por la puerta de atrás, dejando un país en llamas. En cambio Kirchner lo agarró postrado y lo entregará de pie. En el interín reformó la Corte Suprema concediéndole independencia verdadera, revivió la política de derechos humanos, estabilizó la economía y la puso en el umbral de la competitividad internacional. Nos quitó de encima la presión del FMI, convirtió en hechos la integración latinoamericana, bajó la desocupación, otorgó aumentos de sueldos y soportó a pie firme presiones internacionales y de poderes internos que querían manejar el mercado a su antojo. (Todavía lo recuerdo dando la cara y pidiéndole a la gente que boicotease a la Shell. Todos los demás se habrían prendido fuego con gasolina antes de contrariar a una multinacional.) Y algo que para mí no es para nada menor: no reprimió nunca las protestas populares.

Que haya muchas cosas por mejorar no significa que yo quiera arriesgarme a bajar de este nivel de logros mínimos e irrenunciables. Y eso es lo único que me ofrecen los candidatos de la oposición: el peligro de una nueva debacle.

Viviendo en una ciudad ombliguista como Buenos Aires, no pierdo la noción de que existe mucha gente con problemas de Atención Deficiente y Memoria de Corto Plazo. Gente que no está dispuesta a ceder nada en beneficio de otros y que demanda estándares de vida dignos de París. Gente selecta a la que la mayoría de la gente -lo que en otros tiempos se llamaba 'pueblo'- le produce urticaria y por eso vota a un millonario de ojos claros, de fortuna heredada, para conducir los destinos de la ciudad. (Dicho sea de paso, este Macri designó a un empresario sin experiencia de gestión pública como Secretario de Cultura y terminó echándolo antes de asumir. No es su primer papelón, y a este paso no será el último.)

Lo que quiero decir es que amo a este país y su destino me concierne y preocupa. Y como estamos en democracia y todo el mundo vota libremente, rezo para que no sobreabunden los Merecedores de Patadas Voladoras. Ojalá nos salga una bien -para variar.

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26 de octubre de 2007
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I. HELADOS DE FRESA Y CHOCOLATE

Poco tiempo antes de la muerte de Jorge Luis Borges se puso muy de moda un poema supuestamente suyo, tanto que aparecía hasta en las revistas del corazón. En ese poema, el falso Borges decía, entre una lista de cosas que le gustaría hacer si volviera a nacer, que comería más helados —no recuerdo si de fresa o de chocolate— y que andaría descalzo sobre la hierba húmeda, o que metería los pies en la corriente de algún arroyo. A su avanzada edad, Borges parecía despedirse de la vida con un acto de contrición, como si la hubiera desperdiciado en nimiedades.

Se trataba a ojos vista de un Borges sospechoso. Desde las alturas de su espléndido rigor verbal, bajaba en aquel poema al terreno del lugar común y lo prosaico, que se emparentan tantas veces con el favor popular, como le sucede a los políticos cuando deciden irse por el curso de la retórica sensiblera, y suelen entonces ser efectivos en desconcertar las mentes, a imitación de los escritores de poca monta.

El poema nunca fue escrito por Borges, según todavía se empeña en demostrarlo su viuda María Kodama, y era más bien parte de la cosecha de una escritora norteamericana, traducido al español para alguna revista argentina, de donde, por uno de esos encadenamientos de casualidades, pasó a ser atribuido a este autor nuestro, fundamental en las letras universales.

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26 de octubre de 2007
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DEPRESIÓN

El peor efecto de la depresión es aquel que impulsa a quedarse en sí, dentro de sí y rehuir el trato con los demás.

Con esa patología el problema se agrava, el círculo vicioso se estrecha y la depresión, ciertamente, es una de-valuación, un de-crecer de las dimensiones. En los demás, sin embargo, nos expandimos doblemente: 1) gracias al movimiento extensivo de comunicar. 2) gracias al soporte que nos prestan para persistir en la reunión con  nosotros.

Los otros actúan como polos espontáneos que por su atracción extraen el yo dolorido o extirpan, de hecho, al yo enfermo. Lo sacan afuera para ventilarlo o simplemente basta que lo asomen al exterior de su mundo para que pueda ver y relativizar los quebrantos que le ahogan.

Los prójimos, en cuanto nos aproximan, nos disuaden de la exagerada importancia que concedemos a nuestra adversidad. Y no hay nada más saludable que ironizar sobre nosotros mismo para deshacer el enredo. El yo irónico supera al yo, lo rodea, lo merodea, lo torea y escala hasta su cima. La ironía corona al yo y, milagrosamente, en su circunvolución lo limpia de adherencias indeseables mientras, además, lo bruñe de nuevo para recobra su perdida estimación.   

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26 de octubre de 2007
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Permiso para leer

Uno entiende que un libro es importante cuando contrae con él una deuda impagable. Sólo que a diferencia de otros débitos, éste no mortifica, y hasta abundan los casos en que dignifica. Esto último lo constato de memoria: “El estarse muriendo de ganas de que le llamen a uno por teléfono y darse el gustazo de no contestar es prueba de respeto por sí mismo.” Cuando llegó a mi vida la novela que acabo de citar, merced a un accidente de la fortuna que puso frente a mí un paquete para otro destinatario, apenas si tardé en asumir que no había opción más digna que huir con ella oculta de inmediato.

     Unas cuarenta páginas más tarde, ya embebido, reivindicaba el hurto ante mí mismo aduciendo que en realidad la novela me había robado a mí. Hasta donde recuerdo, más tardé en alcanzar el segundo capítulo que en aprenderme el título completo: Cuaderno de navegación en un sillón Voltaire: I. La vida exagerada de Martín Romaña. Era uno de esos libros que pasan frente a uno como lo haría una mujer intempestivamente indispensable, y nos colgamos de ellos como de la cintura de esa ninfa sin la cual ni la Gloria parece interesante. La narración chisporroteaba, literalmente, y uno brincaba de la carcajada al asombro presa de una empatía similar a la de una amistad que nace a media cárcel. Sólo un tequila doble se habría hecho entrañable en menos tiempo.

     Ahora bien, si a las entrañas he de referirme, no me atrevo a ignorar Un mundo para Julius, una de esas novelas cuya lectura pronto se convierte en un acto consciente de atesoramiento (recuerdo haber besado repetidamente la cubierta de cuatro libros: La inmortalidad, de Kundera, El retrato de Dorian Gray, de Wilde, La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa, y éste). Costaba algún trabajo creer que el autor de Julius fuese el mismo que el de Martín Romaña, pero no bien acabé de cranearlo me vi sumando deudas con interés compuesto y extendiendo el crédito de un narrador agudo y un hombre taciturno que respondían al nombre de Alfredo Bryce Echenique.

     Hace casi un par de años, en esa disneylandia literaria que es el lobby del Hilton de Guadalajara durante la Feria Internacional del Libro, vi salir a Juan Cruz del elevador, acompañado justamente del narrador que tantas veces me había sacado del presidio de la realidad. Bryce Echenique Live. ¿Cómo explicarle que éramos viejos cómplices? Lo sabría, supongo, toda vez que una gran cualidad de sus escritos está en hacer de lectores compinches (no en balde en la dedicatoria de La vida exagerada…, el autor certifica que “uno escribe para que lo quieran más”). En todo caso, la complicidad creció. El tipo era un tipazo, pero igual resistí el legítimo impulso de pedirle que hablara largo y tendido de Octavia de Cádiz; así como el de confesarle solemnemente que en sus cuadernos de navegación —el rojo, el azul— encontré tantas risotadas convulsivas como francas y añejas dolencias del alma.

     Desde entonces, y en realidad mucho antes de entonces, a Bryce le creo virtualmente todo. Soy su lector asiduo y agradecido, de modo que no tengo el motivo ni las ganas de sumarme al pelotón de fiscales que ahora le piden cuentas como si alguna vez lo hubieran leído. Francamente no sé qué sucedió con el reciente entuerto periodístico que tanta saña ha suscitado en su contra, ni me provoca husmear en la basura. Le creo y ya. No tengo que firmarlo, ni que apostar por ello, ni que sacar la cara por una obra entrañable y espléndida que en consecuencia se defiende sola. Bien harían en acercarse a ella sus detractores de ocasión.

     Ignoro si algún día vuelva a verlo, mas persisto en citar la deuda que nos une. No sé cuánto le debo, aunque es bastante para vivirle agradecido, más allá de las furias jacobinas de tantos indignados no-lectores. No soy fiscal, ni detective, ni alcaide. Por el contrario, y como ya lo he dicho, en repetidas ocasiones me valí de la escritura de Alfredo Bryce Echenique para escapar del cautiverio de la realidad. Desde ahí y hasta el fin, suyo es todo mi crédito.

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25 de octubre de 2007
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Cuando estar vivo era una maldición

El otro día di por casualidad con uno de esos especiales de VH1 llamados Storytellers. Estaba dedicado a Pearl Jam y me quedé viendo un poquito del concierto. No soy lo que se dice un fanático de la banda, pero tienen algunas canciones (las más obvias, imagino: desde Jeremy hasta Man of the Hour) que me gustan mucho. En un momento Eddie Vedder, cantante y frontman, se puso a contar la historia de uno de sus temas más memorables, llamado Alive. En un principio la canción se llamaba The Curse (La Maldición). Admitió que se trataba de una historia real, la de un adolescente al que su madre le revelaba no sólo que aquel a quien había creido su padre no lo era, sino que su padre verdadero había muerto cuando este chico tenía 13 años. "En realidad no era un chico al que conociese demasiado bien", dijo, para después confesar que se trataba de sí mismo: "La verdad es que no me conocía por aquel entonces. ¡Si apenas estaba ahí!"

La letra tal como uno puede leerla todavía hoy le da sentido al título original de la canción. Al enterarse de que nunca podrá conocer a su verdadero padre, el chico siente que su propia vida es una maldición. Aunque la madre intenta consolarlo minimizando el asunto, el crío se pregunta si merece estar vivo.

Vedder prosiguió diciendo que lo sorprendió la reacción de su público cada vez que Pearl Jam interpretaba la canción en vivo. En efecto, tal como sigue ocurriendo, la gente corea el estribillo como si fuese una declaración de victoria: 'I'm still alive'. Todavía estoy vivo. En concierto, ese estribillo no habla de la conciencia de estar maldito sino de la de haber sobrevivido a pesar de tenerlo todo en contra. Ante la relectura del público, Vedder terminó aceptando que su canción podía tener un sentido distinto al que había pretendido darle en el comienzo: "Fue la gente la que rompió la maldición (the curse)".

Me gustó la anécdota porque sintetiza lo que ocurre tantas veces a poetas, escritores, dramaturgos, cineastas, artistas plásticos. El sentido del relato que lanzan al mundo sólo se completa con la intervención de los otros: los lectores, los oyentes -el público. A menudo el artista cree estar expresando algo y no es consciente de la existencia de un 'algo más' que ha preferido no ver durante el proceso creativo, precisamente porque necesita llevarlo a cabo hasta el fin sin autocensurarse. Quizás el Vedder que escribió la letra alentaba el secreto deseo de que su canción convirtiese un padecimiento privado en un triunfo épico, aun cuando no se atreviese a confesárselo a sí mismo. Pero el espaldarazo de la gente que corea 'I'm still alive' le demostró que esa redención era posible.

Sobrevivir es necesario, pero la necesidad no acaba allí. También necesitamos cantar la gloria de esa supervivencia.

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25 de octubre de 2007
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El Boomeran(g)
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