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Vade retro, Mr. Spielberg

Por 14 de noviembre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Hank Moody es un escritor neoyorkino con un libro exitoso: A todos nos odia Dios. Su miseria comienza cuando vende a Hollywood los derechos de la novela, se muda a Los Angeles y su mundo se viene abajo, con todo y familia. Al cabo, el título de la película reflejará la dimensión del fraude: Una cosita loca llamada amor. Hank tiene, además, un defecto congénito: dice siempre lo que está pensando. No miente. Por eso todo el mundo se entera de que está bloqueado, y para demostrarse lo contrario no tiene más que un blog, además de una hilera de animosas señoras y señoritas dispuestas a llevarlo del dicho al lecho por quítame estas pajas.

Californication, se llama la serie, y con cierta frecuencia me espeluzna. Que no es precisamente el efecto buscado en una comedia libertina, pero hay algo que asusta en el Porsche convertible de Hank Moody, uno de cuyos faros es quebrado por un marido afrentado justo al principio del primer capítulo, y seguirá así de episodio en episodio. Que es más o menos como suelen quedar las novelas luego de pasar por una adaptación cinematográfica. Por eso entiendo a Hank más de lo que quisiera. Cuando alguien se propone fastidiarme la digestión, no tiene más que hablar sobre la posibilidad de que una novela mía vaya a dar al cine. Francamente, preferiría que me escupieran en la sopa. Cuando menos tendría la opción de no comérmela.

No tuve que esperar a Californication para temer a las adaptaciones cinematográficas como a los alacranes con alas. Desde siempre me gusta el coqueteo entre el cine y la literatura, busco más las películas que se acercan a la literatura, y aprecio especialmente la narración cinematográfica en una buena novela, pero de ahí a la promiscuidad hay distancia. No consigo entender qué necesidad tiene una novela de que la filmen. Vamos, que es como si tengo una linda hijita de tres o cuatro años y un extraño se acerca a proponerme que la embalsamemos, para así preservar intacta su inocente belleza. ¿Esperaría que le festejara la broma, que le tomara la palabra, o mínimo que me abstuviera de sacarle los ojos in situ?

En otros tiempos, las personas de armas tomar llevaban espada o pistola al cinto; hoy llevan una cámara. Si yo pudiera ser un personaje de novela, temería a las cámaras como al napalm en aerosol. ¿Qué haría la pobre de Emma Bovary, soñadora y palurda, frente a una horda de paparazzi carnívoros? No me lo digan: yo también sospecho que dejaría corta a Britney Spears. ¿Quién imagina a un equipo de doscientas personas perdiendo el sueño y la salud por dar con la palabra o la imagen precisa? Solamente pensar en la legión de gente involucrada para la producción de una sola película me provoca una suerte de jaqueca espiritual; misma que contraería irremisiblemente si hubiera de adaptar una novela al cine. Que es algo así como darse a arreglarla sin que esté descompuesta.

Borges decía que para medir la importancia de un libro, es preciso esperar cincuenta años. Tiempo muy razonable para un libro, pero impensable para una película, que en el mejor de los casos llevaría para entonces varias adaptaciones sucesivas. Caducan pronto, las películas. A los veinte, treinta años hay que hacerlas de nuevo. Solamente las joyas no se oxidan, y aun así habría que ver qué película vive la mitad de los años que ha vivido el Quijote.

Personalmente, confío más en la imprenta. Usa pocos efectos especiales y sigue estrictamente lo indicado en el guión. No encuentro la necesidad de que alguien venga y me filme las palabras, que hasta hoy han vivido muy tranquilas sin preocuparse por su fotogenia. Y lo mismo me pasa con ciertos libros por los que siento algún apego especial. Por principio, no me interesa verlos en otra pantalla que la que viene gratis con el libro. Sé que Visconti, Kubrick, Pasolini y muchos otros más me contradicen ultraviolentamente, pero al cabo estoy más del lado de Hank Moody. Sigo temiendo que basta una adaptación para hacer de una intensa novela un Porsche tuerto.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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