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Las esposas

En mi vida pasada, raramente encontré aliciente en salir con otros matrimonios si no venían formados por alguna mujer que me atrajera. Las cenas de parejas amigas sin la sal o el azúcar de un punto sentimental clandestino restaban mucha amenidad al encuentro y, más bien, con el paso de los años y no necesariamente muchos, tendían a adquirir un carácter mortecino que, sin embargo desaprecia en el momento en que alguna de las mujeres -nuevas o renovadas- conseguía despertar mi interés masculino que, por otra parte, para ser más completo requería la sospecha celosa de su marido. En el equilibrio de suscitar celos y no agrandarlos demasiado, o en la liza de jugar con la insinuación sin trastornar la tertulia, empleaba la mejor parte de mis energías porque, como alternativa, el recurrente tema de las charlas, las bromas conocidas, las tabarras políticas o las críticas sobre otros conocidos, transformaban las veladas en un fastidio del que deseaba abstenerme o escapar. Y tanto más cuanto veía que las esposas disfrutaban más que los hombres al comunicarse mientras nosotros decaíamos en la conversación. Sólo el posible cruce de alguna mirada con aquella mujer elegida me ayudaba a conllevar las vulgares opiniones de mis contertulios en el área de la masculinidad.

Los varones constituían la garantizada pesadilla del programa, pero todavía podían empeorar un grupo de buenas esposas sin ninguna atracción para mí, circunstancia que experimentaba un vuelco cuando en el grupo relucía una mujer bella, inteligentemente provocadora o provocadoramente recatada en su misteriosa timidez. En esos trances, no vivía sino para que a lo largo de la reunión tuviera lugar algún suceso, por encubierto que fuera (debía ser, además, atinada y convenientemente encubierto) para comprometer, aún levemente, la convencionalidad de la situación y la reputación de los respectivos papeles. ¿Estaba haciendo planes de seducción constantemente? Efectivamente. No reconozco ningún periodo de mi vida de otro modo. Y todavía, vanamente, sueño con la imposible prolongación.   

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16 de noviembre de 2007
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Comezón a deshoras

Veo con cierta curiosidad morbosa a las almas en pena que van de madrugada al supermercado. Se los ve pellizcando mangos y melones, con la paciencia de quien ha rebasado la frontera de las tres y ya sabe que poco o nada dormirá esa noche. Llega uno corriendo por la comida para perros, la bolsa de hielos o los vasos desechables y los ve ahí, translúcidos en esa sigilosa cotidianidad que acaso entrañe un germen de misantropía. Ahora bien, no digo esto a la sombra protectora de un metabolismo irreprochablemente diurno, sino al contrario: creo que la noche es demasiado incitante para desperdiciarla manoseando melones sin metáfora. ¿Quién quisiera encontrarse a la chica de sus sueños sopesando pedazos de pollo crudo a la hora en que tendría que abrazar a la almohada y entregarse a soñar con él?

Lo cierto es que ahora mismo pasan ya de las cinco y no sólo estoy lejos de la almohada, sino además recién llego de hacer algunas compras, sin el inconveniente de tener que moverme del monitor. A veces, cuando no consigo conciliar el sueño por causa de algún frívolo entusiasmo -como sería el caso de una canción cuyo estribillo arrastro desde hace días-, tardo poco en saltar hacia el teclado e ir en busca de información al respecto, misma que se bifurca repetidamente, hasta al final llevarme a una tienda virtual donde recorreré muestrarios de canciones con la avidez que a otros les merecen mangos, pollos y papayas. Y es, pues, de ahí que vengo, presa del entusiasmo nocturnal que me tiene a estas horas comprobando los datos del envío del dvd que acabo de comprar desde mi terminal: The Flaming Lips en vivo en el zoológico de Oklahoma City.

No es cualquier compra, pues. Vi el concierto hace un par de semanas y tuve que esperar un largo rato para hacer regresar la quijada a su sitio. Habría ido ahora mismo al supermercado por él, de enterarme que ahí podía encontrarlo; ya sabemos cuan pródiga es la noche en urgencias y comezones intempestivas. Tal vez si en este punto pudiera ser fisgado por un par de clientes nocturnos del supermercado, provocaría en ellos morbo, extrañeza y hasta piedad, solo en la cama con la computadora encima de las piernas, quizá los ojos rojos y el gesto de avidez vital en el semblante. Algo nos dice, y contra ello no hay defensa porque ocurre en el feudo mentiroso del sentido común, que todo aquel que no duerme de noche pertenece a la estirpe de los monstruos

Se acepta que la vida, y con ella la historia de cada quien, es un tiempo que transcurre de día, cuando menos en su versión oficial.Merced, pues, al vacío que provoca este pacto social, el territorio soberano de la noche es asimismo espacio privilegiado para tomar distancia de la vida diaria y poder observarla con la justeza diáfana que nos merecen los asuntos ajenos. Puede que sea por eso que me horroriza ver a un pobre mortal perdiéndose a) La recompensa del sueño, o b) Los deleites de la vigilia, frente al pollo y la fruta del día siguiente. Como si para ellos la vida fuese mera energía continua, indiferente al paso del sol y la luna. Algo seguramente debe estar mal en ellos y nosotros, que nos vemos con mutuo espanto, quizá porque es de noche y hacen falta adefesios para darle cuerpo y a estas horas los monstruos son siempre los de enfrente.

Llego al último párrafo con el día corriendo detrás. Si no termino pronto, brillará el sol cuando caiga en la almohada y no podré engañarme con el cuento de que después de todo no me acosté tan tarde. Tal vez coincida entonces con el vecino que se acuesta y se levanta temprano, no pocas veces con la sospecha de que el raro de enfrente se trae algo muy turbio entre las garras. Gente rara, ya sabes. Los típicos que van de noche al súper.

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16 de noviembre de 2007
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Maldita epitafitis

Acepto que el problema podría comenzar a partir de unos cuantos modales adquiridos. Desde muy niño supe que no debía pintar en muebles y paredes, ya que esas eran mañas de presidiario. Cuando lo hice, siempre bajo la protección del anonimato, bien cuidé que ninguno pudiera verme, toda vez que la fama de carne de prisión es fatal para la reputación de un niño. Dada la situación, escribíamos en lugares poco respetados -baños, pupitres, bardas, cuadernos ajenos- donde las palabrotas se amontonaban con anónima y libertaria algarabía. "Puto el que lo lea", garabateaba el más inspirado, en la certeza de haber recién causado un daño irreversible a sus innumerables lectores potenciales. Nunca escribí, no obstante, en los muros y muebles de mi casa, consciente de la clase de zurra que me habría tocado en consecuencia.

Ciertos lugares exigían mayor protocolo. Me aterraba por eso encontrar que había irredentos capaces de escribir en las bancas de la iglesia, pues de seguro sus malos modales serían castigados con un boleto de ida hacia el infierno. En el panteón también había pintas, casi siempre de corazones con flechas y nombres o iniciales, en cuyo caso yo creía que el encargado de la reprimenda tendría que ser el espíritu del muerto; motivo suficiente para guardar decoro irreprochable durante la visita semanal que mis padres hacían al camposanto donde habían guardado la zalea de tres de mis abuelos. Según mi madre, cada uno podía mirarme por dentro y por fuera, más todavía si estaba al pie del túmulo. De ahí que mis modales panteoneros fuesen generalmente irreprochables. Antes muerto -debí de pensar- que comportarme como un presidiario en la última morada de mis ancestros.

Conocí el cementerio de Père-Lachaise en el verano de 2003. Había comprado un mapa con la ubicación detallada de las tumbas de artistas ilustres: Apollinaire, Chopin, Balzac, Proust, Ingres, Piaf, La Fontaine, Nerval, Musset, Eluard... Nada del otro mundo, al fin -como no tuviera uno buena disposición para el fetichismo, que afortunadamente era mi caso- hasta que apareció la de Oscar Wilde, soberbiamente tapizada de besos. ¿Qué mejor cosa podía ser la mentada posteridad que una tumba besada y sólo besada por millares de anónimos, a más de una centuria del deceso? Había una suerte de justicia poética en el pacto secreto que unía a los visitantes a esa tumba más viva que muerta, donde el rojo-naranja del lapiz labial desvanecía los grises otrora imperantes. Habría que ser, pensé al dejar la tumba, un zopenco silvestre para no sentir ganas de acercarse al trabajo de un inquilino así reverenciado.

Volví hace dos semanas y me dio rabia. Una vez que el secreto se ha extendido y la tumba de Wilde es ahora ícono parisino, no han faltado los presidiarios del espíritu resueltos a gritar lo que ninguno pedimos oír. ¿Quién le explica a cada uno de los palurdos que hoy escriben sandeces en la tumba de Wilde que el complot de los besos era infinitamente más elocuente que sus seudoconsignas de ocasión? ¿Quién se siente capaz de sumar una dosis extraordinaria de ingenio a la obra del agudísimo inquilino? ¿No fue precisamente el cretinismo imperante lo que llevó a Oscar Wilde a la cárcel de Reading, luego de destacarse durante todo el juicio como el dueño natural de la última palabra?

Dudo mucho que el habitante de la tumba más besada del mundo aprobaría el saldo de esta reciente fiebre de epitafitis, donde curiosamente son los analfabetos quienes escriben. Funcionales, que luego se les llama. O analfabestias, que les decimos aquí, abusando de tantas bestias que por supuesto nunca se atreverían a añadir epitafios no solicitados en la tumba del hombre que escribió en vida varios de los mejores concebibles. ¿Sería pedir mucho a los profanadores del crayón que escribieran de menos las frases del autor, toda vez que su estética de mingitorio difícilmente les permite distinguir elocuencia de redundancia, y aun de rebuznancia? No sé, pues, si sea cosa de modales, pero creo preciso defender a los besos del asedio procaz de las consignas. Qué más puedo decir, son los modales que aprendí de niño.

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16 de noviembre de 2007
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Consignas para escritores

Esta es una propuesta de viaje. Un viaje peculiar por el proceso de la creación literaria.

 

Durante casi veinte años he sido profesor de talleres de creación literaria. En Lima, en Tenerife, en Madrid, fundamentalmente, pero también en otros lugares donde estuve más bien de paso: Miami, Boston, Granada, A Coruña... durante todos estos años, entregado a destripar cuentos, a analizar textos y a sugerir cambios y pulimentos, he ido descubriendo el carácter más bien elusivo que tiene la buena literatura, la manera en que, una y otra vez, parece rechazar cualquier consigna, desdeñar cualquier precepto y escabullirse de todo intento de sistematización. ¿Cómo pues, se puede enseñar a escribir? ¿De qué sirve un taller de creación literaria? Creo que en realidad, un taller no es más que un espacio en el que los participantes nos enfrentamos juntos a este esquivo oficio para sugerir y orientar el avance del  texto literario que acometemos con mayor o menor fortuna. No es nada más. Ni nada menos.

 

Ciertamente estos breves apuntes no son un taller en sentido estricto sino más bien una reflexión sobre el hecho de escribir, apenas unas pinceladas acerca de los mecanismos más delicados que aparecen en cualquier cuento o novela y que pueden serle útiles al escritor en ciernes para construir su propio trabajo narrativo. Mucho de lo que aquí diremos es también una extensa -y al mismo tiempo contenida- recopilación de lo que han dicho escritores, profesores, teóricos de la literatura y profesores de taller sobre el oficio y sus secretos. Pero sobre  todo, es un cuaderno de bitácora de todo aquello que he ido descubriendo en estos veinte años como profesor de taller (y como escritor yo mismo) y que reúno aquí en forma de pequeñas consignas, sugerencias y reflexiones acerca del hecho narrativo.

Hablaremos de aspectos genéricos de la literatura, como la diferencia entre cuento y novela, o de los grandes temas literarios, pero también hablaremos de detalles minúsculos e interesantes del proceso de escritura, como la elaboración de los personajes, los resortes de una buena descripción, los recursos estilísticos...en algunos casos me detendré más y en otros menos; algunos apuntes serán simples bosquejos, otros resultarán más profusos y algunos otros más bien reiterativos. Y sobre todo echaremos mano de fragmentos de cuentos y novelas de estupendos escritores, porque al fin y al cabo es de ellos de quienes más y mejor aprenderemos.

 

Naturalmente, también habrá propuestas de trabajo, pues como sabe todo el mundo que se dedica a este oficio, la única manera de aprender a escribir es escribiendo, de manera que cada quince días colgaremos una nueva consigna narrativa en este espacio y quienes quieran hacerlo me enviarán los textos a la dirección de correo tallerdejorge@yahoo.es.  Así, Eva Valeije -quien trabaja conmigo como lectora en el taller presencial-  y yo escogeremos unos cuantos para leerlos, comentarlos y dejarlos en esta página a fin de que ustedes también puedan analizarlos. Naturalmente, este espacio está abierto a todo aquel que quiera participar con sugerencias y comentarios. 

 

La propuesta de la semana

En esta primera sesión y para ir conociéndonos, simplemente  les pedimos que envíen algún texto cuya extensión no sea mayor de dos páginas con interlineado sencillo. Puede ser una breve descripción, un fragmento de novela, un cuento corto... en fin, lo que nos quieran entregar. Bienvenidos y los esperamos la próxima semana.           

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16 de noviembre de 2007
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La actitud filosófica y su caricatura

Es una situación embarazosa la de alguien que, al ser preguntado por su profesión, ha de responder "filósofo" o incluso "profesor de filosofía".Y el problema no reside tanto en que el interlocutor no sepa en qué sector del conocimiento o de la técnica encasillar tal respuesta, como en el hecho de que, probablemente, el propio filósofo tampoco lo sabe.

Un filósofo es desde luego una persona cuya tarea es pensar, pero esto también caracteriza a Ramón y Cajal, Einstein, Gauss... a los que nadie (al menos de entrada) califica de "filósofos".El embarazo del profesional de la filosofía se acentuará  además por una sospecha de lo que, ante su respuesta, el interlocutor empezará a barruntar. Pues si se hiciera una encuesta en la calle sobre el tema, la gran mayoría de los interrogados haría suya una opinión del tipo siguiente:

"Los filósofos son tipos que habla sobre asuntos que sólo a ellos interesan y en una jerga que sólo ellos (en el mejor de los casos) entienden."

Descartes

Obviamente el profesional de la filosofía protestará y hasta se sentirá ofendido. Pero tiene en su contra el que esta popular idea de lo que sería la disposición filosófica, encuentra reflejo en el trabajo efectivo de muchos de sus colegas y (lo que es más grave) no forzosamente en el de aquellos que hoy gozan de menos prestigio. Difícil es para el filósofo convencer (tanto a los demás como a sí mismo) de que la evocada imagen es una burda caricatura y que, en realidad, filósofo es exclusivamente aquel que habla de cosas que a todos conciernen y lo hace en términos, de entrada, elementales y que sólo alcanzan la inevitable complejidad respetando esa absoluta exigencia de transparencia que viene emblemáticamente asociada al nombre de Descartes.

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16 de noviembre de 2007
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Bienvenidos

¡Hola! ¿Hay alguien ahí? Quien quiera que seas, bienvenido a este blog. Espero compartir contigo esta aventura, porque será la primera vez en mi vida que me tome en serio escribir diariamente y sobre la marcha lo que se me pasa por la cabeza. Lo intenté en su día con un diario. Lo que tienen los adolescentes es que quieren ser como todos los de su tribu, y a mí me parecía que si no llevaba un diario como mis amigas me estaba faltando algo, así que me compré un cuaderno con unas tapas increíbles y por la noche lo abría en la cama y me ponía en plan escribir aquello que iba destinado a mí misma, pero que si por un descuido caía en otras manos tampoco podía ser una cochambre. Pero ¿para qué escribir fielmente y solo para mis ojos lo que sabía de sobra? Además caí en la cuenta de cuan repetitiva era mi vida, que la mayoría de las veces se podía despachar en dos líneas, lo que me dejaba bastante insatisfecha, así que tendía a completar lo que faltaba inventando algo que podría haber pasado. Era como echarle una mano a la realidad para que no se quedase a medias, y de esta forma creo que me fui aficionando a la ficción. Era apasionante todo lo que se podía hacer con la vida: poner esto, quitar aquello, añadir lo de más allá, mientras que lo que la vida hace con nosotros (y esto no hay quien lo mueva) va completamente en serio.

 

StrindbergEste blog será el diario que nunca escribí, un diario sin pudor, abierto a todo el mundo, aunque no por eso sin su pequeño misterio. Estoy convencida de que cualquier diario desea ser descubierto y leído para no estar solo con sus secretos. Y hablando de soledad, para explicar por qué uno mi barco a la flota de El Boomeran(g) me viene al pelo una frase de Strindberg, de la breve y lúcida novela que se llama precisamente Solo, en que dice que él ha elegido la soledad, no porque no le guste la gente, todo lo contrario, le gusta mucho, sino porque (perdonen que no me levante a buscar la cita exacta), la gente le da miedo. Será para no llegar a los extremos de Strindberg, por lo que se han ideado los blogs.

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16 de noviembre de 2007
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Conversaciones. El lenguaje del insomnio

Delfín Agudelo: Anoche estuve postrado en cama durante más de tres horas, con la voluntad de dormirme, pero sentía la rebeldía del cuerpo a hacerlo. Estaba habitando un extraño espacio, el del presunto insomnio, sin saber a fondo qué es o cómo se expresa. Sí, creo que era insomnio. 

Rafael Argullol: Ocurre que hay dos tipos de insomnio; este insomnio que te coge al principio, que no logras dormir, y entonces tú puedes intentar prolongar la continuidad del día. Y que en cierto modo la razón aún está vigilante. Pero luego tienes este otro insomnio: te duermes, te despiertas, y entonces estás completamente desarmado. Y se acelera todo. Por un lado piensas: "Tengo que dormir", y esto se convierte en una obsesión. Pero luego se introducen todos los fantasmas que tienes en aquel momento, todo lo que son tus problemas cotidianos multiplicados, y además estás desarmado, no actúa aquel filtro que actúa durante el día. Hay otra cosa: de repente se te aparece todo lo que puedes proyectar creativamente. Escribes libros enteros durante el insomnio. Otra cuestión es que luego, al despertar, puedas recuperarlos, pero puedes escribir libros enteros y además con una velocidad de creación mucho más rápida que en el tiempo de vigilia. La conciencia está acelerada en el momento del insomnio. Sobre todo del insomnio, diríamos, de medianoche: tienes la conciencia acelerada, dando lugar así a un momento de enorme creatividad. Lo que ocurre es que es una creatividad que nos deja en cierto modo impotentes para expresarla. Es una creatividad mental, pero en cambio no te sientes con fuerzas para convertirla en leyes lógicas, en leyes lingüísticas, en narración, literatura, poemas. Indudablemente se me han ocurrido miles de cosas durante el insomnio. Puedes incluso intentar anotarlas, pero claro, no te sientes con fuerzas. Yo lo que muchas veces hago es una especie de método de mnemotécnica raro, intento dejar pistas para, al despertarme, si logro dormirme, que es lo que espero, recordar estas pistas y a través de estas pistas  intentar ir a los argumentos que se habían planteado.

D.A.: Claro, pero no escribir el flujo de ideas como tal...

R.A.: No, dejas pistas en el camino, dejas rastros en el camino y después los intentas recoger.

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16 de noviembre de 2007
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Vade retro, Mr. Spielberg

Hank Moody es un escritor neoyorkino con un libro exitoso: A todos nos odia Dios. Su miseria comienza cuando vende a Hollywood los derechos de la novela, se muda a Los Angeles y su mundo se viene abajo, con todo y familia. Al cabo, el título de la película reflejará la dimensión del fraude: Una cosita loca llamada amor. Hank tiene, además, un defecto congénito: dice siempre lo que está pensando. No miente. Por eso todo el mundo se entera de que está bloqueado, y para demostrarse lo contrario no tiene más que un blog, además de una hilera de animosas señoras y señoritas dispuestas a llevarlo del dicho al lecho por quítame estas pajas.

Californication, se llama la serie, y con cierta frecuencia me espeluzna. Que no es precisamente el efecto buscado en una comedia libertina, pero hay algo que asusta en el Porsche convertible de Hank Moody, uno de cuyos faros es quebrado por un marido afrentado justo al principio del primer capítulo, y seguirá así de episodio en episodio. Que es más o menos como suelen quedar las novelas luego de pasar por una adaptación cinematográfica. Por eso entiendo a Hank más de lo que quisiera. Cuando alguien se propone fastidiarme la digestión, no tiene más que hablar sobre la posibilidad de que una novela mía vaya a dar al cine. Francamente, preferiría que me escupieran en la sopa. Cuando menos tendría la opción de no comérmela.

No tuve que esperar a Californication para temer a las adaptaciones cinematográficas como a los alacranes con alas. Desde siempre me gusta el coqueteo entre el cine y la literatura, busco más las películas que se acercan a la literatura, y aprecio especialmente la narración cinematográfica en una buena novela, pero de ahí a la promiscuidad hay distancia. No consigo entender qué necesidad tiene una novela de que la filmen. Vamos, que es como si tengo una linda hijita de tres o cuatro años y un extraño se acerca a proponerme que la embalsamemos, para así preservar intacta su inocente belleza. ¿Esperaría que le festejara la broma, que le tomara la palabra, o mínimo que me abstuviera de sacarle los ojos in situ?

En otros tiempos, las personas de armas tomar llevaban espada o pistola al cinto; hoy llevan una cámara. Si yo pudiera ser un personaje de novela, temería a las cámaras como al napalm en aerosol. ¿Qué haría la pobre de Emma Bovary, soñadora y palurda, frente a una horda de paparazzi carnívoros? No me lo digan: yo también sospecho que dejaría corta a Britney Spears. ¿Quién imagina a un equipo de doscientas personas perdiendo el sueño y la salud por dar con la palabra o la imagen precisa? Solamente pensar en la legión de gente involucrada para la producción de una sola película me provoca una suerte de jaqueca espiritual; misma que contraería irremisiblemente si hubiera de adaptar una novela al cine. Que es algo así como darse a arreglarla sin que esté descompuesta.

Borges decía que para medir la importancia de un libro, es preciso esperar cincuenta años. Tiempo muy razonable para un libro, pero impensable para una película, que en el mejor de los casos llevaría para entonces varias adaptaciones sucesivas. Caducan pronto, las películas. A los veinte, treinta años hay que hacerlas de nuevo. Solamente las joyas no se oxidan, y aun así habría que ver qué película vive la mitad de los años que ha vivido el Quijote.

Personalmente, confío más en la imprenta. Usa pocos efectos especiales y sigue estrictamente lo indicado en el guión. No encuentro la necesidad de que alguien venga y me filme las palabras, que hasta hoy han vivido muy tranquilas sin preocuparse por su fotogenia. Y lo mismo me pasa con ciertos libros por los que siento algún apego especial. Por principio, no me interesa verlos en otra pantalla que la que viene gratis con el libro. Sé que Visconti, Kubrick, Pasolini y muchos otros más me contradicen ultraviolentamente, pero al cabo estoy más del lado de Hank Moody. Sigo temiendo que basta una adaptación para hacer de una intensa novela un Porsche tuerto.

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14 de noviembre de 2007
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Antología globalizada

“En varias ocasiones, sentado frente a la pantalla del PC, acompañado con el humo y el aroma del tabaco, escuchando el CD Quadrophenia de The Who, he mantenido conversaciones por medio del messenger, con algunos escritores contemporáneos a mí, con quienes tengo una serie de gustos afines que van desde la música, el cine, los deportes, hasta los cigarros y la bebida.”

Esta es la primera frase de la introducción a una compilación de autores de ficción peruanos: Disidentes. Muestra de la nueva narrativa peruana (Revuelta editores) que acabo de comprar en Lima. Desconozco el autor de esta introducción y de la selección de los autores, Gabriel Ruiz-Ortega, pero tengo siempre una simpatía espontánea por los soñadores que intentan sintetizar lo que no se puede resumir: la natural proliferación de la literatura de ficción.

Me gusta la frase de la introducción pues dice mucho: él se comunica a través del messenger, habla de música, de deportes y de cine y no de literatura, parece que vive en un mundo de información y no en el mundo real. Es una primera frase muy bien concebida, más allá de su equilibrio y de su ritmo interno, para crear la atmósfera que corresponde a la doble definición de la generación de los disidentes (adolescencia y juventud durante la década de los 90): “falta de un compromiso político, social e ideológico…” y “respeto por el oficio narrativo”.

No voy  pronunciarme con relación a la obra de los jóvenes escritores (aunque hay muestras muy, muy atractivas), y tampoco sobre la influencia “soterrada y patente” de Óscar Malca e Yván Thays en relación con ellos, pero me gusta destacar cuáles son los criterios utilizados (para rechazarlos, siempre) por Ruiz-Ortega. Es el dato clave en una compilación: ¿cuáles son las categorías pertinentes en una definición? En este caso:

1. Escritores vitalistas y escritores metaliterarios;
2. Escritores andinos y escritores criollos;
3. Escritores de la capital y escritores de la provincia.

Si son los únicos criterios citados y no son válidos, queda pendiente una pregunta: ¿Qué son estos jóvenes escritores? Me gusta una frase que lo dice muy bien: van “mirando hacia afuera para ver lo que hay adentro”. En un mundo globalizado es una muy buena definición de lo que hacen los escritores, de su manera de ubicarse en la literatura.

Escribí esto por la noche, en Perú, después de leer de un tirón la antología de estos nuevos autores. Por la mañana, leo un artículo universal (en inglés) en un sitio americano: todos los autores van escribiendo siempre la historia de los mismos mitos, dice su autora, Marina Warner. Ella cita a Borges y no tiene dificultad en defender su visión. Mirar por afuera es mirar siempre a los mismos mitos, en una versión renovada. Hace siglos que nuestros mitos viven en un mundo globalizado.

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14 de noviembre de 2007
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Mortadelo y Filemón

Y Guillermo Brown, Zipi y Zape, el Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín. Como en una canción de Sisa, “cualquier noche puede salir el sol”. Algo así de ingenuo e imposible deseábamos hace ya tantos años. Hace décadas. Muchas cosas así de simples y extraordinarias seguimos deseando en estas edades maduras. Todavía nos reconocemos en aquellos que fuimos, en los niños de ese mundo sin muchos colores pero con los colores de los mundos de los “tebeos”. Por ellos comenzaron nuestras lecturas.
Ahora, hoy, se celebran los cincuenta años de Mortadelo y Filemón y muy poco después ya fuimos sus compañeros de disparates, de burla de la eficacia, de los servicios secretos, de los detectives o de la llamada Guerra Fría. Tantas cosas de nuestras lecturas llegaron por esa vía de bromas y veras que tenían los primeros cómics de nuestra infancia. Y llegaron los más serios. Llegó Tintín. Y Corto Maltés. El underground, Valentina, los japoneses o las seriedades de esos chicos de la posguerra donde el mundo se pudo llamar Paracuellos. Y seguimos a los continuadores de la línea clara. A los eróticos, los bestias, los jueves o los viernes.

Me gusta que cumplan tantos años esos que una vez fueron compañeros de mis fugas infantiles. Los abandoné hace tiempo. No seguí sus disparatadas e inocentes historias, me hice más serio, menos inocente, crecí, me equivoqué y no supe quedarme en esa patria, quizá no tan feliz, de la infancia. Muchas veces he pensado que la edad ideal es la de Tintín: indefinida, aventurera, infantil y madura. Otras, la mayoría, prefiero la de Haddock, bebedor, casi en la jubilación, con amores y con un poco de mala leche.

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14 de noviembre de 2007
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