Hace diecinueve horas que abrí los ojos, a regañadientes porque llevaba apenas cuatro de dormir y ya cruzaba el túnel negro que separa a la fiesta de la resaca. ¿O será que las une? Había que empezar temprano con la promoción: cita a las ocho treinta en una estación de radio. Dormito en el trayecto, en la sala de espera y ante el micrófono, al tiempo el corresponsal termina con alguna noticia previa. Luego, al salir, me enteraré que uno de los hombres de la estación le ha dicho a Miriam, que es la santa que me acompaña en estos menesteres, que el entrevistado se estaba durmiendo. "No", ha respondido ella, querúbica, "lo que pasa es que está pensando". De regreso, la risa me mantiene despierto. Me pregunto qué habría dicho Miriam si hubiera comenzado a roncar. "Es que así ruge él antes de las entrevistas."
La FIL de Guadalajara es el mejor ejemplo de que el placer y el trabajo son no únicamente compatibles, sino complementarios y hasta cómplices. Luego de un desayuno con poderes balsámicos, hay que correr de vuelta hacia la promoción, pero ya a esas alturas se ha juntado una buena reserva de adrenalina, bajo cuyos auspicios termino de una vez de cambiar fase y gozo ya de una exquisita euforia que en adelante sólo sabrá crecer. Una comida en Tlaquepaque, por ahí de las dos y media, contribuirá a la excitación nerviosa con antojitos, cerveza y ríos de tequila. Una comida estrictamente mexicana; es decir, de cuatro horas de duración. Esta vez entre cantos, gritos y mariachis.
El resto de la tarde y el principio de la noche se van entre presentaciones de libros y cocteles. De repente consigo escapar al cuarto y duermo diez minutos terapéuticos. Pienso: ¿y el blog? No hay tiempo, todavía. Cada año, el lunes se reserva para ir a bailar salsa en el Veracruz, donde el tequila sigue corriendo sin diques. Pero estoy en mis cinco. He evitado el exceso con el mismo rigor que me abrazo a la consistencia. Al volver al hotel, pasadas ya las tres de la mañana (las diez en Madrid, se me está haciendo tarde), advierto que no tengo ni sueño, y menos lo tendré cuando remate el post, lo suba y me recueste a escuchar música, tal vez no exactamente para deleite de mis vecinos.
Hace un año, las noches eran aún más extensas. Había abierto un club en mi habitación, a diario frecuentado por Santiago Roncagliolo e Imma Turbau. De pronto casi nos amanecía entre música y risotadas. Cada noche, también, nos sorprendía el aguante del matrimonio Saramago, que intentaba dormir en el cuarto de enfrente, sin siquiera un amago de queja. Cosas que sólo pasan en la FIL, por eso no se debe dormir mucho. Quiere uno estar despierto veinticuatro horas, a sabiendas de que durante todas ellas hay cantidad de cosas por hacer. Con suerte, este año conseguiremos desvelar a Rubem Fonseca (tampoco logro imaginármelo llamando a la administración para quejarse).
Hace dos años, la concurrencia era más tupida y los donativos increíblemente generosos. No puedo hacer aquí una lista de la cantidad de donativos en especie que llegaron en manos de los visitantes, pero verdad es que imperó la abundancia. "Haz algo, por favor, que no quiero irme nunca de este lugar", me suplicaba Ronca el último día, con el físico destrozado pero el espíritu ejemplarmente en pie. Odia uno tener que largarse de aquí, no faltan ganas de secuestrar el Hilton a punta de pistola por tres semanas más, derogando cansancios y desafiando momios. ¿Aló, urgencias? Necesitamos ciento quince ambulancias y veinte equipos de terapia intensiva.
Adoro los efectos de la adrenalina. De pronto hace pensar que es uno inmortal. Me enferma, en cambio, el regreso a la vida citadina, cuyos primeros días pasaré tendido, no sé si descansando o aceptando la pérdida. Pero hoy empieza el martes, me quedan aún tres días de intensidad irreductible, donde cada ficción se hace realidad por pura voluntad mayoritaria. Por otra parte, son ya las cuatro y media. Y nada, que me faltan las ganas de dormir. Tiempo de sumergirse en un disco de Wim Mertens y esperar tres o cuatro horas de sueño. Ya lo dice el refrán: a descansar, los muertos.

La expresa presencia del artista perjudica al arte y no hay muestra más rotunda del éxito de una creación que el propio asombro del autor ante el triunfante resultado de su trabajo. ¿Resultado azaroso, mágico, accidental? La imposibilidad de una exacta respuesta coincide con el núcleo secreto de la obra y el secreto de la obra coincide con su verdad inalcanzable. Todo lo que es pronunciado abiertamente y hace ver su proceso disminuye su vigor real. La voz tronante de Dios llega como un anónimo fenómeno de la Naturaleza, una explosión sin comprensión, una orden sin razonamiento. El arte se identifica con la sinrazón del accidente a través de este misterio. No es difícil analizar las causas del arte pero rebasa por completo nuestra capacidad la explicación de su efecto concreto. De este modo el arte sortea los recursos de la razón y responde a un sistema autónomo que, sin poder llamarse irracional, vive en un espacio paralelo a la lógica. Como el amor, su comprensión se hunde en lo incomprensible. Y, al igual que el amor, guarda y recrea su especial misterio como la materia prima de su mejor oferta. 

Si a ello añadimos que las doctrinas religiosas imperantes (pero también muchas de las que ya no lo eran) daban en general apoyo a las convicciones forjadas en la intuición ¿qué hizo que las nuevas hipótesis astronómicas fueran abriéndose camino? Pues simplemente que, por contrarias que fueran a la intuición y a la fe, poseían gran fuerza explicativa. Ahora bien: lograr aclarar, explicar, fundar en razón el entorno terrestre o celeste, y a poder ser en su totalidad, constituye en palabras de Max Born "el ardiente deseo de toda mente pensante", deseo que no se aminora en absoluto por el hecho de que aquello que se trata de aclarar "sea eventualmente de total irrelevancia para nuestra existencia". 




4.Borges ya es Borges. Su prólogo sobre el idioma en los años veinte es una maravilla. "...El idioma se suelta. Los verbos intransitivos se hacen activos y el adjetivo sienta plaza de nombre. Medran el barbarismo, el neologismo, las palabras arcaicas. (...) nuestro idioma va adinerándose. No es de altos ríos soslayar la impureza, sino aceptarla y convertirla en su envión." Pero como es Borges, celebra en seguida el idioma del siglo XVII. Y, claro, toma el progreso con sumo cuidado, celebrando a Montevideo: "eres el Buenos Aires que tuvimos, el que en los años se alejó quietamente".