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El festival que se fue al exilio

Hace casi ya medio siglo, con motivo de los 150 años de la independencia de los países de la región, celebramos en San José, Costa Rica, el Primer Festival Cultural Centroamericano bajo los auspicios del Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA), del que era yo secretario general, y gracias al respaldo del gobierno de Costa Rica, cuyo presidente era entonces don José Figueres, uno de los personajes inolvidables de mi vida, el prócer que tras triunfar en la guerra civil de 1948 mandó a abolir para siempre el ejército, una de las grandes conquistas históricas de este país sin tanques de guerra ni aviones de combate.

Una gran fiesta cultural que hasta entonces no tenía precedentes, y de la que fueron parte una Bienal de Pintura, una Feria del Libro, un Festival de Teatro y un encuentro de escritores.

Desde entonces, y estoy hablando de mis años juveniles, la idea fue que si Centroamérica representaba una identidad cultural en su diversidad, debíamos apuntar a la excelencia por encima de la mediocridad para realzar esa identidad y esa diversidad: convocamos a la bienal a los mejores pintores y los premios fueron otorgados por un jurado que integraban Marta Traba, Fernando de Szyszlo y José Luis Cuevas. El premio mayor fue para el guatemalteco Luis Diaz, con el tríptico Guatebala.

El jurado del festival de teatro lo presidió uno de los grandes directores de Broadway, el panameño José Quintero, que entonces ponía en escena en exclusiva las obras de O'Neill. Y entre los escritores tuvimos a José Coronel Urtecho, Fabián Dobles, Carmen Naranjo, Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Cardenal, Rogelio Sinán, Álvaro Menen Desleal, Carlos Martínez Rivas, Augusto Monterroso. San José fue todos esos días la capital cultural centroamericana.

De allí viene Centroamérica Cuenta, que nació en Nicaragua en 2013 bajo esos mismos parámetros de excelencia, y en esta nueva gran aventura cultural de doble vía hemos ensayado a mostrar lo mejor de nuestra literatura, y traer hacia nosotros lo mejor de la literatura de fuera de nuestras fronteras.

Cuando la crisis que vive Nicaragua nos obligó a cancelar el encuentro del año pasado, buscamos un escenario alterno y encontramos asilo generoso en Costa Rica de parte del gobierno del presidente Carlos Alvarado, novelista él mismo, y de su ministra de cultura, Sylvie Durán, quien supo articular los apoyos nacionales necesarios.
Hemos aterrizado ahora en San José para abrir carpa con más de 130 invitados provenientes de 21 países, entre escritores, artistas, músicos, cronistas, cineastas, críticos literarios, editores, traductores, y promotores culturales, una semana de encuentros literarios en diversos escenarios, empezando por el emblemático Teatro Nacional. Y el festival se desarrolla en paralelo a la Feria Internacional del Libro. Otra vez San José capital cultural.

No podíamos haber encontrado una sede mejor que Costa Rica para seguir adelante con Centroamérica Cuenta, un país dueño de una dilatada tradición cultural, y que ha sido siempre, además, tierra de acogida para los centroamericanos forzados a huir de sus propios países ante dictaduras y golpes de estado.

La ola que ha empujado ahora a Centroamérica Cuenta hacia Costa Rica ha arrastrado a miles de refugiados que huyen de la persecución y la violencia, acogidos de manera hospitalaria, igual que tantos otros en el pasado. La sombra de la xenofobia existe, pero no es la norma. La norma es la generosidad.

Centroamérica es invisible por lo general, a no ser por las catástrofes políticas y naturales, pero igual que en el resto de nuestra América las calamidades y los desafíos de la realidad se trasiegan a la literatura. Es lo que Centroamérica Cuenta busca explorar.

La violencia, la opresión, el desarraigo, las emigraciones forzadas, la corrupción, las pandillas, los carteles del narcotráfico. Los abismos de miseria, la discriminación. La pobreza que crece a la par que crecen las fortunas descaradamente mal habidas.

No se trata de matricular a la literatura alrededor de un catálogo de temas obligados, porque la libertad creativa es insustituible; pero esas voces de la realidad tienen una fuerza de atracción poderosa para los narradores de historias, porque las vidas de los seres humanos son la materia de la literatura, y en la medida en que las vidas son afectadas por la anormalidad de la realidad, que es la anormalidad de la historia, la literatura sucumbe ante el peso de esas voces insistentes, y es entonces cuando la realidad se transforma en arte vivo, y la literatura imita a la vida.

Mientras en Nicaragua no existan condiciones de libertad y democracia que amparen un encuentro plural y libre que busca dar peso a todas las voces y exaltar la creación literaria como acto permanente de rebeldía, Centroamérica Cuenta habrá de vivir en el exilio.

En Costa Rica, o en cualquiera de los otros países centroamericanos donde ya somos reclamados, lo cual le da al festival, de todas maneras, una diversidad de escenarios que habrá de multiplicar su público. Lo cierto es que Centroamérica Cuenta seguirá contando.

 

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13 de mayo de 2019
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Extranjeros de sí mismos

Su nombre suena a broma: mena, siglas lexicalizadas de “menores extranjeros no acompañados” que se antoja un error ortográfico entre el meme y la nena. El nombre engulle la identidad. Precoces sintecho que emigran a pesar de los riesgos del viaje en busca de una vida, porque lo que conocen se parece más a la muerte. Dejan atrás los pocos agarraderos que tienen, cruzan Estrecho y frontera solos, barbilampiños, chiquillos de plumier y cartabón. Más de doce mil fueron acogidos o tutelados por los servicios de protección de menores de las comunidades autónomas de nuestro país en el 2018. Su llegada ha aumentado espectacularmente en los últimos años. ¿Por qué? “¡Ajajá! –dirán los astutos de mirada torva–. Tontos que somos. Aquí les servimos una sopa caliente, un par de mudas, el papeleo y hasta vivienda y paga; y luego nos robarán”.
Nuestra sociedad desconfía más del hambriento que del poderoso, un asunto digno de diván. Aunque en Catalunya y Euskadi se garantizan condiciones más decentes, los centros de acogida no son resorts ni colonias. El desbordamiento y la precariedad es recurrente. Numerosos trabajadores han denunciado la involución social de los muchachos tras experiencias de aislamiento, hacinamiento y hasta maltratos físicos y psicológicos. También han alertado sobre el hecho de que apenas haya chicas entre los menas –que, se nos dice, son casi todos varones–, aunque en realidad sí existan, sumergidas en el mundo de la trata y, por tanto, invisibles.
Un 18% de los que llegaron en los últimos tres años a Catalunya han delinquido, robos con violencia y asuntos de drogas sobre todo. La principal preocupación de Mossos y Fiscalía se centra en los mayores de edad que han acabado por convertirse en reincidentes y funcionan como red de apoyo para los menores fugados de los centros de acogida, organizando tribus que duermen en las calles u ocupan pisos del centro de Barcelona. Drogas, peleas a cuchilladas y redadas policiales dan para llamativas alarmas, pero ¿qué ocurre con el resto, con la inmensa mayoría de estos niños de la calle? Porque el 82% son pacíficos, algunos más asustados que otros, con una gran capacidad de sacrificio a diferencia de nuestros chavales mimados y poco tolerantes a la frustración.
El Gobierno de Sánchez aprobó un aumento de los fondos por real decreto –38 millones– con el objetivo de mejorar la atención de los centros, pero incluso la buena voluntad política no es suficiente. Falta una herramienta común de recogida de datos para poder realizar un seguimiento global; tampoco existen estándares de protección destinados a los más vulnerables, y es necesario fortalecer el sistema de acogida familiar en pos de la integración real.
Sin duda tenemos un problema, pero no consiste tanto en la amenaza de estos menores solitarios y desamparados como en nuestra incapacidad para recibirlos como lo que son, niños, en lugar de convertirlos en bestias acorraladas.
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13 de mayo de 2019
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Elogio del desengaño

Anna Magnani acostumbraba a engañarse como método preparatorio. Hasta el extremo de pensar que no ganaría nunca un Oscar, razón por la cual –aparte de su pánico al avión– no asistió a la ceremonia en la que sería galardonada con la estatuilla por su papel en La rosa tatuada. En la recreación de su vida realizada por la actriz Arantxa de Juan se percibe continuamente la anticipación al desastre. Se trata de una brillante actuación y una audaz puesta en escena que tiene lugar en su propio domicilio, en la madrileña calle del Desengaño. La obra arranca en la habitación de la intérprete, a oscuras, ella sollozando de dolor en la cama y el reducido público, mitad sentado, mitad de pie, reprimiendo la tos.
Magnani tocó tanto fondo con el neorrealismo que llegó a detestar la magia. Se hizo a sí misma con mucho talento, elevadas exigencias y demasiado alcohol. El temperamento fue su refugio, su fatal autoengaño para soportar abandonos –empezando por el de sus padres–, envidias, silencios, malentendidos, rupturas. Y ese acto final propio de un The end de melodrama hollywoodiense: Roberto Rossellini, el gran amor de su vida (que la sustituyó por Ingrid Bergman), acompañándola al hospital donde fa­lleció. Contra todo pronóstico, según ella misma, a Nannarella le dieron un Oscar, y el amor de su vida la escoltó en su ­muerte.
El autoengaño es un asunto reservado a las divas, sólo a ellas se les puede perdonar que se cieguen de gloria. Los hay veniales, por ejemplo, pensar que no te llama nadie por tu cumpleaños porque coincide con el día de la Madre, y mortales, ¿o no lo es creer que tu marido te es infiel por culpa de las artes de seducción de la zorra de su amante? Pero, de entre todos, el más vil de los autoengaños es la autoexculpación. La que estos días escuchamos en el PP, como si su estrepitosa derrota tuviera otra explicación que la involución ideológica. Ha sido por culpa de Sánchez y su campaña del miedo, sentenciaron. Y ahí está el análisis del politólogo Aznar, un visionario: la verdadera razón del estropicio es la fragmentación de la derecha. Lo que al principio parecía aceptación de la derrota teje hoy un guion de buenos y malos, temeridad e ingobernabilidad, comunistas y ultras.
Nada vende más que la sinceridad, un mea culpa que no necesariamente tiene que ser a la japonesa, como el de aquel presidente de Toyota que se postró – dogeza se denomina al gesto de arrodillarse en señal de profundo lamento y disculpa– ante la prensa y el país entero pidiendo perdón. Espolear la contienda y justificarse con marketing político acaba siendo un mal negocio. Hagan igual que Magnani: piensen que no ganarán, y su ausencia, como la de Mariano Rajoy en el PP, será doblemente lamentada.
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8 de mayo de 2019
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Marranada

En cualquier país civilizado, el error de Núria de Gispert le habría valido la ignominia y la carcajada, pero en Cataluña le han dado la Cruz de Sant Jordi
 

Cuando yo estudiaba en la España de Franco coincidí con un amigo del verano que parecía estar muy agobiado. Cursaba estudios de Ingeniería Agrícola y Pecuaria, creo recordar. Le habían ido bien los dos primeros cursos, pero ahora pasaba por un momento difícil. "En primero dimos ‘Cerdos Uno'. En segundo ‘Cerdos Dos'. ¡Pero en tercero damos ‘Cerdas'!", decía estremecido. La enorme dificultad que presentan las hembras del porcino es cosa muy predicada por los sabios de la antigüedad.

Inspirada desde la infancia por un notable conocimiento de la cabaña porcina catalana, la dirigente del nacionalismo catalán, subclase xenófoba, llamada Núria de Gispert ha cometido un error muy comentado por los medios nacionales y extranjeros. En cualquier país civilizado le habría valido la ignominia y la carcajada, pero en Cataluña le han dado la Cruz de Sant Jordi, elevando de ese modo la valía de la medallita. Esta experta en cochiqueras confundió dos espléndidos ejemplares de hembras racionales (una cayetánida, la otra inésida) con dos elementos del curso "cerdas" que tanto agobiaba a mi amigo.

Este es un error incomprensible. Hay que tener una fijación obsesiva con las cerdas, quizás por ser la cabaña que ella ha frecuentado más asiduamente. Y por otra parte hay que ser muy ignara o estar ciega de ira para confundir a dos mujeres de extrema educación y capacidad comunicativa con sendos ejemplares porcinos de pobre locución articulada, incluso en catalán. Un error debido quizás al escaso trato que esta mujer ha mantenido con hembras racionales y educadas. Como a mi antiguo amigo, el tercer curso sobre las cerdas parece haber sido un escollo insalvable para sus capacidades y ahora alucina cerdas por todas partes, menos por una.

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7 de mayo de 2019
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Lo que más temen los perros

"Los perros no ven con buenos ojos la locura y la temen tanto como los humanos", dije en Las Abismales, y añado ahora, completando aquel pensamiento: 

 

Los perros saben que un amo loco es imprevisible y una fuente terrible de incertidumbre.

Los perros saben mejor que nosotros que los abismos mentales son un pozo sin fondo.

 

De niño conocí a perros profundamente traumatizados, profundamente desconcertados, profundamente resignados, y en los peores caos, profundamente locos. Pero sobre todo conocí a perros que habían desarrollado una intuición asombrosa para detectar los desequilibrios mentales de las personas. 

 

Huían de la locura como alma que lleva el diablo, y sabían que la locura humana era para ellos más peligrosa que el hambre, la soledad, y todas las formas de la miseria y el abandono.

 

También conocí a un psiquiatra que se hacía acompañar por un can. No bromeo: era su ayudante fundamental, porque sabía detectar la verdadera profundidad de la locura.

 

Curiosamente el mejor psiquiatra y psicoanalista francés se llamaba Lacan: "la can". Buen nombre para un analista, es decir, para un sabueso.

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7 de mayo de 2019
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Bolsillos vacíos

Había uno en cada esquina, con dos dispensadores de dinero externos y un tercero en el interior del banco. Bastaba doblar la manzana en cualquier gran ciudad para encontrar un ­cajero automático que expendiera una pequeña dosis de felicidad, porque el ­límite diario no da para ir a cenar a París. Es tarde de festivo,y he andado veinte minutos en Madrid norte hasta encontrar uno de mi entidad, cansada de pagar comisiones por la urgencia y la rémora. Los cajeros, primero ubicados en interiores apestosos provistos de puertas que amenazaban con cerrarse a cal y canto, después empotrados en el ladrillo de la fachada, inauguraron un estilo de vida que disponía de dinero a cualquier hora. Sin interlocutores, colas ni papeleo. Pero, hoy, vaciados de utilidad por el cambio de paradigma que digitaliza nuestro día a día, padecen la misma agonía que en su día sufrieron las cabinas telefónicas. Cuánto juego dieron regalándonos una idea de intimidad en el espacio público que no se ha vuelto a repetir.
Los sintecho son los mayores dam­nificados de la desaparición de cabinas y cajeros. Entre cartones no hay wifi. “La pobreza está asociada a la falta de tecnología”, señala Brett Scott, activista y experto en automatización financiera, en Wired. Los que viven de la limosna se topan a menudo con personas caritativas pero, cada vez más, sin metálico encima. Ni siquiera dos euros. La máxima precariedad significa carecer de banco, de firma electrónica, de pins y passwords. Incluso algunas start-ups sin ánimo de lucro estudian –en el Reino Unido u Holanda– fórmulas virtuales de donar pequeñas cantidades a los sintecho vía aplicaciones, códigos QR, etcétera.
En estos tiempos gaseosos, la imagen del fajo de billetes planchados reventando la cartera, con su goma de pollo, que otrora significó la dolce vita –a pesar de la horterada– se ha desvanecido para siempre. Ya nadie cuenta billetes a destajo, es un gesto propio de cajeros o delincuentes. Los gobiernos controlan los movimientos del dinero y su limpieza. Se acabaron los llamados Bin Laden, y menguan los pagos contantes y sonantes. El dinero ya no es de plástico, sino invisible. Un código en la pantalla del teléfono. Retrata una sociedad que acostumbra a llevar consigo desinfectante para las manos. Por otro lado, tiene un efecto liviano: nunca el peculio había sido tan inmaterial, aunque su praxis anule nuestro anonimato. Se controla lo que ganamos, lo que pagamos, cómo, a quién y cuándo, porque el rastreo del dinero es primordial en nuestros estados financieros antes que sociales. Vivimos en una economía de datos en la que estos representan una nueva riqueza casi incalculable, y por eso los gobiernos, las empresas financieras y los gigantes del big tech ejercen un control absoluto, y mercadean con nuestras huellas virtuales para enriquecerse. No valemos por lo que somos, sino por lo que hacemos para no llegar a fin de mes sin apenas tocar el dinero.
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6 de mayo de 2019
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Silencios, olvidos, morales, nostalgias

"Habla si tienes palabras más fuertes que el silencio", decía un personaje de Eurípides. Esta norma casi nunca se cumple en Twitter, ni muchas otras.

 

"Para olvidar lo malo hay que olvidar también lo bueno porque se olvida por bloques", dice Ramón Eder en "Palmeras solitarias". Tiene razón, y es que cuando olvidamos un amor, o lo olvidamos todo, o no olvidamos nada.

 

"Son las circunstancias las que deciden el bien y el mal", decía Maquiavelo. Y se podría añadir: las circunstancias y las épocas y las religiones y las ideologías. Aunque haya habido ajusticiamientos por cuestiones morales, no hay nada más cambiante y oscilante que la moral.

 

"Todo buen libro es un atentado", decía Marcel Jouhandeau, y tenía razón: un atentado a nuestra comodidad, a nuestra imbecilidad, a nuestra indiferencia, a nuestra tendencia a permanecer afincados en nuestro espacio de confort.

 

"Cuando no hago nada estoy muy ocupado", decía Escipión, y tenía razón: los momentos vacíos de acción son muy densos, despliegan la verdad del pensamiento y dan alas a la imaginación.

 

Pensaba Esopo que la costumbre dulcifica hasta las cosas más aterradoras. Cierto. La gente se acostumbra a vivir en el infierno y luego, cuando se lo quitan, siente nostalgia. ¿Nostalgia de qué? Pues del infierno. La historia de España es rica en ejemplos de esa sorprendente nostalgia.

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6 de mayo de 2019
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Mañana tendremos otros nombres

Dar noticia de una ruptura sentimental, o narrar la crónica de un desamor, nunca  ha sido una  tarea fácil, ni tampoco  grata. Sin ir más lejos,  y sólo  por un legítimo deseo de llegar al fondo de tan doloroso desgarro,  se puede terminar oficiando de forense,  y conste que en el texto se alude sin rodeos a tan escasamente apetecible posibilidad: “[…] quizá toda historia de amor termina siendo una investigación, o mejor, una autopsia”.

Consciente de la posibilidad de caer en ese o en cualquiera de los otros muchos peligros que aquejan y afean al género (autocompasión, despecho y afán de venganza, el malo es el otro, ahora resulta que no sé a quién he amado la mitad de mi vida, etc.etc.) Patricio Pron se ha valido con muy notable acierto de unos recursos narrativos que no son en absoluto habituales y que pueden desorientar al lector, aunque ello ocurre únicamente hasta que  se  entienden las reglas de juego. Que resultan ser fascinantes porque le han permitido ir mucho más allá de un simple y desgraciado caso particular.

De entrada, las dos voces encargadas de llevar el peso de la narración son Él y Ella, es decir, nada que ver con aquellos personajes a los que el autor se encargaba de proporcionar cuanto antes unos rasgos físicos y un comportamiento moral  que permitían la inmediata identificación del lector, solidarizándose con unos y rechazando a otros  como ocurre en la vida misma. Tal despersonalización choca al principio  porque, encima, cuando empiezan a entrar en juego los demás personajes  ninguno de ellos recibe más rasgo identificador que la inicial (D., E., A., M., Bg. J., F.). Y lo mismo pasa con los padres de todos ellos, que son solo eso, padres innombrados, o con los jefes del despacho de arquitectos  en el que trabaja Ella, y a los que en todo caso se les da el tratamiento de jefe principal, jefe menos jefe, etc.

Si se tratase de una película podría decirse que toda ella ha sido rodada en planos medios, esto es, sin panorámicas que permiten una visión comprensiva y conjunta de la escena pero  también sin los primeros planos de los que se valen los directores  para resaltar un aspecto fundamental de la narración. Tampoco hay flash-backs (y los que hay son meros apuntes referidos al pasado), tampoco hay recurso al plano y contraplano ni  a todo el resto de triquiñuelas cinematográficas que permiten acelerar o retardar la acción o crear ilusiones  engañosas, así como tampoco hay apenas saltos  temporales o bifurcaciones elípticas. En absoluto. El flujo narrativo se mantiene inalterable mientras las cosas pasan porque tenían que pasar: al principio de conocerse El y Ella se van a vivir juntos porque así tenía que ser, y al cabo de unos años se separan porque quién se opone a la fatalidad. En algún momento Ella dice: “[…] nunca elegimos, solo vivimos en lo que es, lo  que no es existe sólo como idea, y como toda idea no puede ser habitada. Permanece a la espera, mientras uno cree que decide algo”.

Ese mundo de ideas no habitadas, y por lo tanto ese mundo deshabitado y a la espera de tomar una decisión, se complementa con otras  muchas intuiciones que suelen apuntarse siempre a  modo de tentativa. Por ejemplo: “[Él] siempre había pensado en la identidad como un punto de llegada, nunca como uno de partida”. Y de ahí, lógicamente,  que mañana vayamos a tener otros nombres, y unas vidas determinadas por el momento de la llegada y nunca al partir.

Porque, en definitiva, lo que Patricio Pron va construyendo con la tenacidad del tallador que esculpe lo que quizá acabará siendo el Mausoleo de Halicarnaso, es una clase de cotidianidad que  les resultará totalmente ajena e incomprensible a quienes se estén acercando al final de su trayectoria vital (viejos). A los propios protagonistas les pasa un poco  lo mismo porque también ellos están en plena exploración, pero si el lector ya veterano  cree de pronto reconocer una propuesta — por ejemplo si se trata de resolver los sempiternos problemas de la vida en pareja con el conocido y nunca exitoso recurso a lo que ahora los cursis de los reality show llaman “poliamor”— de inmediato se sentirá excluido al ver que lo que se pretende es “optimizar” la relación con la “adquisición” de un tercer actor. Lo mismo ocurre con la (casi siempre calamitosa) búsqueda de pareja acudiendo a los medios sociales, o las relaciones interpersonales mediante mensajes con los que se rompe un noviazgo, se propone una vida en común o se anuncia un cambia de piso o trabajo, expresado todo ello en tiradas de no más de 120 palabras. Entremezclados en un flujo narrativo que surge como un poderoso chorro continuo,  van apareciendo rasgos superestructurales  (las leyes del mercado, las imposiciones de la genética, las corrientes sociales, la precariedad laboral, etc) que conforman  y determinan unas vidas inmersas en la vieja pelea entre el deseo y la realidad. Y si dar noticia de un desamor nunca ha sido fácil ni grato, crear  a su alrededor un ámbito de significación inteligible (lo que la crítica de antes llamaba un universo narrativo) es una ambición  hercúlea que Patricio Pron ha resuelto con  brillantez y acierto porque, por encima de  todo, su novela es una apasionante tentativa encontrar un lenguaje capaz de dar cuenta de una realidad exterior que se está conformando ahora, o para decirlo más directamente, cómo dar noticia de que está surgiendo un mundo nuevo y que no puede ser reflejado mediante las técnicas narrativas de antes. Nada menos.   

 

Mañana tendremos otros nombres

Patricio Pron

Premio Alfaguara de novela 2019

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Entrecot electoral

La expresión del rostro del candidato consiste en curiosidad de primer orden para el periodista. Es lo primero que se busca al conocerse los resultados oficiales. Porque si hay algo que el ser humano no puede disimular, es la decepción; también el desengaño. La gente en casa todavía hace sumas, contando con los dedos los totales de izquierda y derecha, mientras se espera a los líderes en las sedes. Empieza a paladearse el título de la última película de Almodóvar: Dolor y gloria. “Ha llegado con rostro serio”, dicen de Rivera en la Ser. El periodismo de los sentidos, el que escruta, olfatea, toca y escucha pero aún no tiene el filete en­cima de la mesa, describe sensaciones y emociones: “El portavoz aparece sonriente, acaso lleve la procesión por ­dentro”.
Los reporteros informan desde Ferraz de que “el ambiente es relajado” y “reina un ‘optimismo prudente’”, dos términos que nunca tendrían que emparejarse : ¿o es que la alegría puede ser cautelosa? Hasta que se deciden a hablar de euforia y de saltos de alegría. “En la sede del PSOE, ¿se espera un Resacón en Las Vegas?”, le pregunta Ferreras a Ana Pastor. “Un fiestón”, responde ella. Las crónicas de la noche electoral guardan un parecido razonable con las retransmisiones deportivas y no pueden evitarse términos como arrasar, remontada, estrepitosa derrota o apretada victoria.
La primera comparecencia de Pablo Casado y su equipo apeló a la responsabilidad solidaria. Sólo hacía falta calibrar la distancia entre Teodoro García Egea, que miraba al infinito a la derecha del líder; Adolfo Suárez Illana, tan gris a lo largo de la campaña como su cabellera, sin apenas levantar los ojos del suelo, a su izquierda, y Casado, parapetado en su atril. La proxémica calcula entre 15 y 45 centímetros la burbuja del espacio íntimo, y el decaído triunvirato se presentó codo con codo. Parecían entonar un “la culpa es de todos”. Casado encajó el resultado sin excusas, sonriente, estirando las comisuras de los labios como el niño que excusa una travesura. Fue el único que se atrevió a mirar de frente. Nadie recordaba una noche electoral en que por la calle Génova sólo pasearan dos gatos negros. Y los mariachis enviados por Forocoches entonando Canta y no llores bajo el balcón popular desalmaban aún más el paisaje.
En la sede del oeste de Madrid, Sánchez no se encaramaba a las alturas, sino que se subía a una simple tarima, celebrando cuerpo a cuerpo la victoria en mangas de camisa rosa bebé, enviando mensajes de suavidad en las formas. Porque, en verdad, ese ha sido uno de los grandes triunfos del socialista: ante los insultos, una sonrisa; frente a la difamación, la más bella indiferencia. Y el filete aún crudo.
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1 de mayo de 2019
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‘Roma’ y las sombras

La ‘Roma' de Alfonso Cuarón empieza con el plano fijo de un suelo de losetas sobre el que cae agua a raudales. Alguien friega ese suelo, que tiene, en el centro del fotograma, un cuadrado dentro del apaisado y amplio cuadro de la imagen (filmada en 65 mm). El cuadrado interno más pequeño posee una luz clara y distinta a la del más opaco suelo de piedra; esa claridad indica la abertura en el techo de una claraboya que no se ve. En un momento de la larga secuencia de fregado (y pregenérico), un avión en vuelo atraviesa el firmamento y es reflejado en el cuadro menor. A continuación empezamos a ver figuras y cometidos humanos: una sirvienta, Cleo, que limpia la gran entrada cochera de esa vivienda de la Colonia Roma, cumpliendo también con sus demás tareas, entre las que cobra importancia en la trama el recoger los excrementos del perro Borras, que tanto sale, salta y ladra en la película.

La sensación que el film produce durante un buen rato es antagónica: el suave costumbrismo de una familia burguesa de la Ciudad de México de los primeros años 1970 enfrentado al hiperrealismo que resalta esa domesticidad de un modo nunca antes visto y oído en el cine (al menos en este tipo de cine que no es galáctico ni aparatoso). La imagen de la cámara digital Alexia, llevada por el propio Cuarón, también iluminador, es de una patencia seductora e inquietante, tanto en los interiores sin historia (la cocina de la casa de la calle Tepeji, el hotel de paso donde el luchador marcial Fermín exhibe ante Cleo su masculinidad recién satisfecha y su instrumental de defensa, la planta comercial de las cunas) como en aquellos en que el director ha pedido a su diseñador de arte reconstruir la fantasía enardecida de una memoria infantil: los grandiosos cines que ya no existen en la capital, los terrados de las casas de la colonia con la colada en sus cuerdas de tender como velas de embarcaciones varadas, el bosque bajo que rompe a arder, el embravecido mar de Veracruz donde tiene lugar una de las escenas más brillantes y mejor contadas, desde el punto de vista de la factura técnica, que yo haya visto en mi vida de espectador. El hiperrealismo exacerbado, la falsa verdad del mundo en blanco y negro de un país tan altamente coloreado como México, más que embellecer escamotean la simple verdad de unas vidas sin gran relieve, haciendo así de su devenir cotidiano un acontecimiento formal que las ennoblece, por su singularidad de figuras remarcables en un paisaje siempre atractivo a la mirada, al tiempo que depara al espectador 135 minutos de una ficción cautivadora.

Luminosa y perfilada hasta el extremo, ‘Roma' es la película de sus sombras, que alumbran de modo sutil la aparente línea clara de su contenido. Cuarón relata y compone teniendo siempre en cuenta la caprichosa estabilidad imaginativa del niño pequeño que él era en 1971 y la firme mirada adulta del cineasta que es hoy; su homenaje a Fellini, de rango titular por la coincidencia con el film homónimo de 1972, podría ser también sombra temática, pero en ningún caso estilística, pues nada está más reñido con la desaforada estética tardo-barroca y onírica del autor de ‘Amarcord' y aquella otra primera ‘Roma' italiana que la geometría de las panorámicas y travellings sistemáticos del mexicano.

La sombra principal de su película es, naturalmente, la que proyecta Cleo (Yalitzia Aparicio), que actúa con parsimonia y mansedumbre pero no duda en hipotecar -en la escena de la playa hasta el sacrificio- su propia vida por la de la familia para quienes trabaja. Ahora bien, Cleo no es una santa, ni renuncia a los placeres de su propio cuerpo, ni está desprovista de oscuridades morales. Goza de la confianza de sus señores, del amor de los niños, de la compañía étnica y lingüística de la otra sirvienta de la casa, y, sin distingos de clase social es recibida dos veces de modo privilegiado en el hospital donde trabaja el padre y su esposa, la señora Sofía, tiene muy buenas amistades; la primera vez para ser diagnosticada de su embarazo, y la segunda para la conmovedora escena del parto de su bebé prematuro; que esa niña que nace muerta no fuese deseada por ella misma en lo más íntimo es la sombra que arrastra Cleo, mayor que la del abandono y repudio de Fermín, el padre huido de la criatura.

Al personaje de Fermín, el guerrero y violento engendrador, se deben tres de las grandes secuencias de la película: la del hotel de paso ya citada, la del cine del que escapa al saber que a su novia Cleo no le baja la regla, y la del campo de entrenamiento marcial del Profesor Zobek. Sin debilitar en ninguna la base dramática de ese hilo del relato, Cuarón se muestra en ellas como fantasista, otra cualidad (en su excelente parábola distópica ‘Hijos de los hombres', de 2006, era muy destacada) que se añade como regalo imprevisto, aquí lleno de humor burlesco, al carácter evocativo y autobiográfico del film. Esa sombra juguetona en el trazado de las dos pequeñas tragedias femeninas, la de Cleo y la de la señora Sofía, es como la nave aérea que cruza el cielo en varios momentos, y de manera resaltada y sugerente en el final de la película. El vuelo de la fantasía en una narración que parece hecha solo de verdad e historia.

En uno de los textos más necios que me ha sido dado leer en los últimos tiempos, publicado por Slavoj Zizek en la revista The Spectator (14 de febrero de 2019), este ‘soi-disant' filósofo que tantas veces introduce el cine en sus consideraciones denuncia la película de Cuarón con una lectura que me atrevo a llamar de primer curso de realismo socialista según el método Stalin. Zizek ve en Cleo una traidora a su clase proletaria y a su pertenencia indígena, y a Cuarón como un explotador de las emociones, por utilizar, dice, la bondad superficial de la familia a modo de trampa o disfraz que tapa las raíces de un capitalismo paternalista. Dejando a un lado que el film no esconde las diferencias entre señores y criados, los caprichos, las órdenes y la mayor libertad en el dolor y en la angustia que tienen los burgueses, el pensador esloveno parece ignorar el molde o sombra que la Cleo de Cuarón (Libo se llama en la realidad) hereda de ciertas figuras esenciales del cine francés, no solo la atribulada cantante de segunda fila en espera de un dictamen médico fatal en ‘Cleo de 5 a 7' de Agnes Varda, sino, sobre todo, de las jóvenes heroínas sufridas del gran maestro Bresson, un especialista cristiano no-dogmático de los personajes humildes dotados, como bien ha señalado Adam Mars-Jones, de una misteriosa gracia ajena a la lucha de clases, que el cine, y todo arte, está facultado para reflejar, como cualquier otro tipo de pensamiento figurativo, sin necesidad de atenerse al canon marxista.

La ‘Roma' de Cuarón, conviene recordarlo en todo caso, no elude la sombra de la política, y la engrana con gran acierto de construcción en la peripecia: la estúpida vaciedad cinegética de los ricos propietarios en cuya mansión campestre la familia pasa esa cortas vacaciones que acaban en el incendio, y sobre todo el correlato magistral de la masacre llamada del día de Corpus Christi, acaecida el jueves 10 de junio de 1971 en Ciudad de México. Vista en un principio de modo secundario en las propias calles del centro, después a través del vidrio de las ventanas de un primer piso de los almacenes donde Cleo y la abuela de la familia han entrado a buscar cunas, la brutalidad criminal, ya sin sombra, irrumpe cuando los matones paramilitares asesinan en la planta de niños a unos manifestantes. El matón que dispara el último tiro de gracia es conocido ya de los espectadores y reconocido por Cleo, y nos recuerda, en sucinta pero contundente elipsis, que la razón violenta produce monstruos grotescos y aterradores, también.

 

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30 de abril de 2019
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El Boomeran(g)
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