"El antiguo camarada me dijo que no había cambiado y comprendí que él no se creía cambiado. Entonces lo miré mejor. Y, en realidad, salvo que había engordado tanto, conservaba muchas cosas del tiempo pasado. Sin embargo, yo no podía comprender que fuera él. Entonces procuré recordar. En su juventud tenía los ojos azules, siempre reidores, perpetuamente móviles, en busca, evidentemente, de algo en lo que yo no había pensado, búsqueda que debía ser muy desinteresada, seguramente en pos de la verdad, perseguida en perpetua incertidumbre, con una especie de travesura...Y ahora, convertido en político influyente, poderoso, despótico, aquellos ojos azules que por lo demás no habían encontrado lo que buscaban, se habían inmovilizado, lo que les daba una mirada puntiaguda, como bajo unas cejas fruncidas. Y la expresión de jovialidad, de abandono, de inocencia, se había tornado en una expresión de astucia y disimulo." (Marcel Proust)
En las sociedades que respetan, al menos formalmente, el lema libertad, igualdad, fraternidad, no hay discurso político, educacional, o simplemente periodístico en el que se cuestione el postulado de que los seres humanos somos equiparables en dignidad.
En una de las reflexiones que aquí he ido avanzando ponía el énfasis en el hecho siguiente:
Piense lo que piense en realidad, ningún responsable se atrevería a aseverar que hacer daño a alguien como Einstein (en razón meramente de ser judío) sería más grave que aprovecharse, por ejemplo, de un inmigrante clandestino, analfabeto y diezmado en sus potencialidades intelectuales por el abandono, el miedo y la miseria.
Obviamente esta posición ha de encontrar soporte en una tesis digamos filosófica. Pues las declaraciones de principio sobre la equivalencia de los seres humanos son mero fariseísmo, si no se acepta que, tras las abismales diferencias económicas, sociales, intelectuales y de capacidad física que separan a los humanos, hay algo que los homologa y que tiene mayor peso que todas las diferencias evocadas. Aunque no siempre, participo de un cierto optimismo antropológico que me hace pensar que la convicción de la equivalencia salva veritate entre todos los hombres está profundamente arraigada, como un corolario del kantiano Imperativo categórico.
¿Por qué entonces, al referirme hace unas líneas a las siempre correctas declaraciones de nuestros políticos, preciso "piense lo que piense en realidad"? ¿Por qué esta sospecha de una potencial doblez en quien -responsable político- habría de representar el proyecto mismo de salvar la ciudad? Casi diría que, desgraciadamente, no se trata de una cuestión de indigencia, falacia o traición meramente subjetivas. Algo vinculado a un repudio social de la verdad, ese mismo repudio que funda el pesimismo respecto a la filosofía, hace quizás inevitable que la figura del político responda, en su ademán, y sobre todo en su mirada a la atroz descripción de Marcel Proust que encabezaba estas líneas.


El niño que habita las páginas de El olvido que seremos despierta a la vida profesando amor ciego al padre, que se llama Héctor como él. El padre llena todos los espacios, y el niño va creciendo con la infaltable necesidad de sentirse cerca, sino pegado, a esa presencia que anula todo lo demás. Es un amor que se hizo durante la infancia, y desde entonces se volvió inconmovible, la infancia reflejada en ese "espejo opaco y vuelto añicos" de los recuerdos, hecha no de líneas cuando llega a la memoria, sino de sobresaltos.

He leído que Céline, tras las tribulaciones carcelarias y el desprestigio ideológico, batalló los últimos diez años de su vida para recobrar su consideración pública como escritor excepcional.

Cuando se hace la pregunta, generalmente fallida, acerca de los propósitos de la literatura, las respuestas vienen a ser también fallidas, como consecuencia. Hay tantas preguntas y respuestas como hay escritores y lectores, pero eso mismo facilita los encuentros únicos que alguna vez se dan entre ambos, lector y escritor, y que significan una doble revelación del milagro, una doble epifanía. Es decir, la irisada y temblorosa presencia de lo sobrenatural. Siento que Héctor Abad Faciolince ha escrito su memoria de la vida y muerte de su padre, El olvido que seremos, (Seix Barral, Barcelona, 2007) para conmoverme a mí, entre todos los mortales y lo ha logrado a plenitud.
Dejé a los "untados" madrileños y me escapé a Barcelona. También tomada por tropas de "untados" y conjurados para premiar el mejor libro del año. El "Salambó", untado con cero pesetas. Sorpresa por algunas ausencias clamorosas. Pienso en el rencor de éstos untados, hasta sin dinero se niegan.
Yo asistí a algunas charlas y conversé con el público después de las proyecciones de Kamchatka. También andaba por allí Daniel Burman mostrando sus películas. Martín Rejtman se cruzó conmigo en el lobby del hotel, llegó en el preciso instante en que yo me iba. Como me ocurre con frecuencia cada vez mayor, la riqueza de un viaje es directamente proporcional al valor de las personas con quienes me encuentro. En este caso le debo la experiencia maravillosa a Eric Gouzannet, director del festival; a Anne Le Hénaff, directora artística, y también a Mirabelle Fréville. Hélene Geniez, que habla en ‘porteño' aún mejor que yo, nos cuidó a mí mujer y a mí como si formásemos parte de su familia. Todavía insatisfecha, nos regaló en tándem con la deliciosa traductora María Agustina Pasqualini un aparejo para transportar bebés que esperamos estrenar en pocos meses más.