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…Y el domingo por la tarde (2)

Decía que los futbolistas, y en general los que en ese deporte han de responder a exigencias técnicas, son quizás los más conscientes del papel que el fútbol juega como canalizador de frustraciones, las cuales deberían encontrar salida en lo real que las genera. Hubo un tiempo en que esto parecía claro, al menos para aquellos que enarbolan ante las miserias del orden social una actitud de resistencia. Mas hubo también en esto un aggiornamento, y la fracción  crítica de la clase, digamos, intelectual, dejó de ver con pavor la genuflexión de toda actitud racional a la que se asiste en los estadios, entreviendo incluso en la disposición de los forofos algún rescoldo de reivindicación auténtica y hasta una muestra de verdadero espíritu popular.

Más lúcidos (y también más cínicos) que los intelectuales respecto a  lo que realmente se juega en los estadios, son los responsables del orden, puesto que erigen verjas para que el campo de fútbol sea  cíclico campo de concentración. Estos responsables saben que lo real de las frustraciones canalizadas hacia lo aleatorio de un resultado no sólo retorna, sino que lo hace en el seno mismo de lo que servía de tapadera. Y así el disgusto por el resultado adverso se convierte en mutilación profunda, y a la par que la rivalidad artificiosa deviene auténtico odio, el falso ciudadano se revela verdadera fiera.

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28 de febrero de 2008
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Blowin' in rewind

Ingresé al culto cuando ya era tarde, y para colmo lo dejé temprano. Supongo, sin embargo, que cuando lo escuché por primera vez era ya un dylaniano. Casi todo el mundo lo es por estos días, y el que no ya se esfuerza por parecerlo. Su influencia es tan inmensa que me cuesta trabajo pensar en gente inmune a ella, pero aún más difícil parece vivir soportando la cruz de ser Bob Dylan. ¿O es que alguien todavía lo considera persona?

     Canta horrible, de pronto, y eso uno lo disfruta especialmente. Desentona a propósito, destroza sus canciones con tal de reventar las expectativas, pero si no lo hiciera no sería Bob Dylan. No saluda a su público, ni lo mima, es como si tuviera el placer de ignorarlo. Nunca, que yo recuerde, lo vi bailar. Hoy mismo, hace unas horas, con trabajos movía la pierna izquierda (las manos en las teclas, tieso, cool como sólo él consigue serlo). Tengo en momentos la impresión de que a gran parte de los que me rodean les interesa menos escucharlo que verlo, y ni siquiera sé si también sea mi caso.

     Llegué, de cualquier forma, libre de expectativas. No esperaba siquiera que tocara una sola canción conocida, y si se le ocurría cantar I Want You la distorsionaría tanto que de seguro tardaría media canción en darme cuenta. O tal vez era esa la expectativa, que hiciera estrictamente lo que se le antojara. ¿No era tal la razón que a tantos nos llevó a seguirlo con una preferencia rayana en beatería? Y esta noche, tan lejos ya de aquellas veladoras, ese look de bandido de Las Vegas me parece sublimemente ridículo, y lo sería sin duda si no fuera Bob Dylan quien lo ostenta.

     Se dice uno que vino a verlo y oírlo, pero ya entrado en gastos se da cuenta que basta con reconocerlo. La voz, la armónica, la pose, la ronquera, el estilo que casi nadie se ha librado de copiar un poco. Sus palabras barridas que apenas si se entienden, su actitud de lunático soberbio, de profeta undercover y poeta underground, patentada en los años en que ser subterráneo era un grave pecado social y no, como hoy, una medalla al mérito para crápulas wannabe. Lo reconozco para reconocerme, y acto seguido me desconozco porque a ratos me doy permiso de aburrirme, muy dylanianamente.

     Ver en estos momentos a Bob Dylan es como darse cita con un amor de la adolescencia. Menudean las señas de identidad, pero ya ni uno ni otro son los que eran. Alguna vez coleccioné versiones de Just Like A Woman, casi todas de Dylan en diversos conciertos, casi ninguna similar entre sí. Y lo más lindo era que la despedazara, nadie nunca lo haría como él, aunque por eso mismo y por más que lo intente su maldición consiste en nunca poder dejar de ser el entrañable monstruo que creó. Dylan: fuimos legión quienes quisimos ser como él y tuvimos la suerte de que fuera imposible. Valdría preguntarse si varios de los tránsfugas del culto no cedimos a la comezón de ir a verlo sólo para acabar de entender que nadie más que Dylan es Dylan. Y en fin, amén.

 Dylan, por Milton Glaser.

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28 de febrero de 2008
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El juego

Rafael Argullol: El instinto solo es algo que también anula esa capacidad de riqueza de lo erótico y que, por lo tanto, también domina la máscara.
 
Delfín Agudelo: ¿Es instintiva en el humano la comunicación amorosa?
 
R. A.: La comunicación amorosa, históricamente, ha estado rodeada de elementos crípticos porque en definitiva nuestra comunicación amorosa es la continuidad de la comunicación amorosa animal, y el galanteo o ritual de galanteo está lleno de signos en los que, por un lado, se hacen evidentes estos elementos crípticos, y por el otro, se disimulan. En ese sentido citaba a Darrell, que estudió a fondo los usos amorosos entre las especies animales, y una de las conclusiones centrales es que en esa ritualidad hay siempre el juego entre lo que se esconde y lo que se explicita. Pienso que toda la historia del intercambio amoroso humano y del diálogo amoroso humano ha estado siempre lleno de este doble juego. Si nosotros atendemos a la historia de la poesía amorosa, toda ella es una historia bastante críptica. Quizá además por un hecho muy evidente, y es que la poesía amorosa por regla general ha sido dirigida a la amante mas no a la esposa,  al amante mas no al esposo. Una vez un profesor norteamericano, —no recuerdo el nombre— analizó gran parte de la poesía amorosa de occidente, y destacó que el noventa por ciento de las veces la voz poética le hablaba a la pareja no legal.
En ese sentido, lo que llamamos amor ha estado envuelto de un claroscuro que a la fuerza se ha traducido en todas las comunicaciones verbales. En nuestros usos amorosos actuales también ocurre eso. Vamos revelando piezas para ver cómo se muestra el otro. En definitiva, el diálogo amoroso tiene que ser siempre un juego de desenmascaramientos mutuos; dos amantes están enmascarados, y el ritmo del juego los desenmascara. Uno queda fuera del juego en la medida en que se desenmascara completamente, y en cambio el otro se guarda la máscara por completo: queda completamente fuera de juego. Para que permanezca este juego sería necesario que actuara esa doble dimensión, esta especie de dialéctica entre lo velado y lo descubierto, incluso en el caso hipotético de que pudiera haber un amor entre dos personas que continuara con gran intensidad a lo largo de los años, y hubiera una comunicación escrita, poética y literaria entre estas dos personas. De ahí que yo piense que la manera de condenar cualquier relación amorosa es decirle al otro “Sé exactamente cómo eres, sé exactamente lo que piensas; ya no tienes ninguna máscara, estás desnuda/o ante mí”. Es como el propio juego erótico: el cuerpo desnudo tiene importancia porque se puede desnudar. Pero el cuerpo desnudo en sí mismo sería completamente antierótico, como lo es una playa nudista, porque el desnudo erótico es importante por el proceso de desnudarse, revestirse y desnudarse.
 

D.A.: El juego de la máscara me recuerda una historia de Alphonse Allais relatada en un libro de Baudrillard. A dos amantes les llega una carta diciéndoles que su pareja le es infiel: si quieren comprobarlo, sólo tendrían que ir a un baile de máscaras que se celebrará dentro de poco. A él le la carta le dice que ella irá disfrazada de Piragua congolesa; a ella, que él irá vestido de Arlequín. Ya entrada la noche en el baile, dos personajes se aburren en un rincón: un Arlequín y una Piragua congolesa. Bailan, se hablan, terminan en un reservado. Cuando el uno se abalanza sobre el otro y le arranca la máscara, ¡no eran ni el uno ni la otra!  A veces, en el juego del desenmascaramiento, quien en realidad respira bajo el rostro artificioso no es ni la representación ni el representado.

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28 de febrero de 2008
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I. Los cómicos de la legua

Cuando Javier Bardem ha dedicado a los cómicos el Óscar ganado por su actuación en No es país para viejos, no ha cumplido con una de esas fórmulas simplonas y de sentimentalismo casero que tantas veces escuchamos de quienes agradecen desde el escenario a papá y mamá y al cónyuge por haberles ayudado a conquistar la estatuilla, leyendo de un papelito listo en el bolsillo por si acaso. "Mamá, esto va para ti, por los abuelos Rafael y Matilde. Va por los cómicos de España que llevaron la dignidad y el orgullo a nuestro oficio", tiene un sentido mucho más hondo que una fórmula de cortesía de esas que ya nadie recordará minutos más tarde.

Los cómicos de que habla Bardem son los que viajaban en los carromatos atestados de utilería y de disfraces y entraban en los patios de los castillos para erigir sus tinglados, e irrumpen a veces en las piezas de Shakespeare, como aquellos a quienes convoca Hamlet para que representen delante de su tío y de su madre el crimen de parricidio de que son culpables.

Son los cómicos que anduvieron por los caminos de España en el siglo de oro, los cómicos de la legua que representaban sus autos y comedias en los atrios y en los corrales, los mismos de los retablos de Cervantes, y los mismos de la Comedia del Arte de Italia, toda una estirpe de augusta tradición, la de los teatros de barriada y la de los circos de Bergman y Fellini.

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28 de febrero de 2008
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De visita en lo de Oliver Twist

Pregunto por Daughty Street en pleno Bloomsbury -el mapa dice que no puedo estar lejos- pero nadie sabe decirme dónde queda. Pregunto específicamente por la Casa Museo de Dickens y tampoco obtengo respuestas. La ignorancia me ofende al comienzo, pero después me calmo. Si alguien me preguntase por la casa de Borges en Buenos Aires yo tampoco sabría qué decir.

Termino llegando de puro testarudo. La casa es la única de las que Dickens habitó que existe todavía. Coqueta pero sencilla, un viaje a la intimidad del veinteañero que terminó entre esas paredes los capítulos finales de Pickwick y escribió la inolvidable Oliver Twist. En el pequeño estudio debe haber resonado por primera vez -el hombre releía en voz alta algunos de sus párrafos, como hacemos todos- el grito con que Oliver reclama justicia para su vientre aún vacío.

El rincón más conmovedor es el cuarto de Mary, la cuñada adolescente que Dickens adoraba y que murió repentinamente sobre esa misma, angosta cama, a la inclemente edad de 17. La desesperación que esa desgracia le produjo seguía resonando años después, durante la escritura del final de la pequeña Nell en The Old Curiosity Shop. Para las muertes a destiempo no hay consuelo.

Terminé asumiéndome como el fan que soy y me compré una pequeña efigie con su rostro. Cuando llegue a casa lo ubicaré junto a mi ordenador, sometiéndome a su mirada diaria: un rostro adusto que me ayudará a no perder nunca la compasión hacia mis congéneres de especie, un grupo casi tan populoso como el cast de la gran comedia dickensiana. 

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28 de febrero de 2008
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Desencuentro en el espacio exterior

Realmente, ¿qué Estado europeo tiene hoy en día una política exterior digna de admiración? Ninguno. Francia, Alemania, Reino Unido o Italia no son ya buenos ejemplos. Probablemente porque las políticas exteriores nacionales se han perdido en parte, mientras la Europea no ha acabado de arrancar, al tiempo que el mundo globalizado se ha hecho mucho más complejo en términos de problemas y de actores.

La política exterior no ha sido prácticamente objeto de debate en la actual campaña electoral en España. Estuvo ausente del cara a cara entre Zapatero y Rajoy. Los partidos han ido desgranando sus programas, pero casi nadie les ha prestado atención. Pero debate, lo que se dice debate, sólo ha habido uno: el que protagonizaron ayer en el Hotel Ritz de Madrid, organizado por Nueva Economía, el secretario de Estado de la cosa, Bernardino León, y el portavoz del ramo en el Congreso, Gustavo de Arístegui.

Fue un debate bastante ágil, en el que se abordaron muchas dimensiones de la política exterior. Pero de globalización se habló poco, por no decir nada, y quizás faltó lo principal: los proyectos de futuro. Especialmente cuando España, en estos próximos cuatro años, se enfrenta a dos grandes retos previsibles: la presidencia del Consejo de la UE en 2010 (con la novedad de que habrá un presidente estable del Consejo Europeo) y qué hacer en Afganistán o en Líbano donde tenemos soldados. Tampoco se habló de un problema que preocupa, y que quizás es de los pocos sobre el que hay consenso entre PSOE y PP, como es Kosovo.

El consenso en política exterior se ha roto. Hace tiempo. Especial pero no únicamente con la posición de Aznar ante la guerra de Irak. Hay un desencuentro. Lo que ayer vimos en el Ritz fueron dos maneras muy distintas de abordar la política exterior, aunque el PP abogue ahora por un gran pacto nacional. Arístegui, como suele, estuvo agresivo y en un tono destructivo (llegó a decir que la política exterior del actual Gobierno es "más propia de un partido marxista de los años 70 que de uno socialdemócrata del siglo XXI"). León estuvo mucho más moderado y concreto, con más apoyo de los hechos y de los datos.

"Sin concepto de nación no se puede tener política exterior", empezó aseverando el portavoz del PP. Que se lo pregunten a los británicos, que son bien conscientes de estar formados por tres naciones (Inglaterra, Escocia y Gales, a lo que hay que sumar el problema norirlandés), pero que tienen un concepto muy arraigado del Estado o del país y de sus intereses. Arístegui quiere "volver a poner a España en el lugar que se merece". León, por su parte, abogó más adecuadamente por una "política exterior que se parezca a España", y consideró que "el gran proyecto (de Aznar) de recuperar la grandeza de España lo rechazó casi un 80%" la sociedad española en su día. El PP critica que Zapatero haya hecho una política exterior de potencia media, y Arístegui ha llegado a tachar en alguna ocasión la Alianza de Civilizaciones de "peligrosa".

Junto a ésta, la recuperación del diálogo con Marruecos y una mejor posición en América Latina, las dos mayores novedades en este terreno de la política del Gobierno de Zapatero, han sido el impulso decidido a la política de cooperación (con fondos que han aumentado al 0,5% del PIB, y que habrían de llegar al famoso 0,7 en la próxima legislatura, pues ambos lo propugnan), y por primera vez una política africana constructiva (pero Arístegui no habló de África) que es incide en la política de inmigración, que también ha pasado a ser parte de la política exterior.

 

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28 de febrero de 2008
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La pestilencia de la muchedumbre

Como una marea que no cesa de aumentar, revistas, radios, televisiones, políticos, empresas, demandan su opinión a los receptores. Prácticamente no queda ya asunto, sin importar su  complejidad o envergadura, que no sea sometido al juicio del lector, el radioyente o el espectador.

Los programas parecen nacer físicamente de los emisores pero siempre con el propósito superior de ser sometidos a la física de la audiencia,  de cuyo regüeldo recaudan, en ocasiones, miles de euros, gracias a llamadas, cartas o SMS.

De antemano, el programa, la página, el discurso o incluso el editorial se basa ya en buena parte de la opinión mayoritaria pero, por añadidura, en la fase posterior se  contrasta el efecto producido en el público con el fin de obtener las orientaciones precisas para la emisión ulterior.

Los artículos físicos o los intelectuales, las piezas de entretenimiento o de opinión, van trufándose día a día y cada vez más de las moléculas mentales y emocionales que emite el vulgo. El sentido común, el pensamiento común, el juicio de la muchedumbre, ha pasado a ser materia prima de la emisión y con ella se embuchan los diferentes espacios que retocados volverán a lanzarse al público.

El público, al cabo, se alimenta así de los elementos de su propia digestión o, en el colmo del reciclaje fisiológico, el público se alimenta, efectivamente, de sus propias y apreciadas deposiciones. La imaginación independiente se ha revelado de hecho tan arriesgada que sus posibles oportunidades de éxito no compensan su cuidado ni explotación. La singularidad de cualquier pensamiento ha demostrado ser, en los medios, una elección tan aventurada y ruinosa que disponiendo hoy de los instrumentos suficientes para captar la  masa de la sangre que corre por las venas de la multitud ¿para qué arriesgarse a crear?

Periódicos,  emisoras, profesionales del marketing, han descubierto su actual función esencial: escarbar en el sentir del cliente, explorar sus deseos y servirle los platos que anhelan. Con ello la invención puede limitarse pero la cosecha crece y crece puesto que así como no hay nada que satisfaga más a cada cual que la habitación de sus propios olores, el mundo de la comunicación factura ahora, tras el análisis, comunitario toneladas de pestilencia en la que se recrea el olfato del receptor complacido en su propia redundancia.   

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27 de febrero de 2008
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…Y el domingo por la tarde

El poeta francés Jacques Prevert describía cruelmente el destino de la clase obrera evocando la inquietud en las horas del domingo por la tarde, dado que se aproximaba el lunes, y el martes y el miércoles... y el domingo por la tarde. Sin duda desde entonces algo ha cambiado. El tiempo de ocio se ha duplicado (al menos en días, pues a veces se compensa con aumento de horas cotidianas de trabajo) sin que ello dependa excesivamente de las diferencias sociales y económicas entre países, como lo muestra el hecho de que el weekend (y la imagen de soledad que proyecta sobre las arterias de las ciudades) tenga tanto arraigo en Brasil como en Francia.

Mas vinculada a sábado o a domingo, una constante perdura: el fútbol, que aparece no sólo como referencia ordenadora de las jornadas de ocio, sino asimismo como complemento de las conversaciones político- humanistas del resto de la semana.

Los futbolistas (que en sus declaraciones suelen dar muestras de sensatez y mesura, cosa lógica puesto que son los únicos que en ese mundo han de responder a una dificultad perfeccionando una técnica) son quizás los primeros en lamentar que el fútbol se haya convertido en espacio privilegiado de delirio, es decir, de proyección de conflictos a los que uno no se enfrenta. Sólo en ocasiones, algún individuo salido de tono pone sobre el tapete la carga de frustración, resentimiento, alergia a la alteridad y hasta pura xenofobia canalizada hacia los estadios.

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27 de febrero de 2008
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El debate

Continúo mi ronda de entrevistas sobre Presentimientos. Ayer, el día después del milimetrado debate entre Zapatero y Rajoy, estuve en Valencia. No se hablaba de otra cosa, todos teníamos algo que decir, todos queríamos sacarle punta al encuentro como para amortizar tanto esfuerzo en montar el espectáculo y nuestras propias ganas de no ver enfrentarse sólo a Hillary y a Obama, sino a nuestros propios líderes. Y la verdad es que por muchas vueltas que se le dé no ocurrió nada extraordinario, todo un reto para las agudas mentes que a continuación tenían que decir algo, y por eso nos quedamos hasta las tantas contrastando los detalles que habíamos captado desde nuestras casas con lo que habían captado los que opinaban en las mesas de los platós. Me pareció bonito que todo el país a una se pusiera hacer ese ejercicio de fina observación: que si Rajoy no cogía bien el gráfico y lo tapaba con la mano, que si Zapatero llevaba el nudo de la corbata algo ladeado.

El gran éxito del debate consistió sobre todo en que funcionaran los micrófonos, las luces y que ningún detalle nos distrajera de los protagonistas. Ya se nos había explicado que se había escogido el color del escenario y hasta el más mínimo detalle con este fin, sin embargo, yo no podía apartar los ojos del moderador, Manuel Campo Vidal, sin querer el tercer gran protagonista de la noche. Pensaba en lo bien que ha madurado, algunas canas, algunas arrugas, pero con estilo. Salvo los muy jóvenes todos le recordábamos quince años antes entre Felipe González y Aznar. Empecé a divagar sobre el paso del tiempo, el sentido de la vida y a caer en una cierta melancolía, hasta que, menos mal, Campo Vidal nos dijo con fuerza y convicción que estábamos asistiendo a un gran debate y me hizo reaccionar.

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27 de febrero de 2008
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Instinto y representación

Rafael Argullol: Con las respuestas via sms, aunque aparentan un tiempo real, tienes unos segundos, minutos u horas para pensar e introducir un elemento que en cierto modo recuerda al antiguo mensaje y a la antigua carta.

Delfín Agudelo: Podríamos decir que usar el teléfono implica salirse del burladero. Al salir, estás a merced de la inmediatez, de la versatilidad o angustia de la voz, pierdes la libertad de jugar sin tocar la arena.

R.A.: El problema es que nos podemos ahora sumir en un sistema de comunicaciones que es el de la instantaneidad visual y textual al mismo tiempo, que es por internet, con imagen, y claro, nos lleva a una posición muy peligrosa desde el punto de vista de la relación amorosa, del tanteo y del ritual. Será el desnudamiento absoluto, porque será imposible siquiera pensar: estarás hablando con tu amante o aspirante a amante, e inmediatamente te verá, no hay camuflaje alguno, la transparencia absoluta. En cierto sentido creo que será la derrota de la correspondencia amorosa. Esa posibilidad de estrategia esférica o circular, en que sale el dardo, da la vuelta al mundo y vuelve hacia ti, desparece: se va al descarnamiento de lo más rápido; a la no distancia, al desnudamiento, al recorrido más corto entre dos puntos, que es la línea recta. En ese sentido, probablemente sea un sistema que pueda serFotograma apto desde el punto de vista del placer, pero muy dificultoso desde el punto de vista del amor.
 
D.A.: El teléfono priva al amante de la máscara con la que escribe la carta de amor. Siempre hay algo macabro en quitarse la máscara y escuchar la voz del otro con el rostro desnudo.
 
R.A.: Esa máscara la tiene mucho más firme en la carta de amor que en el lenguaje más descarnado. La relación telefónica o la relación por internet audiovisual disminuye el distanciamiento, y por lo tanto la posibilidad de representar y de enmascaramiento. El lenguaje de la distancia de la carta de amor tradicional querría ir expresando las propias máscaras del que escribía la carta. Podía haber en el siglo XIX—que es el siglo de culminación de las epístolas amorosas—, en una sola carta de amor de los grandes escritores de cartas, distintas vertientes de su personalidad, incluso distintas vertientes de su personalidad erótica. Eran pequeñas representaciones teatrales, en las que se revelaba, se ocultaba, cogía un papel, cogía otro, el del héroe, etc. En cambio cuanto más descarnadamente inmediato es el lenguaje, más se acerca a aquella violenta verdad que quería Platón para su ciudad ideal, moralmente muy rígida. La inmediatez favorece la verdad, e incluso podría favorecer el instinto, pero no favorece la riqueza de lo erótico. Y allí entraríamos en un tema evidentemente muy interesante y complicado, en el cual yo defendería que lo erótico es instinto más representación, que es una representación que puede ser muy pequeña, o mística, cósmica. Si falta el instinto, entonces falta el sostén de verdad. Pero el instinto solo es algo que también anula esa capacidad de riqueza de lo erótico y que, por lo tanto, también domina la máscara.
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27 de febrero de 2008
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El Boomeran(g)
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