Vicente Verdú
He leído que Céline, tras las tribulaciones carcelarias y el desprestigio ideológico, batalló los últimos diez años de su vida para recobrar su consideración pública como escritor excepcional.
Bien ¿pero cómo se hace una cosa así? ¿De qué modo se planea esa intangible batalla? ¿Qué debe hacerse para que se acepte y ame tu propia escritura? ¿Habrá diferencia entre la dificultad de esforzarse por ser apreciado como escritor y entre llegar a ser amado como persona?
De la impotencia aprendida en los varios afanes de seducción romántica se deduce la incapacidad para conquistar al público si el público, como aquella persona anhelada, no quedan por sí mismos mágicamente atrapados. Hacer algo predeterminado para gustar al otro lleva fácilmente a la depreciación ante él y, consecuentemente, a un empeoramiento del empeño. Avenirse a lo que se supone que debe agradar a quien estimamos convierte, a ojos de aquél, en vasallaje nuestra maniobra y se pierde fácilmente la imprescindible estatura para admirar. Amar no es sólo admirar pero ¿quién duda que todo encendido amor se felicita a sí mismo cuando ha encontrado la incandescencia de lo admirable? Y, ¿puede intentarse, entonces, alguna estratagema para admirar cuando, con gran frecuencia, la base de esa emoción reside precisamente en no poder mirar al otro sin alguna ceguera, no poder abarcarlo por completo a causa de su atribuida dimensión y en suma, sufrir -gozosamente- la imposibilidad de poseerlo totalmente? La imposibilidad de suscitar admiración de acuerdo con nuestro gusto se corresponde con la impotencia que vive el admirador espontáneo para degustar plenamente al admirado. Porque si de algo estamos seguros es de que el fenómeno de seducción conlleva necesariamente la independencia del seductor, su autonomía, su libertad incondicional, más allá de nuestro abrazo. Se enamora así desde un cierto e incontrolado grado de desamor, punto crítico a través del cual se despierta el arrebatado deseo del otro.