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Novela del futuro

Siguiendo con lo de ayer, la desaparición de la novela es muy fácil de imaginar, y digo la novela como podría ser cualquier otra cosa, a mí no me quita el sueño, con todo lo bueno que ya se ha escrito tengo alimento para algún tiempo. Lo que ocurre es que somos capaces de imaginar muy poco, sólo lo que nos dicta nuestra experiencia pasada creando los llamados "recuerdos del futuro", que no dejan de ser únicamente una posibilidad. Pero a largo plazo no tenemos ni la más mínima idea de lo que sucederá, de hasta dónde llegará la tecnología y nuestras necesidades. Lo que hoy por hoy resulta más o menos seguro es que hasta que no desaparezcan las ganas que aún tenemos de contar lo que nos ha ocurrido, o de que nos lo cuente otro, la ficción seguirá vigente. ¿En qué forma?, ésta es la gran pregunta, que se contestará sola, nada más hay que darle tiempo. Pero sin aventurarme a adivinar, pondría la mano en el fuego de que no serán novelas por el móvil ni por Internet, sino una forma de narrar muy unida y determinada por su soporte físico que aún está por inventarse.

/upload/fotos/blogs_entradas/del_tiempo_y_el_ro_med.jpgMientras tanto, hasta que llegue el futuro os recomiendo la novela Del tiempo y el río (no es una novedad, hay que buscarla), un novelón al puro estilo de los grandes narradores del siglo XX, del norteamericano Thomas Wolfe (1900-1938), que no hay que confundir con Tom Wolfe, el autor mencionado ayer.

Abro al azar y leo: "Durante aquel octubre final -el último que pasaría en su casa- esperaba día tras día, con angustiosa y febril esperanza, una carta mágica. Era una de esas cartas maravillosas que aguardan los jóvenes -una carta que deberá traerle de la noche a la mañana la fortuna, la fama y el triunfo-, pero que no llegan jamás".  Y así son las cosas, todos esperamos una llamada, un correo, una palabra que no llega.

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13 de mayo de 2008
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Dos poetas, la misma sangre

No sé nada de poesía, pero puedo reconocer a un poeta cuando lo veo.

De todo lo que se dijo -mucho, y con justicia- sobre Juan Gelman en ocasión de recibir el premio Cervantes, lo he olvidado todo salvo un verso a partir del cual se pueden construir universos. Es parte de un poema llamado Sí, y constituye una de esas frases que uno querría escribir en todas las paredes de la ciudad y hasta en la propia tumba a modo de epitafio. El verso encierra en tan sólo cuatro palabras un plan de vida, un programa revolucionario (que empieza, como cuadra a un poeta, revolucionando el lenguaje) y un mensaje para las generaciones por venir, a modo de definición de la condición humana. Dice (¿simplemente?) así:

‘El emperrado corazón amora'.

No sé ustedes, pero a mí me gustaría ganarme el derecho a sentirme expresado por ese verso.

La sorpresa fue el segundo poeta a quien descubrí entre tanto artículo celebratorio. Se llamaba -se llama- Marcelo Gelman, era -es- el hijo de Juan que fue víctima de la dictadura militar y no tiene -creo- obra édita individual, pero me basta con el corto poema que llegó a mis manos para considerarlo en la misma categoría que su padre. El texto formó parte de la extensa charla que Horacio Verbitsky sostuvo con Juan Gelman en Madrid, en un hueco entre uno y otro homenaje, y que publicó Página 12 hace algunos días. Gelman recordó allí una cena durante la cual Marcelo escribió un poema sobre un mantel de estraza. Versos que, como resulta inevitable en un padre huérfano de hijo, Juan recordó de memoria:

‘la oveja negra

pace en el campo negro

sobre la nieve negra

bajo la noche negra

junto a la ciudad negra

donde lloro vestido de rojo'.

Gelman dice haber conservado algunos otros poemas de Marcelo, que han sido publicados en una antología de poetas desaparecidos (‘Hay más de cien', aclara: más de cien poetas muertos, otro de los tristes records de la dictadura.) Según Juan, muchos de esos poemas suenan a ‘auto profecías cumplidas'. Supongo que Gelman se referirá a intuiciones que aquellos poetas habrán tenido sobre su propio destino. Pero en esta Argentina del campo maldito, cubiertas por cenizas de un volcán y llena de gente que parece añorar la noche negra, los que lloramos vestidos de rojo somos mucho más que cien; el poema-profecía también nos nombra.

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13 de mayo de 2008
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Galería de espectros: Kane

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto la silueta cansada del agónico Kane.
Delfín Agudelo: ¿Te refieres al ciudadano Kane de Orson Welles?
R.A.: Sí, pero de una manera bastante sorprendente. Siempre que pienso en Kane pienso fundamentalmente en el personaje que al parecer fue la inspiración de Welles para dibujar la silueta de Kane, y pienso en una visita que hice al castillo-refugio de ese personaje, que era el gran magnate de la prensa, como recuerda Welles en la película, Hearst, el primer hombre que dominó de manera masiva los medios de comunicación norteamericanos y la opinión pública. Hearst era un hombre que aparte del poder quería también la gloria. Como le era difícil conseguirla, pensó –y ese aspecto es interesante- hacerlo a través de la acumulación de obras de arte compradas en Europa. Una vez visité su castillo, que fue donde se retiró y murió, y que Orson Welles de alguna manera reconoce en Ciudadano Kane, que está en la localidad californiana de San Simeón. Allí acumuló diez mil obras traídas desde Europa. El propio castillo fue la consecuencia de trasladar piedra con piedra desde Segovia. Reconstruyó el castuillo en California, lo llenó con las miles de cajas procedentes de Europa que en un ochenta por ciento nunca llegó a abrir. Para mí, el personaje Kane que tiene muchos aspectos fascinantes como personificación del poder y del mal que implica la manipulación desde el poder que nos puede llevar a verlo en su ascenso y maduración como magnate en el capitalismo norteamericano. Tiene sin embargo este final inquietante, este final fascinante que Orson Welles mismo intentó mantener con la famosa palabra rosebud, que es la bola que le cae a Kane cuando muere: es ese hombre encerrado en medio de su riquezas artísticas no abiertas. El hombre que ha alcanzado el máximo poder intentando ahora conseguir la gloria, pero que no se acaba de atrever a abrir las cajas que para él la representaban.

 

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13 de mayo de 2008
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La blogger cautiva

A Yoani Sánchez, la colega que escribe en su sitio Generación Y desde La Habana, no la dejaron salir de Cuba para recibir en España el premio Ortega y Gasset que otorga cada año el diario El País. Quienes le dan la isla por cárcel de esta manera arbitraria, y sin sentido, le dan con esto otro premio. Así lo dice ella en su blog: el premio de "la blogger cautiva". ¿Y quiénes son "ellos"? Los que "desde un uniforme militar, manejan nuestros derechos ciudadanos y no dan explicaciones sino que imparten órdenes". Olvidan, dice además Yoani, que "en el ciberespacio mi voz puede viajar sin límites, salir y entrar sin pedir permiso...".

No tiene sentido, ni razón, esta medida que lo que hace es quitar credibilidad al anunciado programa de reformas por parte del gobierno, que incluye, precisamente, la libre entrada y salida de los cubanos, como debió ser desde hace tiempo, y parece que aún no puede ser. Prohibición, silencio. Ni siquiera anunciaron los medios de comunicación en Cuba que Yoani se había ganado el premio Ortega y Gasset, como tampoco anunciaron que el cubano Antonio Orlando Rodríguez había ganado el Premio Alfaguara con su novela Chiquita.

Ambos, el de Yoani y el de Antonio Orlando, son al fin y al cabo premios para Cuba. ¿Qué clase de sordera burocrática es esa? ¿Qué clase de política de estado, que busca enterrar a quienes hacen más grande la cultura cubana?

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13 de mayo de 2008
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Al ingeniero Fritzl

Los periódicos siguen llenándose de consideraciones relativas al insólito caso de las personas que vivían recluidas en un sótano, presas de la violencia de una persona que era padre de una de ellas y a la vez padre y abuelo de las restantes.

Es necesario precisar el poco peso relativo en este asunto del hecho que Fritzl fuera el padre biológico de Elisabeth Fritzl. Se que no todo el mundo estará de acuerdo en este asunto. Todo reduccionista de la condición humana a aquello que viene determinado por el orden biológico insistirá que la relación incestuosa es (por razón probabilística) potencialmente dañina para la progenitura. Y desde luego esta variable cuenta...pero cuenta en menor grado. Estamos obligados a que cuente en menor grado; lo contrario equivaldría a tirar por tierra lo que caracteriza a la sociedad humana en relación a las demás sociedades animales, a saber, que la ley prima sobre el orden biológico. Por decirlo llanamente: el caso Fritzl no sería menos tremendo si Elisabeth fuera hija adoptiva, y no biológica, de Joseph.

Corolario inmediato de lo que acabo de sostener es que Fritzl ha de ser juzgado por el grado de infracción a la ley social y en modo alguno por el grado de infracción a la ley biológica. Esto es desde luego una obviedad para cualquier jurista, pero ha de serlo también para todos los demás.

Fritzl no es en absoluto un ser dominado por una pulsión animal irrefrenable que la ley social habría venido a reprimir, de lo cual su decisión de infringirla. Por eso no valen aquí tampoco las metáforas de bestiario y de monstruosidad Conviene precisar que un monstruo es para Aristóteles algo que reúne rasgos entre sí incompatibles (por ejemplo un perro alado) pero también aquello a lo que circunstancias contingentes han impedido la plena actualización de sus potencialidades; así monstruoso sería un ser humano que, criado entre fieras, no llegaría a hablar, adquiriendo en cambio familiaridad con el código de señales propio de la especie que le acogió.

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13 de mayo de 2008
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Obcecación y eyaculación

La obcecación, que en otros aspectos de la vida, significa cerrazón, en el oficio del artista viene a ser el principal requisito para lograr un resultado convincente y, por lo general, fundacional. La obcecación, tomada en su versión más corriente, es sinónimo de un impedimento hacia la visión de diversas realidades mejores, pero en el sentido más especial de fijación o concentración sobre una idea evoca fértil el mundo de la incubación. La incubación se inscribe en la órbita de la obcecación, como también la obsesión, por patológica que llegue a parecer, alude a la polarizada disposición para dar a luz.

Los artistas no son ni menos ni más que los demás seres humanos. En numerosas ocasiones son menos debido a su enfermiza obsesión y en circunstancias excepcionales parece que son más porque gracias a la solidez de su obsesión obtienen un resultado insólito. Lo insólito que proviene  de la exasperación de la idea y tras haberse convertido su fantasía objeto real. Las obras de arte son consolidaciones de una idea que, inflamada hasta la tumefacción, deriva en  eyaculación. La densificación y abultamiento del concepto obsesivo alcanza el punto de su versión en material tangible y espeso.  He aquí, además, la trayectoria de muchas pasiones que terminan definitivamente en realidad sustantiva y candeal.

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13 de mayo de 2008
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La lista de las listas de las cosas que nunca sirvieron de gran cosa

1. La de invitados. La verdadera gracia no es figurar en una de sus páginas, sino aceptar el reto de verse excluido de ella y entrar de todas formas al evento. Según recuerdo, y pocas de esas cosas alguna vez se olvidan, los mejores festines siempre fueron aquellos a los que uno llegó sin boleto.

2. La de espera. Mal lugar para pesimistas y desesperables. Desde el momento mismo en que acepta mirarse allí enumerado, queda uno sometido a reglamentos nunca escritos cuya elasticidad no puede controlar. Saber que está uno en-lista-de-espera es recibir la bienvenida a un limbo que bien puede hacerse purgatorio. No se entiende por qué no hay todavía una lista especial para los impacientes.

3. La de buenos propósitos. Sólo quien es dos veces ingenuo se aventura a ponerla por escrito. ¿Qué es un contrato, al fin, sino un conjunto de buenos propósitos? En su modalidad puramente verbal, estas listas son verdaderos cañonazos de anticuerpos contra el complejo de culpa. Lo más satisfactorio no es cumplirlas, sino dejar bien claras las buenas intenciones.

4. La de granujas. Escribe estas palabras un delator frustrado. Nunca, durante los años escolares, logré que un profesor me pidiera apuntar a los malportados. Suponían, tal vez, que un cliente frecuente de esas listas tendría cuentas pendientes con sus acusadores, y ello habría equivalido a apuntar al noventa por ciento de los compañeros. ¿Quién habría creído, además, en una lista de granujas sin mí?

5. La de agravios. Quienes sufren despecho gustan de releerlas cada día, para evitar así llamarle al ser odiado y ponerse a sus pies, como quisieran. Esto, no obstante, deja entre las membranas emocionales un sedimento al que podría llamarse cáncer sentimental, más una larga y agria sed de revancha. De ahí al sarcoma físico median, quizá, no muchas relecturas.

6. La de deseos (a.k.a. wishlist). Muy rara vez termino comprando un objeto que duerme entre mi wishlist. La realidad es que los pongo allí como una forma de no comprarlos, así como otros logran dormir tranquilos luego de hacer la lista de pendientes que de cualquier manera no van a atender. Los caprichos no son cosa de juego: hay que cumplirlos pronto, u olvidarlos.

7. La de sospechosos. Siempre que se me ocurre matar a un cristiano, dejo el trabajo en manos de un personaje. Ser narrador es la única coartada que lo libra a uno de toda sospecha. Si acaso me preguntan, los asesinos son los lectores.

8. La de amigos. La llevé de los nueve a los doce años, hasta que ya no pude con los constantes altibajos. Intempestivamente sucedía que quien era el primer lugar de hoy despertaba mañana fuera de la lista, y al cabo ya la única razón para llevarla era creer que había lo que más faltaba.

9. La de amores difuntos. Solamente las almas malamadas se atreven a atacar un sagrado sepulcro para calmar su sed de pasiones. Hay quienes aconsejan quedar siempre a deber un buen dinero, de manera que cualquier esperanza de reconciliación se revele de entrada incosteable.

10. La negra. Es un halago figurar en ellas, en la medida que uno tenga vacía la propia (para más datos, remitirse al número 5). Alguna vez, poco antes de su muerte, Parménides García Saldaña me dio la bienvenida a la literatura a través de un kōan que aquel día juzgué intimidatorio: "¿Tú qué preferirías, estar en la lista negra del Playboy, o en la de los que están en la lista negra del Playboy?". Aun sin una respuesta satisfactoria, pienso que si yo fuera Hugh Hefner, difícilmente me quedaría tiempo para llevar cualquier clase de lista. Y negra menos, claro.

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12 de mayo de 2008
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Galería de espectros: el Monje

Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto a lo lejos el del Monje.
Delfín Agudelo: ¿Hablas de “El monje a la orilla del mar” de Friedrich?
R.A.: Sí, en efecto. Ese monje que prácticamente se pierde en los azules oscuros del cuadro y que a mi modo de ver representa un sentimiento muy contradictoria pero en cierto sentido también complementario. De un lado la sensación de separación de la naturaleza, la sensación de escisión respecto al cosmos, pero por otro lado paralelamente el sentimiento de nostalgia, el sentimiento de anhelo de unión con lo cósmico, el anhelo de unión con lo universal. De manera que en ese cuadro la propia actitud de esa figura casi sobre insinuada del monje me parece que se concentra muy bien toda la pulsión trágica del romanticismo en la cual se produce ese antagonismo entre la sensación de lejanía y al mismo tiempo el deseo de comunión con la naturaleza. Por otro lado es un cuadro que tiene unas características a mi modo de ver revolucionarias porque en él Friedrich lo que hace es revocar lo que es la tradición renacentista de la perspectiva, intenta que el espacio sea un espacio que en lugar de adquirir la profundidad de la perspectiva caiga sobre el propio espectador, y en ese sentido rompe con lo que es la tradición pictórica europea. En el recuerdo del monje y en el recuerdo de esa pintura en que hay esos tres reinos –el de la tierra, el del mar y el del cielo, entremezclándose- siempre me traslada al comentario que hizo el escritor Heinrich Von Kleist cuando contempló por primera vez este cuadro que fue un cuadro que provocó un gran escándalo en su época cuando fue expuesto por primera vez. Dijo: “Contemplar la pintura de Friedrich es lo mismo que mirar sin párpados”. Eso me impresionó por la sensación de la retina del espectador que deja de estar encuadrara por los mimos párpados y creo que tiene que ver con este efecto avasallador de la pintura de Friedrich.
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12 de mayo de 2008
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El nacionalismo no se cura viajando

El avión que me llevó a Buenos Aires se llamaba Pío Baroja. Me da tranquilidad viajar en un avión con ese nombre. El escritor no hizo muchos viajes. Nada que ver con los viajeros de nuestro tiempo. Lanzados a conocer el mundo y sus maravillas. Rápidos viajes a cataratas,  selvas o finisterres de inmensidades vacías. Don Pío fue más de viajes por su habitación, con sus viejos libros comprados en Moyano. Feria que ahora termina en Recoletos y que presentó, en homenaje a Fernán Gómez  una lectora llamada Emma Cohen.

Aquí dejé la  feria del libro viejo y me fui a la nueva feria en la libresca capital de Buenos Aires. Habían desembarcado muchos amigos escritores, los mismos que me encuentro sin moverme del barrio y decidí poner un poco de paisaje por medio y me marché a la Patagonia.  Helado fin del mundo dónde hay un interminable surtidor de cubitos de hielo, glaciar que tiene nombre de un  perito que nunca estuvo allí.

Ver panoramas considerables, paisajes de belleza abrumadora, de hielos más perfectos y hermosos que los de cualquier güisqui. Ir al sur del sur. Hacer el viaje que tanto costó a Darwin en unas pocas horas de avión y en cómodos coches que te llevan a un hotel con vistas a la helada y viva maravilla.

Frente al espectacular panorama recordé a Plá -ahora reeditadas sus notas y cuadernos- cuando decía que en el Ampurdán no había panoramas considerables: "En este rodal a los paisajes los llamamos vistas". Mundano hombre de pueblo que no se deja sorprender con un espectacular paisaje.

No somos Plá y fuimos al viaje como recomienda el maestro, casi secreto, Juan Filloy: "Cuando usted viaje, deje su vida en su casa, en su pueblo, en su ciudad. Es un artefacto inútil". Eso sí, no olvidar las tarjetas de crédito.

Y si  se quiere pasear sobre el glaciar, hermosa y extravagante caminata, se deberían dejar los nacionalismos. Pero no. No hacen caso a Baroja, ni a Filloy ni a Camba, del que ahora se recuperan sus escritos nada nacionalistas, sus humorísticas maneras de ser español. Allí van los turistas con sus banderas. Hasta con las de su equipo. Y  allí, en el fin del mundo, hay que soportar que algún turista haga un brindis por Dios y contra Darwin. Por la Patria en mayúsculas. Y por la Madre Patria con más fervor que Carmen Chacón. Cuando ya creía poder beber mi güisqui con hielos del glaciar, el patriota gritó el último de los brindis: "Por nuestros gobernantes, para que encuentren la luz y la justicia al dirigirnos" Bajé mi vaso. No brindé y recordé algunas cosas de los gobernantes de su país. Era colombiano. Recordé de los gobernantes argentinos. De otros. Y terminé por recordarnos. Tengo que brindar más y beber menos. Viajar más, pero dentro de casa.

Artículo publicado en: El País, 11 de mayo de 2008.

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12 de mayo de 2008
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El divorcio del terror

Después de The Commisariat of Enlightenment (2003), su magnífica novela sobre la muerte de Tolstoi, el escritor norteamericano Ken Kalfus se ha sumado, con Un trastorno propio de este país, al numeroso grupo de escritores dispuestos a narrar la tragedia del once de septiembre y sus secuelas traumáticas. A estas alturas, hay para escoger en la forma en que los novelistas han entramado los hechos: el arco dramático va desde la versión trágica de Don DeLillo (El hombre del salto) hasta la ingenua de Jonathan Safran Foer (Tan fuerte, tan cerca). En buena parte de estas novelas, lo que predomina es el tratamiento reverencial, solemne del tema; quizás no se tiene la perspectiva suficiente para ser irreverente. Quizás hace falta que pase un buen tiempo para que alguien haga con lo ocurrido lo que hizo Joseph Heller con la segunda guerra mundial en Catch-22. Hasta ahora, el mejor ejemplo es The Zero (2006), la brillante sátira de Jess Walter. Se agradece, entonces, que Kalfus se haya decidido por la "comedia negra".

Un trastorno propio de este país tiene un comienzo prometedor: Joyce se entera de que dos aviones se estrellan contra el World Trade Center, y, como su marido Marshall tiene su despacho en el piso ochenta y seis de una de las torres, se alegra ante la posibilidad de que él haya muerto; en ese momento, ella y Marshall se hallan enzarzados en un divorcio feroz. Pero Marshall se salva, y a partir de ese momento asistimos, de manera paralela, a la lucha a muerte entre Joyce y Marshall -con sus dos hijos pequeños, Vic y Viola, en el medio--, y a los intentos desesperados de los Estados Unidos por lidiar con el ataque terrorista. Son muchas las novelas que han extraviado el camino intentando una analogía fácil entre lo que ocurre en un microcosmos y lo que significa para toda una sociedad (digamos, las luchas de una familia como sinécdoque de la desintegración de un país); por eso, la perspectiva elegida por Kalfus es peligrosa: ¿debe el lector encontrar una relación directa entre el divorcio de una pareja y la relación de Estados Unidos con el mundo?

Por suerte, Kalfus no carga las tintas, y si bien el divorcio y "la guerra contra el terror" siguen su propia, retorcida lógica, la fuerza de la analogía se debe a que ésta se mantiene implícita durante casi toda la novela. A veces, estos mundos se tocan y todo se torna explícito, como cuando, en una de las escenas más cómicas, Marshall sigue las instrucciones de un sitio web en árabe y se convierte en un "hombre bomba" dispuesto a detonarse junto a Joyce y sus hijos; los cartuchos de dinamita no explotan y Joyce, solícita, trata de ayudarlo; al fracasar en su intento, ella convierte eso en una razón más para su desprecio: "Nunca llegas hasta el final en nada; eso es lo que te pasa".

Kalfus tiene una mirada aguda para captar la atmósfera de un país confundido por el ataque. Joyce se viste de gris y negro porque ahora los estadounidenses viven en "tiempos serios" y "la moda no se llevaba esos días". Los restaurantes afganos en Nueva York cuelgan banderas estadounidenses a la entrada para demostrar su patriotismo. Los agentes del FBI están por todas partes, revisando bolsos y carnés de conducir; uno de ellos dice: "No hay que quedarse de brazos cruzados, tiene que parecer que hacemos algo". Una amiga de una amiga de Joyce se acuesta con desconocidos; es el "'sexo del terror'. Ahora, todo el mundo necesitaba algo: liberación o restitución, o tan sólo un reconocimiento de que sus vidas habían cambiado". En ese clima, sí se pueden entender las diversas estratagemas urdidas por Joyce y Marshall para hacer daño al otro como parte inevitable del ‘divorcio del terror'.

A medida que avanza la novela, el tono de comedia se entremezcla con una narración más solemne. Con la inminencia de la guerra en Irak llega la inminencia del divorcio. Joyce, una vez divorciada, ya no puede acordarse cuáles eran las razones que habían motivado la separación. La guerra se gana con facilidad, Marshall comienza a trabajar en otra empresa. Y Kalfus, entonces, decide abandonar su tono satírico y demuestra, en un final deplorable, que a él también la reverencia ante el dolor le puede ganar la partida. Uno entonces recuerda a Safran Foer, que hace que en su novela Tan fuerte, tan cerca Oskar Schell, el niño protagonista, quiera, sentimental él, que la flecha del tiempo cambie de dirección para que los muertos del World Trade Center vuelvan a la vida. A la hora de narrar los hechos relacionados con el once de septiembre, a los novelistas norteamericanos, incluso a los de "comedia negra", todavía les tiembla el pulso: resulta tentador que tanta tragedia desemboque en una muy obvia y freudiana fantasía de cumplimiento de un deseo.

(Letras Libres-España, mayo 2008) 

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12 de mayo de 2008
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