Basilio Baltasar
Estamos tan acostumbrados a ver en la política la mera puesta en escena de un discurso, que ya no sabemos reconocer la vida cuando ésta aparece envuelta en sus más puras pasiones de furia, engaño y traición.
Al principio parecía la tímida disensión de los sectores descontentos con el resultado de las recientes elecciones generales pero inmediatamente la pugna adquirió proporciones grandiosas. La lucha en el seno del Partido Popular por conquistar la sede del aparato pasará a la historia española como una de las más cruentas batallas entabladas a cielo abierto por una clase política inclinada a dirimir en privado, y en secreto, sus pleitos.
De hecho, el dramático enfrentamiento entre Mariano Rajoy y sus feroces adversarios libera fuerzas que hasta ahora permanecían ocultas y sometidas a la disciplina profesional de la casta gobernante. No es que las puñaladas traperas no tuvieran lugar, sino que el odio de los contrincantes discurría por los cauces reglamentarios.
Esta es una de las fuerzas que ahora se han confabulado para estallar. El odio. Cuando José María Aznar nombró con su dedo caprichoso a los tres hombres que podían sucederle al frente del Partido Popular -Mayor Oreja, Rodrigo Rato y Mariano Rajoy-, cuando los tuvo a la intemperie, pendientes del veredicto que sádicamente rumiaba, cuando les permitió imaginarse como posibles presidentes del gobierno que en aquél tiempo creían tener en sus manos -antes de la derrota electoral del 2004-, cuando les obligó a pasar ante la opinión pública como aspirantes al gracioso capricho de un líder displicente -sometiéndoles a una humillación que no han olvidado-, parecía que todos aceptaban religiosamente la elección del heredero, pero en realidad se estaba gestando el insondable resentimiento que hoy toma la revancha.
Ninguno de los enemigos declarados de Rajoy -más allá de unas vagas impugnaciones formales- ha sabido explicar de un modo aceptable lo que se le está reprochando a Rajoy. El verdadero motivo del ensañamiento es inconfesable.