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Una palabra a liberar… no a repudiar

En plena agonía del dictador Franco, la revista francesa Esprit publicó un número titulado " Europa en política", centrado en cinco países: Alemania (texto escrito por Jürgen Habermans), Italia, Reino Unido, Francia y España. Hablando con el entonces director de la publicación sobre el tipo de abordaje en relación a nuestro país, me manifestó su sorpresa por el hecho de que en su primer viaje realizado, había encontrado una España muy diferente de la imagen pre-concebida. Esperaba encontrar una población resignada, temerosa y triste, y se encontró con una secuencia de pueblos, que se mantenía diversa en lo lingüístico, rica en sus expresiones culturales, muchas veces audaz en lo social y desde luego afirmativa y festiva. La impresión no era aislada. Muchos eran los que tenían el sentimiento de que el proyecto de sumisión que la dictadura suponía había fracasado en una dimensión esencial, y que de alguna manera no había encontrado en el cuerpo social la porosidad necesaria para calar en lo profundo.

Ello explica que para los emigrados (ya fuera por razones económicas, políticas o ambas a la vez), España fuera una causa a reivindicar, una España que cantaban poetas, evocaban músicos, y desde luego describían con amor escritores totalmente alejados de connotación ideológica con la dictadura. Había que arrojar lastre de muchas cosas que se referían a España. España era una palabra a liberar, no una palabra a repudiar. Liberar la palabra de connotaciones estereotipadas, que a veces suponían una auténtica traición a las costumbres y manifestaciones culturales de sus pueblos (paradigmático era ciertamente la abyecta instrumentalización de las tradiciones populares andaluzas), para que resurgieran las imágenes de una España serena en su cotidianeidad, conmovida en sus ritos y fiestas y desde luego indómita y resistente cuando precisamente los enemigos de todo lo que representaba quisieron verla en genuflexión. Imágenes que, en el París de mis años de estudiante, despertaban en tantos españoles un sentimiento de desarraigo que a su vez alimentaba el imperativo de lucha.

Muchas personas de aquel París han desaparecido, mas por eso mismo puedo evocarlas como testigos, en su vida y en su trabajo, de esta presencia de una España de la que siempre tendremos digna añoranza. Añoranza de una promesa no sustentada en el vacío, sino en una potencialidad, un objetivo de realización que respondía a un pasado y que se trataba de recuperar. Odiábamos el casticismo, el trazo grueso reductor de identidades plurales, la retórica patriota, pero amábamos profundamente a España... amábamos su lucha en el pasado y su resistencia a ser un pueblo de tiniebla. Todos éramos conscientes de que España sufría una humillación consecuencia de una gran derrota. Pero nos animaba respecto a España la misma confianza que teníamos respecto a tantos otros pueblos: bajo el manto de la mentira encubridora de la injusta realidad social, perduraba el rescoldo de una gran civilización y este rescoldo podría ser en cualquier momento avivado.

Ello hacía que la misma resistencia política fuera también cultural en el sentido fértil de la palabra: expresión de una simiente múltiple que se recrea; resistencia de un pueblo contenido en el duelo y luminoso en la celebración. Una España afirmativa en la que (con severo juicio sobre tantos aspectos de su pasado y su presente) merecía la lucha simplemente por poder vivir en ella. Vivir en cualquiera de los lugares de su cultura, con la aceptación por supuesto de lo que cada uno de ellos decidiera respecto al tipo de lazo con los demás, en una comunidad que lo sería simplemente porque se constituía en base a querer que lo fuera.

 

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20 de agosto de 2019
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A vueltas con la necesidad y el libre albedrío (v): los implícitos de un problema teológico

El asunto respecto al peso a acordar a la cultura en el devenir moral de la humanidad, del que me he venido ocupando en columnas recientes a partir de ciertos textos de Rousseau, va más allá de este filósofo (y de su polémica con Voltaire), pues en el mismo se vieron peligrosamente implicados muchos pensadores vigilados por la ortodoxia de uno u otro tipo. La atmósfera espiritual de una de estas ortodoxias tiene la siguiente transcripción teológica:

La razón (al menos la razón cognoscitiva) no sería fuente alguna de moralidad; en el mejor de los casos su virtud consistiría en adecuarse a esa moralidad natural que Dios nos acordó "graciosamente"; en el caso peor, la razón se erigiría en facultad dominante de la voluntad del infortunado, al que Dios habría dejado de mano. Conservar la gracia equivale a poner la razón en su sitio, subordinarla respecto a la condición natural. Adán y Eva no lo hicieron, y de tal mal uso somos por así decirlo herederos. Si haciendo el bien nos salvamos, no será en absoluto como consecuencia de nuestro libre albedrío sino, por el contrario, de que Dios nos protege de nuestra libertad, haciendo magnánimamente que perdure nuestro estado de gracia.

En el mundo social implícita o explícitamente determinado por referencia al cristianismo, esta visión tiene una inmediata consecuencia, a saber, que la mediación por las condiciones que la iglesia erige en imperativo de salvación es prescindible. Responder a las mismas es eventualmente inútil, pues todo en definitiva depende del lazo directo de cada uno con el hacedor. No estamos lejos del protestantismo luterano: sólo la fe (que en su libertad absoluta Dios otorga o deja de otorgar) salva.
Pero en la atmósfera rousseauniana que estoy evocando, estamos aún más cerca de un radical movimiento que se da en el seno de la propia obediencia católica y muy particularmente en Francia. No olvidemos que el vicario de Rousseau es savoyard, y que Savoya fue lugar dónde tuvo relevancia esa modalidad radical de competencia con la reforma calvinista que fue el jansenismo.

El clérigo holandés Corneille Janssens, o Jansen ( 1585 - 1638) se enfrentó a los jesuitas arguyendo las doctrinas de Agustín de Hipona y lanzó un movimiento espiritual que tuvo gran repercusión en el catolicismo y más allá. Uno de los puntos esenciales de las polémicas de los jansenistas es que sus adversarios otorgaban excesiva importancia a la libertad humana. Los jansenistas ponían en la diana fundamentalmente a las teorías del jesuita español Luis de Molina.

¿Que había pues de singular en las tesis de este filósofo, nacido en Cuenca y enviado por la orden como estudiante de filosofía a Coímbra, de cuya universidad llegó a ser profesor, tras haber seguido quizás las clases del entonces célebre Fonseca? Pues simplemente que Molina abordaba con gran originalidad un problema que recubre una interrogación esencial de la condición humana, a la cual se da en general respuesta negativa. El andamiaje escolástico del asunto era la doctrina de la predestinación, que a muchos parecía incompatible con la no menos canónica doctrina del libre albedrío. Pues si estábamos pre-destinados para el mal o para el bien, ¿cómo es posible que se nos atribuya responsabilidad alguna?

Tesis escolástica comúnmente aceptada era que, a diferencia de la nuestra, la inteligencia de Dios es susceptible de conocer exhaustivamente el futuro, y en consecuencia Dios sabía de toda eternidad si cometeríamos o no actos contrarios a su voluntad, sabía concretamente que podíamos (como Adán y Eva) hacer mal uso de nuestro razón. Pero, aun así, Molina pone el énfasis en nuestro libre albedrío y en un último recurso frente a la secuencia que nos llevó al mal:

Por pecadores que aun seamos, demandaremos la gracia, implorando que aquello que nos condujo al pecado no haya tenido lugar. Gracia que, de sernos acordada (la sinceridad de la petición sería criterio suficiente para el don), supondría intervención humana sobre el pasado, aunque no directamente sino... Dios mediante, pues la veracidad de la petición de gracia lo que hace es desencadenar la intervención correctora del Hacedor. La objeción es inmediata: sin duda Dios había previsto también si haríamos buen uso o mal uso de nuestra capacidad de implorar la Gracia, es decir, de nuestra potencia de intervenir en el pasado, con lo cual todo seguiría predeterminado... de ahí que no hubiera concordia entre los protagonistas de la discusión, a la que el Papa puso fin, acabando por suprimir la Congregación creada ex profeso para decidir sobre el asunto.

¿Qué es, en suma, lo que no gusta a los jansenistas en Molina? Pues en esencia lo siguiente: el hombre gozaría de capacidades que relativizan la potencia de Dios; pues si hacemos buen uso de ellas, ni Dios mismo podría impedir nuestra salvación. Frente a Molina, y apoyándose en interpretaciones de los textos de San Agustín, los jansenistas repudian todo lo que no sea asunción de estar en manos de una voluntad sin limitación posible, ese Señor implacable e imprevisible que "exige dónde no ha dado y recolecta dónde no ha sembrado" de la parábola de los talentos, y tan presente en las máximas de Lutero en "La Esclavitud de la voluntad": 

"Es obvio que las malas obras ofenden a Dios. Lo importante es que las buenas tampoco le satisfacen. Merecen su ira, no su favor". Y en otro momento, al constatar que dios condena en ocasiones al que creíamos honesto y premia al que estimábamos malvado escribe: "No nos incumbe investigar por qué lo hace".

En el siglo de Rousseau y Voltaire las doctrinas jansenistas habían sido proscritas en el seno de la iglesia católica: en 1713 el Papa Clemente XI había realizado una condena formal de 101 proposiciones jansenistas y en 1718, a través de una nueva bula, ya decididamente excomulgó a sus defensores. Pero el anatema por parte del Vaticano no suponía que el espíritu jansenista dejara de estar presente dentro de la iglesia y fuera de ella. Pero ¿qué sostenía en esencia el jansenismo? Pues, como ya indicaba en una columna anterior, que hubo un momento en el cual el hombre gozaba de la Gracia divina en un estado de perfecta armonía con la naturaleza, sus semejantes y el propio hacedor. De tal situación el hombre cayó...según el mito bíblico por sucumbir al deseo del conocimiento (árbol de la ciencia del bien y del mal), en la filosofía rousseauniana por razones más complejas.

Sin duda esta aproximación tiene sus límites. De hecho en 1762 los jansenistas están en el origen de una de las persecuciones a las que se vio sometido el pensador de Ginebra, pero como señala la estudiosa Monique Cottret ( « 1789-1791: triomphe ou échec de la minorité janséniste? », Rives nord-méditerranéennes, 14 | 2003, 49-61) fueron muy sensibles a ciertas ideas rousseanianas, entre ellas la de la voluntad general. El propio Rousseau confiesa que, pese al espanto que le provocaba la dureza de la teología jansenista, la lectura de Port Royal y del Oratorio habían hecho de él un semi-jansenista.

Nada más cercano a la visión jansenista de la vida como una potencial y muy probable condena...nada más alejado de la afirmación vital que (pese a su lucidez) atraviesa toda la obra de Voltaire que esta afirmación ya citada anteriormente: "Lloraba y suspiraba a propósito de cualquier nimiedad, sentía que mi vida se escapaba sin haberla degustado".

Habrá ocasión de volver sobre el tema en próximas columnas.

 

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6 de agosto de 2019
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En las patas de los caballos

El tema de la relación entre novela y política difícilmente se agota en América Latina. En la recién pasada Feria Internacional del Libro en Lima, me tocó subir dos veces al escenario para unas conversaciones literarias donde el contenido terminó siendo el mismo, o parecido: tanto en Los paraísos narrativos, con Mario Vargas Llosa, bajo la mediación de Patricia del Río; como en ¿Existe la novela política?, con J.J. Armas Marcelo, moderada por Clara Elvira Ospina.
 

Mi primera reflexión, en base a aquel doble ejercicio, es que desde muy temprano del siglo diecinueve aprendimos a ver la historia como epopeya; y a partir de entonces comenzó a ser tarea difícil fijar la distancia entre historia y literatura, bajo el fragor y los relámpagos de la epopeya, hasta que esa delgada línea de separación entre realidad y ficción quedó desvanecida.

 Los libertadores arrastraron imaginación e historia en las patas de los caballos. Lo inconmensurable, lo exagerado, es la medida que siempre busca la imaginación para el crear el asombro: en una trivia ideada por la BBC de Londres, se declara a Bolívar el americano más importante del siglo diecinueve: 

Cabalgó 123.000 kilómetros, más de lo que navegaron Colón y Vasco de Gama sumados juntos, diez veces más que Aníbal, tres más que Napoleón, y el doble de Alejandro Magno. No vivió más que 47 años pero fueron suficientes para pelear 472 batallas, viendo la derrota sólo seis veces; en 25 estuvo en riesgo de muerte, y liberó seis países.
 

Pero de las estadísticas gloriosas tenemos que pasar a las vidas humanas, los seres vistos en su individualidad, y así abrirnos paso hacia el territorio de la novela, donde el documento adquiere fulgores irisados, porque es ya el dominio de la imaginación; reconstruir vidas, y por tanto heroísmos, visiones, ambiciones, pasiones, celos, mezquindades. Traiciones.

La novela convierte a las personas en personajes. La singularidad se basa en lo extraordinario, no pocas veces en lo imposible, en todo aquello que resulta perturbador porque se sale del común. Capitanes desquiciados que buscan un absurdo, como Ponce de León la fuente de la eterna juventud, convencidos de que lo que otros han imaginado es la verdad, y pueden mover una flota entera tras una mentira.
 

Héroes obsedidos por una idea libertaria, como Bolívar, cabalgando sin tregua, decididos a romper el yugo, unir países que surgen a una vida nueva, y que ya al nacer son díscolos, ingobernables, y al final del camino sólo espera la decepción de haber arado en el mar, frase de personaje de novela como no hay otra.

 Pero el individuo que busca, no se encuentra a sí mismo, y muere generalmente en derrota, lejos de aquello que buscaba. Muertos de gangrena por causa de una flecha envenenada, como Ponce de León, o en la soledad del ostracismo, rumiando la desventura del fracaso, como Bolívar. 

Por eso mismo es que la historia se puede leer como una novela, o ser reconstruida como novela. La Florida del Inca, escrita por el Inca Garcilaso, es una novela, como lo es la Verdadera Relación de la Conquista, de Bernal Diaz del Castillo. Y sin esta visión de la historia como novela, no serían posibles El general en su laberinto, de García Márquez, ni La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa.
 

 La galería de personajes es infinita. Pero si me dieran a escoger a uno de entre tantos, me quedo con Francisco de Miranda. Sus diarios son eso, una novela fascinante que se lee sin respiro. Es el más exuberante de entre todos los héroes de a caballo, el más apasionado y el más apasionante, guerrero, trotamundos, aventurero, seductor.

No hay escenario de su época donde no hubiera estado, como testigo o protagonista. Capitán del ejército español, espía de la corona inglesa, perseguido por la inquisición por lector voraz, Mariscal de Campo en Francia bajo la revolución, consejero de Catalina la Grande en Rusia, luchador por la independencia sudamericana, entregado al final de su vida a las autoridades de la corona española, el propio Bolívar de por medio, y llevado prisionero a Cádiz donde murió en las mazmorras víctima de un derrame cerebral.

Novela política, novela histórica, no existen como tales, o si existen no se salvan como géneros literarios. Existen hechos extraordinarios, y protagonistas singulares, que la historia pone a disposición de la novela, la cual, en último caso se alimenta de la realidad para crear otra paralela. Pero esta otra es ya criatura de la imaginación, no de la relación rigurosa y fehaciente de los hechos, lo que a la postre viene a resultar siempre aburrido.

Y cuántas historias para ser contadas no nos ha dado ya este siglo de caudillos iluminados, reyes del narcotráfico que se solazan en el poder del dinero y de la muerte, y democracias hundidas bajo el peso de la corrupción. Un siglo sin héroes, bajo el fulgor luciferino de lo siniestro.

 

 

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5 de agosto de 2019
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Presentación singular

Inicia Borges el relato "Sobre el Vathek de William Beckford", incluido en Otras inquisiciones, diciendo que Wilde atribuye a Carlyle la siguiente broma: ‘una biografía de Miguel Ángel que omitiera toda mención de las obras de Miguel Ángel’. Pues bien, Carlos Jiménez Arribas, tras la presentación de Ciudad propia. Poesía autorizada, el jueves 8 de febrero de 2006 en la librería Central del Raval de la ciudad de Barcelona, comentó que ‘nunca había participado, ni asistido, a la presentación de un poemario en la que no se leyera algún poema’. En la presentación, además de Jiménez Arribas y el autor, intervinieron Félix de Azúa, Javier Ozón Górriz y Ulises Ramos, este último representando a Artemisa Ediciones. Una aproximación a lo acontecido en dicho acto lo relata Feingeschliffen en su blog: ‘Ayer (...) tuvo lugar la presentación del libro Ciudad propia. Poesía autorizada, de Francisco Ferrer Lerín (...) que recopila los tres volúmenes de poesía escritos por Ferrer Lerín a lo largo de su vida. (...) Un orador tan fino como Félix de Azúa, amigo personal de Ferrer lerín, prefirió leer su intervención, cosa que sólo hace cuando su admiración por obra y autor son excepcionales. El acto fue muy barcelonés, todos se conocían y saludaban, los jóvenes llevaban gafas de pasta, las jóvenes eran realmente guapas, las mayores eran realmente feas y vestían muy modernas y Joan de Sagarra (que no saludó a nadie al entrar ni al salir) se sentó en la primera fila. Francisco Ferrer Lerín es un maestro de las palabras y, como habrá notado quien le haya leído, tiene un sentido del humor sensacional. Tras las alabanzas que le dedicaron los tres presentadores, el escritor pasó simplemente a relatar un par de hilarantes anécdotas vividas hace muchos años y que, si aparentemente muy poco o nada tenían que ver con la poesía, sí que tenían que ver con ella en la singularidad de su mente.

 

 

 

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4 de agosto de 2019
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Frontera

A la mayoría de nosotros la palabra “frontera” nos evoca una barrera física (por ejemplo una alambrada) que parte nítidamente en dos un territorio que muchas veces era uno solo…hasta que alguien tuvo la ocurrencia de dividirlo. El paradigma podría ser ese aborrecible Muro de Berlín que Donald Trump parece querer emular  ahora para impedir la llegada de sus aborrecidos hispanos. Pero frontera  también puede referirse a un territorio inmenso, de límites físicos imprecisos  y abierto a los cuatro vientos, razón por la cual está expuesto a la irrupción de toda clase de pueblos, culturas e ideologías que pugnarán por imponerse a las demás,  generalmente por la fuerza del arma.

                En el caso de Europa su frontera oriental (Asia) es una gigantesca franja que va de Siberia al Mediterráneo y cuya delimitación ha costado incontables y ancestrales conflictos bélicos, con el agravante de que ni siquiera han podido fijarse todavía sus límites de forma estable. La zona norte de esa inmensa frontera, es decir Rusia y los territorios que integraban la extinta Unión Soviética nos resultan menos conocidos debido a la lejanía y a la proverbial renuencia de las autoridades soviéticas a dar noticia de sus conflictos internos, aunque si alguno de ellos ha salido a la luz pública (pongo el caso de Chechenia, sin ir más lejos)  las noticias que llegan desde allí suelen ser atroces.

Tradicionalmente, los conflictos ocurridos en la zona sur de la frontera euroasiática han tenido como epicentro los Balcanes y sus vecinos más inmediatos: Bulgaria por el norte y Grecia y Turquía al sur. La autora de Frontera, Kapka Kassabova nació en la esquina de Bulgaria donde confluyen también Grecia y Turquía, ocupando esos tres países un territorio conocido en la Antigüedad como Tracia. En 1989, cuando debido a la caída del Muro de Berlín se desmoronaron las URSS y el entramado de países que formaban el llamado Telón de Acero, los padres de Kapka Kassabova aprovecharon para emigrar a Nueva Zelanada, aunque más adelante ella se trasladaría a Escocia. Al cumplir los 30 años Kapka Kassabova decidió que había llegado el momento de regresar al escenario de su infancia y aprovechar la actual libertad de desplazamiento para conocer las zonas situadas al otro lado de las fronteras con Grecia y Turquía y que tantas vidas y sinsabores les había costado a quienes trataron de traspasar clandestinamente  esas  barreras.

El presente libro es el resultado de los vagabundeos de la autora por aquellos parajes. Casi sin proponérselo, pues más que un ensayo histórico formal es el recuento de incontables horas pasadas en cafés, posadas, carreteras que no llevaban a ninguna parte o incursiones por bosques impenetrables, la autora recrea en las conversaciones con unos y otros los paisajes y las vidas de  cuantos le van saliendo al paso. Y el recuento es alucinante porque sus interlocutores (taberneros, pastores, guardias fronterizos, poetas o viajantes de comercio),   tienen casi todos una característica común: son como  náufragos que han quedado varados en pueblos deshabitados debido a la descabellada política étnica  llevada a cabo por las autoridades de los tres países vecinos. A veces eran antiguos pueblos búlgaros que por aquello de la redefinición de fronteras pasaron a pertenecer a Turquía y fueron obligados por las autoridades de su nuevo país a regresar a su origen, con el agravante de que al no acomodarse en su nuevo asentamiento porque los consideraban turcos, al tratar de volver a sus casas se encontraban que éstas habían sido ocupadas por “griegos” de origen búlgaro también expulsados de sus hogares. Pero como  los  intercambios forzosos de unos territorios a otros ha sido una práctica habitual, el resultado es que la autora nunca sabe lo que va a encontrar a uno u otro lado de las fronteras, aunque casi todos tienen otra característica común: suelen aferrarse a su lengua y sus tradiciones y creen fervorosamente en los mitos y supersticiones de sus ancestros porque parece como si tales señas de identidad fuesen la única certeza que les cabe en una vida sin esperanza de mejora y que transcurre al límite de la miseria. Incluso se encuentra con una pareja acomodada y propietaria de una buena casa  que tienen en venta porque sueñan con poder instalarse algún día en Marbella. Es alucinante la capacidad del ser humano para infligir dolor y asumir las consecuencias de sus desmanes.

 

Frontera

Kapka Kassabova

Traducción de Cristina Lizarbe

Arma/enia.

                 

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3 de agosto de 2019
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Necesitamos vacaciones

La ola de calor terminó por reventar las cremalleras con las que pretendíamos resistir sin arrugarnos. Histriónica y desmedida, hinchó las carpinterías metá­licas, descolgó clavos de estanterías y reblandeció toda exigencia. De la misma manera que la muerte, la playa o la sed, el calor es de lo más democrático. Nos iguala y nos desmonta el cromo de quienes creemos ser: el rostro brilloso, ­sudado, la ropa malmetida, el paso desmayado, el jadeo cuando parece que no ­podremos seguir aguantando. Pero aguantamos. El umbral de tolerancia se empequeñece a medida que el verano se desviste. Mal soportamos a nuestros políticos airados, a nuestros famosos y sus bodas de quita y pon, a nuestros abogados, a la rémora de asuntos farragosos. “No puedo más”, repetimos, pero seguimos tragando lo que viene, la contrariedad servida en el desayuno, el desengaño nacional estampado en el periódico. Y suman a la colección de microdecepciones cotidianas que padecemos: la avería del aire acondicionado, el overbooking ya en chanclas y sin otro plan B que el de resistir y obligarnos además a ser decentes, eso es, paciencia, comprensión y buena cara.

El calor ensucia y pudre, pero aún y así lo ansiamos cada año porque con él llegan músicas y mares, y alguna noche en la playa donde atisbamos colores que jamás habíamos visto mezclarse. Durante el curso nos hemos demorado en encontrar un nuevo sentido a lo que hacemos. Además, nos hemos cuestionado –a nosotros mismos y a nuestros ellos– deseando escapar, no de un despacho o una familia, sino en general: hacernos invisibles, aunque se trate de esa vieja fantasía infantil que no se fue del todo.

“Querías un mar que nunca embraveciera. Pretendías llevarte bien con todo el mundo, no causar molestias, no pedir nada a nadie. Pero no se le pide al mar que no se enfurezca”, leo en las páginas de Donde me encuentro (Lumen). Su auto­ra, Jhumpa Lahiri, parece escribir sobre una sábana blanca. Son esos momentos los que buscas, la reparación del verano a pesar de que sus ardores emboten igual que la fiebre. Espacios en blanco, sin urgencias, donde es más lo que te desviste que lo que te viste, y así se renuevan las ilusiones. Nos decimos con solidaridad: “Necesitamos vacaciones”. Basta esa frase para anunciar la necesaria interrupción de la rutina. Dejaremos fluir las horas, pero también habrá tráfico, electrodomésticos que se nos resistan, tormentas que aguarán el día de playa, turistas bárbaros que destrozarán rincones de belleza... El sudor mezclado con aceite de coco. Cuánto anhelo expresamos en el deseo de apagar el botón, incluso sin saber muy bien cuál de ellos, como en los endemoniados cuadros de luces de los hoteles. Felices vacaciones.

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31 de julio de 2019
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La especie

Hacía un siglo que no pisaba una piscina populosa. Este año pude hacerlo y me ha quedado un cálido sentimiento de ternura. En las piscinas de los grandes hoteles se junta una muestra exacta del género humano en versión democrática. Casi desnudos, sin máquinas que los distingan, los teléfonos son todos iguales y los clientes del hotel, también.

El espectro es antropológico. Van primero los niños chiquitos, sin movilidad, frágiles, agarrados a sus madres y con los ojos muy abiertos. Vienen luego los niños propiamente dichos, lo mejor de la especie, los cachorros prístinos, perfectos, vivísimos. Son originales, imprevisibles y escandalosos. No lo hacen adrede, pero molestan todo cuanto pueden. Sus padres sueltan incoherencias como: "¡Ven aquí, que te voy a dar un azote!", y los niños van, aunque sea haciendo mohines. ¡Como lluvia de estío!

Lo que sigue son los adolescentes, arrogantes, tímidos, incompletos, soberbios, aplastados por su inseguridad y por la obligación que les ha caído de golpe: seducir. Lo intentan, aterrados por el fracaso, pero cuando se sosiegan son la belleza misma. Sus padres, que se los miran con temor y orgullo, soportan ahora la carga más desgraciada, tienen que dar de comer, vestir, cobijar y contentar a toda la familia. Tarea ímproba y sin reconocimiento. Todos son iguales, aunque ciertos caracteres secundarios distingan a un ruso (un tercio de carne más) de un italiano (fino, moreno, peludo), son diferencias triviales. Y luego ya, en el último tramo, los abuelos, tipos sin futuro, sin agobios, sin angustias, a quienes todos ignoran menos los niños, y eso les basta.

Hay que reconocerlo. La especie humana es admirable y magnífica solo cuando está en pelotas. Gocen de la piscina y hasta septiembre. 

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30 de julio de 2019
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Mientras negociaban

Mientras dos partidos de izquierda negociaban la pasada semana un reparto de carteras que no comprometiera a los unos y fuese suficientemente respetuoso con los otros, el mundo seguía devorándose a sí mismo. El mismo día de la fallida investidura de Pedro Sánchez, al menos 116 personas morían ahogadas en el Mediterráneo tras hundirse la barcaza en que hombres, mujeres y niños trataban de escapar de la ola de violencia desatada en Libia. El Mare Nostrum se ha convertido en un terrible sumidero en el que no queremos ni pensar ahora que llegan las vacaciones; ese mar amable, cálido y comercial en el que se ahogan quienes emprenden un éxodo a la desesperada.

Un día antes del debate de la fallida investidura, la Encuesta de Población Activa del segundo trimestre del INE contabilizaba 3.230.600 parados –muchos de larga duración–Y, al siguiente, la cifra de mujeres asesinadas por sus parejas o sus excompañeros en lo que va de año ascendía a 35. En esta España, el 33% de los jóvenes emancipados siguen dependiendo económicamente de sus familias (y no contamos los que no ­pueden aspirar a un hogar propio) y el 70% de los abuelos se desloman cuidando de sus nietos durante los meses de verano, volviendo a demostrar que las políticas de conciliación no son sino un brindis al sol.

El jueves, cuando Sánchez se petrificaba en su escaño y su tez se acetrinaba, la mandíbula apretada como sólo él sabe hacer, en carrillo y con soplido fino, Boris Johnson –¿o era un doble de Donald Trump?– enaltecía el espíritu nacional con la eterna promesa: “Haremos que el Reino Unido sea el mejor país del mundo”. Y dejaba claro que a él no le temblarán manos ni tijeras en la desconexión brexitiana, al tiempo que la carta del negociador en jefe europeo, Michel Barnier, a los Veintisiete miembros de la Unión calificaba los planes del flamante primer ministro británico de “inaceptables”. En el ombligo de nuestro Congreso, los socialistas sentían cómo la corriente de desafección –también de desprestigio– hacia la política inundaba los comedores familiares, las oficinas y hasta los bares, dejando atónitos a los ciudadanos la incapacidad de entenderse de nuestros representantes.

La tarde ardía, la ola de calor reblandeciendo el asfalto, cientos de hectáreas de bosques recién calcinadas. La sensación de incendio se iba extendiendo dentro y fuera de los cuerpos. La política convertida de nuevo en quebradero de cabeza en lugar de herramienta para solucionar problemas. Que si exigencias desmedidas, que si ministerios sin competencias, que si prepotencia inexperta o irresponsabilidad y negligencia manifiestas. “Septiembre nos complica la vida a todos”, resumió Rufián, uno de los pocos parlamentarios frescos entre tanto bochorno. Y nos hizo recordar la máxima de Diderot: los errores pasan, sólo la verdad permanece. Pero no admite tregua, porque el mundo sigue devorándose a sí mismo.

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29 de julio de 2019
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Las voces a ellas debidas, y 10

 
  
 

Reina María Rodríguez (La Habana, 1952).

La caja de Bagdad. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2018.

 

La obra apelativa y el activismo literario de Reina María Rodríguez  se distinguen tanto por su inmediatez, exploración del coloquio y fe poética, como por su labor de difusión de las nuevas voces fuera de Cuba, un pais, como también Puerto Rico, cuyos orígenes documenta la poesía. Le ha tocado la tarea de proseguir la genealogía fundacional que asumieron José Lezama Lima, Fina García Marrúz, Cintio Vitier, Lorenzo García Vega... El Premio Nacional de Literatura que recibió, conlleva la publicación de un tomo representativo del autor. Ella optó por hacer un libro que fuese una caja de prosas y poemas que ilustran la sobrevida de una legendaria tribu inspirada que aquí registra su pálpito. Pocos poetas han dedicado su obra a sostener la continuidad del diálogo, que en Cuba es una prolongada tertulia con Martí. Pero la imagen de la caja postula también una de costura, la que remite a su madre, costurera de oficio, cuya capacidad de convertir un vestido en otro, armado de retazos, fueron su primera lección de lo mucho que puede la textualidad. Este Libro es un tríptico que incluye “La caja de Bagdad,” “Otras mitologias,” y “Variedades de Galiano”. 

        El primer libro traza el horizonte imaginario, que siendo isleño es también una constelación de referencias, memorias, barrios y oficios; su lección es el barroco insular, que decanta el horizonte expansivo de Lezama Lima en el entramado actual. Reina María está afincada en su hora y su espacio, cuyas coordenadas incluyen la familia, los amigos que circulan como otro destiempo,  y el taller cultural de su azotea, espacio alternativo y feliz. Su épica de lo cotidiano es un tratado del diálogo en tiempos de peregrinaje y precariedad. Pero la caja es también una de música, que prodiga la  dicción y la textura del diálogo, que es el paisaje del poema. Todo lo cual anuncia el himno del milagro cotidiano de una Isla sostenida por los discursos del origen plural. Esa fecunda figuración se prolonga más allá del libro, en los poetas amigos que partieron, plenos de talento, como Juan Carlos Flores. Pude traerlo a mi Universidad y fue afectuosamente feliz, pero no podía estar solo. En New York logró su sueño de conocer el MOMA y el  Yankee Stadium. Sobrevivía medicado hasta que se colgó en su balcón de Alamar.        

        El segundo libro, celebra la memoria de su tiempo, siempre un presente pleno de voces. Esa condición colectiva de la poesía iba más allá del “taller,” del “cenáculo,” del “grupo generacional.” Más bien, respondía al modelo barroco lezamiano, cuyo espacio operativo era el diálogo, y cuyo saber se basaba en un formato iniciático que recuerda a Novalis y los discípulos en Sais. Lo notable de la lección lezamiana es su pedagogía gratuita: la sabiduría cognitiva no es histórica sino mítica, y ocupa tanto la obra de los poetas como sus trayectos. Más mundano y del tiempo vital es el himno en Cintio Vitier, quien da al desvivir cotidiano una dimensión heroica. En esa magnífica tradición, Reina María Rodríguez reafirma el lugar de la escritura como central a la familia afectiva, porque en el canto se plasma la circulación del sentido, tan vital como ético, de estar ahora y aquí, en esta lengua celebratoria, y en esta Isla encantada por sus orígenes en la fe poética. Leer es aquí un espejo memorioso.

        El tercer libro despliega un registro  más mundano y narrativo; posee el pálpito del reconocimiento de otro trayecto: el espacio urbano de la amistad,  de las ceremonias de la solidaridad y la inventiva.  Si las prosas de este libro construyen una tierra firme memoriosa, los poemas son a la vez recuentos y epifanías. La dicción del verso es de una textura fluída y resonante, capaz de acarrear una entonación salmódica, sumaria y sensórea, que nos hace parte de su tierra firme.

        Esa suerte de mutualidad creadora da a la obra de Reina María Rodríguez su fuerza articulatoria y su fe en una familia colectiva, aunque dispersa, siempre viva. El coloquio propicia las sumas del porvenir.

 

 

 
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28 de julio de 2019
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El anti-Sánchez

Vuelvo a colgar en El Boomeran el artículo El anti-Sánchez que publiqué como tribuna de opinión en El País el pasado 12 de julio, añadiéndole dos breves comentarios de apertura y cierre (1 y 2).
 

1. Junto a la decepción producida por la actitud hipócrita del partido en que se ha convertido Ciudadanos, el desconsuelo que me produce ver a respetados y no pocas veces admirados amigos hacer el triste papel de palanganeros y propagandistas de una fe rancia y sectaria. Uno de ellos usaba el otro día la palabra repelente para calificar el comprensible y legítimo rechazo de los manifestantes a la presencia de Inés Arrimadas y su camarilla en el Orgullo Gay. Yo el repelente lo uso solo contra los insectos, que tan cargados de odio vienen este verano. Soy alguien que abomina de los actos violentos, como creo haber demostrado (no soy predicador) en mi ya larga vida. Pero no me cabe duda: quien con infames pernocta excrementado alborea.

A fines de septiembre del año 2008 recibí una carta personal de Albert Rivera, entonces un joven abogado catalán que se iniciaba en la política y había cobrado notoriedad por su ‘full monty' electoral, tapándose el desnudo integral con las manos cruzadas sobre sus partes pudendas. La carta era elocuente, amable y determinada; el político se hacía eco de un artículo mío publicado el 13 de septiembre de ese año en el diario Libération, donde cuatro escritores europeos nos turnamos semanalmente durante casi dos años mandando una carta desde la capital en donde vivíamos. Mi ‘Lettre de Madrid' de aquel mes había tratado de una contienda que, lejos de calmarse, ha ido creciendo, con estrategias y armas de mayor calibre: la guerra de las lenguas (título del artículo). Rivera, catalán bilingüe y no nacionalista, agradecía la ecuanimidad no belicosa de mi texto, que comentaba un reciente manifiesto de corte progresista en el que, reconociendo la legitimidad y el gran aporte cultural de las lenguas minoritarias del estado, se preconizaba el uso y la enseñanza de una lengua común a todos los españoles. Varios de los intelectuales firmantes de ese manifiesto, sobradamente conocidos, habían estado vinculados al nacimiento de lo que se llamaba Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía. Rivera me cayó simpático, una predisposición somática que precede al hecho de que un partido o una plataforma nos induzca a votarles. 

En algún momento de los más de diez años transcurridos desde aquella carta, amigos míos de mi propia ideología, que no es la liberal, me reprendieron con rotundidad comedida (sin escrache, para entendernos) por dos motivos: sostener en conversaciones de sobremesa que Ciudadanos me caía bien en su travesía del desierto, y confesar que yo, que no soy de su cuerda, podría un día votarles en función de las circunscripciones y de sus personas políticas; por ejemplo la del propio Rivera o la de Inés Arrimadas, que pronunció en el Parlament el discurso más valiente y más inteligente, además de veraz, de todo lo que se dijo en aquellas aciagas jornadas de octubre de 2017. El día en que podría votarles no ha llegado, y ahora la situación es muy distinta, como todos sabemos. Ciudadanos creció, brotaron otros partidos nuevos, a derecha e izquierda, y me alegró de manera vicaria que en la pasada tanda de elecciones al menos cinco electos de partidos distintos, dos diputado a Cortes, dos autonómicos y un edil por Madrid, fuesen amigos míos, tan queridos y admirados como algunos independentistas catalanes radicales a los que jamás votaría pero no he dejado de querer en lo que antes se llamaba el fuero interno.
Mi alegría interpartidista quedó casi inmediatamente nublada, ya que pronto empezamos a oír los anatemas de Rivera y la plana mayor de Ciudadanos tildando a Pedro Sánchez poco menos que de organismo infeccioso y letal para la salud pública de los españoles. Tan graves eran los peligros vaticinados que estuve pensando ir a un alergólogo, por si acaso el mero hecho de haber yo depositado mi papeleta del mes de mayo con el nombre impreso de Sánchez pudiera acarrearme males cutáneos incurables. Hubo, como alivio, una cierta disidencia interna en el partido anatematizador, pero para mi gran decepción Arrimadas no estaba entre los disidentes; también ella veía inminente el estallido de una plaga sanchista para la que el único remedio preventivo era formar diques de contención, aunque en sus materiales de mampostería se diera cabida a la antigua argamasa del odio sexual, racial y social. Ciudadanos prometía, eso sí, para tranquilizar a sus votantes progresistas, que los tiene (o podría tener), guardar una distancia profiláctica. Se hacen los protocolos contra "el síndrome de Sánchez" pero sin tocarse. Los facultativos designados por la Beneficencia del Estado (Pabellón D alta y d baja) se observan, se hablan por señas o móvil, quizá llegan a parlamentar en algún pasillo poco iluminado, sin taquígrafos por supuesto, y ya está. La cosa se presenta fácil. Pero hete aquí que los albañiles novatos se rebelan contra ese apartheid. Nada de cordón virtual. Ellos quieren verse las caras. Darse la mano. Obtener cargos. Al fin y al cabo los apestados son los Otros, ¿no habíamos quedado en eso?
 
Rivera y su partido insisten. Los pactos que al menos durante cuatro años van a marcar el destino o la vida diaria de millones de ciudadanos se acuerdan pero no se substancian, ni con mesa redonda ni con un almuerzo; un café, seguramente cortado, es lo máximo, presencialmente hablando, que Ciudadanos está dispuesto a concederles a los de la vieja argamasa. El secreto impera. Y a Sánchez nada, como es lógico: la entrada en la Moncloa llevando mascarilla blanca de estilo turista japonés y guantes protectores no es una imagen favorecedora en la tele. 
A todo esto, Inés Arrimadas, que nunca escurre el bulto, fue a la manifestación del Orgullo sin máscara ni guantes y la abuchearon. No es la primera vez que la insultan y tratan de expulsarla como persona non grata. Ella y otras personas que considero gratísimas saben cómo lidiar con esas situaciones tan deplorables, pero resulta extraño que una mujer de su sagacidad se escandalice tanto de que unos manifestantes, ancianos gays, lesbianas jóvenes o ministros fuera de servicio, no la aceptaran en su manifestación reivindicativa, que es un acto político de signo muy claro y determinante; no la querían a su lado porque ella y su partido son, mientras los hechos no demuestren lo contrario, aliados de quienes desearían que las victorias igualitarias volvieran a ser derrotadas en las guerras civiles de la actualidad. También dicen, ella y Rivera y otros gerifaltes de su partido, que vieron mucho odio en el Paseo de Recoletos. Para odios los que se han visto en los últimos tiempos. Odiar se ha puesto barato, no solo en Waterloo y campos bélicos más cercanos. En un momento grave en Europa y muy difícil en nuestro país, los elegidos en las urnas de mayo y junio anteponen su visceralidad a su templanza. No quieren sacrificar su orgullo de patriotas, sin entender que con menos orgullo y más patriotismo de progreso nuestras sociedades seguramente avanzaran mejor.
"Solo nos importan las personas". Ese era el lema que hace muchos años acompañaba el desnudo tapado del joven abogado Rivera. Un buen eslogan, que encaja difícilmente en el espíritu de un partido que ahora elige sus antagonías de un modo insolidario, regresivo y puramente calculador. En la universidad de mi tiempo leíamos el Anti-Dühring de Engels para entender, no siempre con éxito, el marxismo, después El antiedipo de Deleuze y Guattari para ser freudianos, y algunos más osados se hacían el Anticristo. Hubo una época anti, anti casi todo, que algunos recordamos con cierta nostalgia, pese a sus peajes. Hoy se estila el anticuerpo. Y por eso un partido que nos parecía fresco y sano se ha hecho antisánchez. Y no por los errores cometidos por el presidente en funciones, que sin duda los hay pero no en cantidad, aunque solo sea por falta de tiempo. Le odian por lo que dicen que va a hacer mal, sin poder saberlo, y le aíslan para que no gobierne, aun sabiendo que los que gobiernen en su lugar no quieren nuestro bien, que en este caso sí agradece la reiteración: el bien de todas y todos.
 
2. "Sánchez y su banda" es el último eslogan inventado por Albert Rivera. Esa supuesta banda maléfica ha fallado en su "atraco", como se ha visto en la segunda votación de investidura del jueves 25 de julio.
 
Así que ahora los ciudadanos que observamos la vida política sin obediencia a partidos ni siglas tenemos más tiempo para fijarnos en la banda opuesta. Esa "Banda de los Tres" formada por dos partidos que se declaran abiertamente de derechas y un tercero que se vendía a sí mismo como progresista. Pero se ocultaba.
 

 

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25 de julio de 2019
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