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Todo el detalle

"La verosimilitud se encuentra en el detalle", decía Chejov. O viceversa: el detalle otorga la prueba de realidad, concretiza el relato imaginado o, exactamente, lo cose físicamente a sus pormenores. Sin dar detalles nadie cree fácilmente en aquello que se dice, como también, para parecer del todo veraces nos esforzamos al mentir en la mención de complementos banales. El aforismo de "quien se excusa se acusa" alude a esa forma prolija de explicar una falta atribuyendo el defecto a una excesiva colección de elementos o accidentes. El valor del detalle queda así probado doblemente: tanto en su pertenencia a la verdad como en la simulación de lo verdadero, tal como se hace en los buenos relatos literarios, en los ricos relatos musicales o en la pintura interesante.

/upload/fotos/blogs_entradas/daniel_arasse_med.jpgDaniel Arasse ha tenido ahora la suerte, tres lustros después de su publicación francesa, de ver traducido su libro, El detalle. Para una historia cercana de la pintura, al castellano (Abada Editores).

No creo, en comunidad con mi amigo Paco Calvo Serraller, que el arte contemporáneo haya ido suprimiendo el detalle que acaso Arasse insinúa. Casi todo lo contrario: por muy abstractos que parezcan los cuadros abstractos, no llegan a ser nada sin la aparición del detalle. No hay, en general, cuadro con encanto que no revele un accidente supuestamente menor del que succiona la verosimilitud del azar y el perfume de su magia.

O de otro modo: la belleza convincente, la convincente belleza que nos vence procede de una aguda partícula que, explícitamente o no, actúa como un ácido decisivo. En la pupila. En la pupila que mira hacia el exterior y se hunde buceando en lo interior. Ese punto de encantamiento inesperado que la vista proporciona al alma y la exhalación del alma cristaliza cuando la insignificancia suscita la auténtica significación y cuando la menudencia descuidadamente provoca la sorprendente escala de la obra de arte.

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28 de julio de 2008
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El culto de los rockeros autodestructivos

 

Tengo una amiga escritora, algo nihilista, que ha cumplido veintisiete años y dice que está en la edad ideal para morirse. Me suena raro: nunca he escuchado nada sobre la "crisis de los veintisiete". Ella me explica, con un tono algo trágico, que no hay nada mejor que morirse joven, y me pone como ejemplo la vida de Kurt Cobain: ha quedado ahí, congelado en el tiempo, de veintisiete años para siempre. Dice: "sus canciones eran los himnos de mi generación, en el colegio". Pienso en el romanticismo inevitable de la edad, en los mitos del arte, y me digo que hay algo ahí que no ha cambiado desde hace un buen tiempo. De modo que consigo los DVDs de Control (2007) y Last Days (2005), y trato de ver cómo se reinterpreta estos días el mito del artista joven, trágico y muerto antes de tiempo.

Last Days, la película de Gus Van Sant basada libremente en los últimos días de Kurt Cobain, muestra a un cantante de rock, Blake (Michael Pitt), en estado catatónico. Cuando comienza la película, Blake ya está perdido para el mundo. En vez de hablar, murmura palabras ininteligibles; la gente que se le acerca apenas rasga su coraza. Alguien se lo dice: se ha convertido en el "cliché de una estrella de rock". Blake camina por el bosque, entra y sale de una casona en la que viven otros músicos, va a fiestas pero no participa de ellas, escucha lo que le piden pero no responde. Es fácil impacientarse con Blake, criticar su inmadurez, su autoindulgencia, quizás porque Van Sant no se ha preocupado por llenar los espacios en blanco: debemos asumir que estamos ante una estrella, un gran artista. De otro modo, ¿por qué deberían importarnos los últimos días de Blake, su suicidio anunciado?

Control, dirigida por Anton Corbijn, narra la historia de Ian Curtis (Sam Riley), el carismático cantante de Joy Division, un grupo clave del post-punk inglés de fines de los setenta. Filmada en blanco y negro, Control nos da una visión más completa del artista torturado que Last Days: podemos apreciar a un Curtis epiléptico, que lucha entre el amor (o dependencia emocional) por su esposa Deborah (Samantha Morton) y la intensa atracción que siente por su amante. La fragilidad física y emocional de Curtis lo lleva al suicidio; el cantante inglés puede haber sido joven e inmaduro, pero su muerte no se debe al cliché: no son las presiones del estrellato las únicas que contribuyen al suicidio, aunque sí se sugiere que tienen algo de culpa los empresarios ambiciosos (ese otro cliché), al minimizar la epilepsia de Curtis y obligarlo a cantar cuando él se daba cuenta de lo débil que estaba y no quería seguir.

Al final, no debería importar tanto la edad sino lo que se hizo con ella. Lo cierto, sin embargo, es que en esta época en que ser joven es un valor trascendente en sí mismo, el culto del artista desaparecido en su juventud se halla en pleno apogeo. Hubo una época en que se adoraba a los poetas malditos; hoy la poesía ha cedido su lugar de privilegio a la música, y el culto es de los rockeros autodestructivos. Dylan Thomas vendrá pronto al rescate de la poesía, con el estreno de la película The Edge of Love, sobre su vida de excesos y muerte temprana. Pero, como un crítico inglés dijo por ahí, Thomas fue probablemente "el último poeta en ser tan famoso como una estrella de rock"; el círculo se completa.   

(La Tercera, 28 de julio 2008)

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27 de julio de 2008
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Infectos Artefactos / V

V. La llave de Yahvé.

Crece uno con esa idea torcida de que todo lo fácil es despreciable. Preferimos pagar por la fruta que nunca vamos a comernos, toda vez que lo opuesto parecería un abuso. Un día, aprovechando cierta distracción del carcelero, extendemos la mano y le damos una tarascada. Nada, a partir de entonces, volverá a ser igual. Aún tengo en la memoria la sensación de fuga feliz obtenida a partir del primer walkman. Andaba en bicicleta, con él en la cintura y la cinta girando en sus entrañas. Encontraba una suerte de manifiesto de independencia de la realidad en esa deleitosa introspección, ejercida a volumen de lesión cerebral. De repente podía negociar con el mundo exterior sin tener que salir del interior. Imponerle a la vida una banda sonora.

     Nunca entendí muy bien la utilidad del bolso femenino. Y al fin, si ésta era tanta, por qué entonces los hombres prescindíamos de él. ¿No sería más cómodo que cada quién cargara con su caja de herramientas? Hay quienes acostumbran, sin menoscabo alguno de su virilidad, llevar en su lugar una de esas navajas suizas equipadas con torno automotriz, gato hidráulico y forceps, para lo que se ofrezca. Si observamos los nuevos modelos, encontraremos un conector USB. De nuevo, el universo exterior cae de hinojos ante el interior, donde late la urgencia de conectar la prótesis electrónica.

     "Quiero la suerte de un amor tranquilo, con sabor de fruta mordida", rezaba la famosa canción de Cazuza. La posesión de un nuevo Mr. Gadget proporciona la siempre fresca sensación de haber sido premiado sin merecimientos. ¿Upgrade o downgrade?, duda aún la conciencia, que no tan fácilmente acepta hacer las cosas fáciles. Con lo bonito que era hacerlas difíciles. Pero no hay vuelta atrás. Se entra al iPhone como antes se entró al walkman, asumiendo entusiasta otra forma de vida, quizá más presurosa y con toda certeza menos meritoria, pero inminente ya. Se deja atrás la cruz para partir en pos del zen nuestro de cada día. Se abraza al fin la fe en la fruta mordida, con todo el entusiasmo pagano del que es capaz un tránsfuga del chicote. Ya sé que el paraíso está en otra parte, pero hoy no quiero más que vida fácil. Volar sin costo, aterrizar sin mérito. Decirle al fin adiós a lo que solía ser la realidad. Resignarse a la luna. Migrar.

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25 de julio de 2008
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Ciudades virtuales y literatura: Accelerando

Termino con dos narrativas recientes relacionadas con estos mundos virtuales. Una pertenece a Cory Doctorow, la otra al inglés Charles Stross, dos de los principales escritores de la ciencia ficción contemporánea. En "Anda's Game", un cuento de Doctorow en el libro Overclocked (2007), lo que se hace patente es que en los mundos virtuales de hoy la división colonial del trabajo de otras épocas sigue vigente. El cuento trata de una fábrica maquiladora virtual: los obreros que reciben un sueldo miserable para pasarse muchas horas al día frente a la computadora haciendo actos rutinarios para conseguir puntos que permitan a los patrones comprar algunas de las vestimentas y armas preciadas por los jugadores de las comunidades virtuales (estas vestimentas y armas se pueden comprar luego en eBay). Mientras los jugadores se conectan al juego desde las grandes capitales de Occidente y en los países más desarrollados del continente asiático, las maquilas se instalan en países como México e Indonesia. Parecería que, en relación a ciudades y mundos virtuales, algunas cosas deben cambiar para que todo permanezca igual.

En cuanto a la novela de Stross, Accelerando (2006), ésta trata de las desventuras de Manfred Macx, un capitalista filántropo que se encarga de desarrollar tecnologías y luego permitir el libre uso de ellas. A diferencia de los personajes de Gibson y Stephenson, Macx vuelve a caminar por la ciudad, pero ahora lo hace con unos lentes -"goggles" también-que le permiten recibir continuamente información. Al comienzo de Accelerando, Macx acaba de llegar a Amsterdam:"Martes de un cálido verano, y él se halla en la plaza al frente de la Centraal Station con sus pupilas mirando a todas partes y los rayos del sol reflejándose en el canal, scooters y ciclistas kamikaze manejando a toda velocidad, y turistas cuchicheando por todas partes. La plaza huele a agua y suciedad y metal caliente y el humo exhausto de los convertidores catalíticos; suenan al fondo las campanas de los tranvías, y los pájaros vuelan sobre su cabeza. Él mira al cielo y coge una paloma, recorta la foto y la coloca en su blog para mostrar que ya ha llegado".

Macx camina eufórico por Amsterdam, con el "dinámico optimismo de otra zona temporal, otra ciudad". Pero no se trata sólo de la ciudad-de los punks y los barcos de turistas y los molinos que encuentra a su paso--, sino de lo buena que es su banda ancha, pues Macx, mientras camina, va, a través de sus lentes, escribiendo su blog y recibiendo información: "Sus canales se despliegan en una esquina de la pantalla, disparando información comprimida de prensa, luchando por su atención, peleando agresivamente frente al paisaje". Así, mientras espera una invitación para una reunión de negocios, Macx se entera de que Rusia ha reelegido a un gobierno comunista y China se prepara para rehabilitar a Mao, y el gobierno de los Estados Unidos está lidiando con los problemas acarreados por la división de Microsoft en tres compañías.

En la novela de Stross, la biotecnología ha logrado la fusión del hombre con la máquina. Nuestro cerebro, nuestros órganos de percepción, todavía nos sirven, pero ahora funcionan ayudados por chips y instalados en nuestro cuerpo. Si los lentes se le pierden, Macx pierde la capacidad de entender todo lo que lo rodea.

Las fantasías de Gibson y Stephenson eran de su tiempo, de un momento histórico en que las computadoras portátiles no eran tan poderosas como eran hoy. Ahora, gracias a las conexiones sin cables, gracias a los chips sofisticados que se pueden encontrar en los iPods, cámaras digitales y celulares que llevamos a todas partes, los personajes de Stross vuelven, como imaginaba Benjamin, a deambular por las calles de las grandes ciudades. La única diferencia es que ahora llevan el ciberespacio o el Metaverso consigo, de modo que lo real termina fusionado con lo virtual.  

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24 de julio de 2008
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Viajar con libros

Llega el momento de decidir cuáles serán los libros que deseamos leer en los días de veraneo. ¿Qué hacer? Optar por lecturas "fáciles", evasión, diversión, fuga y ligereza? O, al contrario, nos atrevemos con esos "tochos" que no fuimos capaces de enfrentar en los días sin vacaciones. Creo que haré una mezcla. Me prometeré terminar Vida y destino o las memorias de Ernst Junger, así como su novela  Sobre los acantilados de mármol. Pero tampoco olvidaré lo próximo de Vila Matas que en septiembre estará en librerías. Y volveré a dos libros, Herzog de Saúl Bellow, novela última que leyó el querido Ángel González, ¡siempre le echaremos de menos!

/upload/fotos/blogs_entradas/artemisa_med.jpgY me llevaré dos libros que también esperan a septiembre, los dos primeros de una editorial que promete (Ediciones Alfabia) que comienza con una novela sobre Artemisa Gentileschi, la gran pintora del barroco italiano que ya nos había acercado biográficamente Ángeles Caso y ahora vuelve como novela de Anna Banti. Y los relatos de la nueva Lourdes Iglesias, un "Iglesias" más en nuestro tinglado cultural.

No perdonaré la reedición de Conejo es rico de Updike, ideal lectura para tiempos en los que la gasolina sigue subiendo su precio.

A fuga negras la haré con Luna de miel de la gran Dorothy L. Sayers. Y con la muy inquietante y prometedora novela El asesinato de Road Hill, esa especia de  a "sangre fría" sobre un asesinato del siglo XIX, escrito en el siglo XXI  por Kate Summerscale.

Y al lado de los cuadernos de Paul Valéry, viajarán los aforismos de Juan Ramón Jiménez, esa joya llamada Río arriba. Seguro que no harán mala compañía, Las ensoñaciones del paseante solitario de Rousseau. También se vienen conmigo los libros de Adalbert Stifter, El sendero en el bosque y Abdias.

Recordar otras dos relecturas, El difunto Matías Pascal de Pirandello y Aguafuertes españolas de Robert Arlt.

No se me pueden olvidar las memorias de Agatha Christie, Ven y dime como vives. Y atreverme con el turbio, muy recomendado por Banville -del que me llevo su viaje a Praga-  Evan Connnell que fue capaz de escribir El diario de un violador como si supiera de qué hablaba.

¿Y todavía no he pensado en los ensayos, ni en los libros de historia? ¿Y qué pasa con la poesía? Creo que tengo que hacer otra lista, añadir otra maleta. El mismo dilema de todos los veranos. Seguro que me olvido de alguno fundamental. Qué corto el verano, qué largo el olvido.

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24 de julio de 2008
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Cocina de muchas manos

Una de las influencias culturales sujeta a menor represión, o a ninguna, es la culinaria. Los alimentos, que vienen a ser las enseñas fundamentales del gusto y el hábito de comer, se crearon a lo largo de la historia en los fogones rurales, en las cocinas de las haciendas y en los barrios y poblados donde dominaban los indígenas, negros y mulatos, lo mismo que los mestizos pobres, pero también en las cocinas de las familias principales, chapetones y criollos, donde hubo desde el principio de la colonia cocineros y cocineras africanos, esclavos y libertos, tanto negros bozales como ladinos, de los que llegaron desde la península española con sus amos. Los africanos tenían un gusto natural para sazonar, y con frecuencia eran asignados a cocineros, y así aportaron sus formas novedosas de preparar los alimentos, dejando una visible huella en las cocinas locales.

Pero a esas cocinas entraron también desde el principio las cocineras indígenas, dueñas de secretos ancestrales exclusivos de las mujeres, porque en la cultura aborigen los hombres nada tenían que ver con los fogones, ni con los mercados, de donde eran expulsados por ley, al punto que aún hoy la palabra cuque, el anglicismo que designa al cocinero varón, evoca la masculinidad dudosa. Se explicarán entonces porqué yo fui echado desde niño de la cocina; no se trataba más que de una tradición heredada de los tiempos precolombinos en Nicaragua.

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24 de julio de 2008
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La cuestión de la bondad (4)

El mundo relegó la noción de bondad al museo en que acumulan polvo los discos de pasta, los tranvías y los trompos. La mención de la palabra no despierta hoy más que ecos limitados: pensamos en la figura de quien ayuda a cruzar a un ciego -un clásico, mencionado aquí por Eduardo Varas-, en la moneda obsequiada a un niño en un semáforo, en los programas de TV que prometen cumplir ‘sueños' a gente en problemas. Pero hasta esos pocos ‘links' son cuestionables. Enseguida salta aquel que dice que dar monedas a un niño de la calle no es bueno. Y se hace evidente que en el programa de TV importa más el rating y el sexo que la supuesta obra de bien. El sistema en que vivimos acotó claramente la función de la bondad: en las grandes ciudades, ‘bondad' es aquello que es recomendable practicar siempre y cuando no perjudique nuestro bolsillo y conveniencia, no estropee nuestro paisaje y no haga mella a nuestra administración del tiempo. En términos matemáticos, la bondad es hoy inversamente proporcional a nuestro derecho de tener -y aparentar- más. O para ponerlo de otro modo: en este mundo histérico, salvajemente egoísta y necio hasta el extremo de coquetear con la extinción, la bondad es un lujo que no podemos darnos.

Aun en el caso de que proporcionásemos a nuestros hijos un entorno familiar donde la generosidad es la norma y la atención al necesitado un desvelo, los niños seguirían interactuando con la TV -que catequiza como nadie el evangelio del tener-es-ser- y con la sociedad en miniatura que se crea en cada aula, en cada plaza, en cada club. Un hijo nuestro que comparta lo que tiene, evite la tentación de la violencia y se preocupe por el necesitado no sería ‘leido' como un niño bueno, sino como un freak. Sus pares, forjados en la dialéctica de la competencia extrema (este es el mundo de los más fuertes y de los más ricos, que a menudo son los mismos), no sabrían decodificarlo. Les sería más extranjero que un verdadero marciano. Lo cual torna todavía más imprescindible nuestra intervención en la materia. Porque lo que no aprendan de nosotros a este respecto tampoco lo encontrarán en el aula -y mucho menos en el patio.

‘Se acostumbra a pensar que el bueno es tonto', señala Serpiente Suya. Ser bueno implica resignar voluntariamente la posibilidad de una ventaja, y nuestras sociedades están por completo basadas en la idea de obtener (la mayor) ventaja (posible). O sea que no sólo debemos enseñar a nuestros niños el valor de la bondad y las maneras de practicarla. También debemos enseñarles a cargar con el peso de no ser cool -nada menos cool en nuestra cultura que la opción por la bondad.

Y algo que torna la tarea todavía más cuesta arriba: ser buena gente no necesariamente engendra buenas ondas, ni lo habilita a uno a circular por la vida con una sonrisa de oreja a oreja. Muy por el contrario, ser buena gente garantiza que uno va a sufrir como un marrano. Porque será incomprendido. Porque se topará a cada paso con gente que antes que bueno, lo toma por buenudo. Porque al negarse a jugar de acuerdo a las reglas más populares del juego, será aventajado en cada carrera. Y porque después de haber sido sacudido y humillado, uno debe reunir prestancia de espíritu para convencer a sus hijos de que ser bueno vale la pena a pesar del sufrimiento... en un mundo que escapa del sufrimiento más que de la peste.

Todos querríamos preparar a nuestros hijos para un mundo mejor, pero nos conformaríamos con prepararlos adecuadamente para éste. En este sentido, cabe preguntarse si lo más conveniente, si lo menos cruento, no sería educarlos para ser crueles y despiadados. Sufrirían menos si lo fuesen, eso es indiscutible. La pregunta cabe, pues: ¿cuál es la bondad de ser bueno.

Um. Mañana la termino. (Eso creo, al menos.)

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24 de julio de 2008
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Genealogía de la figura del turista

Rafael Argullol: Esta depredación en detrimento de lo que sería la exploración, tanto en el viaje físico como en lo que podríamos denominar viaje interior. Parece que se opta a esa especie de utilización inmediata al modo de rapiña de las cosas.
Delfín Agudelo: ¿A partir de qué siglo surge el turismo tal como lo conocemos hoy en día? ¿En qué momento histórico la idea del turismo se empezó a desarrollar? ¿A partir de las peregrinaciones, que otorgaban fama a determinadas ciudades? Evidentemente está vinculado con este elemento de reconocimiento de algo que es digno de ser visto, no leído o escuchado.
R.A.: En ese sentido tenemos noticias de turismo, del turismo como viaje de reconocimiento y disfrute de un lugar. En las distintas culturas antiguas, fundamentalmente la clásica europea, incluso hay un maravilloso clásico de viajes, que es el de Pausanias, Descripción de Grecia. Roma, que tenía la pasión por Grecia, incluso una especie de relación casi celosa con Grecia, ya que Roma tenía el poder. Pero siempre tuvo un cierto complejo de inferioridad intelectual con respecto a lo que había sido la creatividad griega. Roma desarrolló -de la misma manera que desarrolló un inicio de coleccionismo para conservar las obras griegas- un auténtico turismo, casi podríamos decir ilustrado, hacia Grecia. La biblia de ese turismo es el libro de Pausanias. Los romanos ilustrados con frecuencia iban a Atenas, que era una ciudad muy de provincias en la época álgida del imperio romano, que mantenía su carácter legendario, y luego iban a los grandes santuarios míticos: Delfos, Olimpia, etc., ya con esa actitud diríamos propia del turista moderno.
Eso se reprodujo después del renacimiento, cuando las culturas más progresivas y dinámicas se fueron situando en el centro y norte de Europa y empezaron a desarrollar una especie de nostalgia de lo que habían sido las culturas mediterráneas antiguas, o de la época renacentista misma, y empezaron esa maravillosa saga de los viajeros. Es evidente que desde el principio hubo viajeros que fueron mucho más francotiradores por su cuenta, y que vivieron experiencias sensacionales desde su propia exploración; y hubo también viajeros a los que se les facilitó de una manera más organizada el viaje. Lo que ocurre es que como en tantos otros factores de nuestra época lo que resulta chocante es la extraordinaria masificación del fenómeno en nuestro momento. En principio el turista viene de tour, del que da vueltas, lo que en español podríamos decir trotamundos. El turista, cuando se convierte en la consecuencia de un engranaje completamente planificado, cada vez pierde más su autonomía. Y, paralelamente, los lugares visitados cada vez también pierden más esta especie de fascinación libre a la que quería acceder el viajero, convirtiéndose así en una especie de cadena universal de parques de atracciones o temáticos, a lo cual evidentemente contribuye mucho el hecho de que en nuestro mundo nos encontramos en globalización urbanística, que hace que muchos edificios de la última arquitectura sean iguales en muchas ciudades, para no hablar de las grandes multinacionales del comercio que hace que existan marcas idénticas en distintas ciudades. El turista masificado es alguien que va para aprovecharse y se encuentra muchas veces con lugares clónicos.

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24 de julio de 2008
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Infectos Artefactos / IV

IV. Manzana mecánica. 

Nos llevábamos bien, aunque a menudo nos entendíamos como salvajes. Me había acostumbrado a darle al Treo trato de prótesis, al punto de sentirme un poco manco y otro tanto rengo si llegaba a olvidar echármelo en la bolsa del pantalón. Cosa difícil para quien se ha habituado a no pisar la calle sin cartera y prótesis en sendos bolsillos. Primero fue la Clié, un juguetazo de aluminio con la pantalla grande y rectangular, más un teclado medianamente útil que entonces -el año 2002- permitía al usuario la ilusión de poseer una microlaptop, aunque ésta sólo consiguiera comunicarse con el exterior a través de modestos rayos infrarrojos. Todo lo cual llevaba a la necesidad de cargar con un tercer bulto desequilbrador, correspondiente al teléfono. Para llamar, tenía que tener un aparato en cada mano y coordinar los dedos tácticamente para no hacer las cosas al revés. Si no recuerdo mal, esos manejos me hacían sentir moderno.

     Como un último síntoma de su lado flaco, a la Clié la perdí en la cabina de un teléfono público. Cuando intenté explicar, en la oficina de objetos perdidos del aeropuerto de Bilbao, cómo era el aparato que olvidé, preferí conformarme con el burdo genérico "agenda electrónica", antes que describirla como "inteligente". La habían descontinuado, además, con esa cara dura que suelen mostrar ciertos fabricantes para hacerle entender al usuario que la vieja vanguardia es la nueva chatarra... Por eso el novedoso Treo 650 fue recibido con bombo y platillo. Tenía pantalla corta y memoria limitada, pero a cambio servía para llamar virtualmente desde cualquier latitud y sabía conectarse por Bluetooth, entre decenas de monerías paralelas. No quisiera abundar en la adicción que llega a provocar un artilugio así, baste decir que aun a media consulta con el dentista seguía tirando bolas en el BowlingDeluxe.

     Con todo, lo mejor era el teclado. Podía uno escribir en cualquier ocasión, a dos dedos pulgares: clic-clic-clic-clic-clic-clic. Bajabas del avión con el artículo hecho, sin cargar otro hardware que ese juguete gordo que igual servía para escuchar música que para almacenar las contraseñas o navegar por internet. Nada de esto se hacía a plenitud, y lo de internet constituía un derroche espectacular, pero aún así vivíamos un idilio. Creo que nos hacíamos sentir menos salvajes. Todavía al principio de esta semana me escuchó descalificar al nuevo iPhone porque "un teclado en pantalla nunca va a darte la sensación de las teclas físicas". Fue entonces cuando cometió el error de írsele a los madrazos a la MacBook, que desde su llegada es dictadora incontestable. Y el muy idiota se hacía llamar smart phone...

     Empujado por el berrinche del usuario despechado, esa noche llegué hasta el sitio del iPhone, listo para fumarme entera la visita guiada de treinta y ocho minutos: una mezcla de infomercial y manual de instrucciones, a la cual asistí como a un subyugante cyberthriller. Valga decir: pescado del cogote. Descubrí luego la versión en español, y procedí a bajarla en formato para iPhone. Cuando el supuesto smart phone despertó, ya estaba yo firmando el contrato para armarme con el nuevo artefacto. Borrosamente aún, pero entendía ya que ese cambio de prótesis iba a traer consigo un diferente ritmo de vida. ¿O es que acaso una pata de palo es la misma con base de hule que con ruedas? Diez minutos después, el viejo chip del Treo jubilado latía en las entrañas de la Manzana Mecánica.

     (Todavía no hacía la primera llamada, pero seguía con la boca abierta. Como es propio de todos los salvajes.)

 

Mañana: V. La llave de Yahvé.

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24 de julio de 2008
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Dónde se inserta un niño: la música

La matemática tiene- indicaba un eminente físico de nuestro tiempo -la virtud de emerger allí dónde en absoluto se la esperaba. Emerger, por ejemplo, en el seno de la música y además como elemento explicativo, como razón de la misma. Erwing Schrödinger sugiere incluso que el descubrimiento pitagórico de que el soporte acústico-ondulatorio (por utilizar una terminología anacrónica) de la música encubre determinaciones numéricas, es la base de la confianza, digamos ‘galileana', en la capacidad de la matemática para dar cuenta de la physis, de la naturaleza, por entero.

El compositor Tomás Marco recordaba en una reciente conferencia en Ronda la fascinación de compositores separados por siglos por la complicidad matemática-música. Y si en 1436 se inaugura Santa María dei Fiori con la interpretación de un motete que respondería a las mismas proporciones que la cúpula de la basílica... en la exposición internacional de Bruselas el pabellón Philips (encargado a Le Corbusier pero al parecer obra más bien de Xenakis) respondía al mismo plano que la obra musical de Iannis Xenakis.

Mas que la matemática sea alfabeto de la música, o al menos de un tipo de música, no ha de hacernos perder de vista que la música no tiene subsistencia fuera del ser mismo caracterizado por el hecho de dar cuenta. Música de acordes o música que parece subvertir todo acorde, mas en cualquier caso música ex- linguae, música que forjó a la humanidad en esa subversión respecto a la mera vida consistente en que un código de señales, gustándose a si mismo, se hizo palabra y singularizó radicalmente al animal humano. Música a la que se abre un niño cada vez que da un paso afirmativo en la durísima tarea de asumir su genuina naturaleza.

Sí, el niño ama intrínsicamente la música al igual que ama la geometría, ama esa intuición euclidiana a la que nada en el mundo físico da soporte. Y seguirá amándolas, a menos que una educación literalmente mutiladora de su humanidad le haga sentir que lo cabalmente humano está definitivamente perdido para él, o que, a lo máximo, queda un simple rescoldo apto para alimentar la nostalgia...

Y así, al igual que se diluye en una niebla la acuidad del hecho que en nuestra percepción de las cosas rige el teorema de Pitágoras, esa misma niebla diluye las diferencias de los colores y las formas. Pero diluye también (en razón de lo indisociable de tiempo y espacio en el acto perceptivo) la capacidad de ser impactados por las diferencias de intensidad o altura de los sonidos configuradores de todo espacio auténticamente humanizado. Por ello ese mismo niño que, en su mera aprensión de las cosas, modelaba a la vez el espacio y la materia, configurándose como un forjador de formas, es ya ahora tan sólo susceptible de captar (en la naturaleza, como en el marco urbano o en las obras artísticas) un mero esqueleto, a lo máximo una suerte de esquema: esquema en el que Venecia queda reducida a una impresión y en Alban Berg se percibe tan sólo lo que perdura en él de melodía.

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24 de julio de 2008
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