Edmundo Paz Soldán
Tengo una amiga escritora, algo nihilista, que ha cumplido veintisiete años y dice que está en la edad ideal para morirse. Me suena raro: nunca he escuchado nada sobre la "crisis de los veintisiete". Ella me explica, con un tono algo trágico, que no hay nada mejor que morirse joven, y me pone como ejemplo la vida de Kurt Cobain: ha quedado ahí, congelado en el tiempo, de veintisiete años para siempre. Dice: "sus canciones eran los himnos de mi generación, en el colegio". Pienso en el romanticismo inevitable de la edad, en los mitos del arte, y me digo que hay algo ahí que no ha cambiado desde hace un buen tiempo. De modo que consigo los DVDs de Control (2007) y Last Days (2005), y trato de ver cómo se reinterpreta estos días el mito del artista joven, trágico y muerto antes de tiempo.
Last Days, la película de Gus Van Sant basada libremente en los últimos días de Kurt Cobain, muestra a un cantante de rock, Blake (Michael Pitt), en estado catatónico. Cuando comienza la película, Blake ya está perdido para el mundo. En vez de hablar, murmura palabras ininteligibles; la gente que se le acerca apenas rasga su coraza. Alguien se lo dice: se ha convertido en el "cliché de una estrella de rock". Blake camina por el bosque, entra y sale de una casona en la que viven otros músicos, va a fiestas pero no participa de ellas, escucha lo que le piden pero no responde. Es fácil impacientarse con Blake, criticar su inmadurez, su autoindulgencia, quizás porque Van Sant no se ha preocupado por llenar los espacios en blanco: debemos asumir que estamos ante una estrella, un gran artista. De otro modo, ¿por qué deberían importarnos los últimos días de Blake, su suicidio anunciado?
Control, dirigida por Anton Corbijn, narra la historia de Ian Curtis (Sam Riley), el carismático cantante de Joy Division, un grupo clave del post-punk inglés de fines de los setenta. Filmada en blanco y negro, Control nos da una visión más completa del artista torturado que Last Days: podemos apreciar a un Curtis epiléptico, que lucha entre el amor (o dependencia emocional) por su esposa Deborah (Samantha Morton) y la intensa atracción que siente por su amante. La fragilidad física y emocional de Curtis lo lleva al suicidio; el cantante inglés puede haber sido joven e inmaduro, pero su muerte no se debe al cliché: no son las presiones del estrellato las únicas que contribuyen al suicidio, aunque sí se sugiere que tienen algo de culpa los empresarios ambiciosos (ese otro cliché), al minimizar la epilepsia de Curtis y obligarlo a cantar cuando él se daba cuenta de lo débil que estaba y no quería seguir.
Al final, no debería importar tanto la edad sino lo que se hizo con ella. Lo cierto, sin embargo, es que en esta época en que ser joven es un valor trascendente en sí mismo, el culto del artista desaparecido en su juventud se halla en pleno apogeo. Hubo una época en que se adoraba a los poetas malditos; hoy la poesía ha cedido su lugar de privilegio a la música, y el culto es de los rockeros autodestructivos. Dylan Thomas vendrá pronto al rescate de la poesía, con el estreno de la película The Edge of Love, sobre su vida de excesos y muerte temprana. Pero, como un crítico inglés dijo por ahí, Thomas fue probablemente "el último poeta en ser tan famoso como una estrella de rock"; el círculo se completa.
(La Tercera, 28 de julio 2008)