Vicente Verdú
"La verosimilitud se encuentra en el detalle", decía Chejov. O viceversa: el detalle otorga la prueba de realidad, concretiza el relato imaginado o, exactamente, lo cose físicamente a sus pormenores. Sin dar detalles nadie cree fácilmente en aquello que se dice, como también, para parecer del todo veraces nos esforzamos al mentir en la mención de complementos banales. El aforismo de "quien se excusa se acusa" alude a esa forma prolija de explicar una falta atribuyendo el defecto a una excesiva colección de elementos o accidentes. El valor del detalle queda así probado doblemente: tanto en su pertenencia a la verdad como en la simulación de lo verdadero, tal como se hace en los buenos relatos literarios, en los ricos relatos musicales o en la pintura interesante.
Daniel Arasse ha tenido ahora la suerte, tres lustros después de su publicación francesa, de ver traducido su libro, El detalle. Para una historia cercana de la pintura, al castellano (Abada Editores).
No creo, en comunidad con mi amigo Paco Calvo Serraller, que el arte contemporáneo haya ido suprimiendo el detalle que acaso Arasse insinúa. Casi todo lo contrario: por muy abstractos que parezcan los cuadros abstractos, no llegan a ser nada sin la aparición del detalle. No hay, en general, cuadro con encanto que no revele un accidente supuestamente menor del que succiona la verosimilitud del azar y el perfume de su magia.
O de otro modo: la belleza convincente, la convincente belleza que nos vence procede de una aguda partícula que, explícitamente o no, actúa como un ácido decisivo. En la pupila. En la pupila que mira hacia el exterior y se hunde buceando en lo interior. Ese punto de encantamiento inesperado que la vista proporciona al alma y la exhalación del alma cristaliza cuando la insignificancia suscita la auténtica significación y cuando la menudencia descuidadamente provoca la sorprendente escala de la obra de arte.