Marcelo Figueras
El mundo relegó la noción de bondad al museo en que acumulan polvo los discos de pasta, los tranvías y los trompos. La mención de la palabra no despierta hoy más que ecos limitados: pensamos en la figura de quien ayuda a cruzar a un ciego -un clásico, mencionado aquí por Eduardo Varas-, en la moneda obsequiada a un niño en un semáforo, en los programas de TV que prometen cumplir ‘sueños’ a gente en problemas. Pero hasta esos pocos ‘links’ son cuestionables. Enseguida salta aquel que dice que dar monedas a un niño de la calle no es bueno. Y se hace evidente que en el programa de TV importa más el rating y el sexo que la supuesta obra de bien. El sistema en que vivimos acotó claramente la función de la bondad: en las grandes ciudades, ‘bondad’ es aquello que es recomendable practicar siempre y cuando no perjudique nuestro bolsillo y conveniencia, no estropee nuestro paisaje y no haga mella a nuestra administración del tiempo. En términos matemáticos, la bondad es hoy inversamente proporcional a nuestro derecho de tener -y aparentar- más. O para ponerlo de otro modo: en este mundo histérico, salvajemente egoísta y necio hasta el extremo de coquetear con la extinción, la bondad es un lujo que no podemos darnos.
Aun en el caso de que proporcionásemos a nuestros hijos un entorno familiar donde la generosidad es la norma y la atención al necesitado un desvelo, los niños seguirían interactuando con la TV -que catequiza como nadie el evangelio del tener-es-ser- y con la sociedad en miniatura que se crea en cada aula, en cada plaza, en cada club. Un hijo nuestro que comparta lo que tiene, evite la tentación de la violencia y se preocupe por el necesitado no sería ‘leido’ como un niño bueno, sino como un freak. Sus pares, forjados en la dialéctica de la competencia extrema (este es el mundo de los más fuertes y de los más ricos, que a menudo son los mismos), no sabrían decodificarlo. Les sería más extranjero que un verdadero marciano. Lo cual torna todavía más imprescindible nuestra intervención en la materia. Porque lo que no aprendan de nosotros a este respecto tampoco lo encontrarán en el aula -y mucho menos en el patio.
‘Se acostumbra a pensar que el bueno es tonto’, señala Serpiente Suya. Ser bueno implica resignar voluntariamente la posibilidad de una ventaja, y nuestras sociedades están por completo basadas en la idea de obtener (la mayor) ventaja (posible). O sea que no sólo debemos enseñar a nuestros niños el valor de la bondad y las maneras de practicarla. También debemos enseñarles a cargar con el peso de no ser cool -nada menos cool en nuestra cultura que la opción por la bondad.
Y algo que torna la tarea todavía más cuesta arriba: ser buena gente no necesariamente engendra buenas ondas, ni lo habilita a uno a circular por la vida con una sonrisa de oreja a oreja. Muy por el contrario, ser buena gente garantiza que uno va a sufrir como un marrano. Porque será incomprendido. Porque se topará a cada paso con gente que antes que bueno, lo toma por buenudo. Porque al negarse a jugar de acuerdo a las reglas más populares del juego, será aventajado en cada carrera. Y porque después de haber sido sacudido y humillado, uno debe reunir prestancia de espíritu para convencer a sus hijos de que ser bueno vale la pena a pesar del sufrimiento… en un mundo que escapa del sufrimiento más que de la peste.
Todos querríamos preparar a nuestros hijos para un mundo mejor, pero nos conformaríamos con prepararlos adecuadamente para éste. En este sentido, cabe preguntarse si lo más conveniente, si lo menos cruento, no sería educarlos para ser crueles y despiadados. Sufrirían menos si lo fuesen, eso es indiscutible. La pregunta cabe, pues: ¿cuál es la bondad de ser bueno.
Um. Mañana la termino. (Eso creo, al menos.)