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Random House, 2024

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Aprender a verse (libre) en Deborah Levy

La danza está de moda. Bailar. Una amiga ilustradora reparó hace poco en que las películas que más le entusiasman –en el sentido estricto: las que le provocan un entusiasmo genuino– coinciden en que acaban con cuerpos pletóricos agitándose al ritmo de la música, y si es con colores vivos, puede ser el éxtasis. Últimamente ha tenido la suerte de gozar de varias.

La protagonista del último libro traducido en España de Deborah Levy (Johannesburgo, 1959), Luz de agosto, está obsesionada con Isadora Duncan. Concertista famosa de piano, en mitad de su década de los treinta, incita a un alumno suyo, adolescente e hijo de ricos, a que retoce por su habitación imitando a la bailarina que murió estrangulada con su chalina. Bailar y ver bailar. Proyectar la propia ansia de movimiento y liberarse del desasosiego en el cuerpo del otro.

La danza, sin embargo, no es la única manera de verse a una misma reflejada en una imagen ajena. La pianista de éxito Elsa M. Anderson también encuentra su doble en una mujer con la que coincide en las primeras páginas de la novela, en una tienda de antigüedades de Atenas. Su sosias se le ha adelantado y ha comprado una pareja de caballos mecánicos bailarines que se ponen en marcha levantándoles la cola. “El animal llevaba un cordel atado al cuello y la mujer podía dirigir sus movimientos tirando de él hacia arriba y hacia fuera”. Ya sabemos que la narración de lo simple y ordinario reclama un esfuerzo por poner atención. Lo sublime de lo cotidiano: aprender a mover ese cordel hacia arriba y hacia fuera.

La posibilidad de la danza de los caballos y la mirada de la doble, a la que la pianista roba un sombrero, son la obsesión que guía una narración en la que los acontecimientos cotidianos y los terribles se suceden con la misma naturalidad y con el mismo dramatismo. Porque tanto nos descubrimos en una categoría como en la otra, parece querer decirnos Deborah Levy, con su prosa visual, casi teatral o cinematográfica.

Elsa M. Anderson es una pianista de éxito mundial que un día deja un concierto a medias en una prestigiosa sala de Viena a rebosar de público. Estaba interpretando el Concierto para piano número 2 de Rajmáninov. Poco después se tiñó el pelo de azul. Los acontecimientos vitales se encadenan así de aleatoriamente. Huyendo de la tristeza de Rajmáninov, visita, además de Atenas, Nueva York, París, Cagliari (Cerdeña) o Londres, ciudades en las que casi siempre se encuentra con la mujer que sabe activar los caballos danzarines. También le sigue la sombra de Arthur, el encargado de su educación, quien vendió el alma de la niña abandonada al piano. A ella no le quedó más opción que pagar con su esfuerzo un talento tan azaroso como el mismo hecho de nacer. Los azares que definen una existencia y hay que aprender a mirar desde fuera, y que agitan los cuerpos con la misma virulencia que la música.

Tal vez fue la tristeza, el cansancio o la incomprensión de la importancia de las pequeñas cosas lo que la empujaron a abandonar el concierto a medias en una sala vienesa repleta de público. También es comprensible que, vendida su alma al piano, ella ignore cómo cuidar de las personas que la cuidaron a ella, si es que alguien lo hizo. Al fin y al cabo, para ella solo existía el piano y el abandono, hasta que apareció su doble y ocupó su pensamiento. Mantiene conversaciones con la mujer que sabe accionar los caballos bailarines, en las que la acusa y la desenmascara. De hecho, son tantos los personajes que se esfuerzan por quitarle la máscara como los que quieren recordarle que es una virtuosa del piano y que a pesar de todo debe volver pronto a los escenarios. Mientras tanto, ella observa cómo le crece el pelo teñido de azul. A fuerza de mirarse desde fuera, acaba por descubrir lo que estaba esperando, y la libertad del movimiento.

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3 de julio de 2024

Antiguo cartel del Circo Price

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Desde donde escribo en Madrid

 La ventana del cuarto donde escribo da a un patio de luz del edificio y diviso a la rusa rubia en su cocina, encendiendo el fuego para la marmita del té del desayuno, sus trenzas recogidas en una corona y la cara de desvelo porque ha venido a visitarla anoche el venezolano con voz de barítono que se sienta a esperar a que prepare los blinis de la cena mientras le cuenta embustes, y luego de recoger ella los platos apagan la luz y viene el silencio.

En la cocina que sigue la dueña extiende los brazos fuera de la ventana para alcanzar el tendedero, las bolsas del delantal llenas de prensadores que se pone de a dos en la boca mientras va colgando unos pantalones de azulón del marido, una camiseta del Atlético, un camisón de dormir, y entra en disputa por el uso de una de las cuerdas con el vecino, el jubilado que aún dentro de su casa lleva siempre una gorra de jockey, y dice él esa cuerda no le corresponde, y dice ella, vaya sino me corresponde, y entonces dice él, no empiece una guerra, y dice ella, joder, venga ya, con lo que a mí me gustan las guerras.

En el patio de luz contiguo, y que da por uno de sus costados al circo Price, cuando la ropa colgada se desprende aparece en el tablero de anuncios del vestíbulo el aviso se ruega al dueño de los calzones que cayeron en el patio del circo Price pasar a reclamarlos con el guarda del mismo porque de lo contrario dispondrán de ellos. También entran por la ventana las voces y las risas amortiguadas de los escolares ante a las pruebas que estará haciendo el mago, serruchar por la mitad la caja donde ha metido a la mujer vestida de lentejuelas, hacerla desaparecer debajo del paño negro, siempre me digo que voy a ir una de esas funciones, solo es bajar en el ascensor los cinco pisos y ya estoy en la puerta del circo, pero ya van tres años, un circo fijo como el famoso circo de Moscú, antes hubo allí una fábrica de galletas, y hasta esta ventana habrán llegado olores de vainilla y anís.

Los circos en mi memoria son andariegos, arman los tinglados en un baldío y los que llegaban a mi pueblo algunos no tenían ni carpa, solo un redondel de lona a través de la que transparentaban las siluetas de los espectadores sentados en los tramos de la galería, contrataban a mi tío Carlos José con su clarinete con el que marcaba la entrada de los payasos, Gustavo Blanco con el redoblante, un niño con los platillos, y a cielo abierto se veía volar a los trapecistas ejecutando el salto de la muerte antecedido por el crescendo del redoblante y marcado por el estallar de los platillos, payasos, malabaristas, domadores, equilibristas, no es que durmieran en esos remolques que se ven en las películas de circo, alquilaban entre todos casas vacías y salían a las calles como seres de otro mundo, un día entró uno de ellos a la tienda de mi padre a comprar cigarrillos y estaba la Mercedes Alborada sacando brillo al piso con el lampazo, su hijito andando a gatas tras ella, y el hombre, que debió haber sido uno de los payasos, sin la cara pintada cómo podía saberse, le dijo, señora, me vende a ese niño para echárselo al león de almuerzo, y ella como un rayo dejó el lampazo y enardecida agarró el cuchillo de partir el queso en pedazos de una libra, media libra y cuatro onzas y se abalanzó sobre el payaso o lo que fuera que haya sido que si no acierta a dar un salto hacia atrás lo degüella allí mismo.

 En lo que estábamos, bajar en el ascensor y ya estoy en la puerta del circo, pero el caso es que en ese ascensor se quedó encerrado el venezolano hace poco y tuvo que esperar una hora mientras la compañía de mantenimiento enviaba a rescatarlo, la rusa de las trenzas en corona sentada en las gradas de la escalera consolándolo, el ascensor entrampado a medio camino entre el tercero y el cuarto piso, y la voz de barítono, como desde el fondo de un pozo, diciendo que de esas situaciones mejor reírse, pero nada de aquella su risa sonora mientras esperaba los blinis, más bien acobardado, aquí adentro hace calor como en Maracaibo, compadre, ¿crees Ekaterina, que vendrán pronto?, y ella, asomándose al pozo, el móvil en la mano, vienen cerca de la puerta de Toledo pero hay demasiado tráfico, un ascensor que anda lento, como lleno de fatiga y desdén, y no es ni viejo ni nuevo, más seguros esos antiguos que parecen de museo,  una cabina de maderas lustrosas con puertas dobles acristaladas y banqueta forrada de terciopelo grana, un espejo biselado, todo un boudoir, o mejor, la caja de un mago.

 

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1 de julio de 2024

'Pensar el gris', de Peter Sloterdijk (Arcàdia, 2024)

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De pensar el gris a pensar la gracia

 

Las tardes de domingo trajeron un cielo encerado en celeste y gris, a tono con la temperatura. Lluvia con manga corta, helados sin deseo y tendidos que no llegaron a encender sus luces, entorpeciendo esa promesa de felicidad de las ciudades en verano. El gris nunca debería caer en domingo, que ya suficiente tiene con su carga existencial, por mucho que se convierta en el color de la temporada. Peter Sloterdijk explora su significado en un reciente ensayo, Pensar el gris (Arcàdia), que arranca con una frase de Cézanne: “Mientras no se haya pintado un gris, no se es pintor”. Tampoco se es filósofo si no se piensa el gris, parafrasea, y subraya: “El color de la mediocridad de la época moderna”.

Pocas lenguas de sol han fulminado el cristal durante este mes templado mientras la política, tocada por el esperpento y ahuecada por la incertidumbre, sigue el guion de un mal telefilme. La inversión del sistema de valores de nuestra sociedad es tal que si un político defiende hoy la justicia social es considerado buenista, ñoño, utópico. El desmembramiento de la izquierda ha desanimado a una gran parte de sus votantes, mientras la derecha radical, que nunca tuvo complejos culturales, elige como referente a un señor con motosierra. Trump parte con ventaja, y no entendemos cómo hemos llegado hasta aquí. Los polarizados ciudadanos han empezado a disociar, conscientes del doble punto de vista que puede enfocar cualquier experiencia.

Pero, ¿a qué anodina grisalla nos ha asomado esta manera de pensar el mundo? En Suely Rolnik. Descolonizar el inconsciente (Herder), el filósofo Juan Evaristo Valls Boix afirma que este momento de extraña parálisis frenética no se comprende sin pensar el afecto, y desde los afectos. En su brillante ensayo sobre la autora brasileña exiliada en París durante los años setenta, cuenta cómo Rolnik dejó de hablar su lengua a fin de distanciarse de su cultura para olvidar y sanar. Vivió en francés hasta que en una clase de canto le pidieron que entonara alguna canción ­perdida en su memoria. De su garganta salió Passarinho , de Gal Costa, y aquello fue una auténtica catarsis. A los pocos años regresó a São Paulo y allí empezó a interrogarse sobre la forma de vida que ha ido moldeando el ­capitalismo heteropatriarcal y colonial. Tiró del hilo de los llamados filósofos viajeros –Spinoza, Deleuze, Guattari–, que entre­mezcló con el tropicalismo brasileño, la artista Lygia Clark y la cultura guaraní, para renovar unos moldes caducos y entender cómo podemos vivir de otro modo, a la escucha del otro.

“¿Por qué deseamos las cosas que deseamos?”, se pregunta Juan Evaristo. “¿Quién ha educado nuestro deseo?”. Y piensa por qué este a veces llega a degradarnos y someternos. “Desde esta perspectiva –escribe–, el inconsciente no es un teatro, es un laboratorio”. Allí podemos elaborar una subjetividad diferente, más sensible al cuerpo y menos narcisista, más dispuesta al cambio y menos reprimida. Una subjetividad flexible que se libera de sus fantasmas y se transforma cuando la vida pide paso en lugar de justificar su cómoda mediocridad. Porque “solo desde una nueva política del deseo podremos li­berar nuestra potencia creativa de su secuestro neoliberal y así hacer germinar un futuro diferente”. Una micropolítica que surge de los afectos y se transfiere gracias a ellos. Que florece entre profesores y alumnos, entre amantes y amigos, a través de todo lo vivo, para hacernos más libres y dúctiles, más creativos y, sobre todo, menos grises.

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1 de julio de 2024

LONG ISLAND, de Colm Tóibín (Lumen, 2024)

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Colm Tóibín regresa a Nueva York: de nostalgias, exilios y la épica de la cotidianidad

Para quien emigra, la vida transcurre simultáneamente en dos lugares. El migrante (refugiado, exiliado, desplazado, expatriado, o como quiera que se defina su estatus) se abre camino en un país que no es el suyo, mientras que una suerte de existencia espectral sigue su curso allí donde todo era tan familiar y conocido como la lengua materna. Y lo hace según las variadas posibilidades de lo que podría haber sido. Es una experiencia de escisión en que no siempre se consigue equilibrar pérdidas y ganancias, y con el paso de los días se hace más difícil responder a la pregunta de adónde pertenece uno.

Algunos cortan por lo sano y prefieren no volver la mirada atrás; otros procuran reproducir la cultura del país de origen y actuar como si nunca se hubieran ido, o incluso se quedan atascados en un estado intermedio, un limbo donde es complicado responder sobre las raíces, las pertenencias, los afectos. En cualquier caso, también llevan consigo una maleta con los sesgos, prejuicios y bondades heredados.

DESGARRADA ENTRE DOS MUNDOS La temática de las dificultades que surgen al iniciar una nueva vida en tierra ajena es una constante en la obra del irlandés Colm Tóibín (Enniscorthy, 1955), quien emigró a Barcelona en 1975, poco después de graduarse, y fue testigo de los primeros años de la Transición española. Esta temática no solo se encuentra en sus relatos y novelas, sino también en sus narraciones sobre las vidas de otros escritores. Entre estos últimos, ha mostrado preferencia por aquellos que, por diversos motivos, residieron un periodo de su vida en otro país, como Thomas Mann, Henry James o Elizabeth Bishop.

No es casual que la novela Brooklyn, su éxito de 2009 (como también lo fue la adaptación cinematográfica), aborde estos frágiles equilibrios a los que inevitablemente se enfrentan los emigrantes. La historia sigue a una joven originaria del mismo pueblo de Tóibín, en el sudeste de Irlanda, que busca nuevas oportunidades en el Estados Unidos de la década de 1950, alejándose de un entorno social angustiosamente estrecho. Añadía un giro a la aventura de Eilis Lacey un regreso temporal a Irlanda a causa de la muerte de su hermana, quien la había ayudado a alcanzar la tierra de oportunidades. Es al volver a su pueblo cuando todo lo que se decidió dejar atrás despliega sus encantos, y lo que ata a uno al lugar de nacimiento, personas y paisajes, entona sus cantos de sirena.

No es ningún destripe contar que Eilis vuelve a América, en tanto en cuanto esta secuela se titula Long Island. A pesar de la distancia entre una costa y otra, lo que motivó que ella volviera a zarpar en un barco al final de Brooklyn es lo mismo que la hizo partir la primera vez: las habladurías, que viajan transoceánicamente hasta Enniscorthy. Eilis había contraído matrimonio con un hombre de origen italiano, Tony. Su historia sentimental con Jim Farrell, enamorado de ella, y que brota durante esos días de luto en Irlanda, se vuelve entonces imposible. En ambas novelas, los secretos y los silencios adquieren una centralidad insalvable.

Si Brooklyn tiene una tensión ascendente porque Eilis se lanza a una aventura cuyo desarrollo no puede controlar —la ansiedad permanente de "cuando su mente se acercaba al miedo o al terror real, o peor, al pensamiento de que iba a perder aquel mundo para siempre, (...) que el resto de su vida sería una lucha con lo desconocido" —, en Long Island se saca provecho de que los protagonistas no nos son (en principio) extraños, y el vértigo del conflicto se sitúa ya en la primera página.

"MUCHAS VECES LA FAMILIA ES LO PEOR" Han pasado unos veinte años, Eilis y Tony se han mudado a los suburbios, han tenido dos hijos, ella ha alcanzado cierta independencia financiera trabajando por su cuenta y es alguien más segura de sí misma. De pronto, un irlandés desconocido llama a su puerta para advertirle que su marido, fontanero, ha dejado embarazada a su mujer. "Lo dejó todo bien arreglado en nuestra casa. Incluso hizo algo más de lo presupuestado", observa y le advierte que le entregará al "pequeño bastardo", lo quiera o no. Eilis ya no es una jovencita; su enfado se cuece a fuego lento, y de nuevo se enfrenta a la pregunta: ¿qué hacer ahora?

La unidad que el autor consigue entre Brooklyn y Long Island -aunque pueden leerse de manera independiente- no se limita sólo a los personajes, que creen fugazmente dominar su destino hasta que las circunstancias los ponen en su lugar. En esta secuela Tóibín crea una serie de repeticiones notables y efectivas. Por ejemplo, Eilis huye de la jaula natal para acabar metida en otra: la que crea la familia de Tony, ya que la pareja vive pegada a la casa de los padres y hermanos de él. "Si decidía salir a dar un paseo, una de sus cuñadas o su suegra le preguntaba adónde había ido y por qué", explica el narrador, lo que genera microconflictos culturales entre la estructura familiar italiana de él y el sentimiento irlandés de ella, más independiente.

Eilis se tomará un tiempo de reflexión de resultas de la infidelidad de Tony y vuelve otra vez a Irlanda -la primera vez para sus hijos- aprovechando la excusa del ochenta aniversario de la madre y abuela, respectivamente. Otra vez Eilis se siente escrutada por los que se quedaron, pero también se reviven sentimientos dormidos. De nuevo otro triángulo (antes Eilis-Tony-Jim, ahora Eilis-Jim-Nora, la mejor amiga, viuda, con quien Jim inició una relación secreta) y de nuevo el poder devastador de un rumor en los compases finales.

Long Island no tiene (ni podía tener) un final feliz. Tampoco uno cerrado (al igual que Brooklyn). Y no parece una treta para vendernos en el futuro una trilogía. Si Tóibín decidiera dejarlo aquí, sería igualmente un díptico sobresaliente. Le ha bastado narrar bien una historia atravesada por la épica de la cotidianidad y dibujar unos personajes que no son héroes ni villanos, sino muy humanos y vulnerables, paradójicamente, por lo que tienen más próximo. "Muchas veces la familia es lo peor", afirma en un momento dado la madre de Eilis, rencorosa con ella por haber tardado tanto en visitarla, pero con un profundo y callado amor por su hija y sus nietos.

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28 de junio de 2024

Publicado por Alfaguara (2024)

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¿Qué hay más hermoso que una boquita salada y animal?

El celo, de Sabina Urraca

En mi continuada y bien alimentada obsesión por los arquetipos y su consecuente búsqueda entre hojas de papel, paredes y pantallas, encuentro en el último libro de Sabina Urraca dos de mis cosas favoritas al leer a una autora a la que admiro: el uso de un símil familiar -disculpad el auto abrazo- y el eco de sus antiguas narraciones rebotando en las paredes de unas páginas que huelen a nuevo. Escribí un cuento hace no tanto en el que la voz extraviada de Ariel, vilmente usurpada por su madrastra Úrsula, me sirvió para ilustrar la rabia que experimenta la protagonista en un momento dado; una rabia que, en lugar de reventar el cuerpo como piel de fruta madura, se le atasca en la garganta, generando un tapón que impide el balsámico flujo del grito. Aunque con una intención ligeramente distinta, en esta historia también la estructura reverencia la escritura: un cuento clásico al servicio de un cuento contemporáneo. En este caso, un cuento ofrecido y dispuesto (piernas bien abiertas culo en pompa rabo levantado) a una novela constituida bajo los preceptos, la magia y la simbología de las narraciones aparentemente infantiles.

(Me pregunto, más allá de la genealogía compartida del abuso, qué nos impulsa a utilizar ciertos recursos). 

Barista-Urraca, filtrando la información gota a gota, nos va dejando trocitos de caramelo amargo y requemado anárquicamente repartidos por el suelo, para que, ya seamos Hansel o Gretel, tengamos que agacharnos a recoger las pistas que apenas indican el acceso a un sendero sombrío e irregular. En el relato se presentan lo que podrían ser dos caras de una misma moneda: ¿Quién es la Humana y qué le ha pasado? Una experiencia traumática -vislumbrada a través del lino claro de la infancia, oscurecido por las tinturas de la adolescencia- le ha provocado una parálisis incapacitante de tal magnitud que no puede ni lazar unos cordones ni rozarse los pezones sin padecer un dolor insoportable. ¿Y la Perra?¿ Cuál es su pasado? ¿Acaso son la Humana y la Perra la misma cosa? 

Existe en ambas una animalidad compartida, un pulso firme -como lo define Sabina- entre pelo y epidermis. Justo después de una rave -espacio supuestamente lúdico, hipotéticamente comunal y comunitario del que la protagonista no deja de huir- ambas se tropiezan y da comienzo una vorágine de miedos que, gracias a una prosa hermosa e hiriente, terminarán transformándose en admiraciones, en amores. La escritora entronca relaciones y acontecimientos pasados y presentes - la familia/infancia, la pareja/postadolescencia, la comunidad/el ahora- en un vaivén temporal que reposa en las imágenes de una corporalidad doliente, tanto humana como perruna. La somatización del padecimiento psíquico a través del dolor físico encarnado en una mastitis  - las tetas que fueron apéndices deseables y la envidia de su madre, ahora sacos asquerosos y supurantes, inmunes a la sexualizacion, siempre demasiado temprana-, o el celo de la Perra, acontecimiento sísmico que abrirá su caja de Pandora particular, son solo dos de las esquinitas del despliegue de materialidad simbólica que arropa con ternura a las dos hembras de esta novela. 

El mito de la maldición masculina -entre otras tantas supersticiones- astilla las cabezas y corazones de las mujeres retratadas; yo me mataré y tu te pudrirás toíta por dentro. El resultado: una histerectomía, tejido endometrial expandiéndose por los interiores de Wendy, compañera de terapia, después del suicidio de su marido. Sabina Urraca sitúa el poder de las creencias donde verdaderamente le corresponde: en lo alto de una buena montaña amalgamada a base de soledad, ritos - la Humana untándose en los labios la grasa que mana de la tumba de su Abuela- manipulación, pasión, vergüenza y benzodiacepinas. 

Dos muertes apuntalan los muros de El celo; la de la Abuela, llevándose consigo más de un secreto, hacia la primera mitad, y la del Abuelo, en la segunda, que se niega rotundamente a ser enterrado en la cripta familiar, ofreciéndonos algunas respuestas: no solo los amantes son malos.

Sabina Urraca manipula y dilata la cotidianidad de los actos pequeños para romper los barrotes y liberar al campo; una manicura torpe en los pies a modo de despedida, poder decir en voz alta cómo te llamas, no ser capaz de atarte los zapatos. Gestos aparentemente sencillos ahora imposibles por esconder demasiado, por significar demasiado, por tener las costuras a punto de estallar. El deseo, tan mundano, tan común a todas las criaturas presentado como un vínculo irrompible, como candado de las cadenas que te amarran a quien no te quiere bien. Qué Perra no ha olfateado esas esquinas alguna vez.

Leer El celo es leer un cuento popular, una leyenda urbana, una rondalla, un cuento realista, un cuento de terror, un cuento fantástico. El cuento de todos los cuentos es en realidad, una novela. Y así, como el buen cuento que sigue la tradición folclórica y con un -a mi parecer- magistral uso final en el giro de las voces narrativas, termina con una moraleja más empoderante que aleccionadora: como le dice la santera (por el acento tal vez puertorriqueña) a la Humana cuando la Perra desaparece ‘lo que no se nombra, se pierde'.

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26 de junio de 2024
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La caída del imperio ilustrado occidental

¿Qué está ocurriendo a nuestro alrededor, en un mundo que se anunció feliz y opulento tras la caída del Muro de Berlín y el desguace de lo que Churchill bautizó como Telón de Acero? Hace de ello más de tres décadas y el desorden se apodera de nosotros. ¿O es solo apariencia, una construcción mediática ante un tiempo que se acelera y se inunda de ruido?

Tras varios días por las costeras del Montgó rindiendo lectura a Proust y a sus traductores, sigo prefiriendo a Pedro Salinas y compruebo las pinadas secas, enrojecidas por la falta de verdor. Una tormenta extraordinaria desencadenó unas inundaciones impropias de la primavera tardía en estas latitudes. Me alegré por los pinos, pero me fastidió una reflexión sobre la necesidad de prevenir incendios en tiempos de sequía. He devuelto al archivo las líneas embastadas, porque la lluvia tiene la virtud de hacernos olvidar muy pronto que es necesario actuar antes de que ardan los montes, sobre todo cuando se trata de espacios naturales de gran valor como lo es el parque del Montgó, el promontorio rocoso en los límites levantinos de la Península, espacio vigía frente a la piratería berberisca, antaño.

En plena dana, que antes llamaban de muy otras y distintas maneras meteorológicas, cambié de tema para entrar al análisis de las últimas elecciones europeas. La idea que me rondaba consistía en tomar algo de distancia respecto del clima político español, tan verdulero y endogámico, cuyos penúltimos episodios consistían en que parte de la judicatura, secundada por la oposición, se rebela contra la corta mayoría legislativa, mientras el ejecutivo se entorpece con sus aliados parlamentarios en lo que más bien parece el reparto de un botín corsario.

Un estupendo artículo del columnista Juan Ramón Gil desde su base alicantina publicado a los pocos días, también me planchó el esbozo político que andaba rumiando. Alertaba Gil del pobre recorrido de las disputas democráticas en la corrala nacional frente a la irrupción del populismo político ultra en buena parte de Europa, en particular la zozobra que se ha desatado en los dos pilares de la Unión Europea, los del eje franco-alemán.

La marejada en Francia es intensa, con elecciones vivas, los históricos gaullistas en crisis profunda y la izquierda tratando de emerger de su anodina coyuntura y el radicalismo de Melenchon. Emparedado, una vez más, el exsecretario de Paul Ricoeur, pequeño bonapartista, Macron. No tardarán en llegar los comicios británicos, con el previsible hundimiento conservador, que se anuncia histórico, abriendo paso al renacer laborista. Inglaterra, siempre a contracorriente del continente. Le ayuda su sistema político de elección por mayorías, menos plural aunque mucho más estable. En cambio, son capaces de jugarse al póker de una mayoría simple el abandono de la Unión Europea o la independencia escocesa.

Así que no me queda otra que ir más allá y coger perspectiva, para tratar de comprender qué diagnóstico esconden los síntomas desatados tras el desmoronamiento del churchilliano Telón que levantaron los soviéticos en la Europa del Este. No hay triunfo absoluto de la democracia liberal como se anunciaba entonces. Treinta años después, en cambio, el nacionalismo agitado por el populismo ha desatado una guerra abierta en Ucrania, tensionando todo el espacio que dominaron los rusos mediante los tanques del Pacto de Varsovia, mientras Oriente Medio está en llamas y Donald Trump coge carrerilla para llegar al primer martes de noviembre en la toma de Washington.

Otros pensadores más conspicuos se han presentado estas últimas semanas con análisis de interés al respecto, tan necesarios como apresurados y tal vez sin la distancia necesaria que procura el paso del tiempo. Franceses mayormente. Un sociólogo clásico como Gilles Lipovetsky, sin ir más lejos, acaba de publicar la versión española de La consagración de la autenticidad (Anagrama), en la que fiel a su crítica de la sociedad liberal desde una posición actualmente socialdemócrata, considera que el proyecto emancipador que nace en la Ilustración ha devenido en el disolvente de los valores colectivos. No deja de ser una explicación de raíz conservadora, mal que le pese, incómoda con los tiempos hipermodernos, acelerados, individualistas y ahora, según su reflexión, enfermizamente "auténticos". Cabriolas colectivistas para una antropología que sigue siendo utópica y romántica al modo descrito por Isaiah Berlin (Las raíces del romanticismo, Taurus).

También francés, pero originario del melting pot libanés, Amin Maalouf se ha dejado entrevistar en nuestro país para el lanzamiento de su ensayo, El laberinto de los extraviados. Occidente y sus adversarios (Alianza), en el que readapta su visión del naufragio de las civilizaciones. Maalouf está predeterminado por la involución mental del mundo árabe y ha visto con mirada muy crítica los fracasos en la construcción de las sociedades multiculturales. El rebrote derechista europeo es consecuencia, en opinión de Maalouf, de la decadencia de las ideologías que devuelven al escenario de la geopolítica mundial los intereses nacionales.

Resulta revelador, pero algunas de esas ideas ya se enunciaron, de otro modo claro está, hace más de un siglo. Contra la inestabilidad de la República de Weimar se alzó un pensador radical como Oswald Spengler. Publicó en más de 1.300 páginas en dos tomazos, La decadencia de Occidente, una furibunda refutación de la democracia, lo que interesó sobremanera a los nacionalsocialistas, de quienes nunca quiso saber nada, al contrario que Carl Schmitt. En realidad, Spengler fue un nietzschiano que creyó en el advenimiento de una nueva era. Años antes, Nietzsche construyó el superhombre con música de Wagner, pero finalmente concluiría que el compositor de las walkyrias era un egotista sin escrúpulos. A Spengler le pasó con Mussolini, al que saludó como un nuevo César hasta que vislumbró el tono folklórico y emplumado del fascio italiano.

Un pensador paralelo, no tan efusivo y más vinculado a la historia y lógica del derecho que a la filosofía política, el citado Schmitt, reaccionará a la crítica marxista de la democracia "burguesa" y su propuesta de una dictadura del proletariado, postulando un estado total nacional. Sin democracia. Una dictadura justificada, mixtificada a conveniencia. Lo viene explicando con denuedo el profesor José Luis Villacañas desde hace lustros. ¿Ya se había olvidado a Kant y su paz perpetua? Hacía mucho tiempo. En aquel periodo de entreguerras se quebró la idea de nación y se sustituyó por la lucha de clases. ¿Hemos vuelto a esa lógica de las naciones como sugiere Maalouf y, por lo tanto, es previsible la aparición de teorías políticas que restrinjan el parlamentarismo?

En España, el régimen de Franco alentó también la creación de doctrinas que sirvieran para impugnar los valores liberales. El franquismo no solo demonizó a la democracia de "la pérfida Albión", que entre otras cosas nos había "robado" Gibraltar, sino que apadrinó a Gonzalo Fernández de la Mora, autor de El crepúsculo de las ideologías (1965), el intento más serio desde el punto de vista académico por dotar al franquismo de un corpus filosófico-político, una vez el falangismo ya resultaba incómodo. En su denso manual a la carta del régimen, Fernández de la Mora criticó las ideologías con agudeza, pero se equivocó al vincularlas al nacionalismo y no pudo más que hacer malabares intelectuales para justificar el franquismo en su vertiente más paternalista. De la Mora, recordémoslo, fue la primera y fallida escisión ultraderechista que padeció la Alianza Popular que quiso democrática a la británica  Manuel Fraga.

Nada nuevo, por lo que antecede, esta colisión del liberalismo fruto de la luz de la Ilustración con el pensamiento de raíces autoritarias. Tal vez, lo original del momento actual sea la aceleración de la realidad, acentuada por la universalización de los dispositivos de información, lo que produce en el sistema una inestable sensación de vértigo en medio de una alta densidad de lenguajes y canales difusores. Mientras una parte del mundo se lanza a vivir en irreales resorts turísticos, otra navega en pateras a la conquista del muro europeo o cruza el río Bravo. En tanto una parte de la juventud vive idiotizada en sus redes sociales, otra se repliega sobre sí misma y no acepta el esfuerzo como mecanismo para acceder a los deseos de un mundo que se vende como opíparo y futurista. La política clásica apenas da respuestas y sus líderes solo hablan medio minuto para la televisión en formato eslogan publicitario, el claim. En realidad, tal vez tenga razón Robert D. Kaplan, el original pensador norteamericano que lo fía a la influencia de la geografía. «Europa tiene que pensar en Rusia como un problema continuo, que podría ir a peor», ha declarado en una reciente entrevista a El Periódico de España, poco antes de participar en el foro que Prensa Ibérica ha organizado en Valencia, donde ha sido más apocalíptico. Kaplan augura un aluvión demográfico sobre Europa aún mayor que el actual, la llegada de infinitos contingentes africanos que pueden provocar sobre  la envejecida población europea los efectos políticos indeseables que estamos avizorando ahora mismo. Buen momento para pensar lo complejo.

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25 de junio de 2024
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Naturaleza humanizada, sociedad naturalizada

En la base de esta reflexión se encuentra una suerte de apuesta anti-nihilista, en favor de la posibilidad de que el hombre puede descifrar el sentido de su ser en el mundo, superando la vivencia polar entre su pertenencia a la animalidad y su condición de ser de palabra, entre su sentimiento de sumisión al determinismo natural y su imperativo de libertad. Y es forzoso al respecto explicitar la pregunta: ¿no se trata de algo así como una apuesta por  la comunión de los santos,  por una suerte de sofisticada versión de la parusía cristiana? Decididamente, no:

Nadie en su sano juicio puede poner en cuestión el hecho de que la existencia humana es esencialmente trágica, e incluso que en tal tragedia reside lo irreductiblemente valioso de nuestra condición “le meilleur témoignage que nous puissions donner de notre dignité” (el mayor testimonio que podemos dar de nuestra dignidad)” de los versos de Baudelaire. A nadie lúcido le pasa por la cabeza que quepa una sociedad humana en la que no se dé contradicción entre impulso vital y astenia provocada por la enfermedad o la vejez, entre deseo de creación y sentimiento de límite, entre deseo de abolir la alteridad respecto al otro y sentimiento de que sólo por su esencial irreductibilidad el otro es deseable (deseo pues del otro en su libertad). A nadie lúcido pasa por la cabeza, en suma, que la vida humana no se halle, en todo momento y en toda circunstancia intrínsecamente, amenazada por la contradicción. ¿Qué se está pues sosteniendo en esta apuesta “anti-nihilista”? Sencillamente lo siguiente:

Todos sabemos  que lo  doloroso del destino humano  en modo alguno es reductible a la indigencia material y espiritual, pero damos  un paso de gigante cuando, como Aristóteles, nos apercibimos de que nuestra esencial   confrontación sólo empieza  cuando precisamente  las vicisitudes relativas a la subsistencia no son ya determinantes, entendiendo que no se trata de liberarse individualmente de tal sumisión,  pues una parcela de indigencia y esclavitud se proyecta como amenazante  fantasma  sobre la zona de privilegio, generando  urgencias defensivas y  haciendo imposible que  la energía social se halle canalizada hacia  el  despliegue de  nuestras  facultades de conocimiento, creación y simbolización.  La asunción plena de la tensión inherente a la dialéctica entre finitud de la condición animal y saber de tal finitud (tensión que se halla en el origen quizás de todas las vicisitudes trágicas de la condición humana) pasa así por el acto de empezar a socavar el edificio de la alienación: “Esclavitud versus Tragedia” cabe decir.

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24 de junio de 2024
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Palabra de Don Luis

Se conoce como acaparador, en el mundo de los anticuarios, a quien lo guarda todo, a quien acumula sin límite y de modo compulsivo, a quien apenas vende, a quien le cuesta vender pese a ser la venta la razón de su negocio. Pues en esas estamos, en un rebosante almacén de mi propiedad, y en el hallazgo en él de una monumental caja de cartón, quizá no abierta desde principios de siglo, donde encuentro un ejemplar de la malograda revista Archipiélago, en concreto el número 41, correspondiente a abril/mayo del año 2000, ejemplar cuya procedencia no recuerdo y que, por su perfecto estado, parece que nadie lo ha tenido en las manos, desde luego no en las mías. El número está dedicado, por un lado, a la cacareada muerte del Arte y, por otro, a la figura de Luis Buñuel, siempre definida como polémica.

La muerte del Arte, tratada con similares argumentos a los que al cabo de los años se esgrimirán para anunciar la muerte de la Novela, dispone de algún artículo grandemente filosófico, tanto, que hace buena esa en exceso chocarrera definición que considera a la Filosofía una actividad encaminada a describir lo obvio con herramientas sofisticadas, por no decir deliberadamente crípticas.

La figura de Luis Buñuel es abordada de modo misceláneo, no exhaustivo, al no haber espacio para otra cosa, destacando, entre todos los artículos, el titulado “Palabra de Don Luis”, un conjunto de frases, atribuidas a Buñuel, seleccionadas y prologadas por Víctor Erice. Un trabajo, que yo suponía iba a abundar, a la perfección, en la imagen hosca que tengo del personaje conocido como El Sordo de Calanda, imagen que, sin embargo, se dulcifica al descubrir que no todas las frases responden a ese patrón, pues se recogen, eso sí en clara desventaja numérica, algunos enunciados que pudiéramos considerar luminosos, incluso clarividentes. Enumero algunos:

Me parece que no era necesario que este mundo existiese, que no era necesario que nosotros estuviéramos aquí.”

Pertenezco, y muy profundamente, a la civilización cristiana. Soy cristiano por la cultura, si no por la fe.”

No quiero hacer el papel de profeta, pero pienso que nos acercamos a la catástrofe final. Si no es por la bomba atómica será por la destrucción del medio ambiente.”

En La edad de oro me propuse ofender al público, sin embargo cuando en Un perro andaluz tuve que cortar el ojo a una ternera muerta, tuve que armarme de valor.”

Entiendo poco a las mujeres, me encuentro mejor entre hombres que entre mujeres.”

Quemaría todas las obras de arte sin el menor remordimiento. A mí no me interesa el Arte. ¿De qué sirven y han servido tanta obras de arte? Prefiero a la Virgen María, que por lo menos era la castidad y la pureza. No me interesan los genios en lo más mínimo si no son personas decentes. Y casi todo lo mejor en el Arte lo hacen o lo han hecho los hijos de puta.”

Las trompetas del Apocalipsis suenan a nuestra puertas, y nosotros nos tapamos los oídos ante los nuevos cuatro jinetes: la superpoblación, la ciencia, la tecnología y la información.”

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20 de junio de 2024
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La llave guardada

Uno de estos días, por azar, me encontré en el forro de una maleta las llaves de mi casa de Managua. Me las había metido en el bolsillo, como siempre, aquella mañana de mayo de 2021 en que mi mujer y yo salimos hacia el aeropuerto sin saber que, al cerrarse la puerta tras nuestros pasos, ya no volveríamos a traspasar el umbral.

 Recordé entonces, al tenerlas de nuevo en la mano, a los judíos de Sefarad desterrados en 1492 por decreto de los reyes católicos, y cuyos descendientes, siglos después, conservan en Tesalónica, en Estambul, en Jerusalén, las llaves de las casas de sus antepasados, y la historia que cuenta en uno de sus artículos Manuel Vincent (La Llave, 2014) del comerciante de ámbar al que se encontró en un mercado de Estambul: “había realizado varios viajes a España con la llave de una puerta que solo estaba en sus sueños. La puerta y no existía, pero pensó que, tal vez, la cerradura pudiera estar en manos de algún chamarilero”. Hasta que, “entre los cachivaches de una almoneda, que regentaba un gitano de Plasencia, encontró una cerradura herrumbrosa del siglo XV en la que su llave encajaba y funcionaba perfectamente”. Y dijo: “así es como se abre y se cierra el destino”.

Una llave guardada abre y cierra el destino, y una maleta abierta significa también las incertidumbres y las esperanzas del destino que pesa sobre todo exiliado en cualquier parte del mundo. Incertidumbre, pesar, nostalgia, esperanza, que son las marcas de la imposibilidad del regreso a la tierra natal.

Cuando salimos de Managua hace ahora tres años, llevábamos cada uno de los dos, como siempre, por razones prácticas, una sola maleta, y esas maletas siguen aún sin cerrarse. El síndrome de la maleta abierta denuncia al exiliado que no se resigna a quedarse, y espera siempre regresar. Estar de paso es hallarse siempre esperanzado de volver.

Como escribe Bertolt Brecht en Meditaciones sobre la duración del exilio: “No pongas ningún clavo en la pared,/ tira sobre una silla tu chaqueta./¿Vale la pena preocuparse para cuatro días?/Mañana Volverás…/¿Para qué hojear una gramática extranjera?/La noticia que te llame a tu casa/vendrá en tu idioma conocido…”

Mientras tanto el clavo no se clava en la pared, la vida del exilio se vuelve una mezcla de ansiedad, infortunios, gratificaciones. La bondad se cruza con las incomprensiones. La cercanía con el alejamiento. La solidaridad con los desentendimientos.

En San Martín el bueno, San Martin el malo, el opúsculo que escribió sobre el exilio del general José de San Martín, don Gregorio Marañón habla de “el patetismo de lo insignificante en la vida del exiliado”. Lo que por general no importa en el país propio, llega a ganar relevancia inusitada, empezando por las escaleras burocráticas por las que hay que ascender cada día quienes buscan arreglar sus papeles migratorios, tener un permiso de trabajo. Un techo.

Cuando la maleta se cierra del todo es que se han soltado las amarras y el país lejano se va a la deriva entre la bruma, perdido para siempre, y no se recupera más que en los sueños, y en la memoria, donde realidad, deseo e imaginación se funden y confunden. Nostalgias, figuraciones, cuando “el sueño (autor de representaciones), en su teatro, sobre el viento armado, sombras suele vestir”.

En el sueño recurrente que sueño en mi piso de Madrid me veo entrando al pueblo donde nací subido a un vehículo abierto, a la vista de todos, recorro las calles con la gente asomada a las puertas, paso por la casa de mi infancia donde mis padres están también asomados a las puertas y yo no puedo bajar a abrazarlos porque el vehículo en que voy no se detiene. Se hace tarde, va a oscurecer, pero pienso que cuando termine el recorrido ya tendré tiempo de regresar a encontrarme con ellos a la hora de la cena. Estarán también mis hermanos alrededor de la mesa.

El destierro que es “ese sueño hacia atrás en que se empeña la memoria, flota como la nube, pero es más tenaz”, dice en Durante el exilio Víctor Hugo, obligado a huir de Francia por la tiranía de “Napoleón el pequeño”, y que por obra del exilio escribió Los Miserables en la isla de Guernsey, en el canal de la Mancha. No tan lejos llegó Unamuno, porque se quedó “a las puertas de España, y como su ujier”, según sus palabras, y desde Hendaya podía al menos escuchar las campanas de Irún.

La circular de la policía secreta que forzó a Hugo al exilio, fechada el 3 de diciembre de 1851 decía: “hoy, a las seis en punto, se ofrecerán veinticinco mil francos a cualquiera que arreste o asesine a Hugo. Saben dónde está. No le dejen escapar bajo ningún pretexto”.

Cuando una tiranía pone precio a la cabeza de un escritor, significa que las palabras han cumplido su cometido. Ha conseguido que sea lo que debe ser, letra viva, no letra muerta.

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17 de junio de 2024

'Los árboles no huyen', de Verena Stössinger (Periférica, 2024)

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Verena Stössinger: la necesidad y los peligros de buscar nuestras raíces

Un hombre mayor viaja a su infancia, no con las alas de la memoria, sino por carretera de Suiza a Kaliningrado y al istmo de Curlandia, acompañado de su esposa. Nunca había regresado desde que, junto con su hermano, lo llevaron a Berlín en el otoño de 1947 en un tren repleto de niños. Reflexiona que, con unos pocos años más, su vida habría sido totalmente distinta, pues también lo habrían reclutado: "A eso lo llaman la gracia de nacer más tarde".

Era un viaje largamente postergado, hasta "que fue plenamente consciente: si no lo hago ahora, no lo haré nunca. Y jamás volveré a ver los paisajes ni los lugares de antaño, las ciudades, el mar, los árboles, ni tampoco encontraré nunca las piezas que deberían encajar en los vacíos que se abren cuando pienso en el pasado".

UN DEAMBULAR SINUOSO En el ocaso de su vida, renace el deseo de pasar cuentas con ese tiempo pretérito, pero sobre todo de enfrentarse a sus lagunas. Porque lo único que aún conserva de aquellos primeros años, aparte de unos pocos recuerdos (él mismo enterró a su madre y su padre, desapareció), son cuatro fotografías en blanco y negro. "Ojalá los paisajes sigan siendo los mismos entonces, piensa, mientras el narrador, como un compañero de travesía, sostiene que "a quien no recuerda nada se le permite formular cualquier deseo".

Los árboles no huyen, novela-ensueño de Verena Stössinger (Lucerna, 1951), se divide en dos mitades, el durante y el después de esa visita a un territorio de la infancia donde hasta la toponimia ha cambiado -ya no son Königsberg o Dánzig, sino Kaliningrado y Gdansk-, así como las lenguas habladas allí y las fronteras, para las cuales necesitará visado. Lo que inicialmente es una tentativa bienintencionada de revivir el pasado sin más guía que unas imágenes mentales muy tenues, casi espectrales -"a su edad (...) ya es imposible detener el tiempo y pronto esa fuerza que aún posee la necesitará para dominar el presente"-, convierte este viaje de retorno en una suerte de deambular sebaldiano, cámara fotográfica en mano, en un intento de (re)conocer las huellas arqueológicas de lo vivido.

La narración es sinuosa, como las circunvoluciones del cerebro, una bruma cuyos sonidos de fondo son los bombardeos y "un olor a humedad y a viejo, a miedo y meado". Bea, su esposa, más joven que él, "muy terrenal, práctica y diligente", lo ayuda con sincero interés a encontrar los lugares donde él vivió. Llevan casi media vida juntos y "se complementan". Ella cree que "todos los problemas tienen solución", por lo que su pragmatismo e iniciativa a veces chocan con las intuiciones de él.

EL PESO DE LA VERDAD Será Bea quien ayude a su marido, en la segunda parte, de regreso en casa, a saber más, pero ya no sobre el terreno, sino a través de documentos: libros, archivos, recuerdos de otros. Entonces, la poética de la memoria del inicio cambia a un lenguaje más sobrio que revela una verdad angustiante. De cada indicio sobre quién era, por ejemplo, el padre de él, surgen más y más preguntas en un torrente irrefrenable (y turbador).

Stössinger aborda con inteligencia en este bellísimo libro algo tan quebradizo como los recuerdos y las herencias recibidas, tanto de un refugiado arrancado de cuajo de sus raíces (de ahí su anhelo de "ser como un árbol de grandes raíces fijas") como de una Europa que aún mira por el retrovisor con sentimientos encontrados: la sensibilidad de la víctima y el descaro del verdugo.

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14 de junio de 2024
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El Boomeran(g)
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