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Colores y símbolos

Los colores y las religiones han mantenido una estrecha relación de quita y pon. De un lado la Contrarreforma  eligió el barroco y el abigarramiento cromático para manifestar la fastuosidad de su imperio en tiempos de crisis y decadencias.  Paralelamente el protestantismo, austero y llano, impuso el prestigio del vestido negro sobre la burguesía emergente. De esta insignia negra, contraria al supuesto descontrol de lo vistoso,  derivaron a finales del siglo XIX y comienzos del XX los objetos negros, las máquinas de escribir, los teléfonos, las cámaras fotográficas, los automóviles negros. /upload/fotos/blogs_entradas/exposicin_de_coches_antiguos_de_la_marca_hispano_suiza_med.jpgDesde 1860 la química industrial de los colorantes permitía fabricar objetos de casi cualquier tono pero hasta después de la Segunda Guerra Mundial los norteamericanos, tan religiosos, y todos los demás habitantes con  medios de compra, no disfrutaron de los coches bicolores y tricolores o de electrodomésticos y herramientas que no fueran blancos o negros.

El color fue para los Santos Padres, o buena parte de ellos, "materia" que se sumaba a la luz. La luz, símbolo de la pureza se contaminaba con los verdes, los amarillos o los azules, colores que a diferencia del rojo tardaron en incorporarse a la liturgia. El culto católico a la Virgen abrió las puertas al azul celestial pero en la liturgia, las casullas, no asumieron el azul mientras emplearon durante siglos el morado (tenido por una variación del negro), el verde o el rojo.

Newton demostró en el siglo XVII que todos los colores formaban parte de la luz pero la estimación popular y religiosa de la verdad del color permaneció ajena a las consideraciones de la ciencia. Incluso el verde que parece ahora tan obvio resultado de azul más amarillo se mantuvo como un color originario, nacido a partir de los pigmentos naturales que usaban en el medievo lo tintoreros./upload/fotos/blogs_entradas/una_historia_simblica_de_la_edad_media_occidental_med.jpg

Los metales, las maderas, las flores, los tejidos, los animales y los colores, desfilan por el libro de Michel Pastoureau en una hilvanada historia simbólica de la Edad Media, sus consecuencias y sus peripecias (Una historia simbólica de la Edad Media occidental. Edit. Katz). No se trata desde luego de un gran libro. Libro de conversación estival a la luz del sol o de la luna, bajo la pigmentación de la melanina.

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27 de agosto de 2008
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La vida es una mierda

Por fin se han terminado. Ya han sido suficientes medallas, triunfos, himnos. Ya ha habido bastante Phelps. Ya han sido suficientes fracasos y caras compungidas, incluso llorosas. Francamente, me ha encantado la sinceridad del campeón del mundo de Taekwondo,  Juan Antonio Ramos, que al quedar en el quinto puesto no pudo ni quiso disimular su frustración y dijo que "nadie se acuerda de los cuartos ni de los quintos". Te vi en televisión derrotado, desgarrado. Las palabras te salían como balas cuando dijiste eso que todos sentimos por lo menos una vez a la semana: "La vida es una mierda".

Juan Antonio, estas olimpiadas ya han pasado, las siguientes también pasarán, pero tu frase y tu franqueza permanecerán grabadas en nuestros corazones.

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27 de agosto de 2008
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El cuarto hombre

¿Se enteraron del caso de los empresarios ejecutados que obsesiona por estos días a la Argentina? Brevemente: hace un par de semanas alguien secuestró y asesinó según códigos mafiosos a tres jóvenes socios, ligados por negocios farmacéuticos. Según parece, al menos uno de ellos estaba vinculado al tráfico de medicamentos falsos -ah Harry Lime, cuánto daño sigues haciéndonos- y el trío en su totalidad habría intentado empezar a exportar efedrina a otros países, una sustancia que los países donde se produce droga a escala industrial -México, por ejemplo- necesitan como agua. Para añadir leña a este fuego, el domingo se habría suicidado un cuarto hombre, ligado a los primeros por su actividad farmacéutica y sus deudas millonarias.

Como imaginarán, la cuestión ha dado y sigue dando tela para hablar sobre el tema del narcotráfico en Latinoamérica y la forma en que la Argentina estaría empezando a participar del ciclo: por el momento, facilitando insumos que aquí son más baratos que en México -como la efedrina, sin ir más lejos. Pero a mí me ronda por otras razones. No puedo dejar de pensar en los muertos. Sus características comunes me resultan significativas: gente de clase media, bien educada, blanca, de un pasar más que generoso a pesar de deber millones de dólares (los secuestradores incendiaron la 4x4 de uno de ellos, tratando -imagino- de enviar un mensaje), frecuentadores del mismo gimnasio y de edades que rondan la treintena -es decir, que fueron niños durante la dictadura y jóvenes durante el vale todo moral de la década Ménem.

Sería un error generalizar de manera instantánea. Pero no puedo dejar de preguntarme qué efectos tiene sobre una generación el hecho de crecer en una sociedad en bancarrota ética y espiritual. Haberse educado en la Argentina de la impunidad, haber mamado la frivolidad criminal del menemismo -los cuatro muertos formaban parte de la clase social que gozaba del momento y veraneaba en Miami mientras Menem malvendía el país y los pobres se devoraban a sí mismos- debe dejar marcas indelebles en muchas almas carentes de buena raiz y mejor sustento. Si la política, las instituciones y los medios pregonan con fanfarria que el dinero es el bien supremo, que el fin justifica todo medio, ¿a quién puede extrañarle que alguien amase fortuna mediante uno de los crímenes más deleznables que pueda concebirse -esto es, suministrarle a los enfermos una medicina que no es tal?

/upload/fotos/blogs_entradas/el_tercer_hombre_1_med.jpgEn El tercer hombre -la película de Carol Reed, el relato de Graham Greene-, Harry Lime funcionaba como un monstruo. En la Europa de posguerra, alguien que adulteraba la penicilina que se suministraba a los niños no podía ser calificado de esa forma. Nos guste o no, la Argentina del siglo XXI es una fábrica de Harry Limes. Y la abundancia de Limes los torna (horriblemente) comunes, en tanto la normalidad es una simple cuestión de promedios numéricos. Aquí hay Harry Limes en la política, en el gobierno, en las instituciones, en los medios, en las empresas...

Y estamos nosotros, también: niños en situación de riesgo, preguntándonos a diario si la penicilina que nos previene de la muerte es lo que dice la etiqueta -o apenas un placebo. 

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27 de agosto de 2008
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Guadianas literarios

A primera vista, puede sorprender la gran cantidad de representaciones clásicas de este verano en toda Europa. Dante ha sido el centro del Festival de Aviñón con escenificaciones del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso en tres lugares distintos. He visto anunciado a Shakespeare por todos lados y yo mismo, en Barcelona, he asistido a dos excelentes Rey Lear casi seguidos. Distintos teatros han acogido una buena porción de las tragedias griegas, empezando por Las troyanas, de Eurípides, representada en Mérida. Sorprendentemente, pues, en apariencia, dado que nuestra época no se distingue por un excesivo refinamiento cultural.
Puede que, en efecto, el fenómeno únicamente forme parte de nuestra necesidad de espectáculos, incluidos algunos de alta cultura. Dejo esto para los sociólogos. A mí me interesa más preguntar por qué determinadas obras parecen encajar en ciertos periodos y, en cambio, caen en el olvido en otros. En general, no se trata sólo de criterios de moda o gusto, por lo que acostumbran a escapar a las previsiones y planificaciones. No hay editor o gestor cultural que pueda prever factores que desbordan los estudios de mercado porque discurren por los recovecos de la imaginación de cada época. Hay algo en la atmósfera que exige el retorno de una obra largamente ignorada.

Uno de los mejores ejemplos de esta exigencia es la resurrección vigorosa de una novela como El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Cuando era estudiante, leí casi por casualidad este libro, que pocos conocían. Por supuesto, Conrad no era un perfecto desconocido, pero pasaba por ser un autor de culto, un poco al modo de Malcolm Lowry, cuyo Bajo el volcán yo encontraba muy conradiano. En las tres últimas décadas del siglo XX, las ediciones de Joseph Conrad se multiplicaron, a lo que sin duda contribuyó la adaptación cinematográfica de Coppola en Apocalypse Now.

Sin embargo, esta última explicación no es, desde luego, suficiente. Las causas de la influencia de la novela son más complejas y misteriosas. El corazón de las tinieblas apunta en dirección contraria al sentimentalismo y psicologismo predominantes y, no obstante, da en la diana al expresar nuestras ansiedades y nuestros miedos. Aun conectados por meandros enigmáticos, el horror conradiano y el nuestro aparecen superpuestos. Quizá por esto, un texto difícil, duro, sin concesiones, sigue abriéndose camino en medio de los conformismos literarios de este inicio del siglo XXI.

Otro ejemplo espléndido de renacimiento son los Ensayos de Montaigne. Ni que decir tiene que tampoco éste se había esfumado del mapa cultural europeo, pero hasta hace unos meses parecía circunscrito a los círculos académicos y escritores que sentían una particular identificación con el talante de Montaigne, como era el caso de Paul Valéry o, entre nosotros, Josep Pla. Era frecuente que circularan fragmentos de los ensayos montaignianos, aunque no la obra entera, esmeradamente publicada, como ahora no es infrecuente encontrar en editoriales de Europa.

Desde el punto de vista del estilo, o incluso del modo de afrontar las pasiones humanas, nada tienen que ver Montaigne y Conrad, la voluntad trágica de éste y el estoicismo más bien hedonista de aquél. Como escritores, ellos están muy lejos entre sí; no obstante, es nuestra época la que los hermana al requerir, por así decirlo, sus servicios. Hay algo profundamente tranquilizador, gratificante, en la mirada irónica de Montaigne, del mismo modo en que el heroísmo desesperado de Conrad es una medicina catártica. Cada uno a su manera nos habla de nosotros.

Es cierto que esto podría extenderse a todas las grandes creaciones del arte y del pensamiento, las cuales deben poseer la virtud de dirigirse, no sólo a su presente, sino a las épocas futuras. Pero estas épocas no siempre prestan atención, y éste es el matiz decisivo para establecer los tortuosos cauces de las fortunas artísticas. Las obras maestras son aquellas que siempre están en condiciones de hablar; sin embargo, para que efectivamente se hagan escuchar, los oídos de una determinada época deben prestar atención.

Así se explica el aparente silencio de algunos gigantes y el desigual eco de voces originalmente poderosas. No hay que condenar con juicios frívolos y apresurados el ostracismo actual de ciertos autores, como si su momento perteneciera definitivamente al pasado. Proust o Joyce, referentes imbatibles hace unos lustros, son mucho más nombrados que leídos. Thomas Mann, enterrado por tantos, ha remontado el vuelo. Kafka y Beckett mantienen su papel de intérpretes contemporáneos. Cercanos a los ejemplos de Montaigne y Conrad, aunque respondiendo a otras necesidades nuestras, Dostoievski y Camus se han consolidado como interlocutores irrenunciables.

Un caso particularmente elocuente para los de mi generación es el de Stefan Zweig. Muchos de nosotros estábamos acostumbrados a ver los libros de Zweig en las bibliotecas familiares, pero no se nos ocurría leerlos. En las últimas décadas del siglo XX, El mundo de ayer, la descomposición espiritual de Europa, aparenta estar en condiciones de amparar las dudas y pasiones de nuestro presente. Y otro tanto sucede con autores como Joseph Roth o Arthur Schnitzler.

Los rebrotes literarios, además de hacer justicia a escritores ocultados por la moda o la crítica sectaria, se adecuan a demandas epocales a menudo difíciles de apreciar. De hecho, lo que muchos editores ofrecen como modelos de "rabiosa actualidad" son, con frecuencia, menos aptos para el análisis de la sensibilidad contemporánea que bastantes textos desechados por inactuales.

Cada época necesita de palabras que la empujen a mirarse despiadadamente en el espejo. No importa que estas palabras sean del pasado o del presente. Cada época genera una literatura acomodaticia destinada a proponerle lo que quiere escuchar y otra, intempestiva, que le habla sin servidumbres ni contemplaciones. Por más que se niegue -ocurre también en cada época-, sólo esta última está en condiciones de perdurar más allá de la oferta y de la demanda de su tiempo.

Por eso volvemos continuamente a los que llamamos clásicos: en busca de aquella intempestividad que, al despreciar nuestra apatía y nuestro conformismo, nos ofrezca instantes no de éxito -para eso tenemos el resto del espectáculo de nuestra civilización-, sino de verdad. Para eso, para tener nuestros instantes de verdad, retornamos a Dante, a Shakespeare, a los poetas griegos. Y, desde luego, nunca son completamente arbitrarios estos retornos ni indiferentes a las ansias de cada presente.

Fijémonos en Shakespeare (que tampoco se libró de una época de purgación tras el impacto inicial). Aparte de Hamlet, que, independientemente de las generaciones, tan bien logra encarnar siempre la confusión humana, las otras obras han ido variando según la predilección de los públicos. A veces Macbeth y Julio César han sido los favoritos; otras, Otelo, El mercader de Venecia o La tempestad. En los últimos años, sin embargo, quizá ninguno de los dramas de Shakespeare ha sido tan representado como El rey Lear. No podemos saber la razón por la cual esta obra extremadamente compleja parece adecuada a nuestros escenarios, aunque sí podamos sospechar que tiene que ver con que "los locos guíen a los ciegos".

En cuanto a la tragedia griega, no deja de ser elocuente hasta qué punto hemos tendido a mostrar nuestros conflictos a través de sus argumentos. Edipo, Antígona, La orestíada y Las troyanas son rigurosamente contemporáneas cuando nos enseñan los engranajes del poder, de la libertad, del dolor. Ninguna de esas obras hace concesiones al obligarnos a posar ante el espejo, y gracias a esto sabemos, lo reconozcamos o no, que nos dicen más sobre nuestra actualidad que tantas toneladas de literatura acomodaticia servidas para aplastar al lector. Y, sin embargo, muy pocos editores dejarían de horrorizarse ante la idea de publicar un tipo de obra semejante escrita por un autor de hoy: "¡Qué difícil, Dios mío, y qué poco comercial!".                   

                               El País, 03/08/2008

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27 de agosto de 2008
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Flor de Lotto / XVII

XVII. Donde la estrella es usted.

-Perdóneme, Don Alex, yo no quería... -la voz se oye entre aguda y cavernosa, como un clarín en labios de un principiante.

     -Ya está volviendo en sí. A ver cómo lo toma -el hombre de la bata se apresura a ajustar las correas que inmovilizan las extremidades del enfermo.

     -No es cosa de opinión, doctorcito. Se es generoso o se es un díscolo de mierda. Pero yo estoy seguro de que nuestro amigo Andersón tiene un corazón grande. Dijo mi nombre, ¿viste? -Alejandro Zarur rebosa buen humor, especialmente ahora que el proyecto avanza.

     -¿Yo? -conforme abre los ojos, Segismundo Andersón empieza a comprender que no ha hecho más que mudar de pesadilla, sólo que en ésta no puede moverse.

     -Buenos días, campeón. ¿Puede probar champagne, mi doctorcito?

     -No lo aconsejaría, Don Alex.

     -¿Por qué estoy amarrado? ¿Qué tengo? -más que del puro miedo, Segismundo se quiebra de ansiedad. Por los ojos que le echan los presentes, espera ya una pésima noticia.

     -Tenés plata, Andersón, y vas a tener más. Pero antes de eso hay que comprometerse, ¿ya? Por lo que veo, me sos fiel hasta en sueños, y eso tiene un valor. Sólo que hay que probarlo de este lado, ¿entendés?

     -¿Qué me hicieron?

     -Bravo, Andersón, qué pregunta tan buena que nos has lanzado. ¿Qué querés que te diga? Usted, doctor, explíquele.

     -Le salvamos la vida, señor Andersón, tiene usted que sentirse muy bien por eso.

     -¿Y por qué no tendría que sentirme bien?

     -Digamos, Andersón -la mano de Zarur alcanza el hombro izquierdo del enfermo-, que la buena noticia es que vas a poder caminar, aunque con una ayuda, que por supuesto te vamos a dar. Más allá de tu plata, claro.

     -¿Qué me pasó, Don Alex? ¿Qué tengo?

     -Tenés la garantía de mi amistad, campeón. Cuando acabe todo esto, vas a tener una prótesis de primera.

     Segismundo se agita, vocifera, berrea, pero apenas si logra moverse. En su desazón súbita, revisa mentalmente sus dos piernas y comprueba que siente la izquierda dormida. Gracias a los catéteres en ambos brazos, más tarda en descubrirlo y horrorizarse que en caer otra vez narcotizado. Cuando despierte, unas horas más tarde, lo hará muy lentamente y no del todo. En lugar de Don Alex y el doctor, estará a solas con el facilitador Mauricio Morazán, que sostendrá con él una de esas conversaciones incongruentes que sólo caben dentro de los sueños. Encarecidamente, Segismundo suplicará a Morazán que le devuelvan su pierna perdida, y éste le pedirá por condición que le entregue uno de sus dos riñones.

     -Solamente un riñón, a cambio de una pierna. ¿Cómo ves esa ganga, amiguito? -le canta Morazán otra vez al oído, varias horas más tarde.

     -¿Qué me pasó, Mauricio, quién me cortó la pierna?

     -¿Cuento con tu riñón?

     Hace ya varios días y noches emborronados que a Segismundo Andersón se le enciman los sueños y los recuerdos, a saber cuántas cosas le habrá inyectado el hombre de la bata. ¿Qué quieren de él? ¿Sus órganos? ¿Quiénes venían en aquella ambulancia, que se reían tanto como las voces que ahora lo rodean? ¿Se ríen de él, tal vez? Se rasca la cabeza, sin pensarlo. Deduce así que ya lo desataron. No quiere abrir los párpados, pero podría jurar que está moviendo los dedos del pie izquierdo.

     -Allí tienes tu pierna, amiguito. Cuando despiertes bien, hablamos del riñón.

     -Dime que es una pesadilla, Mauricio.

     -¿Sabés cuál es el lado amable de las pesadillas, campeón? -finalmente Don Alex paró de reírse; ahora da dos pasos adelante para mirar de cerca a Segismundo- Que la estrella sos vos. Mirá nomás que pinta de súperstar. Sonreí para el público que te quiere, decí que nos debés todito lo que sos...

Mañana en FLOR DE LOTTO: XVIII. Se trasplantan agallas.

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27 de agosto de 2008
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Cuando Calvino se convirtió en Calvino

¿En qué momento Virginia Woolf se convierte en Virginia Woolf, Cortázar llega a ser el Cortázar que conocemos todos, García Márquez se vuelve García Márquez? La respuesta suele ser elusiva, y pertenece al dominio de la crítica literaria, la psicología, la adivinanza en las tardes y noches de los cafés y bares donde se reunen escritores. En algunos casos, la respuesta es fácil.

Italo Calvino, el escritor italiano nacido en Cuba en 1923 (y fallecido en Siena en 1985) publicó su primera novela, El sendero del nido de arañas, en 1947. Si bien esta novela fue un éxito comercial en la postguerra italiana, Calvino no se sentía satisfecho por su neorealismo. Pese a ello, siguió con este tono durante siete años más, tiempo en el que escribió tres novelas que hoy no son parte reconocida de su bibliografía (sólo una de ellas llegó a ser publicada). Entre 1950 y 1951, mientras escribía la segunda de esas tres novelas, Calvino descubrió que estaba escribiendo los libros que se esperaban de él, no los que quería escribir de verdad. Así fue que surgió El vizconde demediado (1952), su primera novela fantástica; así nació el Calvino que todos conocemos, el que se ganó un lugar de privilegio en la literatura universal del siglo XX. Después, en ese tono, vinieron El barón rampante (1957) y El caballero inexistente (1959), trilogía luego reunida bajo el título Nuestros antepasados.

De estas novelas, leídas medio siglo después, El barón rampante es la mejor, la que muestra ya a un Calvino maduro, dueño de una prosa de admirable textura y de una imaginación desbordante, rara en la literatura italiana del período. El vizconde demediado no se lee como una novela sino más bien como un cuento largo, y muestra algunos signos de envejecimiento; la historia de un noble italiano que, gracias al impacto de una bala de cañón en la guerra contra los turcos, termina con el cuerpo dividido, es una alegoría muy obvia acerca de nuestra escindida condición humana: en el interior de todos nosotros anida la capacidad tanto para el bien como para el mal. El problema es que Calvino utiliza una metáfora maniquea; no somos dos, somos muchos, dicen novelas contemporáneas como Las vidas perpendiculares (2008), del mexicano Álvaro Enrigue. Aun así, hay imágenes rescatables, que muestran el sentido lúdico de la vida que tenía Calvino: por ejemplo, cuando aparecen en los campos frutales las manzanas divididas en dos y todavía colgadas de los árboles.

En cuanto a El barón rampante, impresiona cómo Calvino pudo convertir una imagen que daba para una de sus típicas fábulas, en una novela larga. Cósimo Piovasco, allá por el siglo XVIII, decide, a los doce años, rebelarse contra sus padres y subirse a una encina del jardín de la casa y no bajar de ahí nunca más. Si bien Calvino se unió al grupo Oulipo en la década del setenta, ya con El barón rampante muestra una cierta adherencia a los principios de Perec y Queneau: por ejemplo, que un personaje, dentro de una novela, se fije una regla de manera voluntaria, y la siga "hasta las últimas consecuencias". Eso es lo que hace Cósimo, el adolescente de "obstinación sobrehumana".  

Calvino calificó esta novela de "divertimento", pero lo es más: se trata de una clásico que no palidece ante la compañía de Alicia o Peter Pan. Si la literatura es, también, la búsqueda de algún aspecto de la condición humana con el que podamos identificarnos, entonces estamos en buenas manos: casi todos, alguna vez, hemos querido ser como Cósimo, rebelarnos ante la prosa del mundo y dejarnos llevar con ligereza por una vida más libre y envidiable, aunque ésta se encuentre en los árboles, allá donde Cósimo pasa las noches "escuchando cómo la madera almacena sus células en los círculos que marcan los años en el interior de los troncos, cómo los mohos aumentan su mancha con la tramontana, y con un estremecimiento los pájaros dormidos dentro del nido esconden la cabeza donde es más blanda la pluma del ala y se despierta la oruga, y se abre el huevo del alcaudón".

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26 de agosto de 2008
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Rivas y los grouchos

Alguna vez me he ido de "grouchos" con Manuel Rivas, aun que no sabía que se llamaba así. Estoy con su último libro, Os Grouchos, donde se recogen sus colaboraciones en El País de Galicia de los últimos años y donde se incorporan otros textos nuevos o dispersos. Hace años que Rivas demostró que el gallego, además de ser lengua de pobres y poetas, era también una hermosa lengua para escribir en los periódicos, para contar cuentos, novelas o ensayos. El gallego de Rivas es la lengua de un escritor que propone viajes libres y rebeldes. La lengua de un gallego que no tiene miedo al mar, que se embarca aunque tenga que superar tempestades.

Groucho no es sólo el hermano mayor de los Marx, es en gallego ir de tragos, pero no beber por beber, ir para contar cosas a pie de barra. Universal barra donde todo puede ser dicho desde esa ironía que debe vivir entre las tierras, los mares, las calles y los bares de este lugar de un finisterre que no quiere ser conservador, aunque tantas cosas tengamos que conservar. /upload/fotos/blogs_entradas/manuel_rivas_med.jpgUn libro abierto y libre, como los mejores bares. Un libro, que como los hijos o los perros, termina por parecerse al amo. Un libro que se parece mucho a Manuel Rivas. Cuánta cosas muy serias con mucho humor, con esa lengua lírica llena de curvas, lengua para el placer. Lengua afrodisíaca. Pueblo sentimental, ¿y qué pasa? A ver quién tiene los cojones de llorar como lloran los gallegos. También se ríen. Y quieren pasarlo bien hasta la muerte y un paso más. Entierros de mucha acción. Entierros tan accidentados como el de Valle Inclán, esperpéntico hasta después de la muerte. Y eso que Valle creía que nunca le había pasado nada, al menos nada que se pudiera destacar. Valle que ya no vivirá estos tiempos en que algunos gallegos en la hora de la muerte sustituirán el credo por un mariachi que cante "Pero sigo siendo el rey".

Libro para ir de copas, ir de grouchos con Carlos Oroza, sin Rouco Varela. Otro libro libre de uno de los escritores que mejor nos han contado este lado del Oeste. Historias del Oeste que contiene también diálogos como aquellos de aquellas películas que también vinieron del oeste:

 

"Tabernero: A dónde vas?

Rod Cameron: Quién sabe!

Tabernero: Un bonito lugar, lo conozco!

Rod Cameron: Pues yo todavía no, paisano"

Es un diálogo de "La mujer de la frontera". Tan bueno como aquél otro de "El forastero":

"Walter Brennan: De dónde vienes, forastero?

Gary Cooper: De ningún lugar.

Walter Brennan: Y a dónde se dirige?

Gary Cooper: A ningún lugar. Todos los sitios son buenos para pasar de largo"

Nosotros nos hemos quedado en este lugar del oeste, entre libros y amigos, de grouchos y de otros lugares que sabemos que existen. Lo malo es que, ¡ay! En unos días pasaremos de largo.

Me quedo con este manifiesto en forma de poema de Rivas:

"Nos fornos do pan,

con lume de uz,

o levedar a neve"

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26 de agosto de 2008
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Soy minero

Cuando me preguntan -a veces hay impertinentes así- si vivo de la literatura, siempre digo que sí. Y no miento, aunque matizo: «pero no de la mía». Salvo casos contados, no conozco a ningún escritor que viva exclusivamente de sus libros. Es cierto que estos, en algunos momentos, pueden representar una cierta entrada económica, un alivio o un aliciente, pero casi nunca es el grueso del dinero que necesita para vivir -incluso modestamente- un escritor. Por eso un buen número de colegas son profesores, agentes culturales, abogados, diplomáticos, técnicos administrativos y vendedores de electrodomésticos. Algunos como yo, tenemos la inmensa fortuna de dedicarnos siempre a la literatura y hemos conseguido que este sea un medio de vida: los talleres literarios, las asesorías y correcciones de novelas, los artículos para periódicos y revistas, las conferencias y charlas... todo permite  generar dinero suficiente para dedicarse a escribir. Qué duda cabe, me siento un privilegiado. Lo que ocurre, como casi siempre, es que todas esas labores, a poco que uno se descuide, terminan por quitarle el tiempo que supuestamente uno se ha ganado evitando un trabajo oficinesco y de horario inflexible. Ahora mismo, en la Biblioteca Nacional donde acudo a escribir todos los días, me encuentro con que varias horas se me han ido componiendo un par de artículos, corrigiendo tres o cuatro cuentos de mi taller presencial y redactando estas notas que tienen un poco de advertencia e ironía, claro.

Pero los escritores que ganan lo suficiente para vivir incluso con mucha holgura, se pasan la vida buscando tiempo para escribir, pues ellos también tienen sus compromisos y obligaciones: charlas y conferencias, artículos de opinión para prensa de aquí y de allá... ellos deben de estar y no solo ser. Un grandísimo escritor que vive en Madrid me dijo hace no mucho: «la mitad de mi tiempo lo empleo en conseguir que la otra mitad sea exclusivamente para escribir.» De manera que la búsqueda de un tiempo hipotéticamente ideal para escribir es una ilusión algo pueril. Y saberlo constituye el quid de la cuestión, pues en los muchos años que tengo dedicado a la literatura, como escritor y como profesor, he ido encontrándome con dos clases de interesados en la escritura de ficción: los que sueñan con escribir, con su parafernalia y su supuesto boato, con el reconocimiento, el dinero (?) y la fama(!) y los que disfrutarían de todo eso, pero como elemento accesorio al hecho primordial de escribir, de resolver el desafío que comporta acometer una novela, terminar un libro de cuentos... y empezar otro, con la misma ilusión, idéntica alegría y exacto miedo. /upload/fotos/blogs_entradas/minerook_med.jpgEstos últimos, invariablemente, son los que acaban consiguiendo acercarse a lo que los primeros sólo fantasean. Sobre todo porque saben que ello se consigue exclusivamente con trabajo, con esfuerzo, con disciplina. El escritor es un minero. ¿Y el talento?, me dirán algunos. El talento es el mineral que yace en lo más profundo de esa mina cuyas entrañas horadamos día a día escribiendo y corrigiendo. Si hay talento, sólo lo sabremos después de unos cuantos años de dura prospección, de arduo trabajo. Por lo tanto, no hay que perder el tiempo especulando sobre si uno tiene talento o no. Allí, en el fondo de cada uno, está la veta del talento. Los perezosos jamás lo encontrarán. Recuerden: El mejor momento para empezar a escribir la novela o el libro de cuentos es ahora. Ahoritita, que dicen mis amigos mexicanos...

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26 de agosto de 2008
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La notita que esperaba

/upload/fotos/blogs_entradas/kindle_2_med.jpgDespués de dedicar meses de mi vida a una comisión del gobierno francés sobre el futuro del libro digital, leí en BusinessWeek (que no es una revista de poesía por supuesto) la notita que tarde o temprano tenía que ser publicada. Es un texto sencillo con el dato clave: para Amazon, en el año 2009, el negocio del libro digital representa una facturación de 1.100 millones de dólares. El negocio está. A principios de agosto Amazon había vendido 240.000 lectores Kindle parecido al de la fotografía según un post muy comentado de Techcrunch. El resto es mera matemática. La más grande librería del mundo factura ahora más del 4% de sus ventas en forma digital. Lo repito: el negocio está.

En la notita de BusinessWeek, ocurre lo obvio: por fin aparecen las reglas del editor en el mundo digital. Son cinco, y me parecen ineludibles:

1. La lectura debe ser social. En un mundo conectado a la web 2.0 la lectura no puede mantenerse como un acto exclusivamente individual. Entonces el editor tiene que hace vivir sus libros en los sitios comunitarios como Faceboook.

2. La promoción de los libros tiene que extenderse más allá de las librerías. Cada día hay menos tiendas para vender libros, la supervivencia del libro tiene que producirse fuera de los lugares tradicionales.

3. Hay que crear autores estrella. No hay nada más caro que la celebridad hoy en día. Apostar por alguien ya conocido del público es comprar una persona cuyo agente capta toda la ganancia para su cliente.

4. El trabajo tiene que ser digital. No un poco, no en una u otra fase de la producción sino en todas sus etapas, incluyendo las pruebas.

5. La tienda electrónica es la clave del futuro. Amazon ya tiene su tienda y vende: los editores no pueden huir de su destino.

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26 de agosto de 2008
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Jesús Neira

Es muy lamentable lo que le ha ocurrido al profesor Jesús Neira. Está en coma por los violentos golpes que recibió al defender a una mujer que estaba siendo maltratada por su pareja. Esta pareja, un energúmeno que no pudo soportar que alguien se metiera en sus cosas, aduce en su defensa que es toxicómano, por lo que hay que suponer que su personalidad en ese momento estaba alterada. Pobrecillo. Sus padres le acababan de regalar un coche, su novia le quiere, pero claro la criatura es agresiva y hay que comprender que necesite machacarle la cabeza a alguien. No creo que sea una cuestión de drogas sino de mala sangre.

Por eso seguramente la agredida por él y defendida por Neira, que en mala hora pasaba por allí, no quiere poner una denuncia por maltrato. No sé cómo no se le cae la cara de vergüenza. Alguien se juega la vida por ti y tú continúas enganchada a un tipo que te pega. Hay una persona en coma por echarte una mano y tú prefieres justificar al energúmeno y seguir siendo una esclava de sus ataques de ira y de crueldad. Eres una impresentable.

Inevitablemente Jesús Neira nos recuerda a Daniel Oliver, el chico de 23 años que murió el año pasado al ser golpeado por otro violento que estaba maltratando a su pareja. Uno de los primeros textos de este blog, "Daniel Oliver", estuvo dedicado a él. Su gesta, su heroísmo, duró un minuto, pasó como el viento. Parece que unos y otros nos pasamos el día concienciando a la sociedad, y cuando la sociedad reacciona no somos capaces de agradecérselo como merece.

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26 de agosto de 2008
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El Boomeran(g)
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