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Prótesis

El hombre, escribió Freud mostrando dotes proféticas, se ha convertido en un dios con prótesis, y su estampa es magnífica cuando va armado de todos sus artefactos auxiliares, que no le garantizan sin embargo la felicidad. El futuro traerá, sigue el Freud adivino de 1930, "nuevos y quizá inconcebibles progresos en este terreno de la civilización, exaltando aún más la deificación del hombre" (El malestar en la cultura). El avance tecnológico que nos hace dioses omnipotentes, seres ubicuos y rápidos aunque esclavos de lo inmediato, está reflejado de manera tan inteligente como hilarante en la triunfal película surcoreana Parásitos, que sigue en cartel. Arranca con un pánico provocado en la familia pobre del film por la falta de wifi en el sótano donde malviven; dos horas después, los ricos endiosados pero amables son víctimas de un brutal desenlace que no hay que contar, y entre medias, tratados en clave de alta comedia de humor negro, muchos "temas de nuestro tiempo": las dulzuras de la conectividad total, el drama de la falta de cobertura, la tragedia de los refugiados hambrientos, el juguete de las aplicaciones fáciles, el fraude de los currículos falsificados, la usurpación o la estafa de la vivienda, la desigualdad provocada. ¿Cine social? No recuerdo una obra de ficción que aborde con tal atrevida verdad y tan rica metáfora la eterna controversia de la lucha de clases, y pocas veces me he reído como en la secuencia, en coreano subtitulado, en que la familia rica descubre que la clase obrera huele distinto. "Olor a trapo fregado". 
 
El director Bong Joon Ho consuma su corrosivo esperpento a una velocidad casi igual de trepidante que nuestro mundo. Ah, y para que no falte ningún indicio de su rabiosa contemporaneidad, un diluvio lo arrasa todo. Gota fría, o quizá, en un falso happy end, el arca de Noé sin clases.
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5 de diciembre de 2019
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Palma en España

Con lo conmemorativos y lo funerales que aquí somos, sorprende la poca atención que se le ha prestado este año al gran escritor peruano Ricardo Palma, que murió en octubre de 1919 después de una larga vida en la que España significó un hito y una fijación, sin dejar de dolerle lo suyo, colonialmente hablando. Palma, nacido en 1833 en Lima de padres pardos (mulatos), fue versificador y dramaturgo precoz, burócrata gubernamental, bibliotecario celoso y hombre de acción en la política y en la literatura, formando parte de una generación plasmada por él en sus deliciosas viñetas memoriales La bohemia de mi tiempo, donde se pinta como copartícipe de un romanticismo libérrimo en el que "desdeñábamos todo lo que a clasicismo tiránico apestara, y nos dábamos un hartazgo de Hugo, Byron, Espronceda", teniendo cada cual "su vate predilecto entre los de la pléyade de revolucionarios del mundo viejo". Vates románticos y aun neoclásicos (su admiradísimo Padre Isla) los tuvo Palma en abundancia, pero la matriz estilística de su amplia obra histórico-narrativa está en el Siglo de Oro español, desde Cervantes y Lope a Quevedo y la poesía barroca; el conceptismo, la sátira y la burla, la comicidad ejemplarizante, fraguan un hipercastellano sabroso, resonante, rebuscado sin esfuerzo y ampuloso a veces como lo es buena parte de la literatura europea decimonónica.
 

Después de pelear en 1866 contra la escuadra española que había bloqueado el puerto del Callao, un combate naval en el que vio morir al cabecilla liberal José Gálvez, Palma siguió militando en la causa revolucionaria del Coronel Balta, del que fue secretario privado cuando el militar accedió a la presidencia de su país. Nombrado senador en 1868, Palma no deja de escribir, y en 1872, coincidiendo con la aparición de la primera serie de sus Tradiciones peruanas, abandona la política, aunque no el servicio a la república; en 1883 acepta la propuesta presidencial de dirigir y reconstruir la Biblioteca Nacional, destruida en la ocupación chilena de la ciudad de Lima. Muy pronto el escritor, que había seguido publicando con enorme éxito sus siguientes series de las Tradiciones, cobró fama como el "bibliotecario mendigo" que utilizaba su creciente notoriedad internacional solicitando el envío gratuito de libros para la devastada biblioteca limeña. Una de sus primeras cartas se la mandó a Menéndez Pelayo rogándole "la limosna de sus obras" y firmando Palma como Correspondiente de la Real Academia Española, distinción que se le había concedido en 1878.

La proximidad intelectual con el país colonizador de alguien que definía su propio estilo literario como "mezcla de americanismo y españolismo", se reforzó en su único viaje a España en 1892, con motivo del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América. Palma, que entonces ya tenía casi sesenta años, llegó, con juvenil entusiasmo, deseoso de conocer en persona a alguno de sus modelos literarios pero a la vez portador de una reclamación lingüística que vio defraudada, la aceptación por la R.A.E. de su documentada lista de neologismos y americanismos que, admitidos y usados muchos de ellos con el paso del tiempo, se leen hoy como un bello compendio de voces de otro mundo hechas ya realidad general. Recorrió con sus hijos varias ciudades del norte y de Andalucía, en Madrid, su parada más larga, tuvo fácil acceso a las tertulias en casas particulares como la que los sábados tenía Don Juan Valera entre las nueve de la noche y las 2 de la mañana, recibió él en su hotel la visita de un amable y anciano Zorrilla, que se disculpa ante Angélica, la hija adolescente de Palma, por no quitarse el sombrero "con la aprensión de que estos bultos y lacras de la cabeza no son para lucidos", y en las librerías madrileñas vislumbra a Campoamor, despreocupado de sus derechos de autor, y a un Menéndez Pelayo de 36 años ya muy emprendedor, aunque "Físicamente no luce una organización robusta y a prueba de fatigas". Quizá el más memorable de sus Esbozos en Recuerdos de España sea el dedicado a Los lunes de la Pardo Bazán, más británicamente comprendidos entre cinco y siete de la tarde. Palma traza en esas páginas un retrato muy sugestivo del republicano alicantino Rafael Altamira, quien lamenta que el peruano, tan buen escritor, sea "un carlistón"; el epíteto, fruto de un equívoco, no se pudo despejar fácilmente, añadiendo Palma: "Y he aquí el cómo y el porqué yo, viejo radical en mi patria, pasé en España por absolutista rancio".

La ranciedad de Ricardo Palma era algo que cuando yo lo leí por primera vez, en los dos tomitos selectos de Tradiciones peruanas que Austral mantuvo en circulación varias décadas, me pareció innegable. Sospechosas desde el mismo título para un aspirante a escritor que buscaba entonces el vértigo de lo nuevo, sin hacerle ascos a la opacidad y al sinsentido, las escenas vivaces y socarronas descritas en sus mini-relatos repletos de personajes curiosos y anécdotas jugosas, siendo gratas y entretenidas sonaban a lengua muerta. El incipiente joven aún tardaría un poco, como el resto de los españoles, en degustar las palabras y términos locales, tan abundantes en Palma, que nos acompañaron en el viaje iniciático de las novelas de Vargas Llosa, Cabrera Infante o García Márquez.

Un día, ya en la madurez relativa, compré en una librería de lance del barrio limeño de Miraflores la edición completa de las Tradiciones peruanas en la edición de Aguilar llevada a cabo por Edith, la nieta de Palma, que suma a las más de mil páginas de las diez series de tradiciones otras quinientas de ensayos, crónicas, versos y cartas, además del muy trepidante Anales de la Inquisición de Lima; ese libro primerizo revela al supuesto reaccionario tratando con arrojo y conocimiento histórico los estragos del catolicismo, con un capítulo estremecedor sobre la condenada Angela Carrasco y la morfología del sambenito. Así que empecé a leerlo con rigor, mientras leía a post-contemporáneos suyos, desde Salazar Bondy, Luis Alberto Sánchez, Luis Loayza o José Carlos Mariátegui a los actuales Julio Ortega, Alfredo Bryce Echenique y Alonso Cueto, que discrepan en sus apreciaciones sin negar ninguno de ellos la dimensión fundacional que Palma tuvo en las letras peruanas contemporáneas, similar, en mi opinión, a la de grandes filólogos-creadores de otras culturas latinoamericanas, como Borges en Argentina, Alfonso Reyes en México o Pedro Henríquez Ureña en el Caribe.

Bryce Echenique llamó la atención hace años sobre una obra de Palma no recogida en el volumen de Aguilar y que desconozco, Crónicas de la guerra con Chile, publicada tardíamente; el autor de Un mundo para Julius hacía suyos los términos "periodista guerrillero" que un estudioso norteamericano había aplicado a esas crónicas. Yo no llego a tanto, aunque leyendo sus innumerables piezas maestras, como El cristo de la agonía, variante de cuento gótico, el brevísimo y tan bien rematado Meteorología, Don Lucas de la tijereta, con su ingenioso diabolismo, o la comedia de enredo epistolar Una carta de Indias, veo brillar al "humorista de cepa volteiriana", como le llamó Unamuno, y me resulta fácil darle la razón al lúcido crítico marxista Mariátegui cuando afirma que encuadrar a Palma como un costumbrista de la literatura virreinal es empequeñecerle injustamente. Nostálgico del antiguo régimen colonial sin ser ciego a sus atropellos y latrocinios, el escritor rememora a la vez que zahiere, lo que le procuró la animadversión de uno de sus blancos favoritos, el clero católico. Palma creó quizá un mundo soñado que las Tradiciones peruanas, insiste Mariátegui, reflejan con "un realismo burlón y una fantasía irreverente y satírica".

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3 de diciembre de 2019
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Ser algo


Los españoles andamos como perdidos, en perfecta consecuencia tenemos un presidente funcional que ahora mismo no podría decir de dónde es,
ni dónde va
 

Digan que sí, que el nuestro es un país muy divertido y empieza a tener la misma necesidad de psicoanalistas que Argentina. Vean si no: los vascos siempre han querido ser ingleses y eso lo sabemos desde el carlismo por lo menos, pero ahora los navarros quieren ser vascos. Al mismo tiempo los catalanes (una rareza que ya percibió Borges) querrían haber nacido en Perpiñán. Con el añadido de que los valencianos llevan años queriendo ser catalanes con imitaciones muy bien traídas. No acaba ahí la cosa, sino que los baleares, para no ser menos, hacen esfuerzos por parecer valencianos. Y los canarios tienden a baleares. Si a eso se añade que los gallegos siempre han querido ser irlandeses de gaita, el corrimiento de identidades es apoteósico. Los de Teruel parecen ser los únicos que están contentos siendo lo que son, pero exigen existir.

Los restantes españoles andamos como perdidos y nos miramos de hito en hito al cruzarnos por la calle con esa visión opaca de quienes no son o no existen. En perfecta consecuencia tenemos un presidente funcional que ahora mismo no podría decir de dónde es, ni dónde va a mendigar su identidad. De momento ya ha dicho que es de un país gore compuesto por pedazos y residuos que no se sabe cuáles son, ni cómo se cosen, ni por qué quieren ser lo que no son, ni quién lo va a pagar. Una nación de naciones, dice su escuderillo catalán, pero claro, no incluye entre esas naciones a Alemania, Francia o Italia, lo que tendría cierta gracia, sino que las naciones son Cataluña (que ahora quiere ser flamenca), el País Vasco (escocés), etcétera. O sea que ni bautizándolo Perolandia empezaría ese país a ser algo porque seguro que los perolenses de inmediato querrían ser otra cosa. ¿Podemicanos? ¿Izquiérdulos? ¿Marsupiales?

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3 de diciembre de 2019
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Nada es inocuo

Barcelona. Junio de 1976. Conduzco mi Opel por la calle Aribau camino de casa. El semáforo en rojo, del cruce con Diagonal, me permite oír la conversación entre los ocupantes del coche situado en paralelo, a mi izquierda; un padre de mediana edad, con aspecto de ginecólogo, y su hijo adolescente. Manifiesta el chico su extrañeza ante el cambio que se está produciendo en los rótulos de las calles y tiendas, una fulgurante catalanización que su padre desdramatiza diciendo que es una moda, sin duda pasajera, e incluso divertida; en particular celebran el chocante resultado obtenido tras la mutación onomástica del ahora oxímoron “Pere Pérez" que luce ufano en la puerta de un comercio. El padre tiene la suerte de fallecer, en 1989, y no ser testigo del estado en que queda su hijo, en otoño de 2019, tras impactarle en un ojo el pedrusco lanzado por el descendiente de alguno de aquellos divertidos mutantes. Nada es inocuo en el lenguaje. Ni el uso de “nacionalismo" en vez de "regionalismo" aplicado a una entidad administrativa que nunca fue nación sino región, ni el empleo de la toponimia local desdeñando los exónimos, ni la invasión de sonido extraños, sibilantes por ejemplo, ni, desde luego, la traducción a formas propias de hablas regionales de los nombres de persona e incluso de nombres comunes, nada, de todo esto, es inocuo, nada surge como una moda o un capricho de algún iluminado, surge formando parte de un plan que se lleva gestando desde hace décadas para el aniquilamiento, mediante la minusvaloración, de la lengua española, único signo posible de diferencia a esgrimir por los que anhelan la sustitución del concepto “España" por varios otros, los que se esconden tras etiquetas como “bable", “fabla”, “galego", “català", “panocho”, “euskara”, "valencià”, "ibicenc”, y un largo y atrabiliario rosario.        

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29 de noviembre de 2019
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Una Odisea

Así como no cabe ninguna duda acerca de la necesidad (y digo necesidad, no conveniencia o provecho) de leer obras como la Ilíada o la Odisea, tampoco cabe duda acerca de que ambas obras presentan claras dificultades de lectura. Razón por la cual quien decida adentrarse en ellas agradecerá la ayuda de un buen maestro capaz de desbrozar el camino y, sobre todo, transmitir su propio entusiasmo hasta el extremo de inducir al neófito a dejarse de guías, cerrar la novela  y adentrarse por sí mismo en el texto de Homero.

            Ese es el caso exacto de Una Odisea, de Daniel Mendelsohn, un profesor universitario que se dispone a dar un curso de varias semanas de duración sobre las aventuras del astuto  Odiseo durante su viaje de vuelta a casa después de arrasar Troya. Consciente de que también la mera transcripción de un curso de varias semanas podría resultarle árida  a un lector que no deba rendir un examen al final, el autor recurre a varias líneas narrativas que se desarrollan en paralelo pero que a veces se entrecruzan, se superponen o incluso suponen largos excursos apenas  relacionados con el texto de Homero.

            La línea narrativa principal, por supuesto, es el análisis pormenorizado de los quince mil seiscientos noventa y tres versos de que consta La Odisea, en principio a cargo del profesor pero con frecuentes  intervenciones de unos alumnos insistentemente inducidos a ello por su maestro, lo cual les convierte a ellos mismos en personajes de la novela.  Y los hay listos, agudos, pesados,  observadores o desesperadamente obtusos, como en la vida misma. Consciente de la necesidad de añadir alguna amenidad a la árida seriedad académica, el autor introduce una nueva línea narrativa  por el mero hecho de admitir como alumno (teóricamente solo como oyente)  a su propio padre, con el que mantiene una relación abiertamente conflictiva porque es un tipo bastante peculiar y a ratos incluso desagradable. Siguiendo la moda actual de las autobiografías noveladas, o falsas memorias, queda a elección del lector considerar si Jay Mendelsohn, el padre, pero también  los numerosos parientes  y amigos que irán saliendo a lo largo del libro, son meros artificios literarios ideados para amenizar la narración o si, por el contrario, forman parte del viaje interior del narrador, casi tan largo y plagado de trampas y añagazas como el del propio Odiseo. En el curso del educado ajuste de cuentas con su progenitor, Daniel Mendelsohn  puede ir directamente al grano, como por ejemplo a la hora de contar con detalle su complicada salida del armario ante un padre autoritario y sin pizca de comprensión con las “debilidades” humanas. En algunos otros pasajes el autor admite abiertamente su homosexualidad dando a entender que una vez salido a la luz, su preferencia sexual no limita ni condiciona mayormente su vida actual. En cambio al hablar de su situación sentimental al lector sólo se le informa, y como de pasada, que tiene tres domicilios, uno en la propia universidad, otro en Nueva York y un tercero en el que “viven, Lily, la madre de mis hijos, y mis hijos”. A partir de tan escueta información cabe pensar en la existencia de un arreglo amistoso para tener hijos sin necesidad de pagar unas servidumbres matrimoniales difíciles de satisfacer cuando hay determinadas preferencias sexuales de por medio. Pero también en este caso queda a criterio del lector dilucidar lo que hay de verdad detrás del enigmático  “Lily, la madre de mis hijos” porque como digo, el narrador solo alude a ella alguna vez y de forma tangencial. Se me ocurre, hablando también yo de forma tangencial, que si conocemos docenas de relatos acerca de la siempre difícil salida del armario, un arreglo como el que parece existir entre el narrador y la madre de sus hijos resulta mucho más intrigante y novedoso, y dada la condición docente del autor, a lo mejor hubiera sido más didáctico obviar lo del armario y desarrollar  esa original situación en beneficio de algún lector que ya tenga resuelto lo del reconocimiento público y que en cambio ande a vueltas con la espinosa cuestión de la paternidad.

            Quede claro sin embargo que de las diversas líneas narrativas la más interesante es la del análisis y desarrollo de la propia Odisea. Mendelsohn la conoce desde niño, lleva muchos años dando cursos sobre ella y por lo tanto sabe cómo resaltar los aspectos y pasajes más significativos. Cierto que a veces resultan algo prolijas sus precisiones filológicas, pero de pronto puede descolgarse también con una cuestión tan fundamental como es la llamada composición anular, una técnica  narrativa en la que el narrador empieza a contar una historia para luego ponerla en pausa, y retroceder a un tiempo anterior del que luego regresa hasta el presente o incluso hasta el futuro, de tal forma que una vez retomado el instante actual el oyente dispone de una información que expuesta de forma igual de escueta pero lineal hubiera alargado considerablemente el relato. Si leyendo esta sucinta descripción de la composición anular al lector le vienen a la mente numerosos pasajes de  las novelas de Faulkner, tendrá razón, por más que evocar del bracete a Homero y Faulkner pueda resultar chocante.    

 

Una Odisea

Daniel Mendelsohn

Traducción de Ramón Buenaventura

Seix Barral

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26 de noviembre de 2019
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Otro grande

La escasa atención que nuestros historiadores prestan a personajes enormes como Hernando Colón empieza a corregirse
 

Como el nuestro es un país con mala opinión sobre sí mismo, a veces se agradece el éxito de un libro que nos descubre, aunque sea desde fuera, a alguno de nuestros ignorados héroes. Es el caso de Hernando Colón, hijo bastardo del almirante que ahora por fin rescata del olvido un ensayista inglés, Edward Wilson-Lee, en el Memorial de los libros naufragados (Ariel). He aquí un personaje muy notable del renacimiento europeo, obsesionado como su padre por dar una forma al mundo, lo que le llevó a recorrer el continente en busca de libros para su pasmosa biblioteca.

Con 13 años, Hernando acompañó a su padre en el cuarto viaje, aventura inmensa en la que, por ejemplo, los marineros comían sólo de noche por no ver los gusanos que infestaban las viandas. En ese viaje fraguó una estrecha relación con el almirante a quien quiso emular con devoción filial. Los descubrimientos de Colón padre tuvieron su espejo en la biblioteca universal que compuso el hijo libro a libro y de cuyo naufragio aún quedan 4.000 volúmenes en la Biblioteca Colombina de la catedral de Sevilla.

Fui a visitarla hace unos días. La preside el único retrato de Hernando que se conserva. Está muy bien cuidada, aunque posiblemente sólo sea la cuarta parte de lo que llegó a reunir. La desidia, la rapiña, la ignorancia, la fueron arruinando como a una de las carabelas varadas de su padre.

La escasa atención que nuestros historiadores prestan a personajes enormes como Hernando Colón, empieza a corregirse. Yo estaba en Sevilla para hablar de otro renacentista genial, Casiodoro de Reina, igualmente tachado de la historia, pero de quien ha aparecido una excelente biografía escrita por Doris Moreno y la sugestiva novela de Eva Díaz Pérez Memoria de cenizas. Ya era hora.

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26 de noviembre de 2019
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Infinitas puertas y ventanas

Tengo un amigo en Mallorca que sostiene una relación clandestina con los libros. Su mujer, irritada de verlo aparecer cada día con nuevas adquisiciones, le prohibió llevar uno más a casa. Los incómodos huéspedes habían desbordado los estantes y se habían instalado en el comedor, en los pasillos y la cocina, para no hablar del dormitorio y el retrete, y estorbaban cada movimiento.

Entonces, lo que hizo fue alquilar de manera clandestina una buhardilla en el mismo edificio, armar allí unos estantes, y cuidando el ruido de sus pasos, pues para subir al escondite debía pasar frente a la puerta de su propio apartamento, tras de la cual acechaba la celosa mujer, empezó a subir con las bolsas de nuevos libros por la estrecha escalera, para meter con todo sigilo la llave en la cerradura y entrar al escondite. Era como si ahora tuviera una amante. Y estará ahora buscando un nuevo escondite, para ejercer su poligamia con los libros.

Y tengo otro amigo en Buenos Aires, cuyos libros, de igual manera, ya no cabían en su apartamento, pero, en cambio, aquella no era una relación clandestina, sino compartida con su mujer. Así que empezaron a discutir lo que podían hacer frente a aquella presencia cada vez más creciente. ¿Más estantes? Ya no había espacio para más estantes. ¿Donar una parte? Tal vez, pero cuando se pusieron a hacer una selección, los libros terminaron por volver a sus sitios de siempre, viejos conocidos a los que no podía negarse asilo. 
 
Entonces se les ocurrió que no había mejor remedio que dejar el apartamento a disposición de los libros, y buscarse ellos otro sitio donde vivir. Ahora los visitan todos los días, ven cómo están, los acomodan un poco, les sacuden el polvo, y luego se sientan a leer. Cumplida la visita, se despiden, apagan la luz, y hasta mañana.

Cuando los libros ya no caben en los pasillos, ni en la cocina, y llegan a los baños, no hay más que rendirse. Si desbordan la casa, desbordan la vida. Imponen su abundancia, y con su abundancia, su tiranía. Si intentaras deshacerte de ellos, más bien te cerrarían el paso y no te dejarían trasponer la puerta.

Y un libro, a su vez, es como una casa de múltiples habitaciones, puertas, escaleras, pasillos, sótanos, galerías, ventanas. En ese piso al que ahora ascendemos vamos a descubrir cosas que no habíamos visto en el piso anterior. Las habitaciones están amobladas de manera distinta, las ventanas dan a paisajes que no sospechábamos.

La lectura es un asunto de libertad de escogencia. No podemos sacar gozo del castigo, y un libro impuesto viene a ser un castigo. "Si el relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, el autor no ha escrito para ustedes", dice el doctor Johnson. "Déjenlo de lado, que la literatura es bastante rica para ofrecerles algún autor digno de su atención, o indigno hoy de su atención y que leerán mañana".

Un libro se convierte en un clásico cuando tiene siempre algo nuevo que enseñarnos, dice Ítalo Calvino. Tiene la virtud de abrirse a nosotros de una manera novedosa cada vez que lo buscamos, aunque viva en nuestra cabeza, y al mismo tiempo en los estantes de la biblioteca. Un amigo verdadero, recordemos, es aquel capaz de confiarnos sus secretos, sus intimidades. Y es lo que ocurre con los libros, que se abren sin condiciones para nosotros apenas empezamos a leer.

Un libro que pretende ser pedagógico, y que entre las descripciones de la acción va intercalando lecciones morales o filosóficas, o prevenciones, o advertencias, o máximas, es un libro muerto de antemano porque le va metiendo palos a la rueda de la vida que en las páginas de una novela debe girar sin tropiezos.

La consabida frase final "y vivieron felices para siempre..." indica el cierre de una historia llena de peripecias que hemos seguido con desazón, y a la vez la apertura de otra que ya a nadie interesa, y que ocurre fuera de las páginas del libro. Se trata de lo que pasa después del drama, y no vale la pena contarlo porque la felicidad siempre es monótona. Y lo que como lectores nos apasiona son los obstáculos, la interrupción constante de la felicidad. 

Y cuántos buenos lectores, y a lo mejor escritores, se han ganado gracias a los libros prohibidos pues lo que la imposición no consigue, lo consigue la curiosidad por lo prohibido. Y los censores son personas amargadas y hostiles al espíritu de libertad que campea siempre en los libros.

Me hago estas reflexiones en ocasión de que el Instituto Cervantes de Hamburgo es bautizado con mi nombre, lo que significa darme una biblioteca por casa. Borges dijo una vez que siempre imaginó el paraíso como una biblioteca. 

Ahora yo viviré aquí entre libros, en este paraíso de infinitas puertas y ventanas.

 

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25 de noviembre de 2019
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Leer a Mario en Lima

 

Leyendo una novela de Mario Vargas Llosa a más de un lector le ha ocurrido que reconoce Lima, incluso el Perú, y se siente parte de un paisaje urbano, que es a la vez familiar y desmemoriado. Uno puede estar leyendo que un personaje recorre la calle Tarata del viejo Miraflores, con sus casitas de discreta intimidad, como si le siguiera los pasos al enchompado personaje. Y puede también reconocer una calle del centro viejo, y evitar ese "suelo chancroso." Pero si el lector se encuentra en la intersección llamada "Cinco esquinas" no podrá salir ya de la populosa ciudad que se cierne, siniestra. Todos los lectores de Mario hemos vuelto al jirón de la Unión para verificar que hasta los perros de la ciudad lo recorren demostrando que el Perú se ha convertido en otra novela, con perros literales en pos de su relato. Cuando uno vuelve a Lima, cree despertar en una novela de Vargas LLosa. Cómo leerlo sin dar un grito.

Hace un año, luego de las jornadas de lectura en nuestra formidable Feria del Libro de Lima, al regresar en un taxi al aeropuerto vi, con horror, que una pareja mayor de turistas chilenos lamentaba el asalto que acababa de sufirir: en cuanto salieron del taxi, el chofer partió llevándose sus maletas. Lo que más me duele, me dijo la mujer, es que se llevó los regalos peruanos para los nietos. Ese taxista, me dije, hace méritos para estar en una novela de Mario sobre el fin del mundo en Lima. El apocalipsis será limeño, pero será. Cualquier lector puede recordar o anticipar otra escena agonista porque el país mismo adelanta, no sin énfasis, su obituario.

Una vez García Márquez me dijo que Mario tenía la capacidad narrativa de nombrar plenamente: escribe, explicó, como quien levanta una pared, y la ves. Ese poder de representación comunica a su relato la presencia tangible del mundo que narra. Y cuanto más derruída está la sociedad, y más deteriorada la solidaridad, mayor es la evidencia de su apocalipsis peruano. Estas novelas nos han proveído de vecinos inciviles, pero en Cinco esquinas la ciudad misma se nos impone como una metáfora del infierno. El infierno no es tal porque hace calor sino porque es ilegible. La ciudad romana postula cuatro esquinas: la ciudad como tablero de ajedrez, que es la lección clásica de la armonía civil. La ciudad es el espacio humanizado por el diálogo. La comunicación horizontal promete ciudadanos que han vencido a la selva.

En Nueva York hubo una zona llamada "Five points" (el feroz tema de una película de Scorcese), donde las migraciones irlandesa e italiana se batían criminalmente. José Martí dijo que esas migraciones están hechas "con levadura de tigres." El Cercado de Lima más que una plaza pública fue una empalizada levantada por los fundadores y, pronto, una muralla militar. El primer muro representa a la nación dominante, el segundo al estado en armas. En "Cinco esquinas" Mario nos dice que en manos de la prensa amarilla y el poder corrupto, la ciudad de los hombres fue tragada por la selva.

Contra los multiplicados muros, que documentan la actual violencia extrema que padecen los migrantes; contra la corrupción de los jueces, el feminicidio y el sexismo; contra la conversión de la vida cotidiana en mercado de desvalores; los jóvenes, hoy chilenos, mañana peruanos, tienen, otra vez, varios muros por vencer.

 

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22 de noviembre de 2019
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La física y la tragedia

 

He enfatizado muchas veces aquí el hecho de que la filosofía tiene lugar y lengua de nacimiento, a saber, la Jonia de los pensadores llamados presocráticos y la modalidad de lengua griega que allí se hablaba. Y asimismo he defendido que de entrada la filosofía es meta-física es decir: reflexión que sigue a la física (en este caso la física a la vez elemental y profunda de los Tales, Anaximandro, Anaxímenes, etcétera). En tal perspectiva la filosofía es una consecuencia de que en Jonia haya aparecido una concepción de la physis que hace posible la física, es decir, una visión del entorno natural como estando dominado por una intrínseca necesidad, que además tendría por así decirlo la ventaja de ser trasparente a la razón, de tal manera que el esfuerzo humano por desvelarla no sería baldío. Y he sostenido que este doble presupuesto constituye una suerte de vuelco espiritual que va más allá del grado de brillantez que alcanza una civilización dada y que (de ser considerado como singularidad de la cultura jónica) constituiría la aportación mayor de Grecia en relación a las grandes civilizaciones de las que se nutre. 

La eventualidad de esos dioses tan presentes como protagonistas en la civilización homérica, a cuyo designio la naturaleza se sometería, podría (en el caso de que su voluntad nos fuera favorable) ser una promesa para nuestras necesidades vitales, pero constituiría sin embargo una amenaza para nuestro deseo de intelección, al hacer de la naturaleza un teatro para la manifestación de voluntades caprichosas. El nacimiento de la física supone al menos una relativización de tales voluntades. El físico se confronta a la necesidad natural no a los dioses. 

Y sin embargo, cuando se piensa en el conjunto de condiciones que se dieron en Grecia para que emergiera la filosofía no cabe hacer abstracción precisamente del teatro, sean o no protagonistas los dioses. Esto viene a la mente simplemente recordando algunos de los nombres mayores del pensamiento filosófico, pues si filósofos son Galileo y Descartes, filósofo es asimismo Nietzsche, nombre que de inmediato hace evocar la tragedia y su nacimiento. 

Condiciones pues de la filosofía: nacimiento de la física, pero también...nacimiento de la tragedia. Quizás por este orden, de lo cual es incluso indicio el hecho de que Tales de Mileto (654-546) ya está muerto cuando Esquilo (525-456) viene al mundo.

Nacida en Asia menor la filosofía tiene por así decirlo cristalización en la Atenas de la Academia platónica, es decir en el lugar que encarnaba, si no una sociedad libre sí al menos el proyecto de libertad y las discusiones sobre la condición de posibilidad de la misma. Y esa Atenas filosófica es continuación de la Atenas de Pericles, es decir, una ciudad en la que desde la educación primaria se aprendía oratoria y se iniciaba a la discusión de los grandes problemas morales, pero también una ciudad en la que el estado mismo organiza las grandes fiestas religiosas y el teatro trágico. Y en el teatro también se presentaba al problema de la necesidad, no en relación a la naturaleza en general si no a la naturaleza del hombre, víctima de decisiones propias que se revelaban ser efectos del capricho de las moiras.

He citado en alguna ocasión aquí las palabras de Sócrates en el Fedón, cuando en el umbral de la muerte dice a Tebes que en su juventud había alimentado un exaltante deseo por esa ciencia (Sofía), que llaman física (kalousi peri physeos historian). Sabido es que en su edad adulta la física no fue ya la primera preocupación del maestro. Cabe ver en ello un indicio de que el destino del pensamiento que en Jonia se pregunta por el ser de las cosas es efectivamente acabar preguntándose por el ser de quien pregunta. Pues Sócrates no es desde luego el único. Así por ejemplo la imagen de Demócrito está fuertemente asociada a la de una física determinista, y sin embargo los fragmentos que de él nos han llegado son más bien relativos a temas de ética. 

Se arranca hablando del devenir de las cosas naturales y se acaba hablando del destino (o quizás ciego albedrío) de los hombres. Se evoca siempre el hecho de que intentando paliar la hecatombe que los dioses preparan para los hombres en la tragedia de Esquilo Prometeo les ofrece el fuego. Pero se recuerda menos que también les enseña la noción de tiempo, los principios de los números y la escritura. Dotado de todos estos recursos el hombre conoce, ama y simboliza. No lo hace obviamente en una suerte de limbo feliz, pues una sociedad de hombres entregados a las actividades propias de su especie, tiene como condición la el que cada individuo asuma lo irremediable de su finitud; es así una sociedad tan creadora como lúcida en relación a la inutilidad de la esperanza, una sociedad trágica.

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21 de noviembre de 2019
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Un hombre soltero

Un día, allá por la época en que Krushev  se echó atrás en su propósito de dotar a Cuba de misiles con cabeza nuclear, George Falconer se despierta en su casa de Santa Mónica y procede al doloroso proceso de tomar conciencia de sí mismo y su circunstancia. Es inglés y está en su mediana edad, da clases de literatura en una universidad de Los Ángeles y no hace mucho ha perdido a su pareja  en un accidente de automóvil. Ese despertar le abre las puertas  a un día más, indistinguible respecto a los que vienen transcurriendo desde que recibió la brutal noticia de la muerte de Jim. Poco a poco, durante el despertar,  irá tomando conciencia de lo que le espera a lo largo de ese día, y de los días que vendrán más adelante. Con una prosa sencilla y sutil, a ratos ácida y casi rabiosa pero atemperada por un sentido del humor elegante aunque casi igual de ácido y rabioso, Isherwood  le plantea a su personaje la necesidad de aceptar al mundo en derredor e incorporarse a él sin negar la tragedia que está siendo su vida desde la desaparición de su compañero y, al mismo tiempo, luchar con todas sus fuerzas contra el papel de viudo que le va a imponer el mismo mundo que se propone aceptar. La descripción de su vecindario, sentado en la taza del water, es un prodigio de sutileza, contención y virulencia. Las casas, los coches, los niños, las esposas y sus esposos: nada se escapa a la mirada de quien observa todo ello a través de la ventana del baño. Son algo más convencionales, quizá porque le afectan menos íntimamente, sus reflexiones durante el traslado en automóvil hasta la universidad, pero la tensión emocional sube de nuevo durante la clase y el trato con los alumnos. Después viene la visita a una conocida ingresada en un hospital (otro prodigio de observación y empatía), una sesión en el gimnasio, el paso obligado por el supermercado y la buena obra del día: Charlotte, una vieja amiga y compatriota  (extraordinariamente interpretada por Julianne Moore en la película del Tom Ford) le ha llamado a primera hora proponiéndole cenar juntos y él se la ha quitado de encima sin demasiadas contemplaciones y ahora, porque lamenta su conducta matutina (al fin y al cabo ella llamó cuando él estaba en pleno proceso de hacer las paces con el mundo y aún no lo había conseguido), la llama para enmendar su rechazo inicial. Inmoderado consumo de alcohol. Fantástica recreación de la relación entre una mujer madura y sola y un homosexual necesitado de calor humano pero no a cualquier precio. Afecto y recelos. Aproximación y rechazo resueltos mediante el recurso salvador a una copa de más. Y en contra de lo que preconizaría la sensatez, en lugar de irse a la cama George todavía se pasa por un bar de copas donde tendrá lugar otra magistral recreación, esta vez  por el encuentro con Kenneth, uno de sus más destacados  alumnos. Más copas y nuevo divagar por un campo de minas, primero porque deben superar el peligro implícito en la prohibida relación profesor – alumno, y después porque Kenneth posee el atractivo de un cuerpo joven y el abismo de encontrarse en plena búsqueda de sí mismo y qué mejor guía para explorar los extremos oscuros del alma que un maestro.   

            Pero George, incluso repleto de alcohol como un odre, es demasiado lúcido para amilanarse en los campos de minas  y ya de nuevo en la cama, se lo plantea  sin rodeos:

“¿Y si Kenny se ha asustado? ¿Y si no vuelve?

Que no vuelva. George no lo necesita, ni a él ni a ninguno de esos chicos. No busca un hijo.

¿Y si Charlotte regresa a Inglaterra?

Puede pasar sin ella si es preciso. No necesita una hermana.

¿Volverá George a Inglaterra?

No. Se quedará aquí.

¿Por Jim?

No. Ahora Jim pertenece al pasado. […] George se aferra a su recuerdo. Teme olvidarle. Jim le da sentido a mi vida, dice. Pero tendrá que pasar página si quiere seguir viviendo. Jim es la muerte”.

  Y hasta aquí hemos llegado. Jim es la muerte y habrá que pasar página para seguir viviendo. A esas alturas, George ronca en la cama. Y nos adentramos en la última  recreación, esta vez encarnada en unas pozas que hay al pie de unos acantilados. Cada una de esas pozas es un milagro individualizado y rebosante de vida, aunque al subir la marea quedan unificadas en la oscuridad  que también cubre a George y a todo aquel que duerme en las aguas de otro océano, de la conciencia que no pertenece a nadie en particular y que sin embargo abarca a todo el mundo y todas las cosas, pasadas, presentes y futuras y se extiende sin interrupción, hasta el firmamento. Son palabras textuales de Isherwood al describir cómo para George, que ha dejado de roncar, las luces se apagan y se hace la oscuridad total.

 

Un hombre soltero

Christopher Isherwood

Traducción de María Belmonte

Acantilado

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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21 de noviembre de 2019
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El Boomeran(g)
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