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La mujer: ayer, hoy y después

Texto para comentarios salpimentados de superfeministas, feministas, tradicionalistas, reaccionarios, revisionistas y sus avanzados. Todos ellos espigando por frases aisladas y diferentes haces de líneas:

/upload/fotos/blogs_entradas/nietzsche_1_med.jpgDice Nietzsche en Más allá del bien y el mal (1886. El autor tenía entonces 42 años):

"En ninguna época fue tratado el sexo débil con tantos miramientos como ahora: esto forma parte de la tendencia democrática, como también de la falta de respeto a la antigüedad: ¿por qué nos maravilla, si se abusa de tales miramientos? Ahora exigen más; tienen por ofensa el tributo de amor; prefieren la concurrencia, la lucha; en suma, la mujer va perdiendo su pudor".

Y también va perdiendo el buen gusto. Va olvidando su temor al hombre; pero la mujer, que no sabe ya temer, renuncia a sus más esenciales instintos. Que la mujer abuse de las honras que se le tributan, queriendo hacerse igual al hombre, se comprende fácilmente; lo que es difícil de comprender es que esto mismo sea la causa de la degeneración de la mujer. Porque la mujer degenera, no nos engañemos. Dondequiera que el espíritu industrial ha logrado la supremacía sobra el espíritu militar y aristocrático; la mujer tiende a conquistar la independencia económica y legal de un empleado; la mujer-empleado está en el umbral de la nueva sociedad en formación. Mientras toma posesión de nuevos derechos y quiere ser "dueña" y escribe en su bandera "emancipación", sobreviene lo contrario: la mujer retrocede.

Desde la Revolución acá se ha ido disminuyendo la influencia de la mujer, a medida que aumentaron sus pretensiones: la emancipación de la mujer, en cuanto querida y favorecida por las mismas mujeres, se revela como un síntoma curioso de la progresiva debilitación de los instintos esencialmente femeninos.

Hay en tal movimiento una estupidez casi masculina, de la cual debería avergonzarse toda mujer sensata. Perder los medios que más conducen a la victoria; descuidar el ejercicio de las armas que son propias de las mujeres; mancharse con el "libro" en lugar de la educación severa y de la ingeniosa humildad; demoler la fe del hombre en el "eterno femenino", la creencia en un ideal fundamentalmente diverso del suyo y oculto en la mujer; tratar de persuadir al hombre de que la mujer no es ya un animal doméstico más delicado, fiero y agradable, que reclama ser mantenido, protegido y complacido; acumular y exhibir todas las maneras de esclavitud a que estaba sometida la mujer, y lo está todavía (como si la esclavitud no fuese una condición necesaria de toda gran civilización). ¿Qué significa todo esto sino un arruinarse de los instintos femeninos, una "desfeminización"? ¡Y que haya tantos amigos y corruptores imbéciles de la mujer entre los asnos doctos del género masculino, que aconsejan a la mujer que se defemine y que imite todas las insensateces que van destruyendo la virilidad europea y que quieren rebajar a la mujer hasta el nivel de la cultura general, de la lectura de periódicos y el politiqueo. ¡Y se las quiere hacer espíritus libres, literatas, como si una mujer irreligiosa no fuese, aun para el hombre ateo, algo repugnante y ridículo! Y se corrompe sus nervios con la música más enfermiza y peligrosa (con la música alemana modernísima), y se las hace cada día más histéricas y menos aptas para su primera y última misión, que es la de traer al mundo hijos sanos! En general se quiere "civilizarlas" o, como dicen, hacer fuerte al sexo débil por medio de la cultura, como si la historia no nos enseñara que civilización equivale a debilitamiento, desorganización, deterioro de la fuerza de voluntad, y que las mujeres más influyentes del mundo (la última fue la madre de Napoleón) debieron su influencia y su poder precisamente a la fuerza de su voluntad, y no a los maestros de escuela.

Aquello que en la mujer nos inspira respeto y alguna vez temor, es su naturaleza, la cual es mucho más natural que la del hombre: su movilidad, su agilidad de fiera, la uña de tigre que esconde bajo el guante perfumado, su egoísmo ingenuo, su ineptitud para la educación, lo inconcebible, desmesurado y extravagante de sus deseos y de sus virtudes...Y aquello que nos inspira piedad hacia este gato peligroso, que es la "mujer", es el estar más sujeta que nosotros a sufrir, el ser más sensible, más necesitado de afecto, más accesible a las desilusiones que cualquier otro animal. Temor y piedad: he aquí dos sentimientos que hasta ahora experimentaba el hombre ante la mujer, siempre con un pie en la tragedia, que despedaza mientras entusiasma.

"¿Y deberá trabajarse por el desencantamiento de la mujer? ¿Y hacerse de ella el más fastidioso de todos los seres? ¡Oh Europa, Europa!" (Editorial Alba. Alcobendas, 2001. pp. 134-136)

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4 de septiembre de 2008
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Creamos nuestro laberinto

Rafael Argullol: Nosotros tenemos regulado de una manera muy hábil todo lo que son esa especie de carnaval que sirve para potenciar el propio orden de la sociedad
Delfín Agudelo: Pensaría que la palabra monstruoso, o el concepto de monstruo, abarca más espacios de los que en realidad creemos en la cultura.
R.A.: Lo monstruoso siempre pretende estar libre, y el poder siempre pretende domesticar a lo monstruoso. De ahí por ejemplo la propia figura del Minotauro, a la que aludías al principio: el minotauro es una criatura simbólicamente de extrema libertad. Pero por eso se le recluye en el laberinto. Eso lo vieron muy bien los surrealistas y Picasso con su fascinación hacia el personaje: tenemos un minotauro interior al cual nosotros le construimos un laberinto para encerrarlo. No es que se construya a partir de un poder exterior: nosotros lo hacemos. Tenemos el minotauro y construimos nuestro laberinto: es la manera de domar, y tener recluido al minotauro, para que no se manifieste y no se escape de nosotros. Evidentemente lo monstruoso tiene esa especie de plus de libertad que nos atrae pero al mismo tiempo nos da miedo. Y eso se retrotrae a nuestras primeras experiencias de infancia.

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4 de septiembre de 2008
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I. Ya está aquí el Anticristo

/upload/fotos/blogs_entradas/jos_luis_de_jess_miranda_med.jpgOí hablar del Anticristo hace algún tiempo. Tiene nombre propio y se llama José Luis de Jesús Miranda, y no viene de ninguna tierra ignota y misteriosa, sino de Puerto Rico, compatriota de Daniel Santos, "el inquieto anacobero", que cantaba Virgen de Medianoche con voz de ron, así como de Ricky Martin y toda una legión de salseros que han hecho historia. Tiene su cuartel general no en los infiernos, sino en Miami, sede de su iglesia universal Growing in Grace (Creciendo en Paz), con 300 sucursales  en 33 países de la tierra.

Primero proclamó que era Cristo reencarnado, y después se pasó a la antípoda  del Anticristo, asumiendo como símbolo de su misión en la tierra el número 666, que ya sabemos, según el Apocalipsis, es el número de la bestia. Y desde el principio se decidió a abolir una serie de mitos, entre ellos el de que Jesús había sido pobre.

Viajaba por eso desde entonces en clase ejecutiva en los aviones para visitar los  países que abarca su ministerio, y no ha tenido ni antes ni ahora inconveniente alguno en aceptar regalos suntuosos de parte de sus adeptos, un BMW blindado, por ejemplo, o anillos de diamantes, ni en ser obsequiado con cenas de gala en hoteles de cinco estrellas.

¿Cómo explica el Anticristo su afición a los lujos y a la riqueza? 

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4 de septiembre de 2008
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A predicar a otra parte

Finalmente se cayó el proyecto de que HBO llevase Preacher a la TV. Es una pena, porque la historieta de Garth Ennis y Steve Dillon es demasiado compleja para ser reducida a una película. La TV es un medio más apropiado para Preacher, no sólo por consideraciones estrictamente narrativas -la extensión original del relato, su naturaleza episódica- sino también porque en los últimos tiempos ha demostrado ser un medio infinitamente más osado que el cine producido en Hollywood. Después de las dificultades que enfrentó Kevin Smith con su película Dogma, y todavía en el contexto hiperreligioso del que George W. Bush se sirvió y al que contribuyó a alimentar, ¿se imaginan un relato ultraviolento sobre un hombre poseido por un ser celestial que persigue a Dios para increparlo por haberle dado la espalda a la humanidad?

Publicada entre 1995 y 2000, y finalmente editada en el formato de nueve novelas gráficas, Preacher cuenta la historia de Jesse Custer, pastor  de un pequeño pueblo del sur americano que un día es ‘visitado' por un ente celestial llamado Génesis, hijo de la relación entre un arcángel y un demonio. Esa posesión convierte a Custer en un ser todopoderoso, que al tiempo que lucha para evitar ser manipulado por organizaciones religiosas y políticas persigue a Dios para enjuiciarlo por su defección. Víctima de la enseñanza reaccionaria que solía ser habitual en el Sur profundo, que además se cobró la vida de sus padres, Custer emprende esta cruzada justiciera acompañado por socios tan impresentables como él. Su novia Tulip, chica de armas tomar. Su amigo Cassidy, un vampiro irlandés devoto del punk y del hardcore. (Personaje inolvidable, dicho sea de paso.) Y como si esto fuera poco, el fantasma de John Wayne, que ilumina a Custer en las horas más oscuras...

Preacher es un western contemporáneo, y una historia de amor, y un relato profundo e iconoclasta sobre la naturaleza de esta existencia -todo a la vez. HBO parecía un envase cantado para un producto de esta naturaleza. Pero para ser sinceros, desde que The Sopranos terminó y The Wire dio las hurras, HBO ha perdido el cetro como creador de las series más adultas y controversiales a manos de Showtime. El hecho de que terminase de matar el proyecto alegando que era ‘demasiado oscuro y violento y controversial' cuando esa es precisamente la gracia de Preacher, revela que ha perdido el norte por completo. Si Alan Ball, creador de Six Feet Under, fracasa allí con su nueva serie True Blood, los directores de la emisora deberían empezar a pensar en cambiar de trabajo. 

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4 de septiembre de 2008
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Flor de Lotto / XXII

XXII. Siga las instrucciones. 

-Buenos días, señor Andersón. ¿Durmió usted bien? -la cordialidad del doctor Suinaga contrasta con el gesto de disgusto del paciente, agobiado por verse de regreso entre tubos, jeringas y batas blancas. La enfermera, mujer adusta y de pocas palabras, entra y sale del cuarto sin volverse a mirarlo. Tendrá unos cuarenta años, agriamente llevados a juzgar por su escrupulosa asepsia emocional.

     -Tengo hambre -Segismundo ha clavado la cara en la almohada, gira apenas el maxilar de lado para que sus palabras se comprendan, si bien tampoco espera que sean atendidas.

     -Es natural -observa Suinaga- pero no se preocupe. Le estamos proveyendo todos y cada uno de los nutrientes que necesita para estar en su punto.

     -En mi punto, como si fuera un guiso... -ahora vuelve la cara, se incorpora hacia atrás sobre la almohada, sin tratar de vencer su indignación.

     Silencio. El doctor sale junto a la enfermera y en su lugar entra Mauricio Morazán. Trae una bolsa larga con el logo de Burger King.

     -¡Mauricio! -Segismundo se alegra, la perspectiva de una simple hamburguesa ilumina las zonas más ásperas de su ánimo, no sabe si por mero apetito o por el hecho de verse atendido. A estas alturas, cualquier gesto amigable en apariencia le cae como una larga visita familiar.

     -Se hace tarde, amiguito, ya va a venir la ambulancia por ti. ¿Recuerdas todo lo que tienes que hacer? -Mauricio se acomoda en el sillón, saca una enorme Whopper de la bolsa y le hinca el diente sin contemplaciones.

     -Recuerdo que tengo hambre y me duele la cabeza -Segismundo contempla con indignación fresca como la Whopper crece con cada nueva tarascada del facilitador.

     -Dos problemas esencialmente pasajeros. Por lo pronto, repíteme las instrucciones que declamaste anoche frente a todos nosotros -ahora Morazán saca una bolsa de papas francesas y les vacía sendos sobres con mostaza-. No querrás que se enoje tu Corleonetta, ¿o sí?

     -Ya se los dije ayer, ¿para qué quieres que los suelte otra vez?

     -Estoy esperando, amiguito. Si no te apuras, va a llegar Don Alex y no voy a poder echarte esta manita -habla mientras mastica y se le escapan dos pedazos de lechuga.

     -Uno -gruñe el paciente, con el rencor saltándole de las córneas-: Van a ingresarme a la clínica ésa con el nombre de Juan Manuel Moreira. Dos: No debo hacer una sola pregunta. Tres: Tampoco estoy autorizado a dar respuestas. Cuatro: Ay de mí si me muevo de mi cama o trato de enterarme de lo que no me incumbe. Cinco: Un par de días después de que me hayan quitado el riñón, esperaré a que llegue una señora vestida de azul con una caja de chocolates. Seis: Me dirigiré a ella como "Amorcito" y haré como si fuera mi mujer. Siete: Antes de irse, me dejará un reloj en el buró; de esas dos manecillas va a colgar mi vida. Ocho... -se atora al fin, puja por recordar.

     -¿Ya lo ves, amiguito? ¿A qué no sabes cuántas bofetadas te habría recetado nuestro amigo Don Alex por este simple olvido?

     -¿No sería mejor que lo apuntara todo?

     -Solamente si quieres volar en pedazos con el Barbas... ¿No te dejó bien claro la Corleonetta cuál iba a ser el precio del primer error?

     - Ocho: Voy poner la caja de los chocolates debajo de mi almohada en cuanto den las seis de la madrugada, al día siguiente. Nueve: Me subo a la camilla con rueditas, me hago el anestesiado y espero a que los enfermeros lleguen por mí. Diez: Dejo que ellos me lleven del hospital a la ambulancia sin abrir ni un instante los ojos o la boca...

     -Como muerto, dijimos.

     -Once: Cuando regrese aquí, me visto de paisano, tomo un taxi camino del aeropuerto y salgo del país con los papeles que me van a dar en la ambulancia.

     -Te falta uno, querido. Es el más importante.

     -Doce: No mencionar el nombre Fidel, ni el apellido Castro, ni la palabra Cuba, ni nada emparentado con bombas o explosivos. Menos voy a intentar salir de mi cuarto y averiguar quién está en el de junto, ni preguntarle a nadie por ese negocio. Aunque eso estaba claro en los puntos dos y cuatro.

     -Por algo el instructivo es redundante, ¿no lo crees, amiguito? Redundante como un millón de dólares -Morazán da el siguiente mordisco a su hamburguesa y la echa a la basura no bien escucha el eco de la voz de Don Alex. Tal parece que ya llegó la ambulancia.

Mañana en FLOR DE LOTTO: XXIII. ¿Estás ahí, Apolonia?

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3 de septiembre de 2008
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Julián Rodríguez, el "anti-mutante"

La narrativa española tiene una nueva generación muy interesante. Buena parte de esos escritores, los "mutantes" -Jordi Carrión, Manuel Vilas-, juegan con los elementos formales de las nuevas tecnologías y dialogan, a la manera de McOndo en la década pasada, con la cultura popular norteamericana. En ese panorama, Julián Rodríguez es el "antimutante". El editor de la maravillosa Periférica es también un escritor con un mundo narrativo propio. Por un lado, están las novelas minimalistas -entre las que destaca Lo improbable--, y por otro lado está su proyecto "Piezas de resistencia", en el que combina ficción con memoria y ensayo. Rodrigo Hasbún, un amigo escritor cuyas opiniones respeto mucho, jura que Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás es de lo mejor que ha leído últimamente.

Cultivos, recién publicada por Mondadori, también pertenece a este último proyecto. Rodríguez habla poco de nuevas tecnologías; de hecho, el mundo que aparece retratado en sus páginas es el rural, a punto de desaparecer, y sus protagonistas suelen ser hijos de campesinos, buscando otra forma de "cultivo" -el intelectual--, e incapaces de comprender del todo a sus padres. De todos los textos que componen este libro algo irregular -grandes ensayos al lado de piezas más bien ocasionales--, "Hacia atrás" es el que llega más lejos, en su intento de dar cuenta de una novela que no terminó de cuajar; Rodríguez, aquí, se hace preguntas clave para su desarrollo como escritor: "¿Cómo se consigue el misterio en una novela que no es de misterio? ¿Cómo evitar lo afectado, los adjetivos imponentes, los giros verbales que luego no se pueden corregir porque nos fascinan?" Así nos muestra que una novela que no va a ninguna parte no tiene por qué ser un fracaso.

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3 de septiembre de 2008
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Lamento de la oportunidad perdida

A principios del mes de agosto dieron comienzo en El Escorial las jornadas que Jorge Volpi y Ana Pellicer han dedicado a la literatura hispanoamericana con el título "Pensar y escribir en América Latina". Compartí con el intelectual y escritor mexicano Carlos Monsivais la jornada de inauguración y un estimulante diálogo. En otras sesiones intervinieron Edmundo Paz Soldán, Andrés Neuman, Fernando Iwasaki, José María Ridao, Iván Thays y, entre otros, Jorge Volpi.

Este fue el texto que leí a los asistentes.

   "Hace diecisiete años se presentó en Ciudad de México una obra de teatro que probablemente no ha sido repuesta desde el fulgurante día de su estreno. Aquella noche en el escenario del Teatro Nacional el público invitado contempló con entusiasmo una de las más increíbles representaciones montadas frente a los palcos y butacas del vetusto y glorioso edificio. Los actores temblaban de ansiedad, el director temblaba de miedo y el público, de emoción. Un murmullo místico recorría los tablones de esa gran caja de resonancia y todos contribuían con su inquietud a fomentar el portento de la anunciada resurrección.

Aunque en realidad no podía decirse que fuera, en sentido estricto, un auténtico estreno teatral, la reposición adquiría una categoría insólita pues la obra de teatro regresaba por primera vez al escenario 500 años después.

La obra fue escrita por los franciscanos en los primeros años de la Conquista y por lo que sabemos se convirtió en poco tiempo en el más eficaz instrumento de evangelización que pudieron haber ideado aquellos pioneros. Los indígenas asistían asombrados a las representaciones ambulantes que recorrían el golfo de México y contemplaban con indiscernibles sentimientos las piruetas y los vehementes discursos de los predicadores convertidos en personajes de un drama formidable.

Tampoco entonces podría haberse dicho que la obra fuera un verdadero estreno pues los franciscanos llevaban a escena una historia escrita muchos siglos antes. Consternados por la liturgia caníbal de los dioses aztecas y el impetuoso sacrificio de las víctimas propiciatorias, los franciscanos comprendieron la inesperada utilidad de un descuidado capítulo bíblico.

La historia de Abraham e Isaac les servía para divulgar la piedad de los nuevos dioses y transmitir a la sociedad indígena los rasgos de la cultura recién llegada: al supremo creador del universo, el padre del cosmos, no le complacen los sacrificios humanos.

Los franciscanos anunciaron la buena nueva a los aztecas: los sacrificios humanos fueron abolidos mucho tiempo atrás, el día en que Abraham levantó por última vez el cuchillo sobre el tierno cuello de su hijo Isaac.

Como los franciscanos evangelizaban en el México recién descubierto sin la ayuda del ángel del Señor -el que un par de milenios antes sujetó el brazo de Abraham- sacaron al género teatral todo su provecho. Adaptaron la vieja historia bíblica a los usos y costumbres del Nuevo Mundo y dieron a sus viejos protagonistas un renovado ímpetu. Nada contribuiría a desautorizar más fulminantemente a los sacerdotes del culto antropófago que la prueba evidente de la voluntad del Dios pacificador.

En el Teatro Nacional de Ciudad de México, en 1991, los espectadores ofrecían su colaboración al director de la obra y con su ansiedad y curiosidad encarnaban la expectación de sus lejanos antepasados. Aquél día parecía inevitable sentirse como los antiguos fieles de la ancestral religión antropófaga pero pocos se detuvieron a meditar el verdadero sentido del estreno.

Con la obra franciscana se representaba el parto de un doloroso nacimiento: en el corazón de los pueblos indígenas iba a nacer una poderosa e inédita fuerza histórica: la culpa del pecado original. Al rescatar los capítulos del Génesis y montar con ellos una obra de teatro, los franciscanos metían en el relato mesopotámico de la Creación a los salvajes americanos recién descubiertos. Levantaban entre ellos las extrañas figuras del imaginario oriental, los integraban en una peculiar modalidad histórica -en una nueva medida del tiempo- y precipitaban su inmersión en la insurgente mentalidad dominante.

Este era el verdadero estreno que anunciaba la obra de teatro: ante los ojos asombrados de los aztecas nacía la conciencia de un pecado perturbador y brotaba un sentimiento de culpa inimaginable.

Los indígenas "descubrían" que la tradicional y sancionada participación en los misterios religiosos de su tiempo -el ágape de la carne y la sangre- era una abominable y pecaminosa violación de "los mandatos de Dios".

El público que asiste al estreno de la obra en el México de 1991 contribuye a la veracidad del espectáculo: como la obra se representa en el idioma original en el que fue escrita, el nahuatl, los espectadores deben aplaudir sin entender nada de lo que se esta diciendo en el escenario.

No podemos comparar la culpa por devorar cadáveres de hombres sacrificados con la culpa por no entender el idioma del viejo imperio azteca, pero como contribución a la dramaturgia del estreno no estaba nada mal: en lugar de limitarse a gozar el espectáculo, el invitado asistía con avergonzada impaciencia al inacabable y realmente misterioso auto sacramental.

Los aplausos al finalizar la obra reconocían el mérito de una doble escenificación: una obra prohibida por la Inquisición y una lengua prohibida por la Inquisición (los dominicos supremacistas sustituyeron a los franciscanos multiculturales); los aplausos, digo, fueron ruidosos y entusiastas y el público puesto en pie quiso recompensar la destreza de unos actores que habían aprendido a pronunciar con soltura y brío dramático en una lengua endiabladamente complicada las vehementes intervenciones del viejo Abraham, el joven Isaac y el longevo Jehová.

Mientras me disponía a abandonar el teatro, comprendí el vínculo histórico revelado en aquella inolvidable velada: los franciscanos misioneros en México en el siglo XVI habían reproducido la misma estrategia narrativa de los redactores del Génesis.

Ni a los franciscanos españoles se les aparecía el ángel de musculatura poderosa ni a los escritores bíblicos el iracundo y sólo a veces piadoso Yahvé. Toda la creencia universal se funda en este equívoco: el simulacro religioso es un artificio literario.

La Biblia entera es el esfuerzo descomunal llevado a cabo para imponer la regulación jurídica y psicológica del comportamiento civilizado. A veces usando la superstición, otras, la excitación del instinto culpable, a veces la fantasía visionaria o el alarde de la imaginación. Cualquier género o recurso literario -poético o profético- servía al mismo fin: perfeccionar el relato concebido para seducir, y sosegar, a los hombres.

Los franciscanos hablaron a los caníbales aztecas como los escritores de la Biblia a los antropógafos de Mesopotamia: construyendo una autoridad cuyo aspecto mereciera credibilidad -o miedo.

Ahora bien, sometidos los instintos asesinos del hombre, o encauzados sus impulsos criminales, ¿como sustraerse a la fascinación religiosa tan hábilmente urdida por los escritores de la Biblia? ¿Cómo deshacer el hechizo de tan soberbia narración? ¿Cómo deconstruir la figura divina inventada para someter a los hombres salvajes? ¿Cómo extirpar su influencia tenaz e inesperadamente arraigada en la mente de los hombres?

Digamos que los hombres razonables inventaron un dios didáctico al que no supieron destronar.

La obra de los franciscanos representada en Ciudad de México -en el 1500 y en 1991- nos permite admirar el gran juego de la literatura y buscar respuesta a la pregunta formulada en estas jornadas: ¿para quién se piensa y escribe en nuestros países?

Un esfuerzo de síntesis nos hace falta para centrar el paradigma hispanoamericano al que debemos enfrentarnos: la Ilustración y la Modernidad restauran el legado clásico pre-cristiano, perfecciona el pensamiento crítico, deshacen el hechizo religioso, impugnan la autoridad inventada y estrenan un capítulo decisivo de la Historia: aquél en que el hombre se presta, como nos dijo Kant, a pensar por cuenta propia.

Todos los géneros literarios contemporáneos, todos los modos del ser escritor, se fundan en el discernimiento de la revolución ilustrada. Cervantes, Montaigne, Shakespeare, Spinoza...

Es preciso hacer un notable esfuerzo para renovar la cuestión que se ha querido presentar como caduca:

1. ¿Cómo pensar y escribir en una sociedad, la hispanoamericana, en la que ha fracasado la Ilustración y la Modernidad?

2. ¿Cómo concebir la escritura en un mundo que, después de perder la oportunidad ilustrada, se desliza sonámbulo por la confusa posmodernidad?

Hay que entender la relación de nuestro mundo hispano católico con la Biblia para ponderar el desafío al que debe hacer frente el escritor: por un lado la militancia católica que sin haber leído la Biblia defiende a capa y espada la sacralidad del libro divino; por otro lado, la militancia izquierdista que sin haber leído la Biblia la repudia como el tótem sacramental de la casta enemiga.

En estas condiciones, al carecer nuestras sociedades de los episodios esenciales a la evolución intelectual de los tiempos modernos, ¿cómo se puede pensar y escribir?

La fundamental obra de Spinoza, la maestría de su crítica bíblica (filológica, histórica, psicológica), el Tractatus teológico político, fue traducido al español dos siglos después de ser escrito y desde entonces ha sido constantemente omitido de la enseñanza y sometido a todo género de desprecios. Los españoles no leían sus libros pero la Inquisición mantenía un cerco de espías en aquél círculo de Ámsterdam en dónde sefarditas españoles debatían y discutían las cruciales cuestiones que revolucionarían la mentalidad del mundo moderno.

La pregunta es deliberadamente hiriente por lo que tiene de confusa: ¿cómo pensar y escribir cuando los lectores lo ignoran todo del mundo en el que creen vivir?

Quiero definir a la tradición hispano católica por la más flagrante de sus carencias y por la más ridícula de sus apariencias: la incapacidad para el pensamiento crítico y el adocenado estropicio de su pensamiento devoto.

El humus que hace fermentar el fervor nacionalista, ideológico, político, religioso o estético del territorio hispano católico es la ciénaga en dónde se hunden y pudren todas las imágenes producidas por la credulidad y la desidia de nuestras sociedades.

Véase, como ligerísimo ejemplo, la supuestamente gloriosa epopeya de Bolívar y la estela heroica que su figura deja en el imaginario colectivo americano. Todos los retratos que se cuelgan en los despachos de los próceres  americanos lo ensalzan como un referente político, moral, patriótico. Pero ¿cómo jalear a un líder que en el lecho de muerte confiesa su fracaso histórico?

"La única cosa que se puede hacer en América latina es emigrar" -dijo Bolívar.

¿Quién iría detrás de semejante hombre? ¿Quién lo encumbraría a los altares del patriotismo?

"Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para pasar después a tiranuelos de todos los colores y razas".

¿Es éste uno de los padres fundadores? ¿Quién puede prestarse a glorificarlo como el caudillo de la gran causa nacional de la independencia?

La envergadura del dislate revela la raíz de nuestro carácter  y deja en evidencia las penosas carencias de nuestras violentas contradicciones: el anticlericalismo popular no es incompatible con la participación en las procesiones, el sarcasmo blasfemo no es incompatible con la adquisición de los sacramentos, la universidad contribuye a divulgar creencias y supersticiones y el nacionalismo patriótico ensalza a sus fracasados. Y todo sin arrugar el ceño.

Hay que tener presente la farsa bolivariana para comprender el confuso vínculo que une a los autores con sus lectores.

Si la cultura hispano católica ha impuesto la doctrina de la sospecha y el arte de la simulación como comportamiento institucionalmente sancionado ¿qué relación puede existir entre la obra y el lector? ¿Qué descorazonadas servidumbres se darán entre ellos? ¿Qué tercas y sutilísimas desconfianzas y qué inconmensurables e invisibles reproches serán lanzados contra el autor por la airada multitud de lectores huérfanos y ofendidos?

Si se ha impedido a la sociedad hispano católica americana leer la Biblia, creerla primero y desbrozarla después, leerla y entenderla después de someterla al implacable escrutinio; sin haberse entrenado en la destreza del discernimiento crítico ¿cómo se podrá leer El Quijote o Hamlet? ¿Con qué cabeza quiero decir, se podrá resolver el jeroglífico de inteligencia inscrito en las grandes obras de la modernidad? ¿Cómo inmiscuirse con Joyce o temblar con Dostoievsky? ¡Cómo entender a Freud!

El lector hispano católico americano no puede parecerse al lector nacido con la novela moderna: la lectura es un acto de complicidad crítica en el que uno se sumerge no con la devota credulidad de los creyentes -ni con la arisca desconfianza de los escarmentados-  sino con la certeza de compartir el conocimiento precedente.

Sin haber deshecho el hechizo religioso -que nada tiene que ver con la furia de los ateos o el fervor de los anticlericales-, sin desactivar el relato impuesto por la tradición del analfabetismo, será difícil discernir la estrategia narrativa de los escritores y el lector se sentirá incapaz de entender los grandes logros de la literatura universal y su verdadero vínculo con los enigmas de la condición humana.

El Escorial, 4 de agosto de 2008

 

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3 de septiembre de 2008
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Esterilidad moral del arte fallido

Desde el inicio de la guerra el señor Barrès había dicho que el artista (Tiziano para el caso) ante todo ha de servir la gloria de su patria. Mas sólo puede servirla permaneciendo cabalmente artista, es decir, bajo la condición de, en el momento en el que estudia estas leyes, instituye estas experiencias y hace estos descubrimientos tan delicados como aquellos de la ciencia, no pensar en otra cosa- ya se trate de la patria- que a la verdad que se halla ante él...La anatomía no es quizás lo que elegiría un alma sensible, si hubiera elección. No es la bondad de su alma virtuosa, bondad que era muy grande, lo que hizo a Choderlos de Laclos escribir les Liaisons dangereuses, ni su gusto por la burguesía, pequeña o grande, que llevó a Flaubert a elegir los temas de Madame Bovary o de L'Éducation sentimentale (A la Récherche... La Pléiade 3, p. 888).

Decir que el arte es intrínsecamente ético no excluye por supuesto que el punto de arranque, el peldaño el que la aspiración artística toma impulso, sea una exigencia de denuncia. Obviamente la conmoción ante el mal y la intención de denunciarlo están en el origen de la construcción del Guernica. Mas si el resultado artístico hubiera sido mediocre la propia denuncia moral hubiera sido inoperante y hubiera muerto por inanición. Lo que realmente tiene, como corolario, peso moral es el arte mismo. Pues la mera aspiración a ser realizado incluye la connotación de ser compartido y ello no es posible más que en la emergencia, ya sea fugitiva, de un momento de interparidad... en la libertad. Sí, el arte quiere la libertad de los seres humanos porque se quiere a sí mismo. Ello ocurre con todas las grandes construcciones del espíritu. Daré mañana el ejemplo de la filosofía.

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3 de septiembre de 2008
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La diversión

La verdadera grandeza está en la diversión. Esto lo decía Nietzsche pero prácticamente cualquier consumidor lo suscribiría. Todo producto intelectual pesaroso, contrariado, sombrío termina pronto por hartarnos. Cualquier enseñanza que se alíe con esta actitud, tanto en el autor como en su obra termina ahogada en su propio dogal. La tristeza sólo se hace digna y comunicable mediante un soporte, más o menos oculto, de alegría. El mal a grandes raciones se vuelve grotesco, pesado como una ganga, barato como un almacén de desperdicios. Toda la potencia y fulgor del mal se adquiere en el indispensable bisel de su contrario. La administración de las emociones como de los colores en un cuadro requiere esta asunción integral de la naturaleza y sus pares de valor constantes. Las películas que se proponen hacer reír sin pausa, como las que tienden a provocar oleadas de llanto, nos matan. Cualquier vitalidad se alimenta de la di-versión, del ruido racionado y su limpio silencio, del rumor del amor y sus ausencias.

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3 de septiembre de 2008
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Dos chicas

Eran razonablemente guapas, con tono pijo de terraza del norte de Madrid. Bastante habladoras, bastante jóvenes y bastante banales en su charla. No quería prestar atención, estaba terminando mi último Auster, Un hombre en la oscuridad y no se merecía esa escritura la dispersión en banalidades, aunque fueran más o menos guapas, más o menos jóvenes. Pero escuché, no lo pude evitar.

Era la tarde del mismo día en que recordé nuestro ser jovencitos, tiempos de creer en el Che, de creer en aquellas cosas que cambiarían el mundo. Un poco antes de creer en otras que cambiarían la vida. Mucho antes de dejar de creer en el Che, de dejar de creer en general. No queríamos ser pijos, no queríamos ser banales aunque nunca nos dimos cuenta de que fuimos ingenuos.

Así me parecieron al principio, dos ingenuas. Un poco pijas, pero ingenuas. Estaban descubriendo que habían crecido, que habían madurado tanto que hasta les estaba "empezando a gustar los estudios" (sic). Cosas de los tiempos, yo nunca creí en los estudios hasta que dejé de estudiar. Ahora me gustaría ser un perpetuo estudiante.

Se iban y terminaron por hundirme en la decepción. Estaban hablando de sus "puestas de largo". De que no había porqué esperar a los 18, que también a los 16 se podía hacer. Y de que sus padres estaban encantados con la idea. No hay duda de que los tiempos estaban cambiando. No recuerdo, salvo excepciones muy graciosas y casi extravagantes, de chicas que me gustaran que se "pusieran de largo". /upload/fotos/blogs_entradas/los_girasoles_ciegos_med.jpgPensé dos cosas: que estaba muy mal relacionado con el pijerío y que los padres de esas chicas -seguro que unos tipos algo más jóvenes que yo- debían ser tan raros, tan raros, como le deberían ser Aznar y su pandilla en la universidad. Seremos del mismo país. Pero está claro que somos de otro mundo. Hay mundos que no me importa perderme, incluso haberme perdido y seguir perdiéndolo en el futuro.

¿Esas chicas irán a ver El Che? Es posible. Lo que no las imagino es viendo Los girasoles ciegos. Ojalá se equivoquen y se cuelen en esa historia española dónde nunca el personaje de Maribel Verdú, ni los de su familia, se les ocurrió pensar en la fiesta de "puesta de largo". Soy un clásico, pero al menos no olvido el rencor. Un poco de rencor y muy poco interés. Prometo no escuchar conversaciones ajenas.

¿Puedo prometer y prometo?

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3 de septiembre de 2008
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El Boomeran(g)
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