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Cuando el compromiso es coartada

La erudición (o al menos cierta forma social de ella) le­jos de acercar a la lucidez tapona el camino de acceso y con ello la condición de posibilidad de la creación. Mas la figura vacua del erudito es en la perspectiva de la Recher­che menos lastimera que la de un segundo personaje, el cual, no obstante, parece haberse acercado en mayor medi­da al acto creador. Me refiero al artista absurdamente calificado de «comprometido», ya que precisamente su «trabajo» constituye el paradigma de un «arte» en el que nada se expone, nada se trasciende y que nada fertiliza. El narrador es, a este respecto, una vez más implacable: «La idea de un arte popular, como de un arte patriótico, aun-que no hubiera sido peligrosa, me parecía ridícula» (La Pléiade 3, 888). Idea sustentada a la vez en una impotencia creadora y en una ignorancia de la verdadera condición espiritual de las clases sociales. De hecho sólo porque participa de los pre­juicios que respecto al «pueblo» poseen las clases «superio­res» y eruditas, intenta el escritor sacrificar las exigencias de la forma; pues iletrados en el sentido radical son aque­llos para los cuales la palabra es mercancía y pretexto, y no tanto los que no saben leer: «a este respecto, un arte popu­lar en su forma se destinaría más bien a los miembros del Jockey que a los de la Confederación General del trabajo» (ídem). Y ante los que pretenden que la complejidad de es­critura de un Bergotte es tan sólo apta para mundanos, gens du mon­de, el narrador objetará que se hace así a tales gentes «un honor inmerecido.» (893.)

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28 de agosto de 2008
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Otra vuelta de carroza

Nunca había visto Esperando la carroza. Pero a instancias del amigo Germán Welz -quien, insisto, de tener algún día hijo varón debería llamarlo Orson-, me senté a verla en una espantosa copia en DVD de esas que son tan comunes en este país. Fue como asistir a una de aquellas funciones míticas de The Rocky Horror Picture Show, dado que Germán, su novia Ivana y hasta mi propia mujer se sabían los diálogos de memoria y los repetían en voz alta con perfecto timing. Elvira (China Zorrilla) criticando a su vecina: ‘Yo hago empanadas, ella hace empanadas; yo hago puchero, ella hace puchero'. El próspero Antonio (Luis Brandoni) comiéndose una de las tres empanadas que eran todo el almuerzo de unos pobres y diciendo: ‘Qué tristeza... ¡Por lo menos tenían una pobreza digna!' Mama Cora (Antonio Gasalla) parando un colectivo y pidiéndole al conductor que la lleve ‘a lo de Emilia', como si el hombre supiese quién demonios es esa Emilia -y dónde cuernos vive.

Sinceramente no me reí mucho. No porque la película no sea graciosa -entiendo perfectamente por qué hizo y hace desternillarse a tanta gente-, sino porque me duele horrores. Esperando la carroza es un perfecto compendio de todas las cosas que detesto de cierta clase de argentinos: la envidia, el arribismo, la falta de escrúpulos, la compulsión de aparentar ser lo que no se es, la mediocridad, la familia convertida en instrumento de tortura... Al mismo tiempo el film es una competencia de gritos que dura casi hora y media, cosa que me induce dolor de cabeza y me pone al borde del crimen. Detesto a todos y cada uno de esos personajes, quizás con la excepción de Susana (Mónica Villa), que a duras penas soporta a la psicopática familia a la que se integró por la vía del matrimonio. Pero en el fondo tampoco le perdono que no logre romper con ellos. Con el tiempo, imagino, terminará convirtiéndose en parte del grupo y adoptando sus mismos, perversos métodos.

Ahora dicen que filmarán una segunda parte. Más allá del resultado, lo indiscutible es que entre la Argentina de 1985 y la del presente hay unas corrientes subterráneas de continuidad que la tornan más vigente que nunca. Lamentablemente hemos cambiado muy poco...

La experiencia de ver Esperando la carroza me remitió a aquella broma de Broadway, según la cual un hombre se topa con otro al que han apuñalado y le pregunta si le duele. La respuesta del herido es la siguiente: ‘Sólo cuando me río'.

Ojalá la Argentina me doliese sólo cuando me río.

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28 de agosto de 2008
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Del azul al amarillo

En un porcentaje que supera el 80%, las gentes cuando se les pregunta por su color preferido contestan eligiendo el azul. El azul no clama ni hiere, no estimula ni mata. Hoy se tiene por un color frío pero no siempre fue así. De hecho, el azul, se incorporó tarde y avasalladoramente a las modas de la vestimenta y vino a ser como un amable sofoco. La razón más poderosa para explicar el violento auge del azul la atribuye el historiador Michel Pastoureau a la "revolución azul" que estalla en Francia a partir de 1140 y triunfa en todo el imperio en el siglo XIII. Se trataría, según los especialistas, del nacimiento también de un nuevo orden cromático que ha pervivido entre sus laberintos simbólicos hasta estos días.

Dice Pastoureau: "El azul, que pesaba poco en las sociedades antiguas y que a los romanos no les gustaba en absoluto (para ellos era el color de los bárbaros) se había mantenido en un lugar relativamente discreto durante la Edad Media. De pronto, sin embargo, a partir de 1140, invade todas las formas de la creación artística, se convierte en un color cristológico y marial, luego en un color real y principesco, y desde finales del siglo XII, comienza incluso a competir con el rojo en muchos ámbitos de la vida social. El siglo XIII es el gran siglo de la promoción del azul, aunque en los albores de los años 1300, se puede admitir que ya se ha convertido, en lugar del rojo, en el color preferido de las poblaciones europeas."

Pero ¿qué decir del preterido amarillo? Desde el siglo XIII pocos son los hombres y mujeres que en Europa occidental visten de amarillo, tanto en el mundo de los nobles como en el de los plebeyos. En la actualidad, el amarillo es casi inviable en la indumentaria de un hombre. ¿Una camisa amarilla? ¿Unos calcetines amarillos? ¿Una corbata amarilla? El lenguaje de la discreción y no se diga ya de la elegancia ha convertido en elementos incompatibles las masculinidad con lo amarilididad e incluso la feminidad hará bien en no abusar, durante el horario laboral, de sus reflejos.

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28 de agosto de 2008
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Precios

/upload/fotos/blogs_entradas/libro2_med.jpgHablamos de precio, de precios de los libros. Había 14 países en Europa donde el precio de los libros era "fijo", es decir, el mismo, obligatorio y decidido por la casa editorial. Desde el lunes, son 15 países, pues la comisión de economía del consejo nacional de Suiza votó 13 votos contra 11 por el restablecimiento del precio fijo tal como lo dice el Neue Zurcher Zeitung. El tema del precio de los libros es una figura clásica del debate sobre las leyes económicas.

Conocemos los argumentos:

1. -La falta de competencia en los precios ayuda a la supervivencia de pequeños protagonistas en un mercado y frena las concentraciones (lo que permite mantener una red de pequeñas librerías).

2. -Pero el precio único crea "rentas" para ciertos actores cuyo beneficio garantizado no es amenazado por una presión sobre sus tarifas (casas editoriales o distribuidores en ciertos países tienen negocios muy rentables e inatacables).

3. -Al final, los lectores tienen algo positivo, el placer del acceso a través de muchas librerías, y negativo, la imposibilidad de buscar un precio más bajo.

En el caso de Suiza, con varios mercados lingüísticos (alemán, francés, italiano), la confusión es tremenda. Se sospecha de los importadores de libros franceses de un abuso en el momento de establecer el precio, tal como lo dice el diario 24 heures. Pero todo el sector del libro francés (importadores, distribuidores, librerías) pedía un precio único diciendo defender a los lectores. Francia apoya y apoyó siempre el precio único tanto en sus gobiernos de derecha como de izquierda con argumentos a favor de la democracia cultural, de la defensa de la red de distribución y de su pluralismo (basta leer este documento del ministerio de cultura).

En los últimos meses, declaraciones a nivel de la Unión Europea recordaron que el tema no está cerrado. El futuro del precio único no está garantizado por Bruselas. Basta leer un discurso de Meglena Kueva, la comisaria al consumo de la Unión Europea, para entender que hay una voluntad de promover la competencia en las tiendas de Internet. ¿Es posible vender en Francia en línea un libro español a un precio más bajo que en España? Por el momento, no es posible, pero...

Sobre la necesidad de mantener la competencia en Internet, ya hay pruebas definitivas. Francis Pisani, bloguero de San Francisco, lo demuestra al contar cómo intentó comprar un libro electrónico para su lector Kindle. No hay otra tienda que Amazon para el usuario de Kindle: es un caso de ausencia total de competencia. Sorpresa, sorpresa, para Pisani: el libro electrónico vale más caro que el mismo libro en papel (que puede comprarse en todas partes). Un claro abuso de posición dominante. Y también, una manera de recordar la necesidad de tener una competencia sobre los precios. Pero si se crea la competencia en los precios, desaparecen las pequeñas librerías. La solución del problema es el cuento de nunca acabar. Hace un año, Suiza no quería más el precio único, ahora vuelve a promover esta solución. ¿Pero cuál es la buena solución?

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27 de agosto de 2008
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Venganza a la medida

En Nicaragua no existen casos judiciales que no estén sujetos a las ordenanzas del poder matrimonial de los esposos Ortega. Cualquier clase de asunto que se ventile en los juzgados y en las cortes, puede ser usado en cualquier momento como chantaje, para dominar voluntades díscolas, para alinear a inconformes, o como acto de venganza política, sin pararse a mirar la calidad ni la fama del agredido. El sentimiento de venganza, es más fuerte que el de la cordura.

/upload/fotos/blogs_entradas/ernesto_cardenal_med.jpgEs lo que acaba de suceder con Ernesto Cardenal, el más grande los poetas contemporáneos de Nicaragua, quien ha sido condenado en un viejo juicio por injurias, revivido para castigarle, porque en su reciente viaje a Paraguay, invitado a la toma de posesión del presidente Lugo, criticó a Ortega y a su esposa tal como el poeta suele hacerlo, sin tapujos.

Se trataba de una acusación judicial absurda contra Cardenal, llevada a los juzgados hace años por un ciudadano alemán que rentaba un hotel perteneciente a la comunidad de Solentiname, que el poeta fundó, pero en todo caso, ventilado como un asunto privado. Tan absurda vio la acusación la jueza de primera instancia,  que en un raro acto de independencia la desechó, absolviendo al poeta de toda culpa.

El acusador recurrió a otro juez de categoría superior, y tres años después de hallarse archivada la causa, las órdenes llegaron prestas desde las alturas matrimoniales: procédase a revocar la absolución, y díctese la respectiva condena, orden que fue cumplida sin dilaciones.

¿Sabe el juez quién es Ernesto Cardenal?  No creo que le importe. Lo único que sabe es que debe cumplir las órdenes que recibe. 

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27 de agosto de 2008
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Mancebos del arte (2)

Toda la diferencia entre La Bruyére y el desgraciado que, incapaz de conseguir ni siquiera una ci­ta de la dama deseada, mas impotente asimismo de "expre­sar sus sufrimientos y el peligro al que ha escapado" (Pléiade 3,894), se contenta con leer con entusiasmo la frase del primero: "A menudo los hombres desean amar y no lo logran. Buscan su derrota y no la encuentran; cabe decir que se hallan condenados a ser libres." (ídem.)

De ahí la precaución del Narrador de la Recherche que, tras determinar como aspecto más precioso de todo libro su primera edi­ción, entendiendo por tal aquella en que por él fue leída y que así le ayudaría a reencontrar lo entonces experimentado ("Como el vestido bajo el cual vimos por vez primera a una mujer", 887) afirma que ni siquiera este interés feti­chista podría justificar su conversión en bibliófilo... "pues las imágenes dejadas por el espíritu son fácilmente borradas por él." (ídem):

"En cuanto a los ejemplares de los libros, hubiera podido interesarme, por lo demás, en una acepción vivificadora. La primera edición de una obra me hubiera parecido mucho más digna de aprecio que las ulteriores, entendiendo por primera edición aquella en la que hubiera leído el libro por vez primera. Buscaría las ediciones originales, es decir aquellas en las que había recibido del libro una impresión original. Pues las impresiones siguientes ya no lo son. Coleccionaría para las novelas las encuadernaciones de antaño, las del tiempo en el que leí mis primeras novelas...Como el vestido con que vimos por vez primera a una mujer, estas encuadernaciones me ayudarían a reencontrar el amor de entonces, la belleza sobre la que había superpuesto tantas imágenes progresivamente menos amadas, para poder reencontrar la primera, yo que ya no soy aquel que la vio y que debe ceder el sitio al que yo constituía entonces, si éste reconoce la cosa que conoció y que mi yo actual ya no conoce." (ídem.)

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27 de agosto de 2008
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Colores y símbolos

Los colores y las religiones han mantenido una estrecha relación de quita y pon. De un lado la Contrarreforma  eligió el barroco y el abigarramiento cromático para manifestar la fastuosidad de su imperio en tiempos de crisis y decadencias.  Paralelamente el protestantismo, austero y llano, impuso el prestigio del vestido negro sobre la burguesía emergente. De esta insignia negra, contraria al supuesto descontrol de lo vistoso,  derivaron a finales del siglo XIX y comienzos del XX los objetos negros, las máquinas de escribir, los teléfonos, las cámaras fotográficas, los automóviles negros. /upload/fotos/blogs_entradas/exposicin_de_coches_antiguos_de_la_marca_hispano_suiza_med.jpgDesde 1860 la química industrial de los colorantes permitía fabricar objetos de casi cualquier tono pero hasta después de la Segunda Guerra Mundial los norteamericanos, tan religiosos, y todos los demás habitantes con  medios de compra, no disfrutaron de los coches bicolores y tricolores o de electrodomésticos y herramientas que no fueran blancos o negros.

El color fue para los Santos Padres, o buena parte de ellos, "materia" que se sumaba a la luz. La luz, símbolo de la pureza se contaminaba con los verdes, los amarillos o los azules, colores que a diferencia del rojo tardaron en incorporarse a la liturgia. El culto católico a la Virgen abrió las puertas al azul celestial pero en la liturgia, las casullas, no asumieron el azul mientras emplearon durante siglos el morado (tenido por una variación del negro), el verde o el rojo.

Newton demostró en el siglo XVII que todos los colores formaban parte de la luz pero la estimación popular y religiosa de la verdad del color permaneció ajena a las consideraciones de la ciencia. Incluso el verde que parece ahora tan obvio resultado de azul más amarillo se mantuvo como un color originario, nacido a partir de los pigmentos naturales que usaban en el medievo lo tintoreros./upload/fotos/blogs_entradas/una_historia_simblica_de_la_edad_media_occidental_med.jpg

Los metales, las maderas, las flores, los tejidos, los animales y los colores, desfilan por el libro de Michel Pastoureau en una hilvanada historia simbólica de la Edad Media, sus consecuencias y sus peripecias (Una historia simbólica de la Edad Media occidental. Edit. Katz). No se trata desde luego de un gran libro. Libro de conversación estival a la luz del sol o de la luna, bajo la pigmentación de la melanina.

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27 de agosto de 2008
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La vida es una mierda

Por fin se han terminado. Ya han sido suficientes medallas, triunfos, himnos. Ya ha habido bastante Phelps. Ya han sido suficientes fracasos y caras compungidas, incluso llorosas. Francamente, me ha encantado la sinceridad del campeón del mundo de Taekwondo,  Juan Antonio Ramos, que al quedar en el quinto puesto no pudo ni quiso disimular su frustración y dijo que "nadie se acuerda de los cuartos ni de los quintos". Te vi en televisión derrotado, desgarrado. Las palabras te salían como balas cuando dijiste eso que todos sentimos por lo menos una vez a la semana: "La vida es una mierda".

Juan Antonio, estas olimpiadas ya han pasado, las siguientes también pasarán, pero tu frase y tu franqueza permanecerán grabadas en nuestros corazones.

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27 de agosto de 2008
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El cuarto hombre

¿Se enteraron del caso de los empresarios ejecutados que obsesiona por estos días a la Argentina? Brevemente: hace un par de semanas alguien secuestró y asesinó según códigos mafiosos a tres jóvenes socios, ligados por negocios farmacéuticos. Según parece, al menos uno de ellos estaba vinculado al tráfico de medicamentos falsos -ah Harry Lime, cuánto daño sigues haciéndonos- y el trío en su totalidad habría intentado empezar a exportar efedrina a otros países, una sustancia que los países donde se produce droga a escala industrial -México, por ejemplo- necesitan como agua. Para añadir leña a este fuego, el domingo se habría suicidado un cuarto hombre, ligado a los primeros por su actividad farmacéutica y sus deudas millonarias.

Como imaginarán, la cuestión ha dado y sigue dando tela para hablar sobre el tema del narcotráfico en Latinoamérica y la forma en que la Argentina estaría empezando a participar del ciclo: por el momento, facilitando insumos que aquí son más baratos que en México -como la efedrina, sin ir más lejos. Pero a mí me ronda por otras razones. No puedo dejar de pensar en los muertos. Sus características comunes me resultan significativas: gente de clase media, bien educada, blanca, de un pasar más que generoso a pesar de deber millones de dólares (los secuestradores incendiaron la 4x4 de uno de ellos, tratando -imagino- de enviar un mensaje), frecuentadores del mismo gimnasio y de edades que rondan la treintena -es decir, que fueron niños durante la dictadura y jóvenes durante el vale todo moral de la década Ménem.

Sería un error generalizar de manera instantánea. Pero no puedo dejar de preguntarme qué efectos tiene sobre una generación el hecho de crecer en una sociedad en bancarrota ética y espiritual. Haberse educado en la Argentina de la impunidad, haber mamado la frivolidad criminal del menemismo -los cuatro muertos formaban parte de la clase social que gozaba del momento y veraneaba en Miami mientras Menem malvendía el país y los pobres se devoraban a sí mismos- debe dejar marcas indelebles en muchas almas carentes de buena raiz y mejor sustento. Si la política, las instituciones y los medios pregonan con fanfarria que el dinero es el bien supremo, que el fin justifica todo medio, ¿a quién puede extrañarle que alguien amase fortuna mediante uno de los crímenes más deleznables que pueda concebirse -esto es, suministrarle a los enfermos una medicina que no es tal?

/upload/fotos/blogs_entradas/el_tercer_hombre_1_med.jpgEn El tercer hombre -la película de Carol Reed, el relato de Graham Greene-, Harry Lime funcionaba como un monstruo. En la Europa de posguerra, alguien que adulteraba la penicilina que se suministraba a los niños no podía ser calificado de esa forma. Nos guste o no, la Argentina del siglo XXI es una fábrica de Harry Limes. Y la abundancia de Limes los torna (horriblemente) comunes, en tanto la normalidad es una simple cuestión de promedios numéricos. Aquí hay Harry Limes en la política, en el gobierno, en las instituciones, en los medios, en las empresas...

Y estamos nosotros, también: niños en situación de riesgo, preguntándonos a diario si la penicilina que nos previene de la muerte es lo que dice la etiqueta -o apenas un placebo. 

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27 de agosto de 2008
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Guadianas literarios

A primera vista, puede sorprender la gran cantidad de representaciones clásicas de este verano en toda Europa. Dante ha sido el centro del Festival de Aviñón con escenificaciones del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso en tres lugares distintos. He visto anunciado a Shakespeare por todos lados y yo mismo, en Barcelona, he asistido a dos excelentes Rey Lear casi seguidos. Distintos teatros han acogido una buena porción de las tragedias griegas, empezando por Las troyanas, de Eurípides, representada en Mérida. Sorprendentemente, pues, en apariencia, dado que nuestra época no se distingue por un excesivo refinamiento cultural.
Puede que, en efecto, el fenómeno únicamente forme parte de nuestra necesidad de espectáculos, incluidos algunos de alta cultura. Dejo esto para los sociólogos. A mí me interesa más preguntar por qué determinadas obras parecen encajar en ciertos periodos y, en cambio, caen en el olvido en otros. En general, no se trata sólo de criterios de moda o gusto, por lo que acostumbran a escapar a las previsiones y planificaciones. No hay editor o gestor cultural que pueda prever factores que desbordan los estudios de mercado porque discurren por los recovecos de la imaginación de cada época. Hay algo en la atmósfera que exige el retorno de una obra largamente ignorada.

Uno de los mejores ejemplos de esta exigencia es la resurrección vigorosa de una novela como El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Cuando era estudiante, leí casi por casualidad este libro, que pocos conocían. Por supuesto, Conrad no era un perfecto desconocido, pero pasaba por ser un autor de culto, un poco al modo de Malcolm Lowry, cuyo Bajo el volcán yo encontraba muy conradiano. En las tres últimas décadas del siglo XX, las ediciones de Joseph Conrad se multiplicaron, a lo que sin duda contribuyó la adaptación cinematográfica de Coppola en Apocalypse Now.

Sin embargo, esta última explicación no es, desde luego, suficiente. Las causas de la influencia de la novela son más complejas y misteriosas. El corazón de las tinieblas apunta en dirección contraria al sentimentalismo y psicologismo predominantes y, no obstante, da en la diana al expresar nuestras ansiedades y nuestros miedos. Aun conectados por meandros enigmáticos, el horror conradiano y el nuestro aparecen superpuestos. Quizá por esto, un texto difícil, duro, sin concesiones, sigue abriéndose camino en medio de los conformismos literarios de este inicio del siglo XXI.

Otro ejemplo espléndido de renacimiento son los Ensayos de Montaigne. Ni que decir tiene que tampoco éste se había esfumado del mapa cultural europeo, pero hasta hace unos meses parecía circunscrito a los círculos académicos y escritores que sentían una particular identificación con el talante de Montaigne, como era el caso de Paul Valéry o, entre nosotros, Josep Pla. Era frecuente que circularan fragmentos de los ensayos montaignianos, aunque no la obra entera, esmeradamente publicada, como ahora no es infrecuente encontrar en editoriales de Europa.

Desde el punto de vista del estilo, o incluso del modo de afrontar las pasiones humanas, nada tienen que ver Montaigne y Conrad, la voluntad trágica de éste y el estoicismo más bien hedonista de aquél. Como escritores, ellos están muy lejos entre sí; no obstante, es nuestra época la que los hermana al requerir, por así decirlo, sus servicios. Hay algo profundamente tranquilizador, gratificante, en la mirada irónica de Montaigne, del mismo modo en que el heroísmo desesperado de Conrad es una medicina catártica. Cada uno a su manera nos habla de nosotros.

Es cierto que esto podría extenderse a todas las grandes creaciones del arte y del pensamiento, las cuales deben poseer la virtud de dirigirse, no sólo a su presente, sino a las épocas futuras. Pero estas épocas no siempre prestan atención, y éste es el matiz decisivo para establecer los tortuosos cauces de las fortunas artísticas. Las obras maestras son aquellas que siempre están en condiciones de hablar; sin embargo, para que efectivamente se hagan escuchar, los oídos de una determinada época deben prestar atención.

Así se explica el aparente silencio de algunos gigantes y el desigual eco de voces originalmente poderosas. No hay que condenar con juicios frívolos y apresurados el ostracismo actual de ciertos autores, como si su momento perteneciera definitivamente al pasado. Proust o Joyce, referentes imbatibles hace unos lustros, son mucho más nombrados que leídos. Thomas Mann, enterrado por tantos, ha remontado el vuelo. Kafka y Beckett mantienen su papel de intérpretes contemporáneos. Cercanos a los ejemplos de Montaigne y Conrad, aunque respondiendo a otras necesidades nuestras, Dostoievski y Camus se han consolidado como interlocutores irrenunciables.

Un caso particularmente elocuente para los de mi generación es el de Stefan Zweig. Muchos de nosotros estábamos acostumbrados a ver los libros de Zweig en las bibliotecas familiares, pero no se nos ocurría leerlos. En las últimas décadas del siglo XX, El mundo de ayer, la descomposición espiritual de Europa, aparenta estar en condiciones de amparar las dudas y pasiones de nuestro presente. Y otro tanto sucede con autores como Joseph Roth o Arthur Schnitzler.

Los rebrotes literarios, además de hacer justicia a escritores ocultados por la moda o la crítica sectaria, se adecuan a demandas epocales a menudo difíciles de apreciar. De hecho, lo que muchos editores ofrecen como modelos de "rabiosa actualidad" son, con frecuencia, menos aptos para el análisis de la sensibilidad contemporánea que bastantes textos desechados por inactuales.

Cada época necesita de palabras que la empujen a mirarse despiadadamente en el espejo. No importa que estas palabras sean del pasado o del presente. Cada época genera una literatura acomodaticia destinada a proponerle lo que quiere escuchar y otra, intempestiva, que le habla sin servidumbres ni contemplaciones. Por más que se niegue -ocurre también en cada época-, sólo esta última está en condiciones de perdurar más allá de la oferta y de la demanda de su tiempo.

Por eso volvemos continuamente a los que llamamos clásicos: en busca de aquella intempestividad que, al despreciar nuestra apatía y nuestro conformismo, nos ofrezca instantes no de éxito -para eso tenemos el resto del espectáculo de nuestra civilización-, sino de verdad. Para eso, para tener nuestros instantes de verdad, retornamos a Dante, a Shakespeare, a los poetas griegos. Y, desde luego, nunca son completamente arbitrarios estos retornos ni indiferentes a las ansias de cada presente.

Fijémonos en Shakespeare (que tampoco se libró de una época de purgación tras el impacto inicial). Aparte de Hamlet, que, independientemente de las generaciones, tan bien logra encarnar siempre la confusión humana, las otras obras han ido variando según la predilección de los públicos. A veces Macbeth y Julio César han sido los favoritos; otras, Otelo, El mercader de Venecia o La tempestad. En los últimos años, sin embargo, quizá ninguno de los dramas de Shakespeare ha sido tan representado como El rey Lear. No podemos saber la razón por la cual esta obra extremadamente compleja parece adecuada a nuestros escenarios, aunque sí podamos sospechar que tiene que ver con que "los locos guíen a los ciegos".

En cuanto a la tragedia griega, no deja de ser elocuente hasta qué punto hemos tendido a mostrar nuestros conflictos a través de sus argumentos. Edipo, Antígona, La orestíada y Las troyanas son rigurosamente contemporáneas cuando nos enseñan los engranajes del poder, de la libertad, del dolor. Ninguna de esas obras hace concesiones al obligarnos a posar ante el espejo, y gracias a esto sabemos, lo reconozcamos o no, que nos dicen más sobre nuestra actualidad que tantas toneladas de literatura acomodaticia servidas para aplastar al lector. Y, sin embargo, muy pocos editores dejarían de horrorizarse ante la idea de publicar un tipo de obra semejante escrita por un autor de hoy: "¡Qué difícil, Dios mío, y qué poco comercial!".                   

                               El País, 03/08/2008

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27 de agosto de 2008
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