Vicente Verdú
La mala consideración en que se tiene a "la apariencia" en nombre, supuestamente, de que encubre los rasgos de una verdad, representa uno de los tópicos más extendidos y estúpidos de nuestros días. Precisamente cuanto más ha aumentado por todas partes la producción de ficciones (en cine, vídeo, videojuegos, publicidad, internet) los puritanos de "la verdad" se empeñan en que el mundo se ha vuelto falso y es, por lo tanto, falso todo cuanto sucede dentro de él.
Esta inquina contra la ficción no se aviene con los ditirambos que la novelística sigue recibiendo pero mientras en este caso -por tratarse de libros- posee la ficticia reputación de hacernos mejores, más libres o más lúcidos, la ficción en general recibe juicios durísimos, tal como si efectivamente nos estuviera abocando a la evasión.
De hecho, según este discurso, lo profundo y pesado sería lo bueno y lo superficial o cosmético lo malo. Lo profundo, en fin, aquello que no se ve, se tendría por auténtico y, por el contrario lo que vemos y cada vez más, serían falsificaciones, alucinaciones. Ni Platón podría hallarse mejor representado.
Vivimos, según el juicio de los nuevos platónicos a la violeta, como empapelados de infinitas mentiras y, en consecuencia, nuestra existencia se funda tan sólo de ellas. Pero siendo así, si la existencia entera se funda y compone de ellas, ¿dónde se hallaría la otra manera de existir auténtica? ¿Qué sería necesario hacer, levantar, abatir, refundar, reestructurar, extirpar, para que la supuesta ficción se revelara un postizo y quedara a la luz la luz de la verdad? ¿No cabría prever que liberada la realidad de sus supuestas máscaras tropezaríamos -como en el cuento- con otra y otra máscara para llegar finalmente a la nada? Y no sólo a la nada, sino a nada de nada, porque lo que hacemos, pensamos, sentimos, olemos, amamos o combatimos forman parte del mismo elenco teatral. El Teatro Real del mundo, tan antiguo como Dios, su insuperado histrión.