Víctor Gómez Pin
La emoción que el relato de Melville produce viene de ese sentimiento de que, por perdidos que estemos en los dilemas y querellas de una cotidianeidad artificiosa y muy a menudo construida como parapeto, lo esencial reside en muy pocas cosas, entre las cuales cuenta la confrontación elemental de los hombres con la naturaleza -emblemáticamente encarnada por los marineros del Pequod- y el imperativo ético de no ser vencido por sí mismo; imperativo presente tanto en la desconfianza de Bulkington ante las promesas de la costa a sotavento, como en la resistencia de Ahab por trascender la misión -aportar grasa de ballena para las lámparas de los hogares- encomendada por los armadores, en la aceptación de la nueva misión por sus hombres ( desde el más reticente, el Segundo Starbuck, al Queeqeeg que se sabe ya muerto), mas también en la inclinación de Ismael a reencontrar el mar, y sobre todo en su lucidez respecto a la causa final de su supervivencia:
Queeqeeg lanza los dados que cifran su destino y al constatar que la combinación surgida anuncia su muerte se abisma en sí mismo y ya no volverá a pronunciar una sola palabra, mas el ataúd que construye preservará -como hemos visto- al único destinado a hablar cabalmente, a quien tiene como destino el dar cuenta de la historia.
Pues contarlo, y contarlo tan bien como Ismael lo hace, es algo que ayuda a redescubrir lo que ningún ser de razón hubiera debido nunca haber olvidado, a saber, que sin narración no habría habido vida propiamente humana y, en consecuencia, que si no hacemos de nuestra vida trama de un excelente relato estamos sencillamente repudiando nuestro origen.