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La fábula y el documento

No es la primera vez que Tarantino hace cine de historia envuelto en oropeles: la patraña, la broma, la imitación, el hurto. Y es este Tarantino bipolar (historicista y truhán) el preferible, al menos para mí, quizá porque coincide con una voluntad actual de macla entre la ficción pura y el contexto verídico que la novela favorece (uno mismo la ha practicado en más de un libro) y el cine trata menos o lo hace de un modo más callado. Érase una vez en...Hollywood, como su muy anterior Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009) son dos obras maestras de la refundición de situaciones, géneros y personas reales e imaginarias, y ambos insisten desde el arranque, más que ningún otro film suyo, en la condición del cuento de hadas: empiezan con el "Érase una vez", bien ya en el título, como en esta su película número 9, o en el primer plano de la de 2009, donde una cartela anuncia "Érase una vez en Francia, ocupada por los Nazis", con la correspondiente fecha de situación, "1941".

       La acción de la novena película, la del año 2019, también está fechada precisamente, en el verano de 1969, y  la acompaña un uso, más burlón que erudito, de los informativos, las entrevistas trucadas, las canciones de época y el aire un tanto hippie de los tiempos; un aire respirable en comparación al de Malditos bastardos, que era opresiva y encarnizadamente bélica desde el comienzo y tenía brotes de violencia (la marca de la casa) de extraordinaria crudeza, sobre todo en torno al pequeño escuadrón aliado de voluntarios judíos scalphunters arrancando con sádica determinación los cueros cabelludos de los nazis que capturan. La sanguinolencia en Érase una vez en...Hollywood además de estar muy reducida se representa, por decirlo así; forma parte de las escenas de westerns serie B rodados, siendo la matanza  final en la villa del actor Dalton la única apoteosis gore. La justificación parece obvia; estamos en Los Angeles, la mayor fábrica de producción de ficciones que entonces existía, y la película, sin ser metaficticia, un término que no le cuadra nada a Tarantino, casi se ve obligada a transitar los cauces de lo real y lo fingido constantemente  y desde el principio, cuando comparece como estrella un tanto ajada Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), galán de éxito en una serie de cow-boys famosa en los años 1950 cuyo cantado salto a la primera fila de los matinee idols nunca tuvo lugar. Rick y su inseparable Cliff Booth (Brad Pitt, en una de sus más logradas interpretaciones), su doble, su stunt, su amigo íntimo pero no su pareja; aunque las chicas no les quitan a ninguno de los dos el sueño, la homosexualidad de este tándem tan bien avenido ni se insinúa. Su comparecencia es por vía documental: un entrevistador televisivo más bien publicitario que periodístico que hace preguntas banales en un tonillo sensacionalista y así introduce la realidad de la vida de Rick y su Doppelgänger. Ya desde ese reportaje prologal será difícil distinguir en los 160 minutos de duración del film lo que es propaganda de lo que es verdad, lo que es fracaso de lo que aún permite una promesa. O, en otro registro, lo que es reflejo del cine y lo que es sujeto del cine.

    Entre sus aciertos magistrales, que son casi constantes en este film inspirado y arrollador, destacan los que tienen de protagonistas a dos actores míticos por distintas razones, Bruce Lee y Sharon Tate. El episodio con el actor chino-americano es ácidamente divertido, enfrentando al luchador marcial y filósofo de pacotilla a Cliff, que le da una paliza. Por el contrario, la escena de Sharon Tate como espectadora de sí misma es dulcemente cómica; la joven y no muy distinguida actriz pasea por Los Angeles y ve que en un gran cine se proyecta The Wrecking Crew (en España llamada más titilantemente La mansión de los siete placeres), olvidable película de espías dirigida en 1968 por Phil Karlson e interpretada por Dean Martin y un florilegio de bellezas internacionales, encabezadas por Elke Sommer, Nancy Kwan y ella. Dándose a conocer a la asombrada taquillera, Sharon (encarnada con gracia por Margot Robbie) consigue entrar sin pagar y disfruta entre los espectadores de su propia presencia en la gran pantalla; una ingenua mise-en-abîme del cine dentro del cine. Es de notar que estos dos episodios centrales aunque anecdóticos están referidos a actores que murieron muy jóvenes; Bruce Lee a los 32 años a causa de un edema cerebral producido por la reacción a un medicamento contra el dolor, Sharon Tate del modo trágico que no se ve pero queda implícito y anticipado en el film de Tarantino, cuyo desenlace es tan sugerente como elocuente, un movimiento de cámara aérea que pasa de un jardín a otro en la calle de Cielo Drive donde se sitúa la imaginaria villa de Rick Dalton y estaba realmente la de sus vecinos Roman y Sharon. Esa toma sutil escueta y elegante preanuncia lo que sin ver sabemos que ocurrió en la casa de los Polanski con la inminente entrada de la familia Manson.

         Una de las ocupaciones más conspicuas de Tarantino es la de archivista, superior yo diría a la de coleccionista (de discos, de películas malas, de frases hechas y momentos estelares del séptimo arte). Y ese archivo que sigue formando y fomentando se convierte en una de las venas más productivas de su cinematografía; interrumpe sus películas con remedos de Godard o del cine de yakuzas, cita sin parar, recupera y enaltece lo que otros juzgan menor y está olvidado, como lo hacía Borges. Extravagantes ambos, su gesto tiene tanto de arrogancia como de altruismo (¿un poco de humorada también?), y cuando Tarantino glosa en Érase una vez...en Hollywood, como un monje medieval,  los spaghetti westerns de Sergio Corbucci y Joaquín Romero Marchent, yo me acuerdo de Borges proclamando la grandeza literaria -por encima de Lorca o de Antonio Machado- de Rafael Cansinos Assens. O los excursos que ambos, Tarantino y Borges, practican y hacen materia constitutiva de su imaginación: la digresión, la nota a pie de página, el escolio, tan abundantes en Malditos bastardos, con sus inolvidables insertos explicativos y sus mini-disertaciones sobre el cine francés o germano de los años 1940 y el peligro de que las películas de nitrato ardan tan fácilmente.

     Pero hay otra contaminación más recóndita en el cine de Tarantino, que en su voracidad de lector y recopilador también alcanza a la literatura. Los apartes en el proscenio son un recurso de la comedia satírica, así como el coro lo es de la tragedia grecorromana. Pienso en el estupendo set piece gótico-ranchero de la larga secuencia de la visita de Cliff a la finca donde un antiguo y ya anciano amigo (Bruce Dern) alquilaba sus instalaciones para rodajes de poca monta y parece ahora secuestrado o quizá muerto por un grupo de arpías. No hay porqué contar el desenlace de esa visita, pero la salida del rancho entre las dos filas de Furias desencadenadas que le insultan y le amenazan es aterradora, al modo en que lo es el teatro isabelino que, a mi juicio, tanto se deja notar en las situaciones y sobre todo en los diálogos, voluptuosos, malvados, de esmaltada verbalidad, con los que Tarantino enriquece tanto sus guiones. El modelo de un teatro de la crueldad pre-shakesperiano que influiría a Shakespeare, no sólo en Hamlet, esa Revenge Play trascendida. No comparo a Quentin con el Bardo. En su mismo tiempo, un poco antes de aparecer en los teatros de Londres y un poco después de retirarse aún joven a Stratford, floreció una gloriosa segunda fila de dramaturgos (esos segundones que tanto les gusta promover a Borges y a Tarantino), Thomas Kyd, John Webster, Christopher Marlowe, entre otros, que utilizan las tramas de venganza para dar vía libre a sus fantasías libidinales, a menudo localizadas en países remotos o culturas ajenas (descacharrantes en Érase una vez...en Hollywood las escenas de esperpento romano y Cinecittà). Por alguna razón que yo mismo no sabría substanciar ahora, me acordé, al acabar de ver la novena película de Tarantino, de John Ford. No el gran cineasta de La diligencia, sino su homónimo del siglo XVII. El autor de otra sublime extravagancia de ambiente italiano, Lástima que sea una puta. El título es envidiable, los excesos, las mutilaciones, los abusos, casi insoportables aunque hechizantes. Patrañas sobre un fondo renacentista seguramente cierto y reinventado.

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31 de octubre de 2019
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La semana en que Chile cambió

foto de Susana Hidalgo

 

Acaban de tirar gas lacrimógeno, pero nadie puede arrancar. Es viernes 25 de octubre de 2019 en Santiago de Chile, y estamos apretados, pegados unos a otros, somos parte de una muchedumbre, de la marcha más grande en la historia del país. Alguien grita: ¡Tranquilidad! ¡Calma!, pero él es el único más nervioso. En general, nadie pierde el control. En pocos días se han acostumbrado. Ya saben que, en estos casos, hay que dejarse llevar por la marea. Y no tocarte la cara, ni rascarte los ojos, ni sonarte los mocos. Y en eso, cuando aprietas los párpados porque no aguantas más y sientes cómo te van cayendo las lágrimas una atrás de otra, aparecen dos mujeres jóvenes. Dos estudiantes, de veinte o menos años, con pañuelos en el rostro. Traen en sus manos unos spray, y nos rocían la cara con un líquido que han preparado ellas y que alivia. Lo reparten sin preguntar quién eres. Esa parece ser su labor dentro de esta semana, en que el país más competitivo de América Latina cambió para siempre: ayudar a combatir los efectos de las lacrimógenas.

En la marcha, que reúne un millón doscientos mil participantes alrededor de la Plaza Italia de Santiago, no hay discursos, ni un escenario, ni artistas, ni banderas de partidos políticos, ni agrupaciones sociales. Más de un millón de personas caminando, golpeando una sartén, y gritando contra el presidente Sebastián Piñera: que renuncie, que saque a los militares de las calles, que responda por los muertos de la represión de los últimos días y los casi 500 heridos a bala, y que basta de abusos, basta de pagar tan cara la salud y la educación y los medicamentos y los servicios y el transporte y la jubilación que es tan baja, que no alcanza y que no tiene que ver con un oasis. Así definió Piñera a Chile, en relación a América Latina, en una entrevista pocos días antes del estallido: "Nuestro país es un verdadero oasis con una democracia estable".

La evasión

La tarde del viernes 18 de octubre de 2019 comenzó la semana que cambió la historia de Chile. Los días previos, como las semanas previas, como los meses previos, como los años previos y como las décadas previas del país, habían avanzado con el orden establecido. Uno de los temas que ocupó más titulares en los días previos tenía que ver con la selección chilena de fútbol: después de mucho tiempo, Arturo Vidal y Claudio Bravo volvían a compartir nómina y partidos en la Roja, y los medios destacaban que pese a los roces previos y a la guerra declarada entre ambos, en un momento del último partido se habían dado la mano en la cancha.

En el escenario futuro asomaban tres eventos internacionales importantes, que habían elegido a Chile por su fama de país seguro y tranquilo. La Apec, con la posible venida de Trump y Putin para noviembre; la COP25, con la llegada de líderes ambientalistas de todo el mundo, encabezados por Greta Thunberg; y la primera final única de la Copa Libertadores de América, en el Estadio Nacional de Santiago.

Por esos días previos, que son apenas diez días atrás y que parecen tres vidas pasadas, se iniciaba una campaña de los estudiantes escolares a evadir el pago del metro de Santiago. ¿La razón? Un alza del precio del pasaje en 30 pesos chilenos (0,04 dólares). La evasión era simple: saltar el torniquete de pago, y entrar gratis. Evadir. La ciudad empezó a rayarse con la palabra "Evade", como una invitación. Evadir, explicaban los dirigentes, como evaden impuestos las grandes empresas que abusan de sus clientes. Evade, con Piñera, el presidente, en el podio de los mejores: un reportaje de prensa descubrió que llevaba casi 30 años sin pagar los impuestos de su casa de veraneo. Se estima que hoy su fortuna bordea los 3.000 millones de dólares.

La tarde del viernes 18 de octubre se convocó a una jornada amplia de evasión del metro. Ya no eran sólo los estudiantes de colegio. Esa tarde se fueron sumando universitarios, oficinistas, trabajadores, todos saltando masivamente los torniquetes. Al poco rato se comenzaron a cerrar las estaciones. Y se detuvo el servicio del metro. Y se incendió la primera estación. Y después se incendió la segunda y la tercera y la cuarta. Los canales iniciaron un breaking news permanente, que duró toda la primera semana. Y esa misma noche el presidente declaró Estado de Emergencia, y dejó la seguridad de Santiago a cargo de un militar. Y esa noche se siguieron quemando estaciones de metro. Y ahí me enganché al televisor y a las redes sociales y no solté más las pantallas. El país se quemaba en mi televisor, el país cambiaba en mi teléfono, y uno se dormía con noticias urgentes para despertar con nuevas urgencias, más urgentes que todas las anteriores.

La noche del domingo 20 de octubre Piñera apareció por cadena de televisión con cara de preocupado. Con el ceño fruncido y pronunciando las palabras con violencia, declaró que el país estaba en guerra. "Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite".

Sus palabras cerraban un fin de semana de toque de queda, de incendios de estaciones de metro, de saqueos a supermercado, de helicópteros sobrevolando toda la noche y a poca altura, haciendo retumbar los vidrios y las camas.

Los expertos en embarazos dicen que, después del séptimo mes de gestación, los bebés escuchan claramente todo lo que pasa afuera de la panza de su madre. Si quieres que sea una persona tranquila, te recomiendan que le hagas escuchar música clásica. Si quieres que sea concentrada, te dicen que le leas historias. Mi hija, que debe nacer en un mes y medio más, se ha pasado estos días de revuelta escuchando los golpes de ollas y sartenes, el rugido de helicópteros militares, y la transmisión interrumpida de las noticias. Su padre y su madre, como muchos chilenos de esta semana, no se han querido perder detalles de esta película en vivo, de esta serie de no-ficción en tiempo real, de esta maratón de Netflix, sin Netflix, donde cada hora pasa algo nuevo.

El lunes aumentan las protestas. Todos salimos a escribir y postear y tuitear, que #noestamosenguerra. La televisión sólo muestra gente en los supermercados, o saqueándolos o haciendo fila para comprar (yonkis del consumo en vivo y en directo). Del robo y del pillaje nacen los "chalecos amarillos", unas brigadas de autodefensa de la clase media y media baja, que defiende sus logros materiales con palos y bates de béisbol (en un país donde nadie juega béisbol). Se organizan por turnos, para hacer guardia en sus barrios. El día siguiente, varios alcaldes aparecen en las noticias con los chalecos amarillos.

El martes no hay gobierno, y no hay oposición, pero tampoco hay guerra. Comienzan a circular, eso sí, las primeras imágenes del show ininterrumpido de abusos de militares y carabineros. Ha pasado tan poco tiempo, pero en realidad es una vida.

El miércoles, hace nada, Piñera anuncia un paquete de medidas económicas: sube un porcentaje la jubilación, eleva el sueldo mínimo, agrega un impuesto a los sueldos altos. Pero del otro lado no hay nadie. Su primer paquete de medidas no tiene contraparte. Sólo queda esperar cuánta gente se moviliza al otro día, y al otro día las protestas siguen.

La angustia republicana

Los días se repiten con una angustia republicana. Agota estar todo el día enchufado a la serie más vertiginosa de todas, pero no se puede abandonar. Esto es importante. "¡Está pegando una patada!", dice la madre de mi hija, y toco su panza y siendo el golpe y miro la tele, y están mostrando a un grupo de jóvenes lanzándole piedras a la policía. En pocos días nuestra rutina son las protestas, los militares en las calles, el último video de una golpiza, la nueva fake news y pensar en qué comemos. En casa decidimos no caer en la fiebre de hacer fila en los almacenes, y así terminamos haciendo pan casero el jueves por la tarde.

Las imágenes se suceden sin pausa. La mujer de Piñera, Cecilia Morel, reconoce que es verdad el audio que circula y donde ella dice que lo que sucede en el país es como una invasión alienígena. Cada noche, en Plaza Ñuñoa, desafían el toque de queda cantando uno de los himnos de esta semana: "El derecho de vivir en paz", de Víctor Jara. Cada despacho de la televisión, alguien toma el micrófono del notero para pedir que muestren las imágenes de abusos y torturas militares. Un jefe de la aviación hace un llamado, desde Antofagasta, para "que no panda el cúnico" en la ciudad. Hablo con un par de radios argentinas, pero les aclaro que no les podré aclarar nada, porque no se entiende bien lo que pasa. El miércoles por la tarde salimos a marchar, aprovechando que la manifestación pasa por Apoquindo, a dos cuadras de nuestro departamento, en una comuna poco habituada a manifestaciones y donde el día antes habían avanzado tanques con militares de verdad y fusiles apuntando a vecinos que golpeaban cacerolas y francotiradores con cabezas de protestantes en la mira. Acompañamos la protesta por un nuevo Chile un par de cuadras, porque no es fácil caminar mucho con una panza de más de siete meses. Alcanzamos a hacer una foto, porque queremos contarle a nuestra hija que ella estuvo ahí.

Fuera de las discusiones en los medios, con expertos y analistas express, en el mundo privado también ha sido una semana de cambios: me ha tocado ver gente que discute y se sale de grupos de WhatsApp, entornos familiares y de amigos que replican el cambio. Y no parece menor. Este nuevo Chile, que marchó con el #PiñeraRenuncia, traerá también un nuevo paisaje en las relaciones íntimas.

El aluvión

Ohhh, Chile Despertóooo. Despertóooo, despertóoo, Chile despertóoo. La gente grita alegre, protagonista de su marcha. Me quedo parado a un costado de la avenida Providencia, a la altura de Condell, y pasan y pasan los marchantes, con carteles ingeniosos, con disfraces, con amigos y hermanos y primos y compañeras de trabajo, golpeando ollas, sartenes, pailas. No se detienen. Trato de registrar en mi memoria cada cara, cada gesto, pero es imposible. El aluvión de personas emociona: y hace una semana, hace justo una semana, estábamos cerrando un viernes como cualquiera, como todos, un viernes para olvidar la semana. Y, sin embargo, a los tres o cuatro días de eso, había detenidos que eran torturados "crucificándolos" en la antena de una comisaría de Peñalolén.

Nadie vio venir todo lo que ha sucedido, pero era obvio que iba a pasar. En el país líder del ranking contra la corrupción de América Latina, hay 140 chilenos que concentran casi el 20% de la riqueza del país. Y los grandes corruptos, empresarios acusados de evasión o de colusión, pagan sus faltas con multas bajísimas o yendo a la universidad a clases de ética. Los niveles de desigualdad, gritan los marchantes de esta tarde, no son sólo económicos. Aunque el gobierno sólo anuncie paquetes en esa dirección.

La última vez que estuve en una marcha fue en mi adolescencia, para el plebiscito de 1988: cuando ganó el NO a Pinochet. Recuerdo que esos años, en el Cine Arte Alameda, el mas cercano a Plaza Italia, estaban dando la película El gran dictador, de Chaplin. Esta semana que Chile exploto, ahí estaban proyectando Joker.

Han pasado 31 años, y en la marcha veo jóvenes como el que fui, empujando un carro en el que creen. Nadie sabe lo que va a pasar después de esta semana, y de eso estamos todos seguros. Pero, posiblemente, con los años, algunos pondrán en duda la magnitud y los beneficios de estos cambios conseguidos. Otros, tal vez, culparán para siempre a esta semana en la que la se desnudó una estructura abusiva, un modelo desigual que nos convirtió en el país ejemplo de América Latina.

Un grupo, cerca del pequeño obelisco de Plaza Italia, canta el otro himno de la revuelta: "El baile de los que sobran", de Jorge González, de Los Prisioneros. Pero hoy no es una noche más de caminar, como dice la canción. Quiero registrar cada detalle de lo que está pasa, una crónica de esta semana interminable en el que ha cambiado la historia de Chile. Dando paso a una nueva, en el país que nacerá mi hija.

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29 de octubre de 2019
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Chile lacrimógeno

Cuando despertó, el gas lacrimógeno todavía estaba ahí.

Dentro de su nariz, en su garganta, en sus pulmones, en su memoria reciente de no poder ver y toser sin pausa tratando de respirar. Y en la memoria de los años setenta y ochenta, cuando este cronista, como muchos chilenos y argentinos de su edad, vivieron lo que nunca pensábamos que volveríamos a ver: Estado de Excepción, Toque de Queda, ejército en las calles, imágenes de soldados y policías disparando al pueblo desarmado, denuncias de torturas y abusos sexuales en comisarías, 16 muertes hasta ahora, centenares de personas heridas, miles de detenciones.

Esta mañana del miércoles 23 de octubre de 2019, mientras teclea para entender qué está pasando en el país al que vino ilusionado hace tres años, este cronista argentino sigue tosiendo y restregándose los ojos frente a esta pantalla.

El gas todavía pica.

Así funciona el gas lacrimógeno que los Carabineros de Chile arrojan a la multitud, en su gran mayoría jóvenes que bailan y cantan en paz. Es una nube blancuzca, a veces rojiza, que primero se mete por la nariz y causa un agudo escozor ácido. Como meterse mostaza por la nariz. Después, se mete por la boca, paraliza la lengua y entra por la garganta. En el caso de este cronista, el picor en los ojos que provoca las lágrimas que le dan nombre al gas es lo siguiente. Un dolor fuerte debajo de los párpados, como si los ojos se quisieran hundir en sus cuencas, un dolor que se prolonga a los huesos encima de los ojos.

En lo que yo vi en estos días, la mayoría de las y los jóvenes que salen en las pantallas de la televisión chilena, como malhechores cubiertos de trapos y pañuelos, se están cubriendo de los gases lacrimógenos.

Pero pese a su nombre, el principal efecto de esta sustancia, que el Estado chileno nunca dejó de usar desde la dictadura de Pinochet, no es provocar lágrimas. Provoca rabia, indignación, ganas de volver a salir a la calle.

Lo dicen los carteles: Chile despertó. No tenemos miedo. No son 30 pesos, son 30 años.

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#NoTenemosMiedo

No, no son los 30 pesos que subió el boleto del metro; son los 30 años de abusos de una democracia vigilada y de una constitución atenazante que redactaron los sirvientes del dictador en plena dictadura y que ningún gobierno democrático pudo, supo o se atrevió a cambiar.

Cuatro vecinos y varios de sus hijos e hijas de uno de los edificios con ventana a Plaza Italia compraron el lienzo de diez metros donde pintaron las palabras: No tenemos miedo. Ya lo cantaban en manifestaciones por los derechos de los negros y contra la guerra de Vietnam en EEUU en los sesenta. Lo colgaron de su ventana. Después, estudiantes lo colgaron en el centro de la estatua, de la cabeza de la estatua del General Manuel Jesús Baquedano. Así salió en incontables medios internacionales. No tenemos miedo

Lo que estos días hace llorar a Chile, que salió en masa a protestar desde el viernes en cada ciudad y pueblo, no es el gas lacrimógeno. Es el no poder llegar a fin de mes en un país donde el PIB per cápita subió, pero su beneficio quedó concentrado en las mismas manos de siempre. El 1 por ciento de arriba se reparte en gerencias, casos de corrupción y ministerios, mientras el 30 por ciento de abajo se endeuda hasta la desesperación.

La mayoría de quienes salen a la calle no están fuera del sistema: están dentro, trabajan y estudian, pero lo que ganan es una afrenta y lo que gastan, un escupitajo.

A veces hace falta un último insulto para mirarse al espejo y entender finalmente que se están burlando de uno. El ministro de Economía Juan Andrés Fontaine, ante las primeras protestas hace diez días por el alza en el precio del transporte público, que lo hace más caro que en muchos países de Europa, llamó a que los chilenos y chilenas se levantaran más temprano para tomar el metro antes de las 7. Esa fue la gota que rebalsó el vaso.

Las lágrimas no son por el gas, son por el abuso y la ofensa de décadas, por la promesa incumplida de la democracia recobrada en 1990. Los mejores periodistas, escritores, académicos y artistas de Chile están contando lo que pasa de forma potente y sintética. Los leo con admiración y gratitud. Este es un país donde, mientras el presidente decide no ver lo esencial y se enrosca en su propia guerra contra las cacerolas y las pancartas, muchos están pensando en qué pasa, por qué y cómo salir de esto.  

Así lo explicaba a los lectores de España y Latinoamérica a comienzo de las protestas la corresponsal de El País, la reconocida periodista chilena Rocío Montes:

“Aparentemente Chile era un oasis dentro de una América Latina convulsionada, como dijo hace unas semanas el presidente Sebastián Piñera. Pero entre jueves y viernes explotó una especie de olla de presión con violentas protestas sociales que este sábado tienen la capital bajo control militar, como no sucedía desde la dictadura. Las movilizaciones se originaron por el alza del precio del pasaje del metro, pero parece existir cierta coincidencia en que lo de la tarifa del boleto se trata apenas de la expresión de un descontento mayor de la sociedad chilena. La acción del Ejército apoyado por los carabineros no ha logrado aplacar la protesta en diferentes zonas de Santiago de Chile, donde este sábado se han seguido produciendo enfrentamientos, ataques incendiarios y saqueos en el comercio. Las manifestaciones comienzan a irradiarse a otras regiones del país, lo que obligó al Gobierno a decretar un toque de queda.”

Su reportaje se llama La olla de presión revienta en el oasis chileno.

El mismo sábado 19, la eximia novelista, dramaturga y actriz Nona Fernández en el diario La Tercera, partía su reflexión desde lo que vivió en la primera noche de las protestas:

 “Camino desde Morandé, en el centro de Santiago, hasta mi casa en Ñuñoa. Horas de caminata. Veo jóvenes con la cara pintada como el Joker que gritan que este es un mejor remate para el gran chiste. Pienso cuál es ese gran chiste. ¿El alza del pasaje del transporte público? ¿Las posteriores declaraciones del ministro a propósito? ¿Las pensiones de nuestros jubilados? ¿El estado de nuestra educación pública? ¿De nuestra salud pública? ¿Nuestra agua que no nos pertenece? ¿La ridícula concentración de los privilegios para un grupo minoritario? ¿La constante evasión de impuestos de ese mismo grupo minoritario? ¿La constitución ilegítima que nos rige? ¿Nuestra pseudodemocracia? Las posibilidades son infinitas, y mientras veo que se acerca un camión lanza-aguas, mi cuerpo, instintivamente, con una sabiduría escondida en él por años, corre, se esconde, se cubre la cara, y logra sortear la situación una vez más. Igual que ayer. Igual que anteayer. ¿Cuántos años llevo escondiéndome del agua sucia de un guanaco? ¿Cuántos seguiré haciéndolo?”

Su crónica se titula El gran chiste.

El lunes 21 el agudo analista y fundador del semanario satírico y de investigación The Clinic, Patricio Fernández, ponía todo esto en contexto en la revista digital argentina Anfibia:  

“En el caso chileno, es indudable que el aumento del precio en el transporte público es sólo el detonante de una molestia mayor. Desde la recuperación de la democracia en 1990 hasta avanzada la década del 2000, el país multiplicó en varias veces su ingreso per cápita y fueron muchísimos los que abandonaron la pobreza para ascender a una clase media que al mismo tiempo accedía a bienes con los que sus padres ni siquiera habían soñado y asumía compromisos de gastos, derivados de su nuevo estatus, que cualquier traspié ponía en peligro. El crecimiento económico permitió a la naciente democracia ignorar la destrucción de las seguridades sociales llevada a cabo por la dictadura. Muchísimos hicieron del crédito un modo de vida. Y todo funcionó bien, hasta que la economía perdió el ritmo y esa autosuficiencia que nos llevó a creernos ‘los jaguares de América Latina’ mostró sus fragilidades.”

Su análisis lleva por título No es una guerra, es el fin de un ciclo.

El martes 22 a la tarde, se publicó un documento firmado por más de un centenar de académicos de la Universidad Alberto Hurtado, donde trabajo. Son profesores e investigadores de derecho, de economía, de educación, de psicología, de ciencias sociales y periodismo:

“En el país ha estallado un conflicto social agudo, que nos recuerda que vivimos en un delicado equilibrio social y político que debemos abordar entre todos y todas con seriedad y responsabilidad. Rechazamos que este conflicto se afronte con estados de emergencia y toques de queda que inhiben el diálogo y la tranquilidad social.”

En similares términos se expresan profesores de otras universidades, estudiantes, gremios, asociaciones de periodistas, que deploran el sensacionalismo de la televisión, y el Colegio Médico, que denuncia que el número de muertes y heridos es mayor al informado por el gobierno, junto con una carencia alarmante de recursos en la salud pública, que lleva años.

Cada una de estas noches, en medio del toque de queda y del paso ominoso de los tanques verdes del ejército por las calles de Santiago, con el olor del gas lacrimógeno en la garganta, el país asiste atónito a discursos cada vez más confusos del presidente Sebastián Piñera.

Primero, dijo que estábamos en guerra contra un enemigo poderoso, para ser inmediatamente desmentido por el general del ejército con uniforme de combate que él mismo puso a cargo de la seguridad.  

La noche del martes citó al poeta uruguayo Mario Benedetti para ampararse en su desconcierto: “Cuando teníamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas”.

 

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Inmediatamente la Fundación Mario Benedetti le respondió airada. Esta mañana consulté a la presidenta del directorio de la fundación, Hortensia Campanella. “Sin darse cuenta, al usar esa frase, Piñera está descontextualizando una cita que hace Mario de un grafiti que vio en un muro de Quito, según cuenta en Perplejidades de fin de Siglo,” me respondió la representante de los derechos del autor de La tregua.

“En todo caso me deja perpleja, y es una cruel ironía, que justo ahora el presidente de Chile nombre a un autor que siempre estuvo ligado al sufrimiento y dignidad del pueblo chileno”. 

Ahora Piñera llama al diálogo, pero sigue culpando de la situación a criminales organizados, que sin embargo no tienen líderes visibles. Los partidos de oposición, incluso el Frente Amplio que surgió de las protestas ciudadanas de 2006 y 2011, no moviliza a los que ahora mismo, al mediodía del miércoles 23, vuelven a tomar masivamente Plaza Italia y muchas plazas del país.

Danzan, cantan, saltan, tocan pitos y cornetas y tambores y cacerolas. Ya no lloran por los gases lacrimógenos que volverán esta tarde, cuando se vuelva a acercar el toque de queda. Y ya quieren dejar de llorar por vivir en un país sin salud pública, sin educación pública de calidad, con jubilaciones de hambre, donde todo está privatizado desde los tiempos de la dictadura. Quienes se manifestan son una mezcla de jóvenes que no ven futuro en este sistema abusivo y jubilados que no pueden pagar sus remedios porque les obligaron a poner sus ahorros en fondos de pensión que les pagan 200 dólares mensuales en un país donde muy difícilmente encuentren un alquiler por ese precio.

Otro de los carteles más viralizados es el de una joven que sale a la calle, con su cartón escrito a mano, que dice que su abuela murió por no poder pagar una operación privada.

Chile despertó. ¿Qué viene ahora? No está claro, pero no se volverá al sueño del oasis de Latinoamérica, ni a las lágrimas de bajar la cabeza y viajar en metros atestados, pagando un pasaje mayor que el del metro de Madrid para ganar un sueldo como el de Paraguay.

Mientras siguen sin parar los cánticos y los cacerolazos desde su ventana en Plaza Italia, ya escuece menos el gas de anoche. Todo está en veremos, pero esta semana hay un país en el sur de América que dijo basta.

 Crónica publicada en la revista digital Escrituracrónica.com y en el diario Perfil de Argentina. 

 

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28 de octubre de 2019
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El peso de la tierra

En las grandes obras dramáticas hay siempre personajes que tienen menor presencia, pero sin cuya acción toda la trama se desmoronaría. Sin la torpeza de Cassio, que cae ingenuamente en la trampa de Yago, Otelo no hubiera encontrado ocasión de dar salida a su inconsciente celoso, y la tragedia no hubiera tenido lugar. Y algo análogo cabe decir respecto de Fray Lorenzo en Romeo y Julieta. Si el clérigo no hubiera tenido la idea de dar a Julieta una poción para que parezca estar muerta, el melancólico Romeo no hubiera creído que efectivamente estaba muerta y no hubiera decidido morir asimismo, para desesperación de la joven al despertarse. Pues bien:

En la historia de la ciencia hay también personajes clave que, por así decirlo, están poco presentes en los textos. Desde los años de bachillerato el lector sabe que Newton establece las leyes de la gravitación universal y que la fórmula general depende de una constante escrita usualmente G (F= G.m1.m2/r2, tal es la fuerza gravitacional ejercida por una partícula de masa m1 sobre una segunda partícula de masa m2). Newton enuncia su fórmula en 1686, pero el valor preciso de G (y por consiguiente la posibilidad de que la fórmula sea matemáticamente operativa) no se establece hasta pasado más de un siglo (1797-98) gracias a los delicados experimentos del científico británico Henry Cavendish. "Weighing the earth" fue al parecer la expresión explícita con la que Cavendish designó su experimento. El proceso para alcanzar el valor de G pasó por determinar la masa MT de la Tierra. Ello permitía calcular el "peso" de la tierra es decir la fuerza con la que sería atraída por el campo gravitatorio de una segunda masa.

No es sólo el aspecto técnico lo que llama la atención sino también el prometeico tono de la expresión literaria: "Weighing the earth"... Sometiendo a la tierra misma, el peso dejaba de ser mera expresión de nuestra limitación como sustancias físicas, de ese por desgracia inevitable apego a la tierra, de la imposibilidad de alzarse sobre ella, excepto para el humo que asciende del abismo apocalíptico: "Y tocó el quinto ángel. Y vi caer una estrella desde el cielo hasta la tierra. Y se le dio la llave del pozo del abismo. Y abrió el pozo del abismo, y subió humo desde el pozo, como humo de un gran horno, y se oscurecieron el sol y el aire por el humo del horno" (Apocalipsis 8, 1-2).

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24 de octubre de 2019
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El almacén de los figurantes

Se trata, a mi juicio, de la mejor exposición artística del año, la más audaz, la más inteligente, la más inesperada. Todo lo ahora expuesto en el Colegio de San Gregorio de Valladolid es hermoso y antiguo, pero llevaba años o siglos sin exhibirse en ninguna parte. Eran imágenes de comparsa, retazos inservibles de un altar o la espalda de un monje o una santa de quienes sólo se vio en el templo, si acaso, la vestidura litúrgica o las llagas, y rara vez el vacío posterior de la madera ni la parte rugosa de la piedra. Lo que ha hecho María Bolaños, directora del Museo Nacional de Escultura y comisaria de esta exposición temporal que bien merece por sí misma un viaje exprofeso a la ciudad del Pisuerga, es una operación de rescate que trasciende el mérito de las piezas mostradas, las recoloca, les da argumento y trama, y aporta así sentido a un conjunto escultórico a menudo anónimo y no pocas veces realizado en serie; un material devoto o decorativo, descartado, tapado y apagado en los depósitos museísticos, donde las estatuas, la mayoría sagradas, debían de yacer como cuerpos maltrechos pero incorruptos a la espera de una improbable resurrección, que esta vez ha llegado no de milagro sino por vía humana.
 

Pocas semanas después de visitar Almacén. El lugar de los invisibles, que así se llama la extraordinaria muestra vallisoletana (abierta hasta el 17 de noviembre), salió la noticia de que Georges Duby había entrado en el panteón de papel de La Pléiade, que acaba de publicar en un volumen de dos mil páginas una selección de su importante obra de ensayista. A Duby se le ensalza por la enorme influencia que ejerció en el campo de la historiografía medieval, sin dejar de subrayar que en él había asimismo uno de los grandes estilistas de la prosa francesa no-narrativa, en la tradición de La Bruyère, Saint-Simon, Madame de Sévigné, Michelet o Sainte-Beuve, todos ellos ya entronizados en esa ilustre colección del sello Gallimard. Pero el trabajo de Duby y de otros coetáneos o discípulos suyos aglutinados en torno a la revista Annales tuvo también como afán, por encima de la etiqueta feliz que se les puso de "historiadores de las mentalidades", la aspiración de contar vidas simples de hombres y mujeres esfumados entre la multitud del populacho; descubrir, más allá de los despachos de la alta diplomacia y las reglas de la caballería andante, la vacilante letra pequeña de la confesión amorosa o el testamento rural; reflejar la difícil conquista de la intimidad y la soledad voluntaria, ese "ser uno mismo en medio de los otros [...] con sus propios sueños, sus iluminaciones y su secreto", como escribió Duby al final de las casi cien páginas de su contribución directa al tomo 2 de la monumental Historia de la vida privada, ese pentateuco civil co-dirigido por él junto a Philippe Ariès.

En el itinerario que María Bolaños ha concebido en Valladolid y llevado a cabo con sus colaboradores, entre los que hay que nombrar sin falta a Anna Alcubierre, diseñadora del fascinante y muy pertinente espacio expositivo, lo primero que vemos es una pared de damas, caballeros barbados y obispos revestidos de pontifical, todos ellos con un hueco en el pecho. Se trata de veintitrés bustos-relicario cuyo rutilante dorado, el ademán oferente y la disposición en filas proporcionan un signo de rito eclesiástico y sacrificio individual; una de las hornacinas está vacía, pero la totalidad reunida habla de épocas en las que el martirio o la mutilación conducían al cielo y a la beatitud y no a la muerte insepulta que hoy vemos a diario en los mares de nuestras costas. Cada una de las siguientes salas tiene un título y un propósito conceptual que incita a la reflexión sin por ello ofuscar el deslumbramiento producido por las figuras: los ingrávidos ángeles, los guerreros yacentes y las virtudes durmientes, la posibilidad de fisgar en lo nunca visto de un prelado, la aglomeración de crucificados, como un concierto de solistas que se armonizan en sus diferencias de tamaño y profundidad de las heridas de lanza. La imagen musical viene a cuento, ya que Bolaños ha elegido un plantel protagónico de primeras voces que Alcubierre distribuye en escenas y poses de gran belleza dentro de las seis salas iniciales. Pero no estamos en el territorio exclusivo de las primadonnas y los tenores heroicos. Al visitante de Almacén le aguarda en séptimo lugar el plato fuerte del coro, es decir, el grueso de la tropa, la densidad de los colectivos, agrupados en una tribuna escalonada que produce un efecto hipnótico cuando la mirada se repone del ‘susto': una treintena de estatuas policromadas en faena dramática o transacción celeste, y algunas de ellas a punto -se diría- de romper a hablar.

En esas gradas no hay divos. No hay ‘berruguetes' reverberantes ni piezas renombradas de Pedro de Mena, Martínez Montañés o la Roldana, aunque sí unos franciscanos muy sufridos de Pompeo Leoni y un sayón suelto de un paso de Semana Santa gesticulando con excepcional malicia. Qué gran reparto de característicos. Y qué buen anticipo de lo que sigue en las dos últimas salas hasta llegar al clímax, que, sin destriparlo aquí, puede decirse que es un desenlace "de libro" y un recuento de lo incompleto, lo fragmentario y lo desechado: miembros sueltos, rostros sin tronco, ménsulas, añicos, supervivientes -escribe María Bolaños en el capítulo final del valioso catálogo- de "catástrofes naturales, expolios bélicos, negocios oscuros, especulaciones urbanísticas, intolerancias y desidias". Lo que inevitablemente hace pensar, concluye la historiadora, en "ese papel de asilo y desagravio que cumple el museo".

No sólo el museo ha de cumplir esas tareas de poner rostro o completar las siluetas borrosas del pasado. Importan cada vez más la verificación de la historia y no su enmascaramiento, los relatos memoriales, las crónicas de viaje de los que viajan por necesidad y no por placer. La actualidad nos hace comisarios imprevistos del inventario de las vidas sin nombre y sin destino, una encomienda de raíz periodística que se advierte cada vez más en el cine y en el teatro documental o en las llamadas ficciones del yo.

¬Georges Duby escribió memorablemente sobre las catedrales y los lances de honor, usando la imaginación y la pincelada vivaz en libros que tienen amenidad novelesca sin salirse del marco de la investigación; uno de los más celebrados es Guillermo el Mariscal, que de no llevar el nombre del gran profesor e investigador en la portada podría ser leído como novela de formación, una historia del joven pobre que hace carrera en tanto que campeón de torneos. Pero Duby también mostró un constante interés por los figurantes. En los últimos años de su vida se ocupó y dio término, en tres volúmenes, a una empresa singular bajo el título global de Damas del siglo XII. Algunas de las estudiadas son personajes del relieve de Eloísa o Isolda, pero en el segundo tomo, El recuerdo de las abuelas, quizá esté, pienso yo, el mensaje testamentario del historiador: las mujeres de aquel tiempo tenían poca presencia pública aunque gran ascendiente; en los testimonios de sus nietos y en otros segundos términos Duby las encuentra y las saca a la luz dotándolas a la vez de una diferida y potente voz. Con lo que dejan de ser meras abuelas, características, partiquinas, para hablarnos de tú a tú como heroínas de una gesta luchada en lo más íntimo.
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23 de octubre de 2019
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El ‘seny’

Cuando vea a gente que antaño parecía sensata y ahora afirma que los que devastan Barcelona son guardias civiles disfrazados, no lo dude, mírele la cuenta corriente
 

Un familiar muy próximo vive en Barcelona a escasos metros de la gasolinera que no explotó porque Dios no lo quiso cuando los secesionistas prendieron fuego a la ciudad el viernes pasado. Por la mañana había corros de vecinos y se arrimó para escuchar opiniones. Una mujer chillaba furiosa que eran grupos de Cs disfrazados. Hasta ese punto llega la sumisión a Torra en una ciudad que algún día fue liberal. Ahora ya no hay protección para sus habitantes si no se someten a los nacionalistas.

El Gobierno español, por su parte, ha decidido que no tiene potestad alguna en Cataluña. Así que tampoco protege a los españoles de Barcelona, una ciudad entregada al fascio. El ministro Marlaska aseguraba con juvenil frivolidad que era un buen momento para viajar allí tranquilamente. Rivera le preguntó si había que hacerlo en Falcon o con un helicóptero, porque las carreteras estaban cortadas.

Muchos españoles se inquietan. ¿Cómo es posible que una gente que dice ser de izquierdas mantenga esta pasividad frente al fascismo rampante? Siempre que vean estas paradojas, miren la contabilidad. En Cataluña no existe el PSOE, allí lo que hay se llama PSC y tiene poco que ver con la tradición socialista. Es un partido "pragmático", o sea, que hace negocios con los secesionistas. En la actualidad gobiernan juntos en 40 alcaldías y en la Diputación de Barcelona. Esta última, la más grande de España, gestiona casi mil millones de euros. Es un dinero muy conveniente para regar a la clientela. El resto del presupuesto se lo queda Torra para embajadas.

Cuando vea a gente que antaño parecía sensata y ahora afirma que los grupos fascistas que devastan Barcelona son guardias civiles disfrazados, no lo dude, mírele la cuenta corriente.

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22 de octubre de 2019
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La escapada

Recurrir a la memoria como vía hacia el conocimiento suele ser un recurso rico y provechoso.  Pero según y cómo puede acabar siendo lo más parecido a montar un caballo que galopa enloquecido por una pista llena de bifurcaciones que a primera vista parecen bien señalizadas ( y que por lo tanto son seguras), pero que muchas veces conducen a callejones sin salida o, lo cual es peor, a abismos en los que es fácil despeñarse.

Justamente por ello parece aconsejable  tratar la memoria con la cautela y el respeto que merece toda arma de doble filo. Me apresuro a reseñar que no creo equivocarme al afirmar que en lo relativo a manejar los recuerdos con cautela y respeto Gonzalo Hidalgo Bayal es un consumado maestro. La trama de La escapada no puede ser más sencilla: un día cualquiera, un ciudadano llamado  Gonzalo Hidalgo Bayal (nombre y apellidos del narrador en primera persona que no por casualidad coinciden con los del autor sin que ello autorice a hablar de obra autobiográfíca)  se topa con otro ciudadano al que de pronto no reconoce pero que resulta ser un compañero  que en los  ya  lejanos tiempos de estudiantes todos conocían como Foneto. Nada de grandes alegrías y efusiones por el encuentro. Respeto mutuo. Discreción. Cautela. Y curiosidad. Durante unas horas los dos antiguos compañeros de estudios, hoy jubilados ambos, pasean, hablan, visitan locales y lugares que ya frecuentaron entonces y al final se despiden, otra vez sin grandes alegrías ni efusiones. Y ni siquiera dejan constancia del convencimiento mutuo de que probablemente no volverán a verse nunca más.

De todos los sucesos que surgen a colación a lo largo de ese día que pasan juntos lo más parecido a una aventura es el relato de aquella vez que se adentraron en los barrios más miserables y deprimidos de Madrid a bordo de un seiscientos y la cosa casi se puso fea porque el coche se paró justo cuando se acercaban con aire poco amistosos unos tipos muy mal encarados y acompañados de unos perros poco amistosos. Pero ya digo que la cosa “casi” se puso fea porque en el último minuto el coche se puso en marcha y pudieron alejarse de aquellos tipos tan mal encarados como sus perros. Todo el resto de lo narrado va poco más o menos así porque Foneto no tarda en perfilarse como un ser tangible pero opaco y que  ya en sus tiempos de estudiante eligió llevar “una vida en blanco, sin molestar, sin fastidio, sin ansiedad, sin desazón”.

Para decirlo de una vez, se trata de un hombre sin atributos con el que las preguntas directas sonarían como un cañonazo, o como una intolerable intromisión en su quizá minúscula intimidad. “¿Por qué no quisiste acabar la carrera?” “¿Has estado casado?” “¿Crees que haber vivido toda tu vida atrincherado en un quiosco de prensa ha colmado las expectativas  que tenías cuando de joven parecía  que ibas a ser un filólogo  tan grande como don Ramón? “

Sin embargo el lector puede dedicarse a leer tranquilo porque esas y otras muchas cuestiones también transcendentes, y que Foneto oculta tras su aspecto anodino y opaco, acabarán siendo dilucidadas a su debido tiempo y de la forma más correcta. Revisitar el pasado, solo o en compañía, no es una simple exploración arqueológica  porque implica, casi podría decirse que especularmente, poner en cuestión el presente. Y eso es lo que hacen con suma competencia el ciudadano Gonzalo Hidalgo Bayal con la inefable ayuda del Gonzalo Hidalgo Bayal narrador,  aparte de la ayuda no solicitada del inefable Foneto. Que éste sea un objeto casi neutro permite justamente que las  dudas, sospechas o ignorancias  lanzadas sobre él no reboten distorsionadas por su propia operación de conocimiento. Según se avanza en la lectura  va quedando claro que el  verdadero sujeto de la narración es el nuevo ámbito de significación (llámelo realidad quien lo prefiera, o incluso verdad) que surge de la confrontación dialéctica presente–pasado.  Unas veces la conclusión surge de forma seca y contundente como un disparo (“dejar de tomar una decisión también es tomarla”) aunque asimismo puede dar motivo a metáforas tan brillantes como la del quiosquero reconvertido en estilita moderno o el quiosco como símbolo de lo efímero. Incluso una trayectoria sentimental tan poco envidiable como la del pobre Foneto puede dar origen a unas espléndidas reflexiones sobre el amor y sus fatigas.  Todo lo cual viene a demostrar una vez más que el buen narrador puede tener dormida en la cabeza una gran  historia y que para despertarla no necesita viajar azarosamente al otro confín del mundo. Le basta con tener un encuentro fortuito con el Foneto que el algún momento ha formado parte de la vida de todos nosotros.

 

La escapada

Gonzalo Hidaldo Bayal

Tusquets editores

 

 

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17 de octubre de 2019
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Marcela Aguilar: Cronista de la crónica

 A fines de setiembre, Marcela Aguilar, flamante decana de Periodismo y Letras de la Universidad Diego Portales de Chile y profunda conocedora del periodismo narrativo en América Latina, presentó La era de la crónica, una versión breve, ágil, erudita y cautivadora de su reciente tesis doctoral.  Es un recorrido por la historia de la crónica, las investigaciones de los estudiosos de esta especialidad cada vez más analizada del periodismo, y una presentación de los principales temas y motivos de la literatura universal tal como los aplican los cronistas actuales. Este es mi prólogo para su libro, que publicó la Editorial de la Universidad Católica.

*          *          *

En 1967, el exquisito musicólogo, compositor y pedagogo inglés Deryck Cooke culminó su monumental estudio del ciclo de cuatro óperas El anillo del nibelungo, de Richard Wagner, con la edición de un doble disco long-play que los aficionados al mundo de dioses, gigantes, enanos, anillos de poder y amores excesivos de Wagner atesoran con gratitud. Cooke presenta, explica, analiza, desmenuza, compara, concluye, aventura, descubre ideas y conceptos detrás de las líneas argumentales y musicales, y entona rapsodias líricas sobre el vasto universo artístico de la llamada Tetralogía wagneriana.

La grabación no ha dejado de estar en catálogo, y ahora resurge en CDs, online y en versiones que combinan sus palabras por escrito o leídas con pulcra pasión y dicción melodiosa por él mismo (Cooke fue durante casi toda su vida un divulgador de la música clásica en las ondas de la BBC), acompañadas por fragmentos sonoros sacados de la canónica versión de la obra dirigida por el maestro húngaro Georg Solti o por partituras para los melómanos con educación musical.

En su original, revolucionario estudio, Deryck Cooke explica el Anillo a partir de más de un centenar de temas, variaciones de melodías, ritmos, armonías presentadas por el sonido reconocible de uno o más instrumentos. Lo que Wagner mismo llamó sus “leitmotiv”, motivos musicales que representan a los personajes, relaciones entre ellos, sentimientos, lugares, símbolos, valores, hasta ideas filosóficas. La música no acompaña: cuenta la historia.

Hay un tema para el anillo labrado con el oro del Rín, que otorga poder pero también provoca la envidia, el odio y la tragedia; otro para el fresno del mundo, en el que el dios Wotan coloca la espada mágica que solo un valiente sin miedo podrá sacar, con la que el hijo del dios luchará hasta la muerte y con la que su nieto Sigfried recobrará el anillo, a diez horas del comienzo de la saga y a siete horas de su conclusión catastrófica.

Pero también hay tres temas musicales para Siegfried: para su amor, para su enojo, para su confusión al perder al amor de su vidas; una melodía para su amada Brunhilda dormida rodeada de fuego sagrado; otra para su descubrimiento del amor de Sigfried y uno más para su furor ante lo que cree la traición de su amado. La redención, la perdición, la repulsión y el arrebato sexual tienen su melodía y su instrumentación. El despertar del mundo de los dioses tiene una armonía lenta y misteriosa en las tubas, su triunfo con la inauguración de la morada sagrada Walhalla, un glorioso crepitar de trompetas y timbales, y su caída y destrucción, un aquelarre de cuerdas alborotadas.

El maestro Cooke ordena y facilita la comprensión de esta historia compleja: Wagner crea un universo igual de maravilloso y horripilante que este de nosotros, en lucha permanente entre el amor y el odio, la generosidad y la codicia, el heroísmo y la cobardía, la renuncia a querer y ser querido a cambio del poder y el dinero, y el sacrificio supremo por el ser amado. Y al final, la destrucción de un mundo condenado a perecer por su incapacidad de gobernar sus pasiones y sus sentimientos más abyectos.

*          *          *

¿Por qué comienzo con esta historia de un musicólogo apasionado y un compositor excesivo y genial para presentar un libro de crónica latinoamericana?

Porque al internarme en el rico bosque de colores, luces y sombras, aromas, cantos de pájaros y plantas medicinales que conforman este bello y sabio libro de Marcela Aguilar, al buscar un camino para entenderlo, me vino a la cabeza de forma extraña pero potente, no buscada, la comparación con una pasión íntima por una música que me fascina y a la vez me llena de perplejidad.

Así me siento respeto del periodismo narrativo, o literario, o escritura de no ficción, o crónica. Y así quisiera presentar a la erudita apasionada, rigurosa y original, analítica, crítica y profética autora de este libro necesario y bello.

Marcela es periodista, es narradora, es cronista. Formó parte de legendarias redacciones con grandes maestros del oficio y se sumergió en el barro de la realidad para contar el Chile post dictadura, el reino del “en la medida de lo posible”, cuando todo era difícil y todo era soñado. Fue editora de revistas y de libros. De hecho, tuve la fortuna y alegría de tenerla como editora de la segunda versión de mi libro Periodismo narrativo y de uno de los capítulos de su profética antología de crónicas y entrevistas Domadores de historias.

También es maestra, docente enamorada de la enseñanza del periodismo, líder de un proyecto potente en la Universidad Finis Terrae. También allí la tuve como directora y organizadora de talleres, buscando siempre un peldaño más para que suban sus alumnos. Esa es la tarea del buen profesor, poner las manos juntas para que se eleven y se alejen de uno, ayudarles a encontrar su propio camino. Me consta que los que tuvieron a Marcela de profesora, y ahora como directora de la Escuela de Comunicación, la recuerdan con cariño y siguen aprovechando sus enseñanzas.

Y no sólo eso. Disfruté viéndola en acción como juzgadora de trabajos de colegas, como jurado del Premio de Excelencia que otorga la universidad donde trabajo, la Alberto Hurtado. Vuelca allí su sentido de la justicia y la equidad, reconociendo el trabajo duro, la originalidad, la generosidad de sus colegas, pero también aportando a los otros jurados conocimientos sobre los géneros que juzgamos en otras partes del mundo, y contexto histórico y cultural sobre cada uno de los temas, sea el homicidio del comunero mapuche Camilo Catrillanca, el recuerdo del asesinato de Víctor Jara, casos de corrupción, de amor y desesperación de una pareja de ancianos que cumplen un pacto suicida, o la mirada rigurosa hacia la corrupción política y policial o la empatía y comprensión hacia la fragilidad humana. Ser parte de un jurado con Marcela Aguilar es presenciar una lección de humildad y erudición.

*          *          *

Y en medio de sus muchísimas tareas, la tesis de doctorado en la universidad más prestigiosa del país, aplaudida con un Cum Laude, con jurado internacional, que ahora llega al público en este libro que destila décadas de conocimiento sobre periodismo, literatura, ciencias sociales y la transmisión del saber en las universidades.

Para no dilatar más la espera, explicaré la relación que veo entre este libro y el proyecto de Deryck Cooke. Como hacía el musicólogo con la monumental obra de Wagner, también Marcela Aguilar distingue los motivos, los temas, las grandes historias y paisajes y personajes que un puñado de autoras y autores de crónica contemporánea tratan en sus obras narrativas.

Y por añadidura, presenta y analiza la “música”, el estilo, las estructuras y tics y felicidades de vocabulario de escritores del pasado mítico, como los cronistas de Indias Antonio Pigafetta y Bartolomé de las Casas, poetas modernistas devenidos reporteros como José Martí y Rubén Darío, clásicos de la crónica como Gabriel García Márquez y Elena Poniatowska y maestros actuales como Josefina Licitra, Alberto Fuguet o Gabriela Wiener.

El capítulo central de esta obra, el más original y logrado para mí, es el que presenta los temas y brinda ejemplos sobre cómo la crónica actual trata a cada uno.

Amazonas y heroínas; Añoranza de países lejanos; Arcadia y el salvaje noble; Bajada al infierno; Bandido justo, rebelde; Bufón sabio; Codicia, avaricia; sed de oro, avidez de dinero; Decadente, decadencia, el descontento, el melancólico; Emigrante, emigración, ídolo lejano recuperado; Ermitaño, estrafalario; Tiranía y tiranicidio, traidor; Vida deseada y maldita en una isla.

Estos son los temas. Los miro y sonrío. Todos estos personajes, estos lugares y estos motivos están en El anillo del nibelungo de Richard Wagner. Y en El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien. Y en Harry Potter de J. K. Rowling. Y en Juego de tronos de George R. R. Martin y los guionistas de la serie de HBO. Son los temas de las sagas medievales, de los textos sagrados como la Biblia, la Torá, el Corán, el Popol Vuh o el Bhagavad Gita, de las tragedias griegas y de las obras de Shakespeare. Por eso están en los diccionarios de temas y de argumentos de la literatura universal de Elizabeth Frenzel, que Aguilar usa como guía para sus motivos en las crónicas latinoamericanas.

Todos estos autores, para el ojo avizor y avezado de Aguilar, se enfrascan en estos temas desde dos posiciones narrativas: desde adentro, el camino de la “fenomenología cultural”, o desde afuera, la ruta del “realismo etnográfico”.

  ¿Quién le canta a amazonas, heroínas, bandidos y rebeldes? Cristian Alarcón. ¿Quién añora países lejanos? Leila Guerriero. ¿Quién busca una arcadia perdida? Martín Caparrós. ¿Quién baja al infierno y también le ríe las gracias al sabio bufón? Alberto Salcedo Ramos. ¿Quién provoca y señala la codicia y la sed de riquezas de los congéneres? Juan Pablo Meneses. ¿Quién retrata a genios ermitaños y estrafalarios? Julio Villanueva Chang. ¿Quién desnuda los grandes crímenes y pequeñas miserias de los tiranos y sus secuaces? Juan Cristóbal Peña. ¿Quién busca la verdad en la isla maldita de la memoria y el desierto de la inhumanidad? Marcela Turati.

 

 

*          *          *

Este buceo que parte de la gran tradición literaria de occidente para llegar a los contadores de aquí y ahora tiene para mí aliento borgeano. Yo creo (esto es solo en parte una broma) que como hacía Borges en sus mejores cuentos, Marcela Aguilar se inventó a la supuesta teórica Elizabeth Frenzel y su sospechosa colección de posibles argumentos y temas. ¿Y si La era de la crónica, el libro que usted, señora lectora, señor lector, tiene entre manos fuera en realidad un exquisito juego de espejos y laberintos a la manera del inimitable Jorge Luis?

En uno de los momentos más lúcidos e iluminadores del libro, Aguilar llama la atención sobre dos temas que faltan, que la actual crónica latinoamericana no mira, o sobre los que apenas trata de puntillas. Son el amor romántico y el amor al conocimiento. Las relaciones de pareja y amistad y la ciencia y la tecnología. El nuevo periodismo norteamericano y la literatura de no ficción europea sí tratan estos temas. En la obra de Emmanuel Carrére y de Svetlana Alexiévich hay amor, mucho amor. En la obra periodística de Gabriel García Márquez no. Sus novelas están llenas de enamorados; en su periodismo la política le gana la batalla a la libido.

Y el llamado “nuevo Nuevo Periodismo” de Estados Unidos está lleno de científicos, investigadores, amantes del saber, pioneros de la era digital, empresarios de la nueva economía, como había en las letras latinoamericanas hace un siglo, cuando se creía en la épica del conocimiento. Hoy apenas una gran crónica, El rastro de los huesos, de Leila Guerriero, tiene a un puñado de antropólogos forenses como héroes y agonistas. En la mayoría de las crónicas, señala Aguilar, hay poco amor y mucho pecado capital.

Después de trazar un mapa de temas, estilos y posiciones narrativas, la autora se lanza a analizar a los analizadores. Vuelca su mirada a los estudiosos de la crónica. Allí combate con originalidad y valentía el proclamado “excepcionalismo” de estos supuestos Nuevos Cronistas de Indias. Como ella demuestran, ni son tan distintos de sus congéneres de Europa y Norteamérica ni representan un quiebre o un cisma con el periodismo de las generaciones anteriores.

Al final, esta cronista de la crónica logra una obra que perdurará en el tiempo. Porque, como le sucedió a Deryck Cooke en su encuentro con la obra de Wagner y de Mahler, a Marcela Aguilar el mundo ancho y profundo de los cronistas le hizo encontrar en la obra de los demás su tema, su argumento, su motivo.

Buscando como lectora a los más creativos cronistas de su época, se encuentra como escritora y sale ahora al encuentro de sus lectores. Tengo la fortuna de haber sido uno de los primeros.

 

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17 de octubre de 2019
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El profesor que siempre regresa

El día que llegué a Santo Domingo, la República Dominicana estaba sacudida por un terremoto político del que nadie cesaba de hablar: el ex presidente Leonel Fernández, aspirante a una nueva candidatura para las elecciones que se celebrarán en mayo del año entrante, había desconocido el resultado de las primarias del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), en las que se enfrentaba al empresario Gonzalo Castillo. Se trataba de un conflicto interno, aunque de grave repercusión nacional.
 

Su trascendencia, para entenderla, hay que contarla a trechos, hacia atrás. Quien denuncia el fraude es el propio presidente del PLD; y su oponente, a la cabeza del conteo por un pequeño porcentaje de votos, tiene el respaldo del actual presidente de la república, Danilo Medina. Se trata de un sisma dentro del partido político más grande del país, dividido ahora por la mitad, y donde cada mitad tiene a la cabeza a dos antiguos y estrechos aliados.

Y hay todavía más: el Partido de la Liberación Dominicana fue fundado en 1973 por Juan Bosch, tras otro sisma dentro del Partido Revolucionario Democrático (PRD), fundado también por él en el exilio en Cuba, en 1939, en tiempos de la dictadura del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo. El PRD se encuentra ahora también dividido, y una de sus ramas, el Partido Revolucionario Moderno (PRM) concurrió a las primarias para elegir su propio candidato, que resultó ser, en este caso sin disputas, otro empresario, Luis Abider.

A pesar de que la Junta Central Electoral, a cargo del escrutinio de estas primarias, mandó a contar las papeletas emitidas para cotejarlas con los resultados electrónicos, el ex presidente Fernández exige una auditoría del sistema digital; y si la pugna sigue, Abider, el candidato del PRM, se volvería el favorito para ganar las elecciones del año entrante.

Pero gane quien gane la presidencia, ese candidato provendrá de alguno de los partidos, o ramas de los partidos fundados alguna vez por Juan Bosch. Esos partidos han estado repetidas veces en el poder desde el fin de la era Trujillo, a lo largo de más de medio siglo. Él mismo, como candidato del PRD, ganó abrumadoramente las primeras elecciones democráticas que se celebraron en 1962, después que regresó del exilio, al que volvería apenas nueve meses después de haber asumido el cargo, pues fue derrocado por un golpe militar.

Bosch, a quien siguen llamando el profesor, es una figura ejemplar de la historia moderna dominicana, que no se explica sin él, pero es también, al mismo tiempo, una figura trágica.

Escritor de renombre, maestro del cuento en América Latina, un intelectual reflexivo, ferviente defensor de la democracia, y a la vez hombre de izquierda, austero en su modo de vida, y enemigo jurado de la corrupción, creyó que la República Dominicana podía transformarse en Suecia de la noche a la mañana, como si los generales trujillistas no existieran.

Y hay otra figura clave: la del doctor Joaquín Balaguer, colaborador íntimo de Trujillo, quien formuló la doctrina política de la larga dictadura, y luego, con astucia, y sin escrúpulos, se hizo con el poder por varios periodos presidenciales, a la cabeza del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC).

Autor de poemas cursilones, los defendía frente a los ataques de "los poetas afeminados que envidian la virilidad de mi arte", según escribió una vez; y por una de esas ironías macabras, el Premio Nacional de Literatura le fue otorgado en 1990 al mismo tiempo que a Juan Bosch, un escritor verdadero.

Pero pese al abismo que mediaba entre ambos, no sólo literario sino, sobre todo, político, se aliaron en 1996 para respaldar al candidato del PLD, Leonel Fernández, y así derrotar a José Francisco Peña Gómez, el líder del PRD, quien se había quedado a la cabeza de aquel primer partido fundado por Bosch tras el sisma de 1973.

Bosch entró en la vejez sin más aspiraciones de llegar a la presidencia, y prefirió respaldar a sus discípulos, el primero de ellos Leonel Fernández. Balaguer, en cambio, se acercó a la muerte siendo siempre candidato, la última vez cuando tenía 95 años, ya completamente ciego. Era la novena candidatura de su vida.

En el año de 2003, en tiempos de la presidencia de Hipólito Mejía, el poder político entonces en manos del PRD, el Congreso Nacional aprobó una ley en la que se mandaba erigir un busto de Balaguer en un parque de Santo Domingo, con la inscripción: "Doctor Joaquín Balaguer, Padre de la Democracia". Otra grave ironía. El partido original de Bosch, declaraba padre de la democracia a Balaguer, heredero de Trujillo.

El partido de Balaguer ahora no cuenta y ha pasado a la cuarta fila. Cuentan los partidos fundados por Bosch, y quien gane las elecciones presidenciales del año entrante será, de una u otra manera, un heredero suyo. No sé si de su pensamiento, pero sí del sistema político dominicano, que no existiría sin él.

 

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15 de octubre de 2019
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La violencia humana (1)

Spike Lee dice que Estados Unidos “glorifica la violencia”. No es ninguna novedad, la glorificó en el Far West y en su lucha contra los indios y contra los búfalos, y la glorificó más tarde a través del cine.

Es rara la película americana que no banaliza la violencia. En casi todas las películas de espías o de serie negra la muerte campea a su anchas: es el fasto barroco de la aniquilación.

Una de las características del cine americano de acción es que la muerte no trae consecuencias de ninguna clase. El protagonista va en su coche, dispara a diestro y siniestro, mata a un individuo en cada esquina, y luego se va a su casa como si no hubiese pasado nada y se toma un zumo de naranja. La narración no explica qué pasa con esos muertos que han quedado en la cuneta: la narración omite toda explicación al respecto, y la culpa brilla por su ausencia.

El otro día estuve viendo la Trilogía de Bourne, y aún siendo bastante aceptable, uno se cansa de tanta muerte y tantas persecuciones en coche, algunas de ellas totalmente rocambolescas e inverosímiles. Al final de la tercera película los dos protagonistas toman copas en un barco que se desliza por aguas tropicales. De los muertos que han dejado atrás nada sabemos, como nada sabemos de todos los asesinatos perpetrados por sus enemigos de la CIA.

Se trata de películas llenas de flecos sueltos en su bien tejida y bien destejida narración, y donde la muerte alcanza una trivialidad absolutamente malsana, a la que ya nos hemos acostumbrado. Su ideología ya la conocemos: matar es un asunto tan expeditivo como trivial.

En una novela negra puede haber muertos, pero es exigible (al menos para mí) seguir a esos muertos hasta el final, hasta su mismo entierro, y ver el efecto que su muerte produce en sus seres más queridos. Son exigencias de la narración y de la más elemental psicología.

Y si hablamos de películas y de novelas, mejor olvidarse de los videojuegos, donde la trivialización del mal llega al paroxismo y el jugador ha de matar a la máxima velocidad posible. Por ahí van los deseos de la modernidad, y los deseos aspiran a encarnarse. No es de extrañar que América sea el país de los asesinos solitarios que asaltan cines y colegios como si fuesen los protagonistas de las películas que entretienen sus noches y sus días.

 

Françoise Sagan se ocupó una vez de uno de esos asesinos, si bien en Europa: Landru, y lo que dijo de él resulta inquietante: “Landru fue un asesino trivial si lo comparamos con los generales que enviaban a miles y miles de muchachos a Verdún”. Alguien dirá que eso es otra historia. Françoise Sagan creía que no.

 

 

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14 de octubre de 2019
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El Boomeran(g)
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