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Los años Sorogoyen

En la pasada década hay en el cine español un nombre clave que se dio a conocer en 2013 con un raro título, Stockholm; raro en tanto que la capital de Suecia no salía más que mencionada en el diálogo de una fiesta de jóvenes modernos y tampoco era una referencia argumental. En menos de diez años, Rodrigo Sorogoyen ha dirigido cuatro películas (desconozco una anterior a su década prodigiosa, Ocho citas, realizada a medias con Peris Romano en 2008) que han dado que hablar y acumularon premios, aunque la mejor de las cuatro para mi gusto, Madre, no aparezca extrañamente entre las nominadas a mejor película o mejor director en los Goya correspondientes al año 2019.

Sorogoyen, que no ha cumplido los cuarenta, procede del mundo de la televisión, donde fue guionista y director de series, pero no se le nota; su universo particular ni es historicista ni es costumbrista ni es fantástico, estando muy alejado así de los cánones de esos géneros tan televisivos. Sus guiones, escritos los cuatro en colaboración con Isabel Peña, son de una calidad infrecuente entre nosotros, y de un virtuosismo al dialogar que no da sensación de artificio: elaborados pero no laboriosos, como también saben serlo, por ejemplo, los de Tarantino. Junto a la escritura, el ojo al encuadrar y poner la cámara, la fulgurante cadencia del relato y un montaje que oscila entre el remanso y la catarata hacen de Sorogoyen, en mi opinión, el mejor narrador fílmico aparecido en España en lo que llevamos de siglo XXI. Su frecuente utilización del plano-secuencia, de la que volveremos a hablar, le confiere una personalidad formal en las antípodas de lo que esa misma querencia produce en las manos de Berlanga o Arturo Risptein, maestros del plano largo superpoblado; a Sorogoyen, por el contrario, le gusta alargar el tempo sin cortes pero con pocos personajes, como si estos fueran alfiles de un ajedrez que disponen de todo el tablero para moverse a su gusto.

En la citada Stockholm, dos personajes únicos (interpretados por Javier Pereira y Aura Garrido) se hacían un poco exasperantes en la peripatética primera parte del film, que parecía un cortometraje alargado, aunque los diálogos tuvieran gracia y la imagen fotográfica ya estuviese realzada por la iluminación de Alex de Pablo, otro colaborador infalible en las obras de Sorogoyen. Sucedáneo del espíritu gamberro de la Movida, o historieta de amor adolescente, la ópera prima en solitario del director daba un giro inesperado en su último tercio, dotando así a la historia de profundidad y misterio; un giro de horror macabro sin apenas sangre, desarrollado en una vivienda blanca e impoluta, antítesis de la densa noche madrileña de los dos paseantes. En el interior de ese piso (que se sabe por cotilleo cinematográfico que estaba en la céntrica calle Montera), la pareja protagonista no sólo se conoce sexualmente sino que se transforma, y esa metamorfosis es el tema de la película. ¿Se hace de repente un Madrid que podría ser de Fernando Colomo un Estocolmo, el espinoso Estocolmo de Ingmar Bergman? El bellísimo contrapunto se desliza hastaa la azotea del edificio, que vuelve a darnos un skyline madrileño y un desenlace de desesperación nórdica que más vale no contar.

Tres años después, Sorogoyen se pasa en Que Dios nos perdone al cine negro, con un ingrediente papal que sabe a poco y un subtexto religioso algo desdibujado. Inspirada en la mística del thriller hollywoodiense de los dos policías que trabajan juntos, el bueno y el malo (categorías que aquí se mezclan e interconectan durante la acción), la película explora también el territorio del psicópata asesino y anuncia en parte el tema central de su más reconocida y premiada (siete goyas en 2018) El reino, que para mí adolece del tratamiento periodístico de crónica política, aunque, como es marca de la casa sorogoyen, algunas secuencias y algunos personajes nos dejen con la boca abierta de admiración. Y así como la lectura "actual" de las tramas corruptas era, siendo cosa sabida, lo menos revelador de El reino, lo apasionante de Que Dios nos perdone, por encima de la figura tópica del criminal sado-edípico, resultaba ser la privacidad de los policías, con las memorables escenas del gazpacho, en las que Antonio de la Torre logra hacer olvidar el incómodo y pienso que innecesario tartamudeo impuesto a su personaje. Al igual que en Stockholm, Sorogoyen se afirmaba en esas dos siguientes películas suyas como poeta de la gran ciudad abigarrada y sombría, y también como artista de las malfunciones; sus protagonistas, hombres y mujeres que desempeñan roles de heroicidad y arrojo, de búsqueda y resistencia, son a la postre antiheroicos. Unos por accidente, otros por decisión propia, todos nos dan la imagen del desajuste y el desasosiego que impera en las películas del cineasta madrileño.

La urbe -pero no las sombras y su resquemor- desaparece de la reciente Madre, que es el cortometraje de igual nombre abiertamente continuado en un largometraje de más de dos horas. La osada idea de empezar un largo con un corto autónomo que sirve de prólogo al resto funciona de maravilla. El celebrado corto de 2017 es básicamente una llamada telefónica en un solo plano con dos actrices en tensión casi histérica y una voz infantil en off. En 2019, acabado dicho introito, la cámara de Sorogoyen se va al mar, sin perder la movilidad de esa formidable arma suya de expresión, el steadycam, que muchas veces sortea a trompicones los obstáculos surgidos en su camino y otras parece discurrir parsimoniosamente y con levedad.

Madre expanded, como podríamos llamarla, es la historia de una duda, también de una transformación, de una creencia espiritual no religiosa que confía en el reino del más allá o se lo imagina. Es decir, un precipitado de los motivos que interesan al tándem Peña/Sorogoyen. En esta ocasión, la continuidad de aquella llamada de Iván, el niño perdido del corto, se ramifica, sin perder su ambigüedad. Pasados diez años, según indica una cartela en el largo, la Madre, Elena, es camarera en un bar de la costa atlántica de Francia, vive con un novio español, y de aquel Iván, vivo o muerto, no sabemos nada. Lo que acabamos sabiendo es poco y también ambiguo, aunque suficiente, desde que aparece de improviso un personaje esencial de la historia en otro plano-secuencia de sutilísima configuración formal. El encuentro frente a frente en el restaurante ajardinado de la Madre (Marta Nieto) y el Padre (Raúl Prieto) adquiere una extraordinaria emotividad: la cámara avanza muy lentamente, como si la revelación que va a oírse exigiera el pudor de la morosidad. La reacción de Elena al oír la culpa del padre es salvaje y rápida, aunque tiene una (me pregunto si acertada) enmienda posterior.

Después de ese diálogo en parte aclaratorio sigue el misterio de este film tan rico en duplicidades del sentido. Sorogoyen, en unas notas de producción escritas por él, le traspasa al espectador el decidir si la película ocurre porque Jean (el adolescente francés de la playa) se parece a Iván, o porque Elena asume los costes sentimentales y el peligro de ese parecido improbable. Dicho de otro modo, sigue preguntándonos el director: "¿si Jean llega a aparecer dos años antes hubiera ocurrido lo mismo?" La pertinencia de las preguntas, y su osadía, refuerza el impacto de esta gran película. ¿Sería el beso de Elena y Jean en el coche de igual naturaleza? El deseo a un efebo de una bella mujer de media edad que sigue atrayendo a los hombres no es lo mismo que el ansia de besar a un niño que podría ser suyo. ¿Hay en el beso maternidad insatisfecha o atracción sexual? Quizá ambas a un tiempo, aunque es probable que ninguno de los dos sepa a quién besa.

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27 de enero de 2020
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Construcción de un poema

Dispongo de tres sintagmas singulares para formar el armazón sobre el que construir un poema. Como acompañamiento otros sintagmas, de cosecha propia.  

 

El primero de los sintagmas singulares es ‘Tu hijo, acaso trapecista', que inicia el poema “La milagrosa” del libro Quién anda ahí de la poetisa cubana Ketty Blanco Zaldívar  (Guáimaro, 1984).

 

El segundo es ‘Sigo siendo un gregario, un vulturejo’ declaración escrita en un mensaje de facebook por el poeta Joaquín Fabrellas Jiménez (Jaén, 1975).

 

El tercero, ‘Simón, el delator del Tesoro', remite al Antiguo Testamento, al Segundo Libro de los Macabeos.

 

En cuanto al acompañamiento propongo 'muchacho tremendo, híbrido, visitante', 'agónico circense', 'gente sapiencial', 'ligures ungidos', 'simio impío', 'confusa muchedumbre', 'alada oveja', 'síntomas malos', 'Dositeo Espermio', 'territorios imaginarios', 'he sido una palabra en un libro', 'su aliento era plaga', 'musique d’ameublement' y 'obradores de la iniquidad'.

 

Ahora solo resta atinar; experiencia y fortuna.

 

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24 de enero de 2020
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La fiscal

Cuatro días después de la exhumación del Generalísimo presenté con Almudena Grandes, Luisgé Martín y la librera y editora Mili Hernández un concienzudo estudio sobre el Derecho Penal franquista en lo tocante a la represión de los "estados sexuales peligrosos", obra del catedrático Guillermo Portilla. En primera fila del público se sentaba Dolores Delgado, en funciones entonces de titular del Ministerio de Justicia, impulsor del libro. Acabado el acto, la ministra se acercó a saludar, y creo no haber sido el único que se moría de ganas de oírle el relato en vivo de su rol destacado en Cuelgamuros y en el helicóptero mudo. Delgado fue muy discreta, aunque sí se refirió a algo visto por quienes seguimos la transmisión en directo aquel 24 de octubre: sus esfuerzos, a mi modo de ver logrados, por mantener en la salida del monasterio un semblante serio pero no apenado, propio de quien, como tantos millones de españoles, veía cumplido el traslado de un usurpador desde un sitial de honra a un lugar de reposo.

Me faltan conocimientos para dudar de los jueces opuestos a su designación de Fiscal del Estado, pero recelo de los hirientes ataques de los políticos, antes incluso de que la señora Delgado haya tomado posesión; por sus decisiones habrá que juzgarla si incurre en dolo. De momento lo propio es confiar en un currículum que parece adecuado y en iniciativas como la del compendio del profesor Portilla, que escarba y saca a la luz, comparándolas históricamente con las del nazismo, las persecuciones y condenas brutales llevadas a cabo por algunos magistrados de la dictadura de Franco, narradas con una hábil mezcla de cuento de terror y esperpento grotesco. No vaya a resultar a la postre que lo que a Delgado no se le perdone sea, más que su cargo de fiscal, su papel de notaria de uno de los hechos más dignos y justos de la democracia española.

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24 de enero de 2020
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Lo que no es tuyo no es tuyo

 

 

 

Aunque Helen Oyeyemi es en sí misma una adelantada capaz de escribir a los 18  años una novela que de inmediato la puso a la cabeza de los novelistas británicos de su generación, por suerte para ella entonces era demasiado joven para que le afectase aquel recurso universal que consistió en calificar de “experimental” toda escritura que no se atuviese a las reglas de juego establecidas. Pero como la manía de clasificar sigue intacta, ahora ronda sobre ella el peligro de ser despachada como una suerte de actualizadora, o moderna versionadora de viejos  cuentos infantiles universales. Novelas como El señor Fox  (2013) y Boy, Snow, Bird (2016), que tenían como referentes más obvios y cercanos a Barbazul y Blancanieves, respectivamente, la  pusieron al borde del encasillamiento.

Pero a Helen Oyeyemi no parece fácil  pillarla en falso. Lo que no es tuyo no es tuyo  es su séptimo  libro y ya ha dado suficientes muestras de su capacidad de inventiva como para andar ahora dando explicaciones o inventando excusas. Durante la promoción de su última novela, Gingerbread (2019), una periodista insistió en ver determinadas alusiones simbólicas en el título pero de inmediato fue llamada a capítulo  sin contemplaciones: ”Me alegra que a usted le sugiera todas esas cosas, pero Gingerbread es pan de jengibre, sin más”. En otras ocasiones  ha dejado muy claro que a ella lo que de verdad  le interesa es escribir historias que dan paso a otras historias sin que el orden narrativo dentro de las mismas, o su jerarquía, o la coherencia, deban imponer siempre su propia lógica.

                En el presente libro Helen Oyeyemi ha dado un salto adelante tan importante en su desarrollo como narradora  que parece como si hubiera encontrado la clave (o esa llave que va saltando de un relato a otro sin que se llegue a dilucidar bien cuál es su función en cada caso) con la que abrirse al futuro.  Para no seguir dando más vueltas en el aire y dejar claro de qué estamos hablando, pongo como ejemplo el relato  titulado “¿Tu sangre es tan roja como esta?”. La cosa empieza como una declaración de amor: “Tú siempre decías, Mirna Semiónova, que no estábamos hechas la una para la otra”. A partir de ese arranque la cosa se complica, como cabe suponer, pero es debido a la aparición de un hermano al que la voz narradora idolatra  aunque tiene la virtud de que nada de lo que se diga lo va a retener más allá de cinco o diez minutos. Casi sin solución de continuidad, resulta que la protagonista sólo hablaba hasta entonces con ese hermano desmemoriado y con una fantasma (bastante alarmista, por cierto), pero en una fiesta a la que asiste conoce a la Mirna Semiónova que de entrada parece ir a ser el motivo central del desarrollo narrativo pero que pasa de inmediato a segundo plano debido a  la  prueba de aptitud que la narradora  debe pasar para ingresar en una escuela de marionetas, un examen al que se presenta con un títere  de guante de piel marrón  dotado de un maletín negro y peinado con raya en medio  y al que le compra un sombrero de copa porque le hace sentirse más cómoda. Poco antes de empezar la prueba ella entabla conversación con una chica muy guapa cuya marioneta es  una pieza de ajedrez de porcelana, “una reina color ciruela con una corona como único rasgo distintivo y una ligera ondulación que indicaba la existencia de caderas y pecho”. Y la marioneta plantea de inmediato la pregunta clave: “¿Tu sangre es tan roja como esta?”.

                Y ahí es justamente donde quería llegar yo: el gran poder narrativo de Helen Oyeyemi reside en su capacidad  para que el lector admita con toda naturalidad un diálogo patafísico entre un títere que es una pieza de ajedrez y otro que es un guante de piel marrón y peinado con raya en medio, con el agravante de que, sin que nada lo justifique, justo antes de la audición a la aspirante le cambian su títere por otro de latón que resulta llamarse Gepetta, quien no tardará en pasar a ser su mejor amiga.  

Sé que esta enumeración de pequeños y vertiginosos desconciertos  (y conste que me he callado muchos otros) puede inducir a pensar que los relatos de Helen Oyeyemi son simples pasatiempos o excusas para exhibir sus notables recursos creativos. Pero no hay tal. Ella es nacida en Nigeria de padres nativos pero criada en Londres, y aunque por desgracia carezco de la más mínima moción acerca de la cultura yoruba, no parece creíble que los mitos, creencias e incluso las modulaciones propias de la narración oral no estén detrás de algunas de las peculiaridades que personalizan la prosa de esta autora. Pero es que, además, quien conozca otras de sus narraciones sabe que entre las aparentes frivolidades y diversiones (se nota que se divierte horrores desarrollando historias y de ahí su capacidad para transmitir su propio entusiasmo) resuena una voz profundamente femenina, la voz de todas las mujeres que viven de cerca el racismo, los malos tratos, la exclusión social y cultural por un simple matiz de la piel, las difíciles y muchas veces mágicas relaciones de unas madres con sus hijas,  o la soledad del transgénero.

                Es decir que resulta positivo para el lector dejarse de prejuicios y gozar de los relatos tal y como se le ofrecen, pero sería una gran pérdida para él que mientras tanto no vaya prestando atención a esa otra voz misteriosa y transversal que le da un sentido general a la trabajada  narrativa de Oyeyemi, capaz de transformar en cuestión de unas pocas líneas a un odioso padre maltratador y bestial  en una madre brutalmente violada y que ha decidido transformarse en su verdugo. Pero todo ello, insisto, dotado de un tono lúdico muy de agradecer.

 

Lo que no es tuyo no es tuvo

Helen Oyeyemi

Traducción, María Belmonte

Acantilado

 

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22 de enero de 2020
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Mucho ojo, porque detrás de cada metete hay un guardia de la porra
 

Vivir bajo el caudillaje de Franco tenía graves inconvenientes, pero gozaba de una ventaja: si hacías todo lo que te mandaban, no te pasaba nada. Era muy simple, se trataba de obedecer. En algunos asuntos no costaba mucho, había que creer en la sabiduría de los ministros, someterse ciegamente a las autoridades, no salir a la calle con pancartas diabólicas, y así sucesivamente. Había otras, sin embargo, que eran más arduas de cumplir. Aguantar las lecciones de Formación al Espíritu Nacional era duro, y las de Religión un pestiñazo. Más duro aún obedecer órdenes antojadizas. No les gustaba que los chicos llevaran el pelo largo, era gente que tenía algo contra el pelo masculino. Les disgustaba que las chicas usaran faldas cortas o camisas abiertas o piernas sin medias. En fin, había una enorme cantidad de deberes muy crueles de cumplir porque eran idiotas. Jurar los Principios del Movimiento lo hacía cualquiera, pero raparse el pelo a cepillo era una humillación.

Una palabra casi desaparecida designaba a este tipo de gente, eran los metetes. La señora que miraba indignada a otra que entraba en la iglesia sin pañuelo, el caballero que se chivaba al policía de que unos chicos decían palabrotas, la dama que paraba la música porque la gente bailaba apretada, estos eran los metetes. La tradición española de metetes es descomunal porque aquí a una religión le sucede otra. A veces se atenúa, pero vuelve con más fuerza. Así que les daré un consejo a las madres murcianas. Obedezcan, agachen la cabeza, se sometan. De momento las autoridades ya las han tachado de "homófobas" y "fascistas". Pueden imaginar que los metetes no se van a contentar con eso. Mucho ojo, porque detrás de cada metete hay un guardia de la porra.

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21 de enero de 2020
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Formas de la inmortalidad

El 24 de junio de 1935, Carlos Gardel murió calcinado dentro de un avión que buscaba despegar del aeropuerto de Medellín, y su leyenda se prolongó más allá de su muerte, al punto que se contaba cómo había sobrevivido a las llamas, y, el rostro desfigurado, iba por los puertos cantando siempre con su voz incomparable, oculto bajo el ala gacha del sombrero. Era una manera de otorgarle la inmortalidad.

Enterrado en el cementerio de San Pedro en Medellín, ciudad que lo veneraba tanto como Buenos Aires, dos meses después el cadáver fue exhumado para ser llevado a Argentina, en un periplo primero por tierra, la mayor parte del trayecto en tren, un trecho por caminos de herradura, a lomo de mula, hasta ser embarcado en el puerto de Buenaventura, en el Pacífico.

El buque que transportaba el ataúd atravesó el canal de Panamá para alcanzar el Atlántico, y siguiendo una ruta inversa tocó puerto en Nueva York, donde fue velado una semana, y luego Río de Janeiro y Montevideo, para llegar a Buenos Aires el 5 de febrero de 1936. El funeral fue apoteósico, como correspondía, hasta ser sepultado en el cementerio de La Chacarita.

Pero dos décadas antes hubo otro viaje funerario igualmente memorable, el de Amado Nervo, muerto el 24 de mayo de 1919 en Montevideo. El transporte del cadáver se hizo en una corbeta de guerra argentina, escoltada hasta el puerto de Veracruz por barcos mexicanos, venezolanos, cubanos y brasileños. En cada puerto que tocaba se celebraban demostraciones de duelo popular, hasta que seis meses después, el 14 de noviembre, Nervo fue por fin sepultado en olor de multitudes en la Rotonda de los Hombres Ilustres del panteón de Dolores, los funerales encabezados por el presidente Venustiano Carranza.

No menos suntuosas habían sido las exequias de Rubén Darío, celebradas en León de Nicaragua en 1916. Su cuerpo fue velado durante siete días en distintos recintos de la ciudad, y enterrado en la catedral, al pie de la estatua de San Pablo, vestido de peplo griego y coronado de mirtos. Delante de la procesión fúnebre, las canéforas regaban pétalos de rosas sobre el empedrado de las calles donde ardían los cagajones de los caballos de tiro.

Los magnos funerales eran un tributo pagado a la poesía, que en los dorados tiempos del modernismo tenía su propia música colorida, sonora y vistosa, y de cuya matriz nacieron las letras de los boleros y los tangos; Agustín Lara, enterrado también con merecida pompa, y Alfredo Le Pera, el autor de las mejores letras de los tangos cantados por Gardel, fueron ambos poetas modernistas.

¿Cómo llegaba la poesía a las multitudes que rendían culto a los poetas? Las tiradas de los libros de poemas eran limitadas, como aún lo siguen siendo; pero tenían espacio en los periódicos, y, sobre todo, se recitaban en las veladas literarias y en las aulas, porque el arte de la declamación, ahora ya en el olvido, era muy extendido. Las poesías entraban, pues, por el oído, por su virtud musical, igual que las canciones, y se aprendían de memoria gracias a la rima.

Pero poesías y letras de canciones iban por parejo. Le Pera desafió a Amado Nervo al reescribir el poema El día que me quieras, publicado en el libro El arquero Divino en 1919, y lo convirtió en la letra de uno de los tangos más célebres de Gardel, grabado en 1934; y si se comparan ambos textos, la paráfrasis de Le Pera le saca ventaja al original.
Le Pera, lector de Rubén Darío, de Amado Nervo, de Leopoldo Lugones y de José Asunción Silva, fue el poeta de los tangos de Gardel, y se quedó a la sombra de la voz prodigiosa del "zorzal criollo". Y como le tocó morir en el mismo accidente aéreo de Medellín, su nombre también entonces resultó opacado. Pero sin Le Pera no existiría Gardel.

La poesía modernista hereda su estética y sus decorados a las canciones que en las primeras décadas del siglo veinte se difunden por los discos y por la radio, y la devoción popular por los poetas pasa a los cantantes de boleros y tangos; una devoción que tiene su apoteosis a la hora de la muerte. Los funerales de Gardel, los funerales de Lara, "el músico poeta"; y también los de Pedro Infante y Jorge Negrete.

Y de allí el culto pasó a los héroes de la música de abrirse las venas, bien llamada "corta pulsos", capaz de convertir la pasión amorosa en necrofilia, que lo diga sino el entierro de Julio Jaramillo, el rey de las sinfonolas, celebrado en Guayaquil en febrero de 1978, un carnaval fúnebre que duró tres días, y al que asistió una multitud frenética de doscientas mil personas.

Como se ve, los poetas no solían ser tan lejanos a la gente, que los celebraba hasta en la muerte, igual que a los cantantes.

Son formas de la inmortalidad.

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20 de enero de 2020
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Vacuidad, precariedad, estructuras ausentes

En esta época de narcisismos extremos se está produciendo una gran paradoja, pues se trata de un narcisismo sin cimientos, sin sustento, sin fundamento real, ya que la individualidad ha desaparecido y ha sido sustituida por un montón de imágenes rotas.

Ahora mismo llamamos individualidad a una argamasa tosca de lugares comunes, palabras huecas y precariedad existencial.

Ahora mismo llamamos individualidad a un recipiente vacío.

Algo parecido ocurre con la sociedad y con las organizaciones políticas que pretenden gobernarla, haciendo creer que pueden hacerlo y omitiendo una verdad clamorosa: que el poder está ya en otra parte, que los estados se desvanecen, y que por encima de ellos crece una hidra que los ahoga y los convierte en estructuras ausentes.

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18 de enero de 2020
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Ameztoy

No era un pintor olvidado pero sí amortiguado en el sentido más irrevocable, pues Vicente Ameztoy murió a los 55 años en 2001. En otoño su arte floreció de nuevo en el Círculo madrileño, donde puede verse hasta el 26 de enero, antes de que, muy ampliada, la exposición se instale en el Museo de Bellas Artes de Bilbao a partir del 12 de febrero. 
 
Integrante de un grupo de artistas vascos surgido en los 60, entre los que destacaban Marta Cárdenas, Andrés Nagel, Carlos Sanz o Mari Puri Herrero, la figuración de Ameztoy no se parece a ninguna, conteniendo ecos de tantas: pop art, surrealismo, post-prerrafaelismo místico-pagano, paisajismo alegórico. Tangencias. El donostiarra fue un creador demiurgo, y pocas trayectorias ofrecen un universo tan original como el suyo. Ameztoy fundó un paraíso tal vez perdido, lo diseñó en varias dimensiones, le dio colores que están entre los más vivos de la pintura contemporánea, y después, como un dios del pincel, lo pobló de habitantes para que su adán y eva primigenios no estuvieran solos en un jardín ameno tan inquietante. Una galería humana, o quizá sobrehumana, de la sensualidad, de la sacralidad laica, de lo siniestro, que brilla en piezas extraordinarias como la conversation piece vegetal procedente del Artium de Vitoria, el retablo de Remelluri o los retratos imaginarios de Virginia Montenegro y del pintor Goenaga: obras miniadas de un manierismo aumentado por la lente del ingenio irónico.
 

Muchos de sus dibujos y sus cuadros parecen fantasías realizadas al despertar. Y aunque Ameztoy no era hombre de programas, su arte coincide con lo que André Breton predicaba en el Primer Manifiesto: la búsqueda de lo maravilloso en la confluencia de las "ruinas románticas" y los "maniquís modernos". Ameztoy o el romanticismo de las marionetas que saben más soñar que razonar.

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17 de enero de 2020
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¡Ánimo!

Temo el día en que un anuncio de compresas me interrumpa la lectura de Marx y Engels
 

Ahora que tenemos a un comunista al frente del Ministerio de Consumo, ocurrencia en verdad homérica, es el momento de entrar a cuchillo en la industria más alienante (¡qué hermoso adjetivo!) del capitalismo tardío, colonial e imperial. Me refiero, claro, a la publicidad.

Mi historia con la publicidad es de manual. La amo, no quiero arriesgarme a ser fusilado. La publicidad es la actividad más sustancial, global, estratégica y nuclear del capitalismo tardío, etcétera. Atacar a la publicidad es como aserrarle una pierna a Messi. Todo se viene abajo. Así que, una vez creo haber salvado la vida declarando mi amor por la publicidad, paso a contarles lo que debo agradecer a esa práctica vital del capitalismo.

Dejé de ver televisión porque cortan los programas a lo bestia, en medio de una frase y durante un cuarto de hora. Últimamente rompen la película en el momento en que el asesino va a matar a la chica. Dejé de oír la radio cuando descubrí que en mis programas favoritos había más anuncios que información. Me fui a las radios estatales, pero eran todas ellas mera publicidad de mercancías gubernamentales. Me han dicho que ahora en el cine hay publicidad hasta media hora antes de que comience la película, pero hace años que no hago cola a la intemperie. Y los periódicos, como saben, no pueden sobrevivir sin la publicidad, de modo que regalan productos repletos de anuncios como si fueran una tómbola.

En resumen, gracias a la publicidad, ahora cuido el silencio, pienso un poco, hablo con la familia, leo libros y únicamente temo el día en que un anuncio de compresas me interrumpa la lectura de Marx y Engels. Por eso confío en los principios del señor ministro: él sabe que el mayor enemigo del pueblo no es la banca, es la publicidad. Puro opio.

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14 de enero de 2020
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Mi lista de mejores películas del 2019

1. Parásitos. Bong Joon-ho. El teatro de la crueldad de la lucha de clases.
2. Érase una vez ...en Hollywood. Quentin Tarantino. Documental ficticio basado en (algunos) hechos reales.
3. Largo viaje hacia la noche. Bi Gan. Escritura automática de la más dislocada belleza (o "es locura, pero metódica", la frase de Polonio sobre el príncipe Hamlet).
4. Agnès por Varda. Los testamentos nunca traicionados de la mayor cineasta bipolar de la historia
5. Dolor y gloria. Pedro Almodóvar. Resonancias magnéticas de un cuerpo herido y memorioso.
6. La balada de Buster Scruggs. Hermanos Coen. Desigual película de episodios, con algunas de las más geniales bufonadas de estos dos comediantes del cine.
7. Un hombre fiel. Louis Garrel. Delicadísima miniatura de aparente "marivaudage". Y el mejor guión firmado en su larga carrera por Jean-Claude Carrière.
8. El peral salvaje. Nuri Bilge Ceylan. Densidad turca envuelta en una bruma poética de arrolladora personalidad.
9. Madre. Rodrigo Sorogoyen. Un cortometraje brillantísimo expandido en una ambigua y fascinante misa laica.
10. Si se me permite, le doy medio punto compartido a las dos mejores comedias románticas del año, Un día de lluvia en Nueva York de Woody Allen y Historia de un matrimonio de Noah Baumbach. Allen se fija aquí mucho en Donen, y Baumbach remeda con gran talento a Allen.
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14 de enero de 2020
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