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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Teólogos contra filósofos

 

El autobús de los filósofos y el autobús de los teólogos circulan por Madrid fomentando con sus mensajes un viejísimo dilema: "Probablemente, Dios no existe. Deja de preocuparte". "Dios sí existe, confía en Él".

Como era de esperar, los prelados de la Conferencia Episcopal ya han hecho público su enfado y el cardenal de Madrid, Antonio María Rouco, ha dedicado al asunto su reciente homilía dominical. El presidente de los obispos considera que la iniciativa de los librepensadores españolas es una "publicidad lamentable" aunque aprovecha el reproche para advertir que si un católico respeta y ama a todos los hombres también ama y respeta a los ateos: "especialmente a ellos, que por vivir sin fe son los que más necesitan respeto y amor".

Sin embargo, subraya el cardenal,  el respeto no supone dejarles decir lo que quieran pues no es aceptable que se diga o insinúe que "los creyentes vivimos preocupados por creer en Dios" y por ello apela a las autoridades competentes "para que tutelen como es debido el derecho de los ciudadanos a no ser menospreciados y atacados en sus convicciones de fe".

Pocas veces podrán verse tan pulcramente resumidos los 1.700 años de historia romana: si solicitamos al poder temporal que haga callar a los hombres es a causa del amor que nos inspira su desordenada existencia.

La homilía contiene fragmentos reveladores sobre la reorganización conceptual de la ciencia jurídica que implacablemente acomete la jerarquía católica española. Para la institución eclesiástica, la libertad de expresión que utilizan los librepensadores es mofarse del amor divino y "hablar mal de Dios". En suma, las opiniones laicas son un "abuso" que al cercenar "la libertad religiosa" perjudica a los creyentes.



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28 de enero de 2009
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II. Crisis económica y brujería

El experto en cobros de Vilna, que ha decidido usar los poderes de una afamada bruja en contra de los morosos, reconoce que vivimos tiempos de crisis, que muchas fortunas se han derrumbado, que la falta de capacidad de pago afecta a los más honrados, y por tanto, que hay quienes quisieran pagar, pero no pueden. Pero con la misma convicción afirma que también hay otros que se aprovechan de la crisis para huir impunemente de sus acreedores. Por eso es que la flamante empleada de la firma de cobranzas, "les hará entender la nueva situación, reconsiderar lo que está bien y está mal, y actuar en consecuencia". Y, a la vez, ofrece la servicios de la bruja, a aquellos "que sufren por el impacto psicológico de la quiebra y la depresión económica". Servicios completos.

      Son tiempos de crisis, y por tanto, tiempos de brujería. En México, el antropólogo Reyes Luciano Álvarez, especialista en temas indígenas, aduce que las sociedades han recurrido siempre a la brujería en tiempos de crisis, y que las prácticas de ese tipo se reavivan cuando el sistema económico imperante es puesto en cuestión. Es lo que pasó con el derrumbe del imperio azteca a la llegada de los conquistadores españoles. Entonces, dice el antropólogo, los indígenas pensaron que ya no debían rogar más a sus antiguos dioses, porque los que ahora valían, como si se tratara de un nuevo papel moneda, eran los santos católicos.  Una nueva moneda, y un nuevo culto, lo que equivale a una nueva brujería, según el experto.

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28 de enero de 2009
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La lectura y la verdad interior (continuación)

Proust empieza por contarnos las experiencias de lectura de su infancia, los momentos, conocidos por todo lector, en los que se espera ansiosamente que llegue la hora de la lectura. Esta evocación le lleva a describir situaciones psicológicas por él vividas, así como personas, objetos y paisajes que nada tienen que ver directamente con los temas de lectura, descripciones por cierto repletas de verdaderos "morceaux de bravoure", así a propósito de una cama de hotel desconocida "...entre las inmensas sábanas blancas que os ocultan el rostro, mientras que, muy cerca, la iglesia hace sonar por toda la ciudad las horas del insomnio de los moribundos y los enamorados" (traducción española, página 20).

La tesis de Proust, que le separa de Ruskin  y que justifica el largo preámbulo antes de abordar el tema es que las lecturas, "lo que dejan sobre todo en nosotros, es la imagen de los lugares y los días en que las hicimos.  No he podido librarme de su sortilegio. Queriendo hablar de ellas, he hablado de cosas que nada tienen que ver con los libros" ( p.28).

A fin de sintetizar la posición de Ruskin, Proust evoca un pensamiento de DEscartes que califica de rancio: "la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con los hombres más ilustres de otros siglos que fueron sus autores" (idem). Ruskin se esforzaría en convencernos de que la lectura sería una conversación con personajes que, por ser emblemas de la fuerza del lenguaje y del pensamiento, superan en todo punto aquellos que podamos encontrar en el entorno. Frente a ello, Proust sostiene que lo esencial de la lectura residiría en "recibir comunicación de otro pensamiento pero continuando solos, es decir, sin dejar de disfrutar de la capacidad intelectual de que se goza en la soledad y que la conversación disipa inmediatamente, conservando la posibilidad de la inspiración y toda la fecundidad del trabajo de la mente sobre sí misma". (p.32)

Importantísima es la última precisión, que hace evocar los párrafos de la Recherche relativos a que este libro será para nosotros la ocasión de releer en nosotros mismos, dará a las generaciones futuras la posibilidad de encontrar un alimento, de realizar un dejeuner sur l'herbe, una merienda campestre.

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28 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Corto Maltés y la aventura de hoy (3)

En este mundo que nos toca vivir, la aventura tradicional ha sido contaminada por la realidad. ¿Cuál sería la diferencia entre el buscador de tesoros y el capitalista de profesión? Ninguna, más allá del hecho de que buscar tesoros suena más divertido que embaucar a ricachones -tal como lo hizo el pirata moderno Bernie Madoff: cuestión de matices y no de esencias. Durante siglos la aventura encontró excusas en la política, pero eso ya no es fácil en estos tiempos de nula ingenuidad. Si Dumas fils escribiese hoy, ¿aceptaría tan fácilmente que sus aventureros defendiesen la monarquía británica, por mencionar tan sólo una entre las que hoy sobreviven? Lo más probable es que no, porque Los tres mosqueteros y sus continuaciones fueron concebidas en un tiempo de fe en las instituciones y el nuestro es un tiempo que desconfía de todas ellas -incluso de la democracia, institución que financió Guantánamo y ordenó el bombardeo sobre Gaza. 

         Por eso los narradores de la aventura de hoy eligen el pasado (piensen en Indiana Jones), el futuro distante (piensen en Star Wars) o los mundos paralelos (lo que va de El señor de los anillos a Matrix). El pasado es un tiempo donde uno puede permitirse la ingenuidad de abrazar una causa con el corazón puro; por eso mismo el IRA fundacional con que el Corto colabora en Las célticas es una banda de románticos, mientras que el IRA de fines de siglo tiende a ser visto como una banda de fanáticos -a la manera de los filmes The Crying Game, In the Name of the Father y The Devil's Own. El futuro distante es un pasado disfrazado, como lo demuestran las espadas de luz de Star Wars. Y lo mismo puede ser dicho de los mundos paralelos: ¿o acaso no combate Neo mediante una combinación de las más antiguas artes marciales? Al elegir el desplazamiento a mundos donde todo puede darse el lujo de ser blanco o negro, los creadores contemporáneos están sugiriendo que la aventura no es practicable en el mundo de hoy. Entienden que el deseo del aventurero de cambiar el mundo, o cuanto menos su mundo, es utópico en esta era de capitalismo salvaje triunfante. Y por eso se mudan a tiempos, o inventan nuevos, en los que al menos pueden permitirse el beneficio de la duda.

          Lo cual suele redundar, ay, en aventuras conservadoras, o cuanto menos gatopardistas: lo cambian todo para que nada cambie.    

 

                                                                                      (Continuará.)



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28 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Pérdidas

Cuando las cosas se pierden, no sólo se altera la normalidad, la estructura personal se pone en cuestión. De ahí se aprende la estrecha dependencia entre el yo y el mundo.

No hay una constitución personal desde la que se observe la peripecia sino que somos nosotros, realmente, la misma peripecia. No somos desde luego un punto sino una carrera, no un punto de partida o de llegada sino un trazo  tan frágil que ni siquiera, en ningún momento, hay certificado alguno escrito. Ni el mismo pasado se asienta como una materia relativamente consistente puesto que cualquier balance de su contenido fluctúa, se tambalea y se vuelve a diseñar a través de la reforma incesante que la memoria realiza al quererlo aprehender.

La pérdida de la memoria no es así una fatalidad sobrevenida en un momento preciso sino que se pierde o se escabulle a la vez -entre otras circunstancias- con  los objetos que se pierden y de cuya memoria siempre guardamos una imagen falaz.

Porque, en definitiva, ¿de qué objeto conservamos una imagen correcta, cabal u  objetiva? O bien: siendo nosotros a la vez el máximo objeto de perdición, actores de la pérdida que nos mata y de las pérdidas ocasionales que nos extravían, ¿cómo suponer que alcanzamos a poseer una clara estampa de nuestra realidad, un saber de nuestra existencia, un grado pertinente de nuestro ser o no ser?

La Gran Crisis actual lleva a sentir la totalidad del mundo sumido en este trance de perdición pero, a la vez, puesto que sobrevino de súbito, ¿cómo poder reconstruir aquello que desapareció de manera mágica? ¿Cómo creer que hubo un antes del que partimos en lugar de un antes fantasmal en el que hace tiempo que nos disipamos? 



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28 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lokomotiv

  Comenzó con un pico y una pala, sembrando los pesados travesaños que soportan las líneas de los trenes. Su padre había sido también ferroviario y un tío logró incluso conducir los vagones, cargados de cañas, hasta el central. Era muy joven y ya su vida estaba unida al itinerario de una locomotora, con su hilera de coches estridentes y repletos. Pasados algunos años, logró tener ?finalmente- un timón entre sus manos y llevar la serpiente metálica por los campos cubanos. Mi padre se hizo maquinista, cumpliendo con una larga estirpe familiar, que llevaba décadas unida al ferrocarril. Más de una vez, yo misma manejé una de esas máquinas en algún tramo tranquilo, mientras él supervisaba mis movimientos y me enseñaba a tocar el silbato. ?Tuvimos trenes antes que España? decía mi abuelo paterno, siempre que alguien le preguntaba sobre su trabajo. Así crecí, oliendo el metal de los frenos que chirriaban en cada parada y dándole cuerda a mi trencito de juguete, rodeado de arbolitos de plástico y vacas en miniatura. La caída del socialismo en Europa hizo que se descarrilara la profesión familiar. Muchas locomotoras se pararon por falta de piezas, los viajes se hicieron más espaciados y las tardanzas habituales. Salir de La Habana con rumbo a Santiago podía demorar lo mismo veinte horas que tres días. En algunos pueblos pequeños, los vagones eran asaltados por campesinos necesitados que robaban parte de la mercancía transportada. Los altavoces de la estación central repetían sin cesar: ?La salida del tren con destino a? ha sido cancelada?. Mi padre se quedó sin trabajo y sus colegas comenzaron a ganarse la vida en diversas labores ilegales. De ese accidente no se ha recuperado el ferrocarril en Cuba. Líneas envejecidas, largas colas para comprar un boleto y la caída en desgracia de toda una profesión, han hecho que este medio de transporte goce de la peor de las reputaciones. ?Al ritmo que vamos, dejaremos de tener ferrocarril antes que en la Península? dice mi padre con sorna. Su mirada no está fija en la rueda que comienza a desmontar ?en su nueva profesión de ponchero de bicicletas- sino que mira a un punto más allá, a esa mole de hierro que él guió por esta  Isla larga y estrecha.



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28 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rodham

El atrevimiento no ha tenido otra consecuencia que el (in)esperado interés que despertó el blog de ayer sobre Hillary Clinton y la sugerencia de que recupere su auténtico apellido, Rodham. No hubo queja diplomática, la Secretaría de Estado no emitió ningún comunicado ni consta que The New York Times se haya hecho eco de mi texto. Mañana cambiaré de asunto. Entretanto, descanso y contemplo. ¿Clinton? ¿Qué Clinton? ¿El marido, que ya ha pasado a la historia? ¿O la mujer, cuya historia, en mi opinión, sólo ahora va a comenzar, por muy senadora que haya sido? Quedémonos con la mujer. Invitada por Barack Obama para la Secretaría de Estado, tendrá, por primera vez, una gran oportunidad para mostrarle al mundo y a sí misma lo que realmente vale. Obviamente también la tendría, y con más razones, si hubiese ganado las elecciones a la presidencia de Estados Unidos. No ganó. En todo caso, como se dice en mi tierra, quien no tiene perro, caza con gato, y creo que todos estaremos de acuerdo en que la secretaria de Estado norte-americana, gato no es, sino tigre, felinos uno y otro. A pesar de que la persona nunca me ha caído especialmente simpática, le deseo a Hillary Diane Rohdam los mayores triunfos, y el primero de todos es que se mantenga siempre a la altura de sus responsabilidades y de la dignidad que la función, por principio, exige. Lo dicho hasta aquí no es nada más que una introducción al tema que he decidido tratar hoy. El lector atento se habrá dado cuenta de que escribí el nombre completo de la nueva secretaria de Estado, es decir, Hillary Diane Rodham. No ha sido por casualidad. Lo he hecho para dejar claro que el apellido Clinton no le vino dado por nacimiento, para mostrar que su apellido no es Clinton y que haberlo adoptado, ya sea por convención social, ya sea por conveniencia política, en nada altera la verdad de las cosas: se llama Hillary Diane Rodham o, en caso de que prefiera abreviarlo, Hillary Rodham, mucho más atractivo que el gastado y cansado Clinton. Ni uno ni otro me conocen, nunca han leído una línea mía, pero me permito dejar aquí un consejo, no al ex presidente, que nunca les ha prestado gran atención a los consejos, sobre todo si eran buenos. Le hablo directamente a la secretaria de Estado. Deje el apellido Clinton, que se parece mucho a una chaqueta rozada y con los codos rotos, recupere su apellido, Rodham, que supongo que será el de su padre. Si él todavía vive ¿ha pensado en el orgullo que sentiría? Sea una buena hija, dé esa alegría a la familia. Y ya de paso, a todas las mujeres que consideran que la obligación de llevar el apellido del marido fue y sigue siendo una forma más, y no la menos importante, de disminución de identidad personal y de acentuar la sumisión que de las mujeres siempre se ha esperado.       



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27 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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John Updike (1932-2009): La radiante desesperanza

El concepto de "hombre de letras" ha quedado algo anacrónico para nuestros tiempos, pero si había alguien que lo ejemplificaba mejor que nadie en los Estados Unidos, ese escritor se llamaba John Updike. En el New Yorker o en el New York Review of Book, aparecían regularmente sus ensayos, en los que el imperativo era transformar en prosa precisa, detallada y elegante los pensamientos y conjeturas de un hombre en relación con el arte, la política, los deportes, la vida. Nada de lo humano le estaba vedado a Updike. También, con regularidad digna de un notable representante de la ética del trabajo, se publicaban las novelas, los libros de cuentos y poesía, las antologías de su obra crítica. Updike estaba en todas partes; era una industria editorial de un solo hombre.

Lo más conocido de Updike está en su ciclo de cuatro novelas sobre Harry "Rabbit" Angstrom, que muestran la grandeza y la desolación del "sueño americano" -"angst" tiene que ver con angustia"--, sobre todo en su versión más clase media y WASP. Para algunos críticos, ya no es necesario escribir la "gran novela americana" porque Updike lo ha hecho en las mil quinientas páginas de la tetralogía; para otros escritores, la admiración ha llevado a aceptar la influencia y a tratar de darle un toque más contemporáneo (Richard Ford en su trilogía sobre Bascombe).

Updike se especializó en un "realismo doméstico" muy norteamericano. A él le interesaban las ciudades y los pueblos "por los que pasa la gente cuando está yendo a otra parte". Allí vivían, se casaban, tenían muchos affaires y se divorciaban sus personajes, que crecían desinteresados de lo que ocurría en el resto del mundo y creyendo que su país era "una vasta conspiración para hacerte feliz". Una vez en la vida adulta, no tardaban en encontrar la desolación y múltiples frustraciones. La prosa que describe esa desesperanza, sin embargo, es siempre radiante, y tiene algo religioso en la manera en que celebra todos los detalles con que se presenta el mundo. En el cuento "The Music School", el narrador lo dice de la mejor manera posible: "El mundo es la hostia; debe ser masticado".

En los últimos años, Updike fue criticado por el preciosismo de su escritura ("su detallismo se ha vuelto un culto en sí mismo", escribió James Wood) y por su incapacidad para comprender al Estados Unidos multicultural (en su novela Terrorista, le cuesta meterse en la cabeza de su personaje central, musulmán). Lo cierto es que si el cierre no estuvo a la altura, lo mejor de Updike es harto más que suficiente para considerarlo un clásico.  

(La Tercera, 28 de enero 2009)



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27 de enero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Somos lo que leemos

Muchas veces me gustaría escribir como soy. ¿Y cómo soy? No lo tengo claro. Así que tampoco puedo decir que sea como escribo. Es decir, que soy manifiestamente mejorable, al menos hipotéticamente mejorable. Me gustan las mujeres claras y los escritores oscuros. Me gusta Góngora, incluso cuando se le entiende.

Siempre me he sentido cerca de Woody Allen. A los que leemos, a los que seguimos, les sentimos cerca. Es mucho más exacto decir que somos lo que leemos. Aunque tampoco pueda ser verdad. Y a pesar de mi cabreo temporal, puntual, español y barcelonés con Woody Allen, me gusta volver a sus películas y a sus escritos. Hoy me ha llegado en edición de bolsillo su obra incompleta, pero suficiente, que han llamado Cuentos sin plumas, ese homenaje a Emily Dickinson. Allí dice:

"He decidido romper mi compromiso con W. No comprende lo que escribo, y la pasada noche declaró que mi 'Crítica de la realidad metafísica' le recordaba 'Aeropuerto'. Nos peleamos y volvió a tocar el tema de los niños, pero la convencí de que resultarían demasiado jóvenes."

De verdad, contra los coñazos, Woody Allen es un buen refugio. Aunque su mujer no comprenda lo que escribe. Hay otras mujeres. Hay otras lecturas.



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27 de enero de 2009
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El Boomeran(g)
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