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Pablo Pineda Gaucin

Era director del periódico La Opinión de Matamoros, Tamaulipas y publicaba en primera plana las fotos de corruptos y traficantes de drogas. Desapareció el 8 de abril de 2000 y su cuerpo fue encontrado por agentes de la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos. Estaba envuelto en un saco de dormir, atado de pies y manos con la cabeza cubierta con una bolsa de plástico y tenía un disparo en la nuca. El cuerpo llegó a México pero nadie solicitó una investigación, ni siquiera su familia: "En los últimos meses me pidió en seis ocasiones que si lo mataban no denunciara su muerte porque nadie iba a hacer justicia", justificó su esposa Rosi Solís, ante los medios de comunicación locales. Algunos colegas declararon en la prensa la forma espectacular de bienestar económico que había experimentado el periodista asesinado a quien relacionaron con el narcotráfico y el tráfico de indocumentados a Estados Unidos, según un reporte publicado por la Sociedad Interamericana de Prensa. La revista Polémica y el diario El Imparcial publicaron titulares como "Pineda narcotraficante". En declaraciones a la SIP, Gonzalo Guerrero, agente del ministerio público federal, dijo: "Era un pseudo periodista. Llegó a golpear a uno que otro agente y unos dicen que los amenazaba con la cámara". Las autoridades investigaron los hechos, pero señalaron que al no haber denuncia, el caso difícilmente sería resuelto.

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16 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Roja fruta del árbol fascista, 1

No sé yo si Chávez es exactamente un dictador. La prueba del nueve la pasa sobradamente y con buena nota: a los dictadores no suele gustarles que les llamen dictadores. Pero quizás no basta. El referéndum no cuenta: también Franco los organizaba y los ganaba, seguro que sin necesidad de muchas trampas; basta con estar al mando: organizarlos es casi siempre ganarlos y lo raro es lo que le sucedió a Chávez en el de 2 de diciembre de 2007, cuando los ciudadanos rechazaron su Constitución bolivariana, que incluía el levantamiento de los límites a la elección presidencial. Si aquel referéndum fue prueba de que no era una dictadura la repetición de la jugada ayer sería prueba de lo contrario: erre que erre, el poderoso rechaza límites a su poder y quiere además que sea el voto popular quien le legitime. En contra de toda esta teoría dictatorial cuenta el instinto oportunista y los reflejos demagógicos, más despiertos que los autoritarios: no creo que el eurodiputado Luis Herrero perjudicara lo más mínimo con sus declaraciones ni a Hugo Chávez ni a su consulta, pero le ofreció en bandeja una ocasión para hacerse el ofendido por un político de derechas y español: conocemos bien este truco y lo conocen bien el Rey y Zapatero. Sabía que encontraría complacencias y entusiasmos en cierta izquierda, incluso en España. Herrero ha buscado también la cornada, gratis y sin consecuencias, con la mirada en el tendido. Todos contentos, cada uno dedicado a su parroquia. Y sin embargo, sería mejor que no jugáramos con estas cosas. Siempre hay que estar abiertamente en contra de quienes acallan a quienes les llaman dictadores, aunque sólo sea por el riesgo o la probabilidad de que lo sean o lo lleguen a ser. Antes de que todo esto sucediera escribí la reseña de un libro notable sobre Chávez, que sale en el número de febrero de Cuadernos Hispanoamericanos, y voy a dar a continuación aquí en dos entregas.

El poder y el delirio. Enrique Krauze. Editorial Tusquets. Barcelona, 2008.

No es de izquierdas. Buena parte de quienes les flanquean sí lo son. Pero él no ha sido nunca propiamente de izquierdas ni lo es ahora. "No pertenece al árbol de la genealogía marxista ni socialista sino a otro árbol que no ve la historia en términos de lucha de clases sociales o de masas sino de héroes que guían al ‘pueblo' y supuestamente lo encarnan y lo redimen: el árbol del fascismo." Estas frases y la reflexión periodística que las fundamentan pertenecen a ‘El poder y el delirio', el libro donde Enrique Krauze, historiador y periodista mexicano, indaga sobre el último avatar revolucionario latinoamericano, el que encarna el peculiar bolivarismo chavista, actualmente centro de gravedad petrolera sobre el que gira la izquierda radical del continente y que ha insuflado una larga bocanada de oxígeno al agonizante régimen castrista.

Tampoco es bolivarista. Su Bolívar es una invención. "Bolivar admiraba por encima de cualquier gobierno a Estados Unidos, pero prefería expresamente el diseño británico, más conservador". Temía "la guerra de colores, la guerra étnica y su corolario, la ‘pardocracia'". Funcionaba según los esquemas del republicanismo clásico, de la ciudadanía, mientras que Chávez, según Krauze, "sólo conoce la palabra súbdito". Donde mejor se expresa su falta de virtudes republicanas es en la ausencia de límites a su poder personal. Incluso en cuestión de ideas religiosas, Bolivar es un ilustrado frente a un Chávez crístico y sacralizador de la política y de su propia persona y biografía.

Para discutir sobre ésta y muchas otras opiniones, el autor del libro ha reunido y ha hablado con lo mejor y más ilustrado de la intelectualidad venezolana e incluso del entorno intelectual de Chávez. Simón Alberto Consalvi, uno de los historiadores convocados, considera que la apropiación de Bolívar por el comandante va a tener consecuencias: "De Bolívar va a quedar muy poco después de Chávez". Irónicamente, asegura que "está haciendo un gran servicio a Venezuela. Ha puesto el país a pensar por primera vez. En segundo lugar, está destruyendo tres mitos que nos mantuvieron dormidos, indiferentes: el mito de Bolívar, el del petróleo y el del ejército".

Otro de los hilos argumentales del ensayo sitúa a Chávez como restaurador del pasado monárquico español, el régimen de la ‘real gana', enraizado en la tradición ibérica "contra la que Bolivar luchó". El monarca no reconoce más que a un ‘pueblo' donde el individuo no tiene derechos y que se halla encarnado por la multitud, las masas bolivarianas que dialogan y se identifican con el caudillo, el monarca de la tradición hispana redivivo. Germán Carrera Damas, otro historiador convocado a una de las tertulias, lo ve muy claro: "Lo que Chávez se propuso fue demoler la República. En el fondo es la restauración de una monarquía por la vía de una monarquía constitucional".

Si hay algo con lo que Chávez puede identificarse llanamente es con el golpismo militar, de larguísima tradición y enjundia latinoamericana, pero tal como asegura también otro de los interlocutores de Krauze el golpismo es de derechas por definición. No es un golpista incruento, como a veces quiere aparentar, ni mucho menos: en su golpe de 4 febrero de1992 hubo 20 muertos, de los que catorce fueron militares; pero en el de 27 de noviembre, con Chávez en la cárcel, pero utilizando su nombre y en su misma sintonía política, el nuevo golpe contra Carlos Andrés Pérez significó la pérdida de 171 vidas. Krauze da por conocida esta lección pero se adentra en la figura tutelar del golpista y que lógicamente fascina al coronel, el héroe de Carlyle, el precursor ideológico de la teoría del caudillaje fascista. Sólo en dos cosas falla y hay que reconocerlo: el héroe de Carlyle utiliza escasamente el lenguaje, pues su laconismo acompaña a su capacidad para la acción violenta. Chávez es un parlanchín y no es cruel, según se encarga Krauze de señalar acertadamente. De momento, hay que apostillar.

Su biografía de conspirador y de militar politizado ‘de izquierdas' es conocida, pero lo que hay que retener de ella es precisamente su pulsión de poder y su temprana vocación golpista, desde los 21 años propiamente. Teodoro Petkoff identifica en su lenguaje "el discurso brutal y agresivo contra el adversario, que eso sí es nazi y que proviene (no sé si lo ha leído) de Carl Schmitt". "No es fascista pero es fascistoide", asegura. Entre sus primeros ídolos están Velasco Alvarado y Torrijos, y entre sus amigos presidenciales el coronel Gadafi y el presidente de Irán Mahmud Ahmadinejad. Hay además un antisemitismo chavista que ha llevado a abandonar el país a una cuarta parte de la comunidad judía. El negacionismo del Holocausto y el recurso a los tópicos antisemitas más manidos por parte de la propaganda oficial es otro de los puntos de contacto entre el chavismo y el fascismo. Uno de los personajes inspiradores de Chávez fue Roberto Ceresole, un sociólogo argentino antisemita que consiguió una curiosa síntesis latinoamericana entre nazismo y comunismo.

A Ceresole se debe este análisis del resultado electoral de diciembre de 1998, las primeras elecciones que ganó Chávez: "La orden que emite el pueblo de Venezuela el 6 de diciembre de 1998 es clara y terminante. Una persona física y no una idea abstracta o un ‘partido' genérico fue ‘delegada' por ese pueblo para ejercer un poder...Hay entonces una orden social mayoritaria que transforma a un antiguo líder militar en un caudillo nacional". La personalización del poder es el correlato de su concepción fascistoide y es lo que le lleva a "considerar como parte integral de la historia venezolana absolutamente todo lo que le ocurre, de la dimensión que sea". Para el biógrafo de Rómulo Betancourt, Manuel Caballero, lo que Chávez adora de Castro "no es lo que hizo o dejó de hacer en Cuba, sino su permanencia de medio siglo en el poder".

Responde en todo a la figura del héroe autoritario, incluso en su imagen de político impoluto y purista, en abierta contradicción con la corrupción y el nepotismo que se extiende su alrededor. Según Consalvi, "Chávez utiliza el petróleo exactamente como lo utilizó [el dictador Juan Vicente] Gómez [1857-1935]. Gómez daba concesiones a sus amigos. (...) Por ejemplo, a su urólogo no le pagaba con dinero, le pagaba con una concesión petrolera (...) Petróleos de Venezuela es una de las áreas más secretas que hay en este momento en Venezuela, cosa que nunca había ocurrido. El vicepresidente es primo de Chávez."

(continuará)



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16 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La tragedia de Nixon, y 3

Unas últimas reflexiones. Primero acerca de la película. Este retrato fílmico favorece al personaje histórico. Es un Nixon humano, menos distante: el monstruo se nos revela cercano y menos inamistoso cuando la cámara se le acerca. Oliver Stone fue más cruel en su Nixon: los constantes feed backs hacia su infancia dura e infeliz de niño cuáquero ensombrecen todavía más aquel rostro lleno de resentimiento e incluso de odio a sí mismo que encarnó Anthony Hopkins. Si acudimos a los documentos en que se ha basado la actual película, y sobre todo a las impresiones del propio entrevistador, David Frost, vemos que fueron aquellas entrevistas inquisitoriales, de donde salió su confesión, las que le humanizaron. Nixon soñaba llegar más lejos, pensaba incluso en una imposible rehabilitación. Tenía 65 años en el momento de las entrevistas y llevaba a sus espaldas más de 30 años de vida política: ¿cómo podía conformarse con una jubilación no deseada, que le hurtaba el mayor placer de la política, esa oportunidad de ir metiendo los dedos en el pastel del poder tantas veces como sea posible? Pero sus pecados eran excesivos y el tiempo le había pasado: sólo pudo sacar una pizca de comprensión inútil por parte de los 45 millones de teleespectadores que siguieron las entrevistas, como sucedería más tarde con sus memorias.

Su juicio inmediato no fue negativo: "Duras pero limpias". Y eso a pesar de su profundo rencor contra los periodistas, o quizás precisamente porque no consideraba a Frost un periodista como los del Washington Post que le habían crucificado. Pero trece años más tarde, en un libro de memorias, aseguró que accedió a las entrevistas forzado por la necesidad de dinero para pagar a sus abogados. El retrato que nos proporcionan entre todos, el periodista David Frost, el guionista Peter Morgan y el director de cine Ron Howard, justo al filo de 2009, sirve de parangón para el presidente que cierra su época, esos más de 30 años de hegemonía conservadora, que se iniciaron con la elección de 1968, y contaron sólo con dos paréntesis, Carter y Clinton, que no cambiaron el tono ni la intensidad de las ideas conservadoras dominantes. Y en el ejercicio comparativo, el presidente que hace de broche republicano, George W. Bush, sale claramente perdiendo.

En primer lugar, porque todo lo que Nixon intentó ilegalmente, en las alcantarillas del poder, Bush quiso convertirlo en ley, norma y privilegio reconocido del presidente: ha ido mucho más lejos y el daño ha sido más devastador para el poder y la influencia de su país en el mundo. En segundo lugar, porque lo que Nixon vivió trágicamente, Bush lo ha experimentado sin conciencia alguna del mal: la conciencia es hija de la inteligencia, y de ahí que el mal con frecuencia sea más fruto de la estupidez que de una acción reflexiva. En tercer lugar, porque al contrario de Bush hijo, este antihéroe trágico, atormentado por su lado oscuro, no se fue con las manos vacías: consiguió relajar las relaciones con Rusia, con la que firmó los tratados de limitación de armas estratégicas SALT I y de armas antibalísticas ABM; rubricó la paz con Vietnam del Norte y retiró las tropas norteamericanas del país asiático; abrió las puertas del mundo a China; y, aunque situó en pésima posición a los republicanos para conservar la Casa Blanca en el siguiente período presidencial, abrió una larga etapa de hegemonía que ahora acaba de terminar con la llegada de Barack Obama. Dejó una herencia republicana que Bush ha dilapidado electoralmente.

Una diferencia final. Bush no ha reconocido ninguno de sus errores, como máximo algún desliz o alguna inconveniencia verbales. Nixon, quizás gracias a Frost, confiesa de plano sus faltas y muestra un cierto arrepentimiento. No llega tan lejos como Frost le pide pero queda a años luz de la buena conciencia de Bush y los suyos, defendiendo su disparatada presidencia hasta hoy mismo sin un ápice de sentimiento culpable. "Defraudé a mis amigos y defraudé a mi país", dice Nixon. "Defraudé a nuestro sistema de gobierno y los sueños de todos estos jóvenes que deberían estar en el Gobierno pero piensan que todo está corrompido. Defraudé al pueblo americano y tendré que llevar esta carga conmigo el resto de mi vida. Mi vida política ha terminado". Frost le había preguntado, con dura y cortés insistencia, si no había cometido acciones incorrectas, no meros errores; si no había abusado del poder como presidente; y además le había requerido para que pidiera disculpas. Nixon, aunque quiso evitar que la entrevista se convirtiera en una ceremonia de expiación, llegó muy lejos a la hora de juzgarse a sí mismo: "Sólo puedo decirle en respuesta a sus preguntas que si técnicamente no cometí un crimen, una ofensa para destituirme (impeachable),... éstos no eran más que legalismos".

Todo queda muy bien resumido en el retrato que hace Frost del personaje: "Miro a Richard Nixon y veo el rostro de la tragedia. Es un hombre inteligente, en muchas cuestiones un hombre increíblemente capaz. Piensa con claridad y habla bien. Es un hombre a quien la historia ha dado relevancia. Tiene una comprensión compleja de los asuntos mundiales, un buen tacto en el trato con los otros líderes. Habría sido un buen secretario de Estado. Quizás un gran secretario de Estado".

(Para la redacción de estas notas me ha sido de gran utilidad el libro del propio David Frost. "Frost/Nixon. Behind the Scenes of the Nixon Interviews". Harper Perennial, 2008.)



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16 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un camino más a la derecha

 Siempre hay un camino más a la derecha. O eso parece demostrar la evolución de Israel. El tropismo dextrógiro tiene muchas explicaciones, pero la más convincente de todas es el miedo. Cuando una sociedad consigue convertir el miedo en el aire que respira es inevitable la aparición del síndrome del caracol, que va enroscándose cada vez más dentro de su cáscara hecha de nacionalismo, xenofobia e impavidez ante los sufrimientos ajenos.  

El electorado israelí se ha movido bajo la tracción de dos fuerzas: la primera y más potente, la angustia por la seguridad, ha catapultado a Nuestra Casa Israel (Yisrael Beiteinu), el partido de la limpieza étnica antiárabe; la segunda, la de la moderación política, ha colocado a Kadima como mínimo en paridad con el Likud y quizás en cabeza en votos y en diputados. Los electores han podido apostar primero en una subasta de halcones organizada alrededor del ataque a Gaza: Tzipi Livni y Ehud Barak han protagonizado la puja, aunque nadie se llamaba a engaño respecto a la mayor dureza y belicosidad de Netanyahu. Pero en los 20 días transcurridos desde la toma de posesión de Obama, momento en que se completó la retirada de la franja, hasta el día de las elecciones israelíes, tanto Kadima como el Partido Laborista se dedicaron a subastar moderación, algo que ha jugado en detrimento de Barak y de Netanyahu: para duro, Lieberman; pero para la contradictoria mezcla de dureza y moderación, mejor Kadima que los laboristas y por supuesto que Netanyahu.

La victoria del bloque nacional no admite discusión, aunque nadie puede restarle méritos a Tzipi Livni, que ha remontado las encuestas desfavorables de la entera campaña electoral. Pero los electores han votado a favor de la máxima seguridad frente a la negociación de la paz y la creación del Estado palestino, así de claro. Será difícil que el Gobierno se comprometa precisamente en el camino contrario, el que los electores no han elegido. Avigdor Lieberman dice alto y claro, y convierte en programa, lo que todo el centro derecha piensa y casi todos los israelíes a derecha e izquierda sienten en el fondo de sus corazones, salvo un escaso 10% realmente comprometido y preocupado por los palestinos.

Estos resultados electorales, perfectamente previsibles, consagran a Israel como el último reducto neocon, en un mundo que se halla en pleno viraje y se aleja de la ideología hegemónica durante los últimos ocho años de George Bush. Para este conservadurismo israelí que sale reforzado de las elecciones, tienen plena vigencia e incluso adquieren todo el sentido las ideas fundamentales que animaron la última etapa política norteamericana. Los neocons propugnaban la resolución de los problemas de seguridad y de las amenazas terroristas exclusivamente por la fuerza militar, detestaban el multilateralismo y el consenso internacional, sorteaban siempre que podían a la ONU, y se sentían especialmente confortables con la idea del destino manifiesto de Estados Unidos -una forma de providencialismo muy próxima a la de pueblo elegido-, y del excepcionalismo americano, esa peculiaridad histórica a la que muchas naciones se acogen para permitirse aventuras fuera de toda norma.

Su aproximación a la cuestión palestina no podía ser más reduccionista. La paz pasaba por la victoria en su Guerra Global contra el Terror y no daban la menor importancia a la herida que supone el éxodo y la reivindicación palestina para todo el mundo árabe y musulmán. Lo máximo que podían conceder era la desconexión tal como la imaginó Ariel Sharon, una retirada unilateral de una parte de los territorios ocupados, acompañada de la construcción de una valla de alta seguridad y del mantenimiento de numerosos puestos de control y vigilancia en territorio palestino. En estos términos cabía admitir incluso la futura creación de una entidad equivalente a un Estado para los palestinos. Pero Bush la imaginaba como resultado de una negociación bilateral y desigual entre palestinos e israelíes, en la que Estados Unidos no iba a jugar como antaño de árbitro leal ni iba a implicarse a fondo como se hizo en época de su padre y de Clinton.

Todo esto es ya parte del pasado. Por más que se critique a Obama por su simpatía hacia Israel, nada será como antes. La sumisión de Bush a Sharon y a Olmert no tendrá nuevas réplicas. Washington va a implicarse a fondo. Los documentos que se deslizan en la mesa del presidente llevan títulos como el que le ha puesto un think tank liberal: "Restaurar el equilibrio. La estrategia sobre Oriente Próximo para el nuevo presidente" (Brookings Institution). Hay un camino a la derecha, que incluye a Lieberman en el Gobierno, pero lleva una trayectoria de directa colisión con Barack Obama. Por eso sería mejor que esta vez Israel curara su síndrome del caracol y tomara el camino del centro, el de la gran coalición. Quizás será en algún momento el camino de la paz. Quizás, inch'ala.

 

(Mañana publicaré la tercera y última parte de 'La tragedia de Nixon', el texto donde comento la película 'El desafío. Frost contra Nixon')



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16 de febrero de 2009
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La guerra y el lupanar

En estas reflexiones he presentado a menudo al Narrador de la Recherche como paradigma de una actitud heroica en la que la necesidad de la subordinación de la propia vida a la tarea artística constituye una suerte de axioma. Por eso resulta interesante esta visita al lupanar en la noche de guerra en un país cercado. Los versos de Paul  Morand enfatizan el hecho de que esta bajada a los infiernos morales acentúa la radicalidad del protagonista en su exigencia creativa. Yo quisiera poner de relieve también el aspecto más convencional. Sin duda Marcel Proust es un frecuentador de burdeles en los que, satisfaciendo o no una pulsión, sí es seguro que extrae a posteriori una enseñanza. El aspecto redentor reside aquí. Si Proust fuera un mero observador (como, desgraciadamente para él, lo es de la guerra) no regresaría de los sótanos con esos ojos cansados a los que alude Morand. Los sótanos, simplemente no serían los de su alma. No habría redención ni bondad.

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16 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Historias de cronopios y famas

Ya no nieva como entonces, como hace una semana. Ahora, del cielo te caen los clavos. Hemos pasado de una postal simbolista a un bolero social. Nunca seremos Suiza. Nunca escribiremos como Ramuz. Aún diría más, nunca seremos Cortázar. Como nieva menos, nos conformaremos con ser cronopios de ninguna parte, un cruce de madrileños y barceloneses, porteños y parisinos, un suponer. Las mejores ciudades son ciudades de libro. Ciudades que existen porque alguien ha sabido imaginarlas. Borges se inventó ciudades, mundos y nació en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires. Lo conocí en Madrid, bajo la cúpula del hotel Palace y rodeado de escritores; entre otros, Cortázar. Borges parecía el abuelito cronopio. Ahora le vuelvo a ver en esa ciudad, en ese lugar que ya parece mitológico por recuerdos de tantos cronopios que allí bebieron. ¿Dalí sería cronopio o fama? Cronopios o famas han vuelto al bar del Palace fotografiados por Jordi Socías, cronopiazo barcelonés, segoviano y madrileño.

Nunca seremos Suiza. Como nieva menos, nos conformaremos con ser cronopios de ninguna parte, cruce de ciudades

No fue mi único cronopio barcelonés/madrileño de la semana, me tocó pasear la noche madrileña y comprobar que mantiene las distancias con las famas, incluso con las esperanzas. Lejos del "don apacible", lejos del cielo de Terenci y Vázquez Montalbán, lejos de su Barrio Chino, en el centro más diabólico de Madrid, la escritora y periodista llamada Maruja Torres nos demostró que está más preparada para la ironía que para la seriedad de los velorios. Confundió una cena de altos cargos del Partido Popular con un velatorio castellano. Se asustó y regresó a su ciudad.

Los cronopios, ya se sabe, son muy despistados. Tanto como para perder una escultura de Serra. ¿O el ladrón no fue un cronopio? Yo, por si atacan de nuevo, antes del viaje al país Arco, quise tocar las toneladas de hierro en el Museo Reina Sofía. ¡Menos mal que la escultura sí le gusta al nuevo y peleón director del Reina Sofía! Pronto la gran exposición de otro cronopio a la madrileña, a la cosmopolita, que se llamó Juan Muñoz. Llegará con la primavera, en plena crisis y lejos de las ferias. La cosa está tozuda, aunque irreal; también los artistas, galeristas y demás aristas del negocio del arte se niegan a reconocer la crisis. No bajan precios. Arrieritos somos, el lunes de cierre y balance nos veremos.

Veinticinco años sin Cortázar, sesenta años con Sabina y seguimos buscando el destino de las explicaciones. Ésas que se amontonan en algún basural madrileño. Algún día también habrá que explicar el basural. Todavía conozco cronopios que siguen creyendo que un periódico es mucho más que unas hojas impresas que sirven para empaquetar medio kilo de acelgas. Yo también. Y sigo dando vuelta al día en ochenta mundos, con la melancolía de las maletas y el recuerdo de otro cronopio llamado Darwin.



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16 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El relojero

La focalización de la atención es importante para el joyero, el cirujano o el jugador de ajedrez pero para hacerse cargo de una coyuntura social, como la presente, la concentración en un factor -como la economía- deja ciegos para conocer los elementos que bullen en todas las demás dimensiones y forman con su interacción la cualidad y categoría del fenómeno. Los economistas son muy propensos a explicar lo que ocurre en términos económicos, como parece natural. Pero por natural que parezcan sus explicaciones son ante todo artificiales. Son el artificio de reducir la complejidad a la simplicidad y el decisivo valor de las interacciones de todo tipo a las interacciones supuestamente definitivas del mundo económico. Podría decirse: quien tenga ojos que vea. Podría decirse que en el nuevo conocimiento que la red permite mediante la participación de actores múltiples debía procurar una óptica onicomprensiva en cuyo interior lo económico fuera un factor entre muchos, una neurona en la neurología, una hormona individualizada, en el odio, el miedo, la perspectiva o la desesperación.



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16 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El dilema del hombre blanco

Sólo a mí se me ocurre llevarme para las vacaciones una novela llamada Desgracia.

          Nunca había leido nada de J. M. Coetzee, dos veces ganador del Booker (una de ellas por Disgrace, si ir más lejos) y premio Nobel 2003. La cuestión es que pasé por la librería del barrio en busca de un libro para mi hija, me crucé con Disgrace y la combinatoria adecuada (los mencionados laureles, la anécdota atractiva que glosaba la contratapa y unas primeras páginas promisorias, leidas de parado) terminó determinando la compra.

          Fue una buena decisión. Aunque Disgrace arranca como esas novelas de Philip Roth que me interesan tan poco -hablo de aquellas con profesor universitario de libido inflamada que mete la pata más temprano que tarde-, enseguida da un viraje que la lleva a territorios más interesantes. Después de perder su trabajo en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, el profesor David Lurie elige tomar distancia del escarnio, instalándose en la finca que su hija Lucy lleva adelante en el interior del país. Lo que allí ocurrirá (que no revelaré, puesto que les estoy recomendando el libro) empuja el relato a las zonas inquietantes que tanto me gustaban de los primeros filmes de Peter Weir, como La última ola y Picnic at Hanging Rock. (¿Habrá influido en Coetzee la adopción de la ciudadanía australiana que Weir ostenta de nacimiento?) Quiero decir: relatos que, a partir de la oportunidad que presentan sociedades post-coloniales como las de Sudáfrica y Australia, dramatizan la precariedad del concepto de civilización.

          Weir apuntaba a la debilidad en los cimientos de nuestro edificio racional, en un mundo que los socava cada vez más en los hechos (¿o no parece estar nuestro destino sometido a fuerzas más allá de todo control?) de modo que parece conectar mejor con las explicaciones míticas (de ahí la revitalización de tantas religiones y el surgimiento de tantos cultos) que con las pretensiones de Descartes. Coetzee suma a esos ecos los políticos y sociales, inevitables en un país que, como Sudáfrica, ha visto sacudido su statu quo desde la raíz en los últimos años.

Lo cierto es que Disgrace vale la pena. Está escrita con una prosa cortante, su relato seduce y es perturbadora. Ya estoy pensando cuál será la próxima novela de Coetzee que me voy a comprar...



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16 de febrero de 2009
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Dios ha vuelto para quedarse

A medida que la ruina avance como avanzaba antaño la peste (¿o acaso creíamos que eso sólo sucedía en épocas llamadas "oscuras"?), irá espesando la nube de opio populista. Y menos mal, porque, o se le droga un poco, o de repente el llamado pueblo deja de ser esa tediosa ficción de los nacionalistas y se convierte en una fiera a la que arroba ver el mundo en llamas.

    No hay como Dios para mantener distraído al personal que, o bien ya no le tira, o bien ya le rebasa el sexo. Dejemos por lo tanto a la juventud jadeando en el baño turco, con sus turgencias y sus tórridos vapores, y a partir de los treinta que se entretengan con Dios. No parece ser otra la razón por la que Berlusconi, que conoce y comparte las bajezas del populus, ha montado el Circo de la Muerte. El espectáculo necrófilo en cuyo ruedo el Vaticano ha exhibido los colmillos, la crueldad, el sadismo, el desprecio de la vida que esconde bajo espesos faldones, nos tiene a todos entretenidos. ¡A mí también, como ven! Porque lo decisivo es que desconectar el ovillo de carne en que se había convertido la joven de las fotos no debería llamarse "eutanasia" sino "caridad cristiana". Es la ínsita malignidad de los prelados la que ha ocultado lo elemental: que Jesucristo la habría desconectado.

    Y he aquí que los autobuses también se adornan con Dios. En uno de sus certeros artículos se reía Ana Nuño de los actuales ateos comparados con, por ejemplo, el Bertrand Russell de Por qué no soy cristiano (¿hay edición en el mercado?). Para el otro autobús, el de los creyentes, cabría citar al soberbio Unamuno, por ejemplo, el que se ríe de los ateos en Contra esto y aquello, por fin reeditado en la ineludible Biblioteca Castro. Ateos y creyentes tan insustanciales como ese Berlusconi hinchado de nada y hedor. Ateos y creyentes cuya argumentación cabe en un anuncio de autobús.

    Desconfíen. Siendo Dios un mero (o puro) sentimiento íntimo (como la patria, por cierto), su uso externo y sobre todo su usufructo institucional esconde siempre un jugoso negocio para obispos y raposos de banderita.

Publicado el sábado 14 de febrero de 2009.

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16 de febrero de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un nuevo sentido

Rafael Argullol: La imaginación es, pues, la capacidad de crear mundos imaginarios, creados desde una posición clásica del cuerpo. Una posición clásica de lo que podríamos llamar los cinco sentidos.
Delfín Agudelo: Sin embargo, la capacidad misma de la imaginación es, adicionalmente, embarcarse en nuevas dimensiones sobre cada uno de los sentidos: buscar extensiones, mejorías, y de esta manera la contemplación de un antiguo modelo de un sentido vital se examina de nuevo. Nos enfrentamos, pues, a un nuevo cuerpo.
R.A.: Creo que lo que ha ocurrido en las últimas décadas, sobre todo en la última década, un poco a remonte de lo que han sido las grandes transformaciones tecnológicas, es una variación de la cartografía misma del cuerpo o de la posición del cuerpo y de los sentidos. Fijémonos que eso tiene su paralelismo en algo muy importante en la ciencia. También en estas últimas dos décadas la revolución microcósmica -es decir, el microcosmos dentro de la variación macrocosmos/microcosmos- ha sido vital: la gran revolución se está construyendo no en el espacio exterior sino en el interior; los genes, los átomos, las neuronas, todo lo que tiene que ver con la nanotecnología, la robótica y la nanología, que juntas son un mundo de lo microcósmico. El mundo de lo microcósmico es algo que tiene que ver no con el cuerpo sino con lo que está en el interior del cuerpo. Me da la impresión que la gran revolución que se ha producido y que afecta de manera radical a nuestras ideas acerca de la ficción y lógicamente también las de la realidad, es que se ha revolucionado o subvertido la posición del cuerpo y los sentidos de una manera visceral: la posición del sentido que tradicionalmente ha sido más rapaz, que es el ojo. En Orwell, en Paracelso o Coleridge, se partía de la idea tradicional del ojo. Nosotros ya no partimos de la idea tradicional del ojo, somos la consecuencia de unas generaciones humanas que hemos hecho estallar el átomo; por tanto hemos bombardeado lo más pequeño, estamos realizando operaciones de microcirugía que recorren el interior del cuerpo, que estamos operando en todos los sentidos del propio ojo,  que además hemos producido máquinas que significan extensores de los distintos sentidos pero que quizás diríamos de los cinco sentidos tradicionales, nuestra tecnología, el sentido que más ha revolucionado es el ojo. En el tacto hemos mejorado, evidentemente, hemos hecho extensiones del olfato, también del oído, podemos llevar a percepciones ultrasónicas, pero lo que se ha sometido a la revolución mayor ha sido en el ojo, el terreno de la ciencia y en el terreno de las repercusiones populares de la técnica a través de la realidad virtual y de la televisión, a través de los videojuegos etc.



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16 de febrero de 2009
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