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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Soy un asesino. Leo poesía

 

 

 

Estoy de vacaciones pero no puedo dejar de matar. Soy un asesino. Me gusta dar muerte a otros seres. Lo hago con mucha frecuencia pero en días de vacaciones aumenta mi instinto asesino. Lo hago a traición, por la espalda, con premeditación, alevosía, nocturnidad o a pleno sol. Esta misma mañana he matado a unos cuantos. No han sido muertes lentas como otras veces. Bueno, una sí, ese negro tan gordo ha tardado lo suyo en morir. Ese rastrero volador me ha dado más guerra de la prevista. Es realmente asqueroso. Lo más parecido a una cucaracha voladora. He tenido que aplicarle doble ración de insecticida. Mucho más que a las abejas, moscas, hormigas, arañas y otros seres que pueblan mi jardín de verano. ¡Y no se conforman con el jardín! No, este gordo negro estaba en la ventana trepando, emitiendo su horrible manera de zumbar, golpeándose de vez en cuando contra el cristal, tapándome la vista y despistándome de mi lectura. Podía haberle dejado escapar pero, la verdad, ya me había conseguido sacar al asesino que habita dentro de mí. Le he visto morir despacio, he comprobado como sus feas patas dejaban de moverse, sus alas se replegaban y su cuerpo parecía empequeñecer. Ahí está, boca arriba. Lo tendré que retirar. No es un plato de gusto pero alguien se tiene que encargar de los trabajos sucios.

Yo seguiré leyendo a mi querida Emily Dickinson:

"Compártela como hacen las abejas,

frugalmente.

La rosa viene a ser una heredad

en Sicilia."

 

"La mariposa un día habrá de ser

polvo lleno de gloria; pero nadie

va a poder recorrer las catacumbas

igual que la purificada mosca"

Parece que los poetas nunca hubieran matado una mosca. Tampoco me fío de la vida de la Dickinson... No tuvo buena vida, ni buena muerte. Murió bastante joven, con cincuenta y cinco años y aparentando treinta, eso no está nada mal. Pero murió con la velocidad de un caracol. Eso está fatal. Su poesía nunca morirá, eso es lo mejor.

"No hay ninguna fragata como un libro

para llevarnos a lejanas tierras,

ni hay caballos mejores que una página

de piafante poesía.

Pueden hacer el viaje los más pobres,

no se pagan portazos,

porque no necesita casi nada

la carroza que lleva al alma humana"

Los insectos no leen a Emily Dickinson

 



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27 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Amados

Amar, amar, amar. ¡Cuántos destrozos cabe provocar con este impulso! De ser amados sin más no obtenemos sino un rancho, a menudo tan empachoso e indigesto como insulso. El amor no logra  proporcionar el sabor de la felicidad sin el conocimiento, la inteligencia y una voluntad bien afinada. Lo demás son papillas farmacéuticas.



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27 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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'Locus amoenus'. Antología de la lírica medieval de la Península Ibérica

La lírica es una forma de expresión que continúa dando muestras de una espléndida vitalidad. Una de las muchas pruebas de ello es el hecho de que durante estos últimos meses hayan coincidido en las librerías españolas tres muestras de tan hondo calado como pueden ser el volumen dedicado a los Manrique (Fundación Castro), los 1.000 Años de poesía europea (edición de Francisco Rico para Backlist) o este Locus Amoenus que ofrecen ahora Carlos Alvar y Jenaro Talens en Galaxia Gütenberg. Tres verdaderas joyas y otros tantos motivos para felicitarnos de que, a día de hoy, haya gente contemporánea que sigue haciendo posible disfrutar del legado dejado por unos antepasados que en cierto modo también son nuestros contemporáneos. O al menos muy próximos y solidarios porque, novecientos años después, sus sentimientos siguen siendo los nuestros. Ellos ya pasaron por aquí y, lo dicen con su canción, también hay lugar para el gozo.

                Jenaro Talens, catedrático de Literatura Hispánica, traductor y poeta, y Carlos Alvar, Catedrático de Literatura Española medieval y del Renacimiento, y también traductor, ofrecen una copiosa antología de la lírica medieval producida en España entre la desaparición del Imperio Romano y la eclosión del Renacimiento. Todo un viaje que empieza con la poesía amorosa latina conservada en el Cancionero de Ripoll y que luego sigue con muestras de la poesía árabe, poseedora ésta de una imaginería límpida y certera pero del todo ajena a la tradición grecolatina: "¡De cuántas casas fui la lluvia durante la sequía!", exclama el guerrero malherido y cuyo único consuelo frente a la muerte que está arrancándole el alma es que dentro de ésta siente "un amor que hace más llevadero verse privado de la vida". Es decir, lo mismo solo que dicho de forma diferente. El paso sucesivo a la poseía hebrea, mozárabe, provenzal, galaico-portuguesa, catalana y castellana (que constituye el grueso de la antología, aparte del hecho de que todas las demás lenguas han sido traducidas al castellano) constituye un fascinante recorrido por la otredad y permite hacerse una idea muy exacta de lo que debía ser la Península Ibérica antes de que se impusiera el invento de esa entelequia escondida tras el término España. 

                La imagen de variedad y riqueza que transmite este Locus Amoenus es tanto más meritoria cuanto que al hablar de esas ocho lenguas localizadas en un espacio común, y en algunos casos contemporáneamente, suele utilizarse la palabra "coexistencia", la cual, a su vez, sugiere la idea de "pacífica". Coexistencia pacífica. Pero nada más lejos de la realidad. No es preciso evocar aquí el largo y sangriento contencioso entre moros y cristianos. Ni la proverbial tendencia de los hebreos a entrar en conflicto con los pueblos que los acogen en su diáspora, o el interminable rosario de alianzas y traiciones que se desgrana de la historia de las naciones.  Pero curiosamente, incluso en una situación de conflicto y cohabitación forzada o contra natura, el ser humano ha dado muestras sobradas de su capacidad de superación y su espíritu creativo, y ahí están aquellos catalanes haciendo uso de la lengua de oc, de los castellanos rimando en gallego, los portugueses expresándose en castellano, o, escándalo de los escándalos, un hebreo educado por los árabes (Moshé ibn Ezrá) que escribía poesía en hebreo pero utilizando la métrica y la imaginería habitual árabes. Aunque no es menos escandaloso  el ejemplo de aquellos grandes señores castellanos que al empuñar la pluma desdeñaban la lengua que hizo grandes a Ovidio o Cicerón en favor del habla tosca y rudimentaria que usaban sus vasallos y sus soldados.  Obviamente, quienes así obraban no sólo no pusieron en peligro la conservación de la tradición de Occidente sino que sentaron las bases para que, no mucho después, gente como Cervantes o Santa Teresa pudiesen decir lo que tenían que decir.

                Como señalan los propios autores en el prólogo "toda aproximación a la poesía hispánica medieval debe asumir que las varias e irreductibles líneas de fuerza que la atraviesan no pueden ser integradas en un universo unitario y todo intento de articular lo diferente como variante de una cierta multiplicidad de lo mismo no hace sino perpetuar una prioridad jerárquica, que, no por casualidad, corresponde a quien está en uso de la palabra". Por si alguien la necesitaba, este libro es una prueba más de que el Espíritu tiene sus propias vías de expresión y que tratar de confinarlo a una sola lengua es inútil, con la particularidad de que si esto que digo es cierto seguirá siéndolo si en lugar del castellano recurro al euskera, al gallego, al catalán o al bable.

 

Locus amoenus
Antología de la lírica medieval
de la Península Ibérica
Edición bilingüe de Carlos Alvar y Jenaro Talens.
Galaxia Gütenberg

 

 



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27 de julio de 2009
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La mala pinta

Ahora ya sé que soy el vivo retrato de un delincuente que anda suelto. La trama de este ‘thriller' vivido por mí en Madrid a lo largo del último mes se desarrolla, en dos capítulos sólo (de momento), del modo que relato a continuación. Capítulo primero. Salí de casa un sábado, a media mañana, con la  -en estos tiempos que corren- benéfica intención de comprar los periódicos, dos ese día, el ABC y El País. Como hacía calor y el quiosco de prensa está a cien metros de donde vivo, he de confesar que bajé ligero de ropa, dentro de los límites de la decencia que mi edad y mi timidez me imponen: sandalias de piel vista con los dedos fuera, camisa, no muy escotada, de manga corta, y pantalones también cortos del tipo bermuda, que son los que rara vez llevo por la ciudad pero sí para andar por casa. En los bolsillos, el dinero justo de los periódicos y las llaves. Iba, he de reconocerlo igualmente, un poco ‘zombie', cosa en mí natural hasta que me restauro, con métodos caseros, preparándome a conciencia, diariamente, el desayuno, que no puede ser -por otra parte-  más recomendable: zumo de naranja exprimida a mano, ensalada de frutas, café con leche baja en calorías.

    Pues bien, nada más salir de mi portal, dos policías nacionales se me acercaron muy agitados, uno de ellos a la carrera, y me dieron el alto. El bajo de la pareja, el que no había corrido, me deseó los buenos días antes de pronunciar la frase ritual: "Documentación, por favor". Documentación. La palabra se ha hecho muy amplia, y abarca campos que van desde la ofimática a la informática, pasando por las artes visuales. Pero como yo, pese a ir ese sábado en bermudas y sandalias con medio pie al desnudo, soy un hombre de mi tiempo, y mi tiempo es largo y trascurre una buena porción de años por la dictadura, enseguida supe que la documentación que me pedían esos dos guardianes del orden no era ofimática sino, por decirlo a la antigua usanza, política. El franquismo fue el reino de la documentación obligatoria, y hay todo un repertorio (debidamente documentado en libros y películas) de situaciones en las que uno era requerido taxativamente a mostrarla: en ferrocarriles y estaciones, en bares de dudosa reputación, de noche y también de día. La frase "llevar el carné en la boca" hizo fortuna en el refranero de lo siniestro.

   "No la llevo", les dije a los policías poniendo mi cara menos facinerosa. "No la lleva... ¿Y no lleva usted el carné de conducir o cualquier otro documento que acredite quién es?". No lo llevaba, el primero porque no lo poseo, y el segundo porque su naturaleza filosófica no he llegado del todo, a mi edad, a dilucidarla. "Sólo voy a por el periódico. Vivo en ese portal. Si quieren ustedes subir a comprobarlo...". Ese día me dejaron ir, con una leve amonestación, pero hay, como he anunciado, un segundo capítulo en mi novela negra, que repite la situación, la pregunta, la respuesta, aunque no la vestimenta. El jueves de la semana siguiente iba de largo, con unos pantalones deportivos que me suelo poner cuando voy a nadar  -mis hábitos, como ven, tienden a lo saludable-  en la piscina de un gimnasio municipal próximo a mi domicilio. Hacía fresco esa tarde, e iba de manga larga, si bien (y este dato no lo revelé, por temor al escándalo, a la autoridad), debajo de los pantalones deportivos sólo llevaba un bañador. Ese capítulo, por trillado que le pueda parecer al lector, resulto el más emocionante de los dos. La carencia de mi ‘dni', siendo grave, no era lo más grave. "¿Usted es de aquí?". "¿De Madrid? Pues realmente no, aunque llevo viviendo aquí, y en esa misma casa que ves ustedes ahí, casi treinta años. Nací en Elche." Oír Elche y no Las Barranquillas aligeró un poco la tensión (que ya empezaba a mascarse, como los carnés de antaño), pero los policías siguieron escrutándome el rostro, en particular uno de ellos, que conmigo no parecía tenerlas todas consigo. "Es que, verá, estamos buscando a alguien que es casi igual a usted, de cara. Un hombre peligroso. Un criminal extranjero". Fui reconvenido, más severamente que la primera vez, y continué mi camino al gimnasio, donde me zambullí, con mi bañador reglamentario, en las aguas olímpicas.

    La historia no tiene desenlace pero sí apología. Todos queremos vivir seguros y tranquilos en nuestras ciudades, y Madrid no siempre lo pone fácil. El terrorismo, el carterismo, el tráfico (tanto el semoviente como el estupefaciente). La policía cumple una misión y seguramente la cumple bien en la mayoría de los casos. Pero desde esos dos días en que fui interpelado por mi atuendo y por mis rasgos quizá un tanto alienígenas, no he podido dejar de observar, en el metro sobre todo, que la mala pinta es asociada en esas operaciones de identificación  -cada vez más frecuentes ahora-  con los que parecen ser de fuera. Aunque sean de Elche.

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27 de julio de 2009
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Ciudad y jardines

Así todas las flores de nuestro jardín y  las del parque de Monsieur Swann y las ninfeas del río Vivonne, y las buenas gentes del pueblo, y sus pequeñas casas y la iglesia y todo Combray con sus alrededores, todo ello bien formado y sólido, surgió, ciudad y jardines, de mi taza de té. (I, 47) 

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27 de julio de 2009
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II. Recuerdos de la muerte

Un cura norteamericano que había bajado esa mañana de un barco en el puerto de Corinto para conocer León y estaba ya en la calle auxiliando a los heridos, detuvo a Fernando en su locura. Alguien me gritó al verme asomado al balcón que llamara a una ambulancia,  y como la empleada me informaron que no había teléfono en el restaurante, bajé a la calle para ayudar a transportar a los heridos al hospital a como fuera. Empezamos entonces a forzar las puertas de los vehículos estacionados, y cuando ya alguien estaba al volante del taxi más a mano quisimos entre varios a levantar a uno de los caídos.

El cuerpo estaba de espaldas pero reconocí a Erick Ramírez,  mi compañero de banca, a quien habían rapado el pelo en la ceremonia de novatos, igual que a mí. Venía del pueblo de El Viejo y tenia diecisiete años, como yo. En su espalda  se abría un orificio no más grande que el ojal de una camisa, del que no manaba sangre. "No te aflijás que te vamos a llevar al hospital", le dije al oído, pero cuando lo alzamos descubrí que tenía desflorado el pecho en un gran boquete. Fueron cuatro los muertos, y más de sesenta heridos.

 Lo llevamos al hospital en el taxi, y en la morgue estaban ya sobre las losas de azulejos los otros tres cadáveres. Empezaron a ser desnudados para lavarlos después con una manguera, y entonces desviscerarlos y zurcirlos porque debían viajar lejos, hacia sus pueblos natales, de donde habían llegado también de la mano de sus padres, tenderos, agricultores, empleados públicos, peritos mercantiles, abogados.

Nunca más olvidé el olor a formalina de la morgue. Ese olor me enseña siempre que en mi vida los recuerdos de la adolescencia son los mismos recuerdos de la muerte, y nunca hallo otra cosa en que poner los ojos. Pasé a verme a partir de entonces como un sobreviviente, y mis compromisos para siempre los adquirí esa tarde en que el paisaje cambió para siempre.

Aquel día  de hace medio siglo es el más memorable de mi vida. Ni siquiera el día del triunfo de la revolución en otro mes de julio, veinte años después, es tan memorable como aquel. Un recuerdo persistente del olfato, un olor y un recuerdo de la muerte.

 

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27 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Clásicos con contraindicaciones

Ya que estábamos hablando de la necesidad, pero ante todo del deseo de conversar sobre libros… Hace unos días, en un blog que no recuerdo del todo (mea culpa, todavía ocurre que a veces uno recuerda contenido y no continente), le proponían a los internautas una lista de clásicos de esos que figuran en casi todos los cánones y que sin embargo, de acuerdo al autor, convendría saltearse para dedicar el tiempo a mejores cosas –o cuanto menos, a mejores libros.
    La inclusión de Cien años de soledad entre esos títulos sorprenderá a los hispanoamericanos. (Aunque por supuesto, no a todos de manera negativa: hay mucha gente que la considera ilegible y se pierde en la maraña de Buendías a las veinte páginas.)
    Pero hay que decir que el listado de clásicos-a-evitar es impecablemente democrático, viniendo de un periodista y crítico norteamericano que de acuerdo a su confesión promedia los treinta años: entre aquellos muñecos a los que descabeza están Don De Lillo (cuya novela White Noise sería ‘una crítica social con la profundidad y el insight del adolescente promedio’), William Faulkner (Absalom, Absalom estaría llena de ‘frases diarreicas que no hacen más que llamar la atención sobre su ornamentación sobrecocida’), Cormac McCarthy (de quien se confiesa fan, pero no en el caso de The Road), John Dos Passos (por la trilogía USA), Jack Kerouac (por On the Road) ¡…y hasta tiene el tupé de meterse con Charles Dickens! (OK, OK, concedo que Historia de dos ciudades está lejos de ser el mejor de sus esfuerzos…)
    Respecto de la novela de García Márquez, la define como “una fábula larga, sinuosa que procede siempre al mismo ritmo” y destaca el hecho de que todos los que la aman parecen personas carentes de humor.
    Por supuesto, esto es discutible –y esa es la gracia.
    Por eso mismo el periodista invita a los lectores a dejar sus comentarios para “secundar estos sentimientos o decir que estamos locos, y para compartir sus propias sugerencias”.
    Como –insisto- copié el texto de aquel post pero no su procedencia, los invito a hacer lo propio aquí. ¿Qué libros sagrados agregarían ustedes a esta lista de mucho-prestigio-pero-pocas-nueces?



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27 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Problema de hombres

Veo en las encuestas que la violencia contra las mujeres es el asunto número catorce en las preocupaciones de los españoles, pese a que todos los meses se cuenten con los dedos, y desgraciadamente falten dedos, las mujeres asesinadas por quienes se creen sus dueños. Veo también que la sociedad, en la publicidad institucional y en distintas iniciativas cívicas, asume, es verdad que a poco, que esta violencia es un problema de los hombres y que son los hombres los que tienen que resolverlo. De Sevilla y de la Extremadura española nos llegaron, hace algún tiempo, noticias de un buen ejemplo: manifestaciones de hombres contra la violencia. Ya no eran sólo las mujeres las que salían a la plaza pública protestando contra los continuos malos tratos infringidos por los maridos y compañeros (compañeros, triste ironía ésta), que, si en muchísimos casos adoptan el aspectos de fría y deliberada tortura, no retroceden ante el asesinato, el estrangulamiento, el apuñalamiento, la degollación, el ácido, el fuego. La violencia desde siempre ejercida sobre la mujer encuentra en la cárcel en que se transforma el lugar de cohabitación (hay que negarse a llamarlo hogar) el espacio por excelencia para la humillación diaria, para la paliza habitual, para la crueldad psicológica como instrumento de dominio. Es el problema de las mujeres, se dice, y eso no es verdad. El problema es de los hombres, del egoísmo de los hombres, del enfermizo sentimiento posesivo de los hombres, de la poquedad de los hombres, esa miserable cobardía que les autoriza a usar la fuerza contra un ser físicamente más débil y al que se le ha ido reduciendo sistemáticamente la capacidad de resistencia psíquica. Hace pocos días, en Huelva, cumpliendo las reglas habituales de los mayores, varios adolescentes de trece y catorce años violaron a una chica de la misma edad y con una deficiencia psíquica, tal vez porque pensaron que tenían derecho al crimen y a la violencia. Derecho a usar lo que consideran suyo. Este nuevo acto de violencia de género, más los que se han producido en el fin de semana, en Madrid, una niña asesinada, en Toledo, una mujer de treinta y tres años muerta delante de su hija de seis, debían sacar a los hombres a la calle. Tal vez cien mil hombres, solo hombres, nada más que hombres, manifestándose en las calles, mientras las mujeres, en las aceras, les lanzan flores, podría ser la señal que la sociedad necesita para combatir, desde su seno y sin demora, esta vergüenza insoportable. Y para que la violencia de género, con resultado de muerte o no, pase a ser uno de los primeros dolores y preocupaciones de los ciudadanos. Es un sueño, es un deber. Puede no ser una utopía. (El teléfono en España para denunciar los malos tratos es el 016)



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27 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Voces no tan distantes

Esos dos hombres nacidos en 1916 que han venido a morir en las mismas fechas no debieran en principio tener muchas cosas que decirnos, si se hace abstracción, lo que ya no es poco, de su celebridad. Uno, el presentador de informativos más famoso de la historia de la televisión; el otro, el más destacado y polémico secretario de Defensa de Estados Unidos. Ambos, personajes prototípicos de la América dominadora y combatiente de la Guerra Fría, perfecta expresión de la meritocracia americana y de su ascensor social, tan bien engrasado para los blancos y todavía hoy tan achacoso para los negros. Ambos también emblema de una época, de sus enormes esperanzas y de sus terribles desengaños, que bien pudieran sintetizarse en dos acontecimientos que ambos vivieron muy estrechamente, como son la aventura espacial del Apolo XI que llevó el hombre a la luna y la guerra de Vietnam, la catástrofe bélica cuyas heridas morales todavía se perciben en la sociedad americana.

A pesar de sus distintas biografías coetáneas y de los hechos que protagonizaron y presenciaron, de estos ancianos nacidos en la segunda década del siglo pasado, enfilando el centenario cuando les ha llegado la muerte, nos debieran llegar unas voces distantes para las nuevas generaciones, con pocas cosas que contar y decir a quienes empiezan ahora mismo a inte3resarse por el periodismo, la política y la historia. Pero no es así, y por eso he querido escribir esta especie de doble necrológica, en honor de Walter Conkrite y Robert MacNamara, fallecidos respectivamente los pasados 17 y el 6 de julio, y según mi parecer voces bien próximas respecto a muchos de los problemas de este siglo XXI, aun siendo tan características del siglo XX. La de Walter Conkrite nos habla con nitidez sobre la credibilidad del oficio de periodista, el esfuerzo de ecuanimidad, la capacidad de transmitir confianza a los ciudadanos. Otro gran periodista, también desaparecido aunque de una generación más joven, David Halberstam (1934-2007), en un artículo enormemente elogioso publicado hace casi un cuarto de siglo, destacó que Conkrite no era un escritor distinguido ni un gran entrevistador, pero tenía una gran capacidad de explicación y de síntesis, que convertían la actualidad en algo comprensible para los millones de telespectadores que le seguían. Conkrite representa lo mejor del periodismo del siglo XX y la credibilidad que obtuvo entre sus telespectadores nos recuerda ahora, a los periodistas del siglo XXI, la credibilidad que nos falta y la distancia sideral que se ha ido creando entre nosotros y los lectores. La voz de Robert McNamara es más trágica y quebrada. Es la de un triunfador derrotado. La de un hombre brillante, duro y preparado que ha tirado la toalla y perdido el control emocional en público en numerosas ocasiones. Su momento estelar fueron sus siete años al frente del Pentágono, en el momento de la mayor escalada de la guerra del Vietnam y de los bombardeos sobre Vietnam del Norte. Si la palabra que identifica a Conkriute es la credibilidad, la que corresponde a McNamara es el arrepentimiento. Arrepentimiento por una guerra perdida para Estados Unidos y arrepentimiento por los daños causados, los millares de muertes de soldados norteamericanos y de civiles y soldados vietnamitas. Todo el resto de su vida, desde 1968 cuando dejó el Pentágono, McNamara se ha dedicado a la penitencia, una mala penitencia, mal llevada y mal explicada, por sus pecados imperdonables. ?La niebla de la guerra?, filme de Errol Morris, forma parte de esta penitencia imperfecta, como su libro autobiográfico ?In Retrospect?, en los que intenta aparecer como partidario de parar la escalada de bombardeos sobre Vietnam o limitar la carrera nuclear, cuando todo lo que nos han contado los cronistas es exactamente lo contrario. McNamara encontró su salvación en el Banco Mundial, que presidió hasta su jubilación, en 1982; retrospectivamente en su protagonismo como directivo de Ford en la introducción del cinturón de seguridad que tantas vidas de automovilistas ha salvado, y sobre todo, en su militancia antibelicista, contra las armas nucleares y contra la guerra de Irak. También Halberstam emitió su juicio, esta vez sin piedad, respecto al antiguo secretario de Estado, al que retrata como un tecnócrata sin alma: ?McNamara nunca tuvo ningún interés en nadie que no fueran sus superiores?. Conkrite es la imagen misma de la seguridad, autosatisfacción y la buena conciencia del oficio de periodista en el momento culminante de su poderío y su influencia, que corresponde a los años previos al Watergate. El segundo, la de la vacilación, el remordimiento y la mala conciencia del civil que ha hecho la guerra y ha abusado de los medios para alcanzar unos fines que también eran erróneos. Si en la primera voz podemos escuchar una apelación a recuperar la moral del periodismo contemporáneo, en la segunda lo que escuchamos es un alegato contra esos políticos que declaran la guerra y la muerte sobre millares de civiles y luego regresan a su vida civil con el rostro imperturbable y la conciencia bien compuesta. (Enlaces, con los artículos de Halberstam sobre Conkrite y sobre McNamara, con el site oficial de ?The Fog of War? y con la transcripción del filme-entrevista).



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26 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Leche, agua y sombra

Las palabras de Raúl Castro el 26 de julio de 2007 fueron bautizadas por la población como el discurso de ?la leche?, por su llamado a elevar la producción láctea. En aquel otro -que hizo un año después- voló más bajo y sólo prometió la solución de los problemas del agua en la provincia de Santiago de Cuba. Todo parece indicar que su alocución de este domingo será recordada por la frase inicial ?estoy seguro de que ninguno de ustedes me puede ver, verán si acaso una sombra; ese soy yo?. El General no hizo ningún anuncio extraordinario, ni aludió al ramo de olivo que una vez dijo estar dispuesto a extender a la administración norteamericana. Tampoco detalló proyectos de futuro, ni medidas para salir de la crisis, mucho menos confirmó la celebración o no del sexto congreso del Partido Comunista. Apenas se limitó a informar sobre próximas reuniones de los órganos de gobierno, donde ?parece ser- se tomaran algunas decisiones. El sol holguinero encontró una plaza llena de pullovers blancos y rojos, presidida por un anciano orador sin mucho que decir. Los aplausos sonaban ausentes de entusiasmo y a través de la pantalla de mi televisor noté el deseo compartido de terminar, cuanto antes, con la formalidad de la celebración. Al regresar a casa, los miles de presentes en este acto habrán tenido muy poco que contar, como no fuera la travesura del contraluz, que hizo verse en penumbras a alguien que nunca ha brillado con destellos propios. Este ha sido el discurso de la ?sombra?, porque la claridad es algo que no pueden domesticar los autoritarios y que poco caso le hace a los uniformes militares. Tiene razón Raúl Castro: ya no podemos verlo, pues el crepúsculo que él representa carece ?desde hace mucho tiempo- de cualquier tipo de luminosidad. Click here to view the embedded video.



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26 de julio de 2009
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El Boomeran(g)
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