Sergio Ramírez
¿Hubo alguna vez una revolución? Nunca antes la riqueza ha estado peor repartida, ni han sido tantos los pobres que arañan en los basureros de Acahualinca sobrevolados por los zopilotes, o que recorren en bandadas las vecindades de los semáforos en las calles de Managua vendiendo de todo, desde animalitos expulsados de las selvas que retroceden ante la inclemente depredación de las mafias madereras, a bisuterías y artículos de contrabando, y que cuando cae la noche regresan a las barriadas de casas improvisadas con ripios y desechos de empaque, y que se multiplican a diario, con lo que la ciudad, lejos de las luces de los mágicos centros de compra, parece un enorme campamento de damnificados.
¿Y los ideales? Desaparecidos bajo un alud de desesperanza, de frustraciones, de confusión ideológica, de retórica vacía, y, otra vez, de olvido. El setenta por ciento de la población actual de Nicaragua no pasa de los treinta años, con lo que la memoria que los jóvenes tienen de la revolución es precaria; tampoco se enseña mucho sobre ella en las escuelas, y los juicios de quienes la vivieron siguen polarizados como antes. Un amanecer radiante para unos, la noche oscura para otros, según la frase acuñada por el Papa Juan Pablo II en su segunda visita de 1996 a Nicaragua.