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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Espido: Cambio de look

Espido Freire antes y ahora. Fuente: el mundo, elcultural Conozco a Espido Freire desde hace décadas -una amiga muy recordada con quien no me comunico hace años- y siempre que la veo, personalmente o en fotografías, me recuerda a uno de sus personajes: (ver esta fotografía) el rostro pálido, lánguido, los ojos grandes y oscuros, y sobre todo el pelo larguísimo y negro perfectamente dividido en dos. Enormísima ha sido mi sopresa al ver el cambio de look de Espido efectuado, según supe, a principios de este año: el pelo corto y rubio. La autora acaba de publicar la novela Hijos del fin del mundo (Imagine) Sobre la novela dice la nota en El Cultural: ¿Siente que "nació bajo el signo de una estrella errante"?Vasca, hija de gallegos, he vivido en cuatro países distintos y viajo veinte días al mes... yo diría que sí. Me siento extraña con la rutina, inmovilizada en un lugar o una idea.A pesar de tanto traqueteo, de tanto desplazamiento geográfico en su vida, ¿va sabiendo (o intuyendo) cuál es su lugar en el mundo?Tengo la suerte de haber sabido desde muy jovencita cual era mi lugar en el mundo. Mi patria son las palabras, y mi casa, mi propia cabeza.¿Cuál es la enseñanza más valiosa que le regaló el camino?Soy habladora y extrovertida, y durante el trayecto me obligué a ser silenciosa y callada. Descubrí mucho de los otros, y aún mucho más de mí. Pero la cabra tira al monte, y mi carácter volvió a ser el mismo cuando regresé.En algunas páginas de su libro parece justificar cierto resentimiento gallego hacia Castilla. ¿Es así?No, en absoluto. Es obvio que Galicia ha sufrido deforestaciones masivas, y que una inversión adecuada en sus recursos hubiera limitado la emigración de los últimos cien años. Pero no creo que exista un responsable único o geográfico de ello.



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31 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Telenovelas o realidades

Para Mariana y Paulo tomada de TDM Brasil Vale Todo (1988) Algún día se deberá  contar la historia de nuestras últimas décadas a partir de las telenovelas brasileñas que han pasado por la pantalla chica. Oiremos a los especialistas establecer paralelismos entre la cantidad de lágrimas derramadas frente a la tele y el grado de resignación o de rebeldía adoptado en la vida real. También será material de estudio la esperanza que nos creaba aquel sujeto ? de los culebrones televisivos- que lograba salir de la miseria y realizar sus sueños. En ese probable análisis tendrá que estar incluida, sin dudas, la tormentosa ficción de La esclava Isaura. Aquella mujer mestiza que escapaba de un amo cruel, paralizó nuestro país e hizo una vez que los pasajeros de un tren se negaran a abordarlo, quedándose en la estación mientras trasmitían el capítulo final. Incluso nos sirvió de fuente de analogías entre el esclavista que no le daba la libertad a su sirvienta y quienes actuaban como nuestros patrones, controlándolo todo. Por esos mismos años las amigas de mi madre se divorciaron en masa, guiadas por el independiente personaje de Malú, que criaba sola a una hija y no se ponía ajustadores. Llegó entonces el año 1994 y el ?maleconazo? obligó al gobierno a adoptar ciertas aperturas económicas, que se materializaron en habitaciones de alquiler, taxis privados y cafeterías por cuenta propia. En ese momento tuvimos cerca la trama de una producción carioca, que influyó directamente en la forma de nombrar las nuevas situaciones. Los cubanos bautizamos como paladar al restaurant regentado por gente común, al igual que la empresa de alimentos creada por la protagonista de Vale todo. La historia de una madre pobre que vendía comida en la playa y terminó por fundar un gran consorcio, se nos parecía a la de los recién surgidos ?cuentapropistas?, que habilitaban la sala de su casa para ofrecernos platos extintos décadas atrás. Después, las cosas comenzaron a complicarse y vinieron seriales donde campesinos reclamaban sus tierras, mujeres cincuentonas hacían planes de futuro y reporteros de un diario independiente lograban ganar más lectores. Los guiones de estos dramas han terminado por ser -en esta Isla- claves para interpretar nuestra realidad, compararla con otras y criticarla. De ahí que, tres días a la semana, paso frente a la tele para leer entre líneas los conflictos que rodean a cada actor, pues de ellos surgen muchas de las actitudes que mis compatriotas asumirán a la mañana siguiente. Tendrán más ilusiones o más paciencia, en parte ?gracias? o ?por culpa de? esas telenovelas que nos llegan desde el sur.



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31 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Schweblin en Lima

Afiche del taller dictado por Schweblin. Fuente: estruendomudo Mañana sábado la escritora argentina, la única que quedó bien parada del lío del book tour español de la Joven Guardia, Samantha Schweblin está aquí y presentará la edición peruanao (Estruendo Mudo) de su premiado libro de cuentos Pájaros en la boca en la FIL Lima 2009 mañana sábado. Pero también ha venido a hacer un taller literario. A continuación, les dejo la info que me envía Alvaro Lasso:Inicio de clases Lunes 3 de agostoInformes 996500868 (movistar) / 997472442 (claro) / 421*2167 (nextel) / tallerestruendomudo@gmail.com¿Dónde? Residencial San Felipe, Edificio Los Fresnos Dpto. 1004 - Entrada 1(Frente a la Clínica San Felipe, cuadra 7 de Gregorio Escobedo)Las clases serán 5: Lunes 3, Martes 4, Miércoles 5, Jueves 6 y Viernes 7 de agosto.Horario 6 a 8 pmCosto 250 soles* Estudiantes 20% de descuento



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31 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Llamada de amor indio (2)

“A través de personajes bien observados –sigue diciendo Johann Hari, en su artículo para The Independent-, quedan claras algunas transformaciones de este tiempo. Para nombrar sólo una, el cambio del poder del Oeste al Este toma forma humana, de modo que puede ser perfectamente entendido. El narrador de The White Tiger le escribe al premier chino Wen Jiabao: ‘No gaste su dinero en esos libros norteamericanos. Son tan del pasado. Yo soy el mañana. Este es el siglo del hombre amarillo y el hombre marrón. Usted y yo’. Aun así, mientras esperan por este nuevo mundo, Adiga muestra cómo la mayoría de los indios sigue trajinando, a sólo un traspié más de la indigencia. Como dice otro de sus personajes: ‘El rico puede cometer errores una y otra vez. Nosotros sólo cometemos uno y estamos listos’”.
    “Hubo un tiempo en el que parecía natural –incluso obvio– que los novelistas se metieran en sus sociedades y las describieran. Como dice el megavendedor Tom Wolfe: ‘Dickens, Dostoievski, Balzac, Zola y Sinclair Lewis asumieron que el novelista debe ir más allá de su experiencia personal y meterse en la sociedad como un reportero’. Dickens se metía constantemente en el “gran horno” de la noche londinense para dar testimonio de su eterna agitación. Emile Zola fue a las minas de carbón de Anzin para capturar ese oscuro, polvoriento mundo en Germinal. John Steinbeck compró un viejo camión y lo condujo para vivir en los campos de squatters, y le dio nacimiento a Las uvas de la ira. Graham Greene rastreó las dictaduras del Caribe y Latinoamérica antes de escribir novelas sobre ellas. George Orwell y Ernest Hemingway fueron a la Guerra Civil Española antes de cristalizar sus obras maestras sobre el tema. Hacer de reporteros no sofocó sus imaginaciones, más bien las fertilizó”.
    “A pesar de ello, hay muchos jóvenes y talentosos novelistas que parecen pensar que lo real, el abrumador mundo externo a sus estudios, es un tema vulgar, que debe ser dejado a los periodistas o a series de TV como The Wire. Prefieren escribir libros que rumian sobre lo epistemológicamente difícil que es para “La Novela” describir el mundo, o retraerse a narraciones del pasado lejano, o concentrarse en interminables historias de adulterio en la clase media. Ocasionalmente hacen un gran trabajo, pero dan ganas de sumergirlos en una protesta por el remate de casas, una visita al campamento de protesta por el cambio climático, la escena de clubes o cualquier otra cosa real y viva, para darles combustible a sus talentos”.
    “Gracias a críticos como Lionel Trilling y George Steiner, en los años ’50 se volvió popular decir que la novela realista era una forma muerta, que formaba parte de la aburrida pared de ladrillos del siglo XIX. El mundo es ahora demasiado rápido, demasiado caótico para ser capturado de esa manera. Pero ¿qué puede haber más rápido y caótico que una ciudad india en el nacimiento de la Era del Este, donde un esqueleto conduce un rickshaw en el que viaja un gordo que manda felices mensajes de texto a Nueva York? Adiga hace parecer que la novela realista fue diseñada precisamente para describir esta yuxtaposición, en sólo un día. Cuando está escrita con habilidad, la novela realista es siempre... real”.
    “Wolfe, uno de los grandes campeones de la novela periodística, advirtió una década atrás: ‘La novela estadounidense está muriendo no de obsolescencia, sino de anorexia. Necesita comida. Necesita novelistas con gran apetito y ardiente sed por Estados Unidos, como está el país justo ahora’. Decía que debería ser ‘una revolución no en el contenido, sino en la forma’. Lo mismo puede decirse de la ficción de un mundo más amplio. No es que no existan otros grandes tipos de ficción: hay autores enormes como Jorge Luis Borges y Philip K. Dick, a los que uno no se imagina metiéndose en una mina con una libreta de notas. Pero Adiga viene a recordar que la gran novela realista tiene suficiente adrenalina para insuflar a millones de lectores. Fue el Premio Booker más vendedor de los últimos años, porque no es un abstruso experimento literario: está vivo”.
    “Hay muchos escritores de peso en el Oeste que aún actúan bajo este impulso reportero, de Dave Eggers a Monica Ali e Irving Welsh, pero no los suficientes. ¿No hubiera ido Greene a la Zona Verde de Bagdad? ¿No iría Hemingway a Helmand, en Afganistán, y Orwell a Burma, o al menos a los pueblos abandonados del norte de Inglaterra? ¿Cuántas grandes novelas no se están escribiendo, porque los novelistas no se sienten urgidos a hacer estos viajes dentro de la realidad?”
    Vaya pregunta. ¿Qué opinan ustedes?



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31 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La biblioteca del demonio

Hace años me quedé sorprendido cuando me informaron de que el trazado de las autopistas construidas en Alemania en la época de Hitler, las primeras de Europa, no respondía tanto a criterios económicos cuanto estéticos. Se buscaba, al parecer, que quien viajara por ellas quedara impresionado por la belleza de los paisajes contemplados y, a este respecto, en ocasiones se había sacrificado la funcionalidad del trayecto con tal de conseguir la conmoción visual del transeúnte. Nunca he llegado a saber con certeza si esas informaciones se ajustaban a la realidad, aunque no me extrañaría a juzgar por ciertos discursos "artísticos" de Hitler en los que se exaltaba la necesidad de alcanzar un efecto sublime y se abogaba, muy kantianamente, por el poder desinteresado del arte.

En 1987, con ocasión de la Muestra del Arte Degenerado -conmemorativa de la celebrada 50 años atrás-, asistí en Múnich a una exposición paralela dedicada a aquel arte "sano" y "nacional" que los jóvenes nazis defendían como alternativa a Picasso, Braque, Cézanne, Kandinsky y demás artistas tenidos por degenerados. Las obras de la exposición paralela eran, como es de imaginar, grandilocuentes y de escaso valor. Con todo, los organizadores tuvieron el acierto de ilustrarlas con las teorías estéticas de Hitler, o al menos firmadas por éste. Junto al desvarío racista aparecían aquí y allá opiniones que encajaban con la leyenda de las primeras autopistas alemanas, y así el conjunto aparecía a los ojos del visitante como un caótico revoltijo de ideas procedentes de la tradición intelectual romántica y de opiniones de una zafiedad sonrojante. Aun dando por sentado que Hitler, en la mayoría de los casos, únicamente firmó los textos que sus asesores redactaron, me quedó la curiosidad de saber cuáles eran realmente los libros leídos por un tipo como Hitler, capaz de alcanzar los extremos que conocemos. Algo ganaríamos, me dije entonces, si alguien hubiera descrito la biblioteca del dictador, quien se ufanaba de ser un lector apasionado desde su época de estudiante medio bohemio en Austria. Sin embargo, por lo que yo creía, la biblioteca de Hitler, formada en efecto por varios miles de volúmenes, a la fuerza debía de haber desaparecido, en gran parte al menos, con la destrucción de la cancillería de Berlín y, sobre todo, del Berghof, su amado refugio alpino cercano a Berchtesgaden. No había sido exactamente así. Recientemente, J. Timothy W. Ryback ha publicado un libro, Hitler's Private Library, en el que se reconstruyen las vicisitudes que marcaron la dispersión de la biblioteca de Hitler. Los libros de Berlín, en efecto, han desaparecido. Requisados por las autoridades soviéticas tras la caída de la capital, fueron trasladados a Rusia y no hay noticia alguna sobre ellos. No obstante, una pequeñaparte de la colección del Berghof, pasando de manos de soldados americanos a las de coleccionistas privados, acabó en la Biblioteca del Congreso de Washington. Unos mil títulos entre los que destacan una guía arquitectónica de Berlín que, según Ryback, alimentó los sueños imperiales del dictador en relación con la futura capital alemana, una edición de Tempestades de acero dedicada por su autor, Ernst Jünger, y las obras completas de Fichte -el único filósofo ilustre en la colección- lujosamente encuadernadas en piel, un regalo de la cineasta Leni Riefenstahl.

La pequeña muestra que analiza Ryback se completa con la reedición en el anexo de su libro de una auténtica joya bibliográfica: This is the Enemy, una suculenta descripción de la biblioteca de Hitler realizada en 1942, antes de su dispersión, por tanto, por el periodista americano Frederick Oechsner, corresponsal de la United Press en Berlín. Oechsner da detalles sobre los criterios de Hitler como bibliotecario y sobre la parafernalia que adornaba las estanterías: decenas de fotos dedicadas con los actores y cantantes favoritos, y "200 fotografías de constelaciones estelares en días importantes de su vida". No en vano Hitler era un asiduo consultor de las profecías de Nostradamus.

La clasificación de los libros no es irrelevante. Junto a la abundante presencia de títulos sobre asuntos militares y la curiosa insistencia en temas peculiares, como la cría de caballos, algunas secciones son particularmente elocuentes. Oechsner cita 400 libros dedicados a la Iglesia católica, textos que el bibliotecario Hitler ha entremezclado con obras pornográficas, profusamente anotadas con comentarios groseros. No deja de ser interesante esta asociación entre pornografía y catolicismo en alguien que acarició la idea de fundar una nueva religión. Como interesantes son los casi mil volúmenes de "literatura popular y sencilla", en palabras de Oechsner, conservadas por el fundador de un imperio destinado a durar un milenio. En este grupo destacan las "novelas del Oeste" de Karl May y los relatos detectivescos del británico Edgar Wallace, dos autores con gran éxito en aquellos años, sin olvidar el nutrido apartado de novelitas sentimentales, en especial de Hedwig Courts-Mahler, una suerte de Corín Tellado alemana de la época, por lo que cuenta Oechsner.

Ninguna palabra, en cambio, sobre autores literarios de más envergadura. Por lo que deducen el historiador Ryback en su reciente Hitler's Private Library y el periodista Oeschsner en 1942, el Führer nunca estuvo demasiado atento a lecturas de fuste, si bien tenía mucho interés en mostrarse ante sus allegados como un hombre forjado culturalmente a sí mismo, autodidacta, que nunca necesitó de los circuitos académicos, en los cuales, como es sabido, había sido rechazado durante sus años vieneses. No podemos saber si Hitler se sumergió en las obras completas de Fichte que le regaló Leni Riefenstahl -ni siquiera si las hojeó en alguna hora perdida entre mitin y mitin-, pero llama la atención que no aparezcan por ningún lado los muy manipulados Nietzsche y Schopenhauer, supuestos filósofos de cabecera. En cuanto a poetas y novelistas, el único de relieve es Jünger, en cuyo libro Tempestades de acero, Hitler ve un modelo para sus propias memorias de la Primera Guerra Mundial, obra que nunca llegó a escribir.

No hay que descartar que el Führer leyera a otros autores de importancia, pero parece claro que en la balanza de sus lecturas el platillo de las obras cultas pesa mucho menos que el de la "literatura popular y sencilla". Queriendo emular en muchos aspectos a Napoleón, no es probable que Hitler hubiera pensado en un Goethe de su tiempo al que informar que había leído devotamente como aquél hizo con el autor de Werther.

Si los informes sobre su biblioteca son representativos de su sensibilidad literaria, no hay duda de que los gustos de Hitler eran más bien toscos y apenas guardan relación con la retórica culta incluida en sus discursos oficiales sobre el arte. Naturalmente que el dictador posee en sus estanterías los clásicos del racismo, desde los textos de Chamberlain hasta el panfleto de Henry Ford, el empresario norteamericano, sobre la conspiración judía internacional. Pero fuera de los capítulos del racismo y de la historia militar, la biblioteca hitleriana nos muestra a un lector, o a un coleccionista de libros, más atento a los subproductos intelectuales que a la tradición cultural europea, incluida aquella susceptible de ser tergiversada ideológicamente por el nazismo.

Así, fantasmagóricamente, la imagen de la biblioteca de Hitler se nos aparece entre dos fuegos: por un lado, la hoguera de un mundo incendiado por la guerra, y, por otro, la hoguera de los miles de libros quemados por sus secuaces, correspondientes a autores que obviamente no se vislumbraban en las estanterías del dictador. Y entre ambas hogueras podemos imaginarnos al lector Hitler descansando por unos minutos de sus planes grandiosos mientras se dirige a esta parte de la biblioteca donde las obras pornográficas coexisten con las católicas o a aquella otra en la que releerá, una vez más, una de esas historietas de amor de Hedwig Courts-Mahler que a punto están de hacerle llorar.

El País, 07/03/2009



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31 de julio de 2009
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II. ¿Hubo alguna vez una revolución?

¿Hubo alguna vez una revolución? Nunca antes la riqueza ha estado peor repartida, ni han sido tantos los pobres que arañan en los basureros de Acahualinca sobrevolados por los zopilotes, o que recorren en bandadas las vecindades de los semáforos en las calles de Managua vendiendo de todo, desde animalitos expulsados de las selvas que retroceden ante la inclemente depredación de las mafias madereras, a bisuterías y artículos de contrabando, y que cuando cae la noche regresan a las barriadas de casas improvisadas con ripios y desechos de empaque, y que se multiplican a diario, con lo que la ciudad, lejos de las luces de los mágicos centros de compra, parece un enorme campamento de damnificados.

            ¿Y los ideales? Desaparecidos bajo un alud de desesperanza, de frustraciones, de confusión ideológica, de retórica vacía, y, otra vez, de olvido. El setenta por ciento de la población actual de Nicaragua no pasa de los treinta años, con lo que la memoria que los jóvenes tienen de la revolución es precaria; tampoco se enseña mucho sobre ella en las escuelas, y los juicios de quienes la vivieron siguen polarizados como antes. Un amanecer radiante para unos, la noche oscura para otros, según la frase acuñada por el Papa Juan Pablo II en su segunda visita de 1996 a Nicaragua.

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31 de julio de 2009
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El pintor de palabras

No ha habido en la historia de la pintura un artista menos literario que Matisse, y para comprobarlo basta con visitar la excelente exposición que sigue abierta todo este verano en el Museo Thyssen de Madrid (con horario tardío de cierre que los noctámbulos agradecemos). En Matisse no hay ‘programas' temáticos, ni circunstancia, ni historia, ni siquiera personajes, pese a las muchas figuras que él pinta. Matisse es el gran veneciano del siglo XX. Liberado de las obligaciones mitológicas o sagradas o retratísticas que un Veronese aún tenía en el siglo XVI, el francés se dio toda su larga vida a la experimentación de las esencias de su arte: la pura forma, el color, la sensualidad, animadas por el instinto constante de lo jubiloso.

   Pero unos pocos días después de ver esa exposición cayó en mis manos un reciente libro titulado ‘Y además sabían pintar. Desde Dostoiesvski y Proust hasta García Lorca y Sylvia Plath' (Maeva Ediciones). De aspecto, el libro parece, por su gran formato, por su poco texto, por sus lujosas ilustraciones en color, lo que los ingleses llaman "coffee-table book", pero la obra, que firma Donald Friedman, es algo más que un recuento de los escritores que, además de ser creadores de palabras, han sentido la inclinación de la imagen pictórica. La antología de Friedman es amplia y muy completa (aunque no exhaustiva), y el lector perdonará la inclusión de algunos pintamonas como Dario Fo, que ni siquiera es un notable escritor, pese al Nobel, o de los cuadros de Tennessee Williams, que no están a la altura de la obra de este maravilloso dramaturgo. A cambio de esos y algún otro desliz más, el lector puede repasar la importancia de artistas que admiramos sobre todo por su palabra pero concibieron su actividad sin diferenciar la plástica de la poética verbal. Así fueron Cocteau, William Blake, Artaud y nuestro Rafael Alberti, e incluso García Lorca, cuyos extraordinarios dibujos cada vez son mejor comprendidos en el conjunto de su universo propio.

   Y luego están las sorpresas, abundantes. Para mí lo ha sido descubrir la actividad pictórica (un poco en el estilo de Caspar David Friedrich) del gran novelista austriaco Adelbert Stifter (que ya va siendo, aunque tardíamente, traducido en España), saber que Nabokov no sólo coleccionaba las mariposas que cazaba, sino que las dibujaba primorosamente a lápiz, o comprobar que Carlo Levi, Joseph Conrad y e. e. cummings tenían tan buena mano con el pincel como con la pluma. Echo en falta la inclusión de Juan Benet, cuyos ‘collages' irracionalistas y marinas bélicas podrían figurar con más honra en el  libro que los óleos de Aldous Huxley o las litografías de Günter Grass.

    En su epílogo, John Updike, que también pintaba, aunque no pasará por ello a la historia, dice que "poner manchas negras sobre papel blanco es común de escritores y pintores". Y es verdad que un cierto ‘horror vacui' es compartido por todos los artistas, escritores, pintores, músicos, escultores. Buena parte de los novelistas y poetas recogidos en este libro gozaban tanto pintando como escribiendo, aunque la gran mayoría tenía a la pintura como el escape o reposo de la literatura. Justo lo contrario de lo que siempre hizo Matisse.  

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31 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El sinsentido

En determinados periodos de la vida, la existencia parece ralentizarse y quedar estancada. Unas veces sucede así porque ha concluido la acción exterior que no dependía dinámicamente de nosotros y otras porque la repetición de nuestra conocida acción hace ver la misma cara de las cosas. O hasta las mismas cosas en sus diversas,  reiteradas y limitadas facetas. No se trata de una situación que se parezca a la muerte o la evoque, ni siquiera literariamente, sino más bien consiste en la presentación autónoma del sinsentido como una circunstancia tan firme como no desprovista de valor. El sinsentido no deja compensación alguna, no genera la menor animación, no llama siquiera por contraste a cambiar de orientación. El sinsentido queda parado a la manera de una pantalla total ante la vista que ni deja transparentarse un más allá posible ni refleja con su cuerpo sombras de otros cuerpos. Es un sinsentido en su sentido perfecto y, en consecuencia, tampoco puede experimentarse como la parte opuesta al sentido. No posee pues significación alguna ni, desde luego, un ápice de lo que sería el residuo, la huella o la ceniza de un proyecto. Como una bestia disecada, absoluta y saciada, el sinsentido ocupa su espacio y su tiempo para nada. No siquiera podría decirse que vale como una manifestación de lo que sería acaso vivir si no supiéramos que vivimos o un morir entero si no supiéramos en absoluto que morimos. El sinsentido ni oye ni habla ni mira ni huele ni palpa ni escucha. Es la majestad del sinsentido.



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31 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Extraños y ciegos patriotas

Que no ven lo que cualquiera puede ver. Que cuanto más sangre aportan a esa patria que quieren construir más la destruyen y más la alejan del pretendido objetivo de verla libre e independiente. No se dan cuenta que tienen en frente unas resistencias cada vez más duras e invencibles: la de una realidad de un mundo global e interconectado, que desmiente un día sí y otro también sus ensueños de una victoria alcanzada por las armas; y la del Estado de derecho y la ley civil, apoyados ahora, además, por la opinión jurídica unánime del más riguroso tribunal de derechos humanos, que es la corte del Consejo de Europa con sede en Estrasburgo. 

Crecidos por el aniversario de su medio siglo criminal, creen que sólo falta aportar un poco más de sangre al monstruo para que se alce de una vez con su falsa liberación. Pero no se dan cuenta de que la sangre que sacrifican al dragón es la de sus propios hijos y la liberación que se producirá sin duda, más pronto que tarde, es la que nos librará de individuos de esta calaña y de su falso nombre. Ni patria ni libertad: sólo muerte. Este es su programa y su bandera.  (Propósitos para agosto: Voy a quedarme en los márgenes, sí, durante el mes de agosto. Dispuesto a regresar al comentario de actualidad, claro está, si algún acontecimiento lo exige. Así lo hice en 2008 con la guerra de Georgia. Pero en cualquier caso este blog no quedará vacío. He hurgado en mis bolsillos, cajones y carpetas y he conseguido recopilar una serie de textos minúsculos dedicados principalmente al periodismo, mi oficio. Están escritos durante los últimos años en los márgenes de mi tarea y también en los márgenes de cuartillas y cuadernos. Y como suele suceder, cuando se circula fuera de los carriles, también un poco a la contra. Si no hay novedad de por medio, regresaré a la actualidad internacional el primero de septiembre, de nuevo dentro de los márgenes).



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31 de julio de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Álvaro Cunhal

No fue el santo que algunos veneraban ni el demonio que otros aborrecían, era, aunque no simplemente, un hombre. Se llamaba Álvaro Cunhal y su nombre, durante años, para muchos portugueses, era sinónimo de una cierta esperanza. Encarnó convicciones a las que les guardó inamovible fidelidad, fue testigo y agente en los tiempos en que éstas prosperaron, asistió al declive de los conceptos, a la disolución de los juicios, a la perversión de las prácticas. Las memorias personales que se negó a escribir tal vez nos ayudarían a entender mejor los fundamentos del raquítico árbol a cuya sombra se acogen hoy los portugueses para digerir el palabrerío con que creen alimentar el espíritu. No leeremos las memorias de Álvaro Cunhal y con esa falta tendremos que conformarnos. Y tampoco leeremos lo que, mirando desde este tiempo en que estamos el tiempo que pasó, sería probablemente el más instructivo de todos los documentos que podrían salir de su inteligencia y de sus finas manos de artista: una reflexión sobre la grandeza y decadencia de los imperios, incluyendo los que construimos dentro de nosotros mismos, esas armazones de ideas que nos mantienen el cuerpo levantado y que todos los días nos piden cuentas, incluso cuando nos neguemos a prestarlas. Como si hubiese cerrado una puerta y abierto otra, el ideólogo se convirtió en autor de novelas, el dirigente político retirado decidió guardar silencio sobre los destinos posibles y probables del partido del que había sido, durante muchos años, continua y casi única referencia. Tanto en el plano nacional, como en el plano internacional, no dudo de que hayan sido de amargura los últimas horas que Álvaro Cunhal vivió. No era el único, y él lo sabia. Algunas veces el militante que yo soy no estuvo de acuerdo con el secretario general que él era, y se lo dije. A esta distancia, si embargo, ya todo parece esfumarse, hasta las razones con las que, sin resultados que se viesen, nos pretendíamos convencer el uno al otro. El mundo siguió su camino y nos dejó atrás. Envejecer es no ser necesario. Todavía necesitábamos a Cunhal cuando él se retiró. Ahora es demasiado tarde. Aunque no conseguimos disimular es esta especie de sentimiento de orfandad que nos invade cuando pensamos en él. Cuando pienso en él. Y comprendo, les aseguro que lo comprendo, lo que un día Graham Green le dijo a Eduardo Loureço: ?Mi sueño, en lo que tiene que ver con Portugal, sería conocer a Álvaro Cunhal?. El gran escritor británico dio voz a lo que tantos sentían. Se entiende que sintamos su falta.



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31 de julio de 2009
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El Boomeran(g)
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