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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Reputación e impostura

El impostor profesional tiene como tarea primordial demostrar diariamente la impostura del mundo.

La reputación en este oficio se consigue cuando se obtiene la capacidad destructiva suficiente como para terminar con cualquier otra reputación. Las reputaciones, buenas o malas, están ahí como los muñecos en la caseta de tiro, para ser destruidas. La función de este periodista es mostrar que todo es impostura.



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5 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Almodóvar

Llegué tarde a la ?movida?, cuando ya había dejado sus trajes de arlequín urbano, sus lágrimas falsas de rimel negro, sus postizos, sus pelucas, sus risas y su tristeza. No quiero decir que las ?movidas? sean tristes por definición, lo que digo es que tienen que esforzarse mucho para no dejar que les salga de la boca, en medio de la fiesta y de la orgia, la pregunta definidora: ?¿Qué hago aquí?? Atención, estoy contando una historia que no es la mía. Nunca he sido hombre de ?movidas? y si alguna vez acabara dejándome seducir, estoy segurísimo de que no haría mejor figura que D. Quijote en el palacio de los duques. El ridículo existe de hecho, no es simplemente un ponto de vista. Dicho esto, no creo equivocarme mucho imaginando a Pedro Almodóvar, referente por excelencia de la ?movida? madrileña, preguntándole a su pequeña alma (las almas son todas pequeñas, prácticamente invisibles): ?¿Qué hago aquí?? La respuesta la viene dando en sus películas, ésas que nos hacen reír al mismo tiempo que nos ponen un nudo en la garganta, esas que nos insinúan que detrás de las imágenes hay cosas pidiendo que las nombremos. Cuando vi ?Volver? le envié a Pedro un mensaje en que le decía: ?Has tocado la belleza absoluta?. Tal vez (seguramente) por pudor, no me respondió. Debo concluir. De una forma quizá inesperada para quien está malgastando su tiempo leyendo estas líneas, y que resumo así: a Pedro Almodóvar le espera la gran película sobre la muerte que todavía le falta al cine español. Por mil razones, sobre todo porque ésa sería la manera de recuperar de los escombros el sentido último de la ?movida?.



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5 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Michael Mann: una apreciación (2)

Cuando hablo del cine que Hollywood no hace más (no porque no quiera, sino porque ya no sabe cómo hacerlo), me refiero a la clase de películas que una serie de maestros produjeron de manera sistemática, a ritmo hoy impensable y durante décadas. Menciono a algunos pocos, seguramente los más obvios: John Ford, Frank Capra, Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Don Siegel. Más allá de las obvias diferencias entre sus obras, compartían algunos rasgos sobre los que vale la pena detenerse.
    En primer lugar, hacían cine para un público amplio. Producir una película cuesta mucho dinero, lo cual torna absurda la pretensión de gastar millones para que te vean tres personas –por más brillantes que sean.
    En segundo término, trabajaban desde los géneros. La cantidad de envases existente es más que generosa: desde la épica propiamente dicha hasta el western, pasando por el policial, terror, fantasy, ciencia ficción, comedia, comedia romántica, comedia dramática… (Y todos los entrecruzamientos entre géneros posibles, del modo en que Blade Runner funciona a la vez como ciencia ficción y film noir.) A sabiendas de que a la gente le gustan los géneros, ninguno de estos maestros se sintió incómodo dentro de semejantes cauces. Por el contrario, sabían que más allá de la etiqueta general, podían manejar los contenidos del film con la misma libertad que los genios de Pixar manejan el concepto de película de animación.
    En tercer lugar, no admitían más precepto que el siguiente: narra y haz lo que quieras. Una vez cerrado el primer acto –es decir, cuando ya se presentaron los personajes y se estableció la historia-, estos directores tenían claro que podían ir en la dirección que quisiesen. Sabían a ciencia cierta que si la premisa era dramáticamente promisoria y los personajes atractivos, el público seguiría la narración hasta el final. Y conste que esto que estoy diciendo, que suena a verdad de Perogrullo, es una de las cosas que ya (casi) nadie –a excepción de Michael Mann, entre otros- sabe hacer. Porque ‘una premisa dramáticamente provisoria’ no es lo mismo que un pitch vendedor o un concepto marketinero. Dos ejemplos de lo primero: un personaje puesto en el dilema de determinar si su racismo será más fuerte que su concepto de familia (The Searchers, John Ford), otro cuya obsesión y cerrada noción de la autoridad lo ponen al filo de perder lo único que ama (Red River, Howard Hawks). Dos ejemplos de lo segundo: un personaje que obtiene un control remoto mágico (Click), otro que cuenta cuentos que se vuelven reales (Bedime Stories), para mantenerme dentro de la oeuvre de Adam Sandler. Y aquí la trampa: todo pitch vendedor, todo concepto marketinero puede convertirse en una gran película, si se cuenta con el director adecuado –y con el apoyo del Hollywood adecuado.
    Lo cual, está más que claro, hoy es virtualmente imposible.
    La construcción de personajes atractivos tampoco es tan obvia como suena, ni mucho menos simple. En la actualidad se cae en dos excesos: o el personaje es tan sólo un concepto apenas disfrazado, que en consecuencia no logrará nunca generar empatía con el público, o bien es una persona sobreexplicada, de la que freudianamente se brindan demasiadas justificaciones sobre por qué hace lo que hace para que el público no experimente inquietud alguna. El modelo más claro de lo que antes se hacía tan bien es el típico protagonista hitchcockiano, del cual no se sabe prácticamente nada (fotógrafo con fobia al compromiso en Rear Window, mujer tentada por el dinero fácil en Psicosis) salvo lo que resulta imprescindible: el resto es la circunstancia en la que se ve envuelto, y la forma en que –dirían Les Luthiers- finalmente se desenvuelve. ¿Cómo explicar, de otro modo, que sintamos verdadera empatía con el Scottie Ferguson de Vértigo que es, en esencia, un necrófilo obsesivo?

(Continuará.)



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4 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ospina recibe premio

William Ospina en Caracas. Fuente: abn El narrador colombiano William Ospina recibió el Premio Rómulo Gallegos en Venezuela, que ganó este año con la obra El País de la canela. Su discurso de aceptación estuvo enfocado a comentar el mestizaje histórico y a la crítica a la Conquista. Es decir, todo ese tipo de temas y preocupaciones que a mí, particularmente, me alejan de los libros. Un nuevo premio Rómulo Gallegos que no leeré. Dijo:Durante la ceremonia, Ospina resaltó la influencia que tiene la obra del poeta, cronista y sacerdote español Juan de Castellanos (1522-1607), cuyo poema histórico Elegías de varones ilustres de Indias, el poema más extenso escrito nunca en español, refleja los comienzos de la Conquista y de la colonia española, lo bueno y lo malo de esos tiempos. "No sabía yo que aquel poema iba a ocupar veinte años de mi vida. Comprendí que nuestra literatura continental había comenzado no con un cuento sino con un canto, con una crónica en verso casiinfinita'', dijo Ospina. Y agregó: "Me sorprendió que en 1992, cuando se conmemoraba aquel choque, España hubiera impreso los rostros de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro en los billetes... los que más circulaban en la península (ibérica)''. El escritor dijo que en ese entonces sintió que España seguía "envanecida de sus triunfos guerreros, celebrando el costado épico de la Conquista'', que es el que más le aflige a Latinoamérica, olvidando al mismo tiempo la labor de los que intentaron"verdaderamente establecer la alianza de los mundos, de quienes denunciaban el horror de la Conquista... de quienes interrogaban el mundo americano'', como Gonzalo Fernández de Oviedo y el mismo De Castellanos. Justamente, El país de la canela está inspirada en discursos coloniales, en particular los de Fernando González de Oviedo, admirado maestro del personaje narrador que relata eventos de la gesta hispánica. A través de su obra, Ospina afirma y defiende una mirada sobre el discurso latinoamericanista, que está más allá de las razas. "Aquí ya casi todos somos mestizos por la sangre o por la cultura", dijo.



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4 de agosto de 2009
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Una cruz en Duchov (tercera entrega)

Nos referimos al celebérrimo episodio de su huida de la prisión de los Plomos, una de las mejores aventuras de su vida, una obra maestra de suspense que fundará su fama en las cortes europeas cuando la publique con el título de "Mi huída de los Plomos". Pero cuando esto sucede nos las tenemos ya con un hombre de treinta años en la plenitud de su fuerza. De no ser así, nunca habría podido escapar. Hasta ese momento, 1756, ya ha viajado mucho, ha vivido en Constantinopla, en París, en Dresde, en Praga, en Viena, pero sigue siendo un perfecto súbdito de la Serenísima. La huida de la prisión del Dogo y la humillación de la nobleza veneciana ante semejante audacia, harán imposible su regreso hasta mucho más tarde.

    Emociona pensar que sólo a partir de esa extraordinaria fuga perderá Casanova la nacionalidad republicana, pero que no cejará hasta que la retome en 1774, cuando la nobleza se digne perdonarle. Y aquí tiene el lector otro dato de suprema importancia: en cuanto regresa a Venecia con el perdón del Dogo, se acaba la historia de su vida narrada, se acaba la Histoire de ma vie. No cumple su promesa y cierra la historia de su vida cuando regresa a casa. Será justamente ese ansiado retorno, ya cincuentón y vencido, lo que le irá sumiendo en un abismo de abyección (espía, soplón, rufián) que sólo acabará con un segundo exilio, cuando se vea obligado a fatigar nuevamente los caminos de Europa sin un céntimo, moral y físicamente hundido, rechazado por toda la sociedad rica (que era su sustento, como el mar para los peces) y en circunstancias cada vez más desesperadas hasta que, ya sexagenario, lo recoja el conde de Waldstein y lo mantenga en la biblioteca de su castillo de Dux (hoy Duchov, en Chequia) como una curiosidad o un ornamento de gabinete. Allí moriría en 1798 sin ni siquiera una lápida. Y cuando la pusieron, estaba mal escrita.

    Los detalles de esa parte sombría, lo que Casanova no escribió, lo sabemos por los casanovistas, un club internacional selecto y trabajador, que ha rastreado hasta el último rincón de la vida real de Casanova y esclarecido puntos chocantes, como que muchas de las aventuras inverosímiles sean verdaderas, en tanto que las verosímiles puedan ser falsas. Ellos son los que nos han descrito los últimos años de Casanova en aquel castillazo bohemio (Nota 5), en el confín del mundo, befado por sirvientes que le despreciaban y atormentaban, convertido en una figura grotesca que vestía, se maquillaba y actuaba como un primoroso galán de los que se pavoneaban por el París de sesenta años antes, sin dientes, medio chiflado. Y a pesar de todo (¡oh asombro, oh admiración!) todavía era capaz de seducir epistolarmente a dos o tres buenas mujeres (jóvenes) que le enviaban sopas, dulces, mensajes, regalitos, compañía escrita y, sobre todo, afecto. Fue allí, esquivando la locura, cuando, para distraer el insoportable dolor de una vejez miserable, comenzó la redacción de este libro solar, el más completo homenaje que se ha escrito jamás a la energía de la juventud, al gozo supremo de lo inmediato, el placer de respirar, de tener los músculos elásticos, los nervios templados y el deseo tenso como el de un felino que olisquea gacelas.

    Seguramente comenzó a redactar estas memorias hacia 1789 (¡año memorable¡) durante los interminables inviernos bohemios, pero las fue puliendo y reescribiendo en sucesivas ocasiones hasta que el texto que ahora conocemos estuviera listo, posiblemente hacia 1797-98. La revolución y las guerras napoleónicas, que no terminarían hasta 1814, hicieron del manuscrito una pieza secreta y preciosa, conocida por muy pocos y difundida sólo entre algunos amigos del Príncipe de Ligne, gran guerrero y amigo de Waldstein, el cual había tomado una particular afición por el anciano Casanova, y a quien éste copió parte del texto para uso personal del magnate, lo que originaría un lío mayúsculo en la posterior recepción del manuscrito definitivo.

    Conocemos también el detalle más triste de este final despiadado. Aún retocaba su obra en 1798 cuando, tras innumerables cartas pidiendo clemencia, le llegó un segundo perdón del Dogo veneciano. Compadecida, la máxima autoridad de la Serenísima otorgaba su favor para que el anciano de Duchov regresara a morir en su ciudad natal, como había rogado a lo largo de innumerables y fríos inviernos bohemios. No pudo ser. El bibliotecario de Duchov, personaje estrafalario por el que nadie estaba ya interesado y que todos tenían por un incomprensible capricho del duque (hacía ya muchos años que Waldstein no ponía los pies en su castillo, afanado de batalla en batalla en las campañas napoleónicas), se apagó con la carta del Dogo en la mano. Sería enterrado de mala manera en aquel lugar oscuro sin que nadie pudiera sospechar el monumento a la felicidad que había escrito aquel desdichado bibliotecario. Nunca se han recuperado sus huesos.

    Cuenta uno de sus biógrafos, Guy Endore (aunque lo tengo por invención ya que ningún otro lo señala), que sobre su tumba clavaron los lugareños una cruz tan pobre y malparida, que cayó al suelo con la primera tormenta. Desde entonces, algunas mozas que acudían al camposanto de noche para encontrarse con sus amigos, salían despavoridas cuando la falda se enganchaba en los restos de la cruz derribada. ¡Qué éxtasis no habría supuesto para la mano de hueso del veneciano haber tan sólo rozado como una brisa aquella piel de veinte años, la dorada piel del mundo viviente!

 

Algunas precisiones

    La bibliografía de Casanova es tan inmensa como laberíntica. De manera que sólo doy unas informaciones básicas sobre lo que acaba el lector de leer.

    Hasta el momento, la mejor biografía es la de J. Rives Childs, Casanova, a new perspective (Paragon House, 1988), aunque la última que yo he podido leer es la de Alain Buisine, Casanova. L'Européen (Taillandier, 2001) que no añade gran cosa a Childs. Como introducción literaria sigue siendo muy entretenido el Casanova de Stefan Zweig aunque data de 1929 y está plagado de errores.

    Los casanovistas españoles son numerosos y activos. El episodio de Casanova en España es uno de los más graciosos e instruye sobre la abyecta situación moral y política de la España de esa época. El libro colectivo Giacomo Casanova. Memorias de España (Espasa Calpe, 2006) es sumamente interesante. En el mismo, destaca la aportación de Marina Pino con una de las más chuscas historias del periplo catalán del veneciano: "El conde, la bailarina y el obispo: ¿Drama o vodevil?".

    Las terribles humillaciones del anciano bibliotecario están recogidas en un libro de temible lectura. Son las cartas que escribió un Casanova histérico y mentalmente desequilibrado en sus últimos años. G. Casanova, Lettres a Sieur Faulkircher. L'Echoppe, Caen, 1988.

    Sobre la cuestión específica de Casanova y sus amantes se ha publicado recientemente un trabajo de Judith Summers, Casanova's Women (Bloomsbury, 2006), dedicado a identificar las mujeres reales que se ocultan bajo iniciales o con nombre supuesto en el escrito de Casanova, pero no ha sido recibido con entusiasmo por los casanovistas.

    Es de uso muy útil la publicación canónica de los casanovistas: L'Intermediaire des casanovistes, editada por Helmut Watzlawick y Furio Luccichenti. Subscripciones: 22, Ch. de l'Esplanade -CH 1214 Vernier (Suisse)

 

Nota:

(5)- Una ingente cantidad de documentación apareció en el propio castillo de Duchov: más de diez mil documentos que hoy se encuentran en los archivos de Praga, porque Casanova fue tomando notas a todo lo largo de su vida y guardándolas celosamente en un baúl que llevaba consigo a todas partes o lo depositaba en manos amigas hasta recuperarlo, lo que explica una capacidad de rememoración que de otro modo no sería razonable.

 

 



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4 de agosto de 2009
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Antología francesa (1)

He seleccionado cuatro artículos entre los que escribo mensualmente desde octubre del 2007 en el diario francés ‘Libération' bajo el epígrafe ‘Carta de Madrid'. Los textos, miradas personales a la ‘cosa pública' española no estrictamente política, están escritos originalmente en castellano, siendo después traducidos (con mi colaboración) por Claude Bleton, que fue precisamente mi primer traductor literario al francés. Mantengo de este modo el contacto con mis lectores  -y ya amigos- del blog durante el mes de agosto, recuperando además unos textos que a veces aparecieron en el periódico con pequeños cortes o cambios idiomáticos consentidos.

 

 ‘Tapas'  y  ‘esferas'

He recordado en estos días de grandes guerras entre los grandes chefs españoles una visita de Susan Sontag a Madrid con motivo de la presentación de su novela ‘El amante del volcán' (‘The Volcano Lover'). La editorial nos invitó a comer a la novelista y a sus tres presentadores (Saramago, Goytisolo y yo mismo) en uno de los restaurantes más afamados de lo que yo llamaría ‘nouvelle cuisine' hispanizante. Sontag comió las minúsculas pero sofisticadas porciones con gran apetito, algo que nunca perdió hasta los meses finales que precedieron a su muerte, pero por la tarde, acabados los actos -digamos- oficiales, me propuso un plan privado: ir a ver el film ‘Lamerica' de Gianni Amelio en un cine cercano a la Gran Vía y darnos a la salida un banquete de ‘tapas', lo que más le gustaba de la cocina española. Estando, lo recuerdo, en uno de los más grasientos mesones cercanos a la Puerta del Sol, un admirador la reconoció, y se quedó atónito: Susan estaba en ese momento, después de haber compartido conmigo un plato de oreja de cerdo y una ración muy picante de ‘patatas bravas', degustando nada menos que un ‘zarajo', que es, incluso para los nativos, un compuesto alimenticio difícil de tragar: tiene forma de trenza blanca y se hace con vísceras animales muy recónditas. Aunque no lo dijo, el lector de Sontag pareció decepcionado de que tan exquisita escritora tuviera en la boca no un trozo de langosta sino un liado de tripas de cordero.

     Antes de conocer a Susan Sontag yo ya era amante de las ‘tapas' más recias de nuestra cocina tradicional, y quizá por eso nunca he tenido un paladar de gourmet. Pero aun así sigo con interés la pelea provocada por un libro (‘La cocina al desnudo') y unas declaraciones posteriores muy explosivas de Santi Santamaría, el chef que regenta uno de los restaurantes más célebres de Cataluña, Can Fabes, y tiene muchas estrellas Michelin concedidas a lo largo de su carrera culinaria. Las víctimas principales de su acometida han sido el vasco Arzak y el también catalán Ferran Adrià, colegas no menos distinguidos en el ranking de la Guide Michelin. Algunos observadores especializados (yo no lo soy, como digo, dada mi lamentable inclinación a la grasa) han insinuado que la polémica suscitada es de raíz envidiosa; Santamaría tiene celos del éxito creciente del restaurante de Arzak en San Sebastián y, sobre todo, de El Bulli de Adrià, donde la lista de espera para conseguir mesa es de varios años, y los precios de varios dígitos.

    La contienda pública en televisiones y periódicos entre estos grandes chefs y sus respectivos partidarios ha tenido sin embargo un componente esencial de misterio, algo quizá lógico tratándose de eximios alquimistas de la comida. Santamaría denunció que Adrià en particular usa excesivamente aditivos y sazonadores en su cocina, abusando sobre todo de una sustancia vegetal llamada metilcelulosa, con la que logra esas asombrosas ‘esferificaciones' de una patata o sus calamares ‘gelificados'. ¿Uso ilegal? Santamaría no llega a tanto: "Yo no digo que son tóxicos, digo que tienen consecuencias indeseables". También ha propuesto que sus rivales especifiquen en el menú de sus restaurantes los ingredientes de cada plato, algo que en algún país europeo, como Alemania, es obligatorio, pero que, yo mismo lo reconozco desde mi rústica grosería, le quitaría la poesía del ‘fantastique' a las obras de la imaginación servidas en El Bulli (Adrià tuvo su propia sala de exposición en la última Documenta de Kassel). He comido tres veces en el local de Arzak, que además de artista es un hombre muy simpático, y nunca pude evitar la sensación de que en cada bocado estaba destrozando con mis dientes una ‘instalación' conceptual.

    La guerra de los chefs ha coincidido con la explosión de la crisis, que eso sí que es un asunto de interés nacional y alcance universal. Mientras el número de parados asciende cada semana alarmantemente y hasta el siempre optimista Zapatero reconoce que en nuestra economía se ha acabado el periodo de las ‘vacas gordas', la inmensa mayoría de españoles que nunca comerá ni en Can Fabes ni en El Bulli observa la disputa como una batalla de salón para los ‘happy few'. Los ‘unhappy many' podrán siempre consolarse alimentándose de tapas cocinadas sin espesantes secretos.

 

(Aparecido en francés en Libération el 5 de julio de 2008)

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4 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo relativo

"No vemos las cosas tal y como son, las vemos tal y como somos nosotros", es una sentencia de Anaïs Nin que vale tanto para un bien como para un mal. Para pensar que estamos haciendo una montaña de un grano de arena o de un grano de arena una montaña. Lo más consolador de todos los apoyos consoladores es el recurso a la relatividad y, desde luego, al sentido del humor que posee el don de hacer de lo absoluto una carátula del ridículo y de lo más pequeño un gozo sin proporción. 



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4 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Pichón de emigrante

Cuando me pongo pesimista. No hay forma de que mire a mi hijo y no vaticine que en algunos años estará subido a una balsa para llegar a La Florida o casado con una extranjera en plan de salir de Cuba. Sólo de verlo me doy cuenta que intentará a toda costa dejar atrás este pedazo de tierra, al que está atado por la testarudez de sus padres y por el absurdo migratorio que le impide viajar. Sin apenas saberlo, él es hoy el pichón de emigrante que algún día desplegará las alas y volará lejos de aquí. Un embrión de exiliado, al que sólo le falta conocer cuál será el destino de su peregrinaje. Qué más quisiera yo que se quedara. Pero no tengo un solo argumento convincente para decirle que no se marche. ¿Cuál razón pudiera argumentarle? ¿Qué pronóstico optimista sería suficiente para convencerlo? ¿Habrá algún atisbo de cambio para hacerlo desistir de su idea? Si yo misma no estoy segura que deba permanecer aquí, cómo voy a tratar de que eche raíces en país donde pocos pueden dar frutos. Después del último discurso de Raúl Castro ante la Asamblea Nacional, con su ?sombra? de continuidad, con su halo de ?más de lo mismo?, con su apagada oratoria de tiempos pasados, sólo tengo el impulso de ser -para mi hijo- remo, vela, visa, ala… en el camino de su pronta escapada.



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4 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Patio del Panadero

Creo que fueron doce años el tiempo que viví en la Peña de Francia, primero en la Calle del Padre Sena Freitas, después en la Calle Carlos Ribeiro. Durante muchos más, hasta que murió mi madre, el barrio era para mí una prolongación constante de todos los otros lugares por donde después pasé. De él tengo recuerdos que permanecen vivos hasta hoy. Entonces todavía el Valle Oscuro hacía honor a su nombre, era un espacio de aventura y descubrimiento para los muchachos, un resto de naturaleza que las primeras construcciones ya comenzaban a amenazar, pero donde era posible saborear el gusto ácido de las acederas y los tubérculos dulzones de las raíces de una planta cuyo nombre nunca llegué a conocer. Y era también el campo de batalla de homéricas luchas? Y estaba el Patio del Panadero (que no pertenecía a la Peña de Francia, sino al Alto de S. Juan?), donde la gente ?normal? no se atrevía a entrar y que, según se decía, la propia policía evitaba, haciendo vista gorda a los supuestos o auténticos comportamientos ilícitos de sus habitantes. Lo más seguro es que tanta desconfianza y temor fueran también causados por el enclaustramiento de aquel pequeño mundo que vivía segregado del resto del barrio y cuyas palabras, gestos y actitudes chocaban con la pacata rutina de la gente asustadiza que pasaba de largo. Un día, de la noche a la mañana, el Patio del Panadero desapareció, tal vez arrasado por el martillo municipal, o más probablemente por las escavadoras de las empresas constructoras, y en su lugar se levantaron edificios sin imaginación, copiados unos de los otros y que en pocos años envejecieron. El Patio del Panadero, al menos, tenía su originalidad, su fisionomía propia, aunque sucia y maloliente. Se yo pudiese, si tuviese el valor de compartir la vida de aquellas personas para informarme, me gustaría reconstituir la vida del Patio del Panadero. Penas perdidas serían. La gente que vivía allí se dispersó, sus descendientes, si se les mejoró la vida, olvidaron o no querrían recordar la dura existencia de los que vivieron antes. En la memoria de la Peña de Francia (o del Alto de S. Juan) no se guardó un espacio para el Patio del Panadero. Hay personas que nacieron y vivieron sin suerte. De ellas no quedó siquiera la piedra del quicio de la puerta. Murieron y pasaron.



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4 de agosto de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo real y lo probable

Así como hay un periodismo de lo real, también hay un periodismo de lo probable. En realidad el trabajo del periodista circula de lo probable a lo verdadero: se trata de convertir un indicio en prueba. No hay, sin embargo, un periodismo de lo posible, por más que se empeñen los agitadores disfrazados de periodistas.

Era alérgico al dominio de lo posible, donde campa la literatura, y se encaramaba en el árbol de la verdad sin probarla. Cuando se incorporó a ese diario donde se hacen titulares de primera con sospechas, conjeturas e indicios, en el campo de lo posible, todos entendimos que su verdad no tenía que ver con la realidad, sino con la ontología. 



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3 de agosto de 2009
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El Boomeran(g)
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