Marcelo Figueras
Ali (2001) fue algo que las biografías de personajes célebres –en este caso Muhammad Ali, el original Cassius Clay- no suelen ser: un film que se sostiene no por su relación con los hechos narrados, sino en términos puramente cinematográficos. Collateral (2004) significó una vuelta de tuerca a los dos personajes que se disputan el alma de Mann: aquel que está dispuesto a todo por lograr su objetivo –en este caso, el asesino profesional llamado Vincent (Tom Cruise)- y el otro –el taxista Max (Jamie Foxx)- que, aun cuando persigue tenazmente sus deseos, no está dispuesto a vender su alma para obtenerlos.
Después de ese híbrido que fue la versión cinematográfica de Miami Vice (2006), Public Enemies representa la puesta en escena más dramática –de manera tanto voluntaria como involuntaria- de la batalla que Mann viene dando con su cine. Basada en la parte del libro Public Enemies: America’s Greatest Crime Wave and the Birth of the FBI que el autor Bryan Burroughs dedica a John Dillinger, la película está armada como un ida y vuelta dialéctico entre el bandido (Johnny Depp) a quien las fuerzas de seguridad y la prensa bautizaron el Enemigo Público No. 1, y el agente Melvin Purvis (Christian Bale) que respondía a las órdenes del nefasto J. Edgar Hoover.
La puesta por la que Mann opta es despojada a la manera de los maestros clásicos de Hollywood. Dillinger es presentado volviendo a la cárcel donde pasó nueve años para rescatar a sus amigos (un acto que, más allá de lo temerario, es una muestra de generosidad), mientras que su adversario Purvis es presentado en plena persecusión del bandido Pretty Boy Floyd, a quien termina baleando a quemarropa. Estas dos secuencias dicen todo lo que necesitamos saber sobre los personajes. Que Dillinger es un hombre fiel a su gente, pero no al punto de la defensa corporativa. (El trato que dispensa a Ed Shouse, un miembro de la banda que mata a un policía gratuitamente, es elocuente al respecto.) Que Purvis es ante todo un hombre violento, que se abandona a sus peores instintos bajo protección de la Ley y le devuelve el favor, asumiendo su lugar subordinado dentro de la corporación. Eso es todo. No hay otro background, ni coartadas psicoanalíticas que pretendan explicar lo inexplicable.
Public Enemies no cuenta más que el vals trágico entre estos dos hombres, y lo hace sin distracciones, con la misma, férrea determinación que Purvis emplea en su busca. (Volveré sobre este punto más adelante.) Esto significa que ni siquiera se detendrá en el romance entre Dillinger y Billie Frechette (Marion Cotillard). Todo lo que le interesa de este asunto es la medida en que Dillinger deposita sobre el affaire su necesidad de ser fiel a algo mejor que sí mismo; y el hecho de que además exprese las limitaciones a que lo somete la vida que lleva (¿quién podría encarar un largo cortejo, siendo Dillinger?), para lo cual debe hallar eco en alguien tan inadecuado, y tan desesperado como él. En el contexto de la Gran Depresión, una mujer joven de ascendencia india como Frechette podía deslizarse fácilmente por la pendiente de la prostitución.
Si algo le reprocho a Mann es que perdió una oportunidad histórica de ampliar su mira y apuntar al fresco. Si bien es cierto que alude al contexto mayor (la manera en que el crimen que por entonces estaba organizándose boicotea a Dillinger, a causa de su negativa a integrarse a la estructura; y el modo en que el gobierno responde a una crisis económico-social financiando una estructura represiva, que mata sin tener que rendir cuentas), Mann lo menciona apenas, sin llegar a integrarlo al drama. En algún sentido fracasa por responder a su costado más Purvis –su veta de perro de presa que no ceja hasta lograr su cometido, sin preguntarse por qué ni para qué-, en lugar de abrirse al romanticismo a ultranza del personaje Dillinger. Si lo hubiese permitido, Public Enemies sería quizás un film a la altura de El Padrino. En cambio es tan sólo una maravillosa película de espíritu clase B y presupuesto millonario, que en la filmografía de Mann rankea por debajo de Heat.
Pero por supuesto, no creo que Mann haya mancado su propio film porque es tonto. Public Enemies es una película de su tiempo –y de su medio- en más de un sentido.
(Continuará.)