"Toda agua es una leche". Me fascina la frase, que no es mía, sino de Gaston Bachelard. ¿Se le lee aún en Francia? Cuando yo era estudiante universitario, y a pesar del fragor de la lucha política anti-franquista, devorábamos con fruición las ensoñaciones poéticas del filósofo de la Champagne, que ya había muerto (en 1962) pero cuyos libros eran traducidos por las editoriales más a la moda entre los ‘sesentayochistas' españoles (el Fondo de Cultura Económica, la entonces recién creada Alianza Editorial). Me he acordado de él con motivo de una leche tóxica y un agua desbordada. En la obra suya que prefiero, ‘L´eau et les rêves', Bachelard tiene la visión del agua, y por extensión de todos los líquidos bebibles, como "una ultra-leche, la leche de la madre de las madres", y ahora mismo los niños españoles, y en especial los de ciertas zonas de Madrid y Toledo, corren el peligro de envenenarse no con la materia de los sueños bachelardianos sino con una sustancia igualmente densa y oscura, la melamina (un pegamento industrial), que unos fabricantes desaprensivos han añadido a la blanca nata de la leche infantil. Este fraude alimentario se inició en China, donde ha habido víctimas mortales, pero se han detectado en algunos comercios regentados por ciudadanos chinos partidas de esa leche adulterada que, tomada en dosis regulares, afecta gravemente al riñón y puede causar la muerte de los bebés. En mi barrio hay muchas y muy populares tiendas chinas, y yo, por mi noctambulismo y mi economía, compro en ellas a menudo, ya que, quizá aún rigiéndose por el horario de su país natal, "los chinos" (como son cariñosamente llamados) abren en la noche española y venden más barato. Madrid, además, ya tiene sus ‘chinatowns', lo que anima mucho el paisaje de una capital que antes de la emigración africana, latina y asiática era monótonamente esteparia.
Lo malo es que no sólo Madrid y los territorios adustos de La Mancha por donde cabalgaba Don Quijote son esteparios. La mayor parte de la España del sur, del centro y el este es seca, y las noticias acuáticas que llegan no pueden ser peores. La Agencia Europea del Medio Ambiente (EEA) anuncia que España, más que los restantes países europeos de la cuenca mediterránea, va a sufrir en las próximas décadas un proceso de desertización, en el que llegará a extremos saharianos o hindúes la alternancia entre períodos de larga sequía y devastadoras precipitaciones torrenciales.
He de decir, de forma egoísta, que me siento mejor preparado para esta catástrofe climática que la mayoría de mis amigos madrileños. Nací en un pueblo grande, Elche, cerca de Alicante, donde las temperaturas son muy templadas y apenas llueve durante todo el año, razón por la que en mi infancia empezaron a invadirnos los franceses, los ingleses, los belgas e incluso ‘bárbaros' más nórdicos para comprarse apartamentos y tomar el sol en bañadores sucintos. El resultado imprevisto es que ahora esa hermosa Costa Blanca tiene también el veneno pegajoso de una melamina urbanística, el gobierno y los ciudadanos sensibles han empezado la guerra contra la contaminación medio-ambiental y los turistas empiezan a trasladarse a zonas de un sur menos degradado, como Marruecos o el Mediterráneo turco. Pero vuelvo a mí. Como descendiente (al menos somático) de los bereberes norte-africanos que en el siglo VIII conquistaron mi tierra de origen, haciéndola una de las más arabizadas de la península durante casi siete siglos, sufro con resignación la sequía, el sol me oscurece la piel sin quemarla, y puedo subsistir largas horas a base de dátiles, aunque, ateo de todas las religiones, no sigo el Ramadán.
Lo bueno es que también los hábitos vitales de mi región me preparan bien para lo que con más frecuencia, antes incluso de que se cumplan los oráculos de la EEA, se produce en España: las lluvias monzónicas. Siendo niño, y después de un verano agobiante pasado día y noche a la orilla del mar, mi ciudad se desbordaba, generalmente a fines de septiembre, con lo que los expertos llaman la gota fría, expresión que, bajo su apariencia verbal de tortura malaya, siempre me ha parecido esconder una lírica delicadeza. Ahora las gotas frías arrasan en pocas horas de lluvia intensa ciudades y pueblos muy diversos del país, y también, en varias ocasiones recientes, la mesetaria Madrid. Pero como se supone que somos un país seco y solar, las autoridades, quejosas de la sequía el resto del año, se dejan sorprender cada vez que diluvia y las calles se hacen ríos, las casas lagos, y la red de transporte público un océano de naves varadas. Bachelard de nuevo: "El agua nos lleva. El agua nos mece. El agua nos adormece". Me temo que el filósofo nunca imaginó que un día la peor la resaca sería la del biberón y las gotas de lluvia.
(Publicado en Libération el 11 de octubre de 2008)