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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Como si nada hubiera pasado

Leyendo los recuerdos que hilvanaba Barral a cuento de los días pasados en Formentor es difícil no verse envuelto por la melancolía en la que siempre supo ser un consumado maestro. Pues ya no importaba, cuando escribía Años sin excusa, si había pasado mucho o poco tiempo por encima de los amigos que la edad dispersaba o perdía de vista, sino la perecedera naturaleza de aquel memorable episodio literario.

Las cosas, entonces, se cometían: conspiraciones literarias, rivalidades larvadas en el regazo de la amistad, amoríos impertinentes. Desde las vehementes y geniales declamaciones pronunciadas a favor o en contra de una obra literaria decisiva, hasta la trágica humillación infligida por funcionarios policiales, las risas y los llantos que todavía hoy contagian a un lector conmovido, germinaban y se agostaban en una única jornada de esplendor. Como si los actores de nuestra literatura convocados en Formentor se conformaran ensayando una obra de teatro a cuyo estreno no podrían asistir.

Nunca más tendría lugar un encuentro como el iniciado por los poetas y escritores españoles en 1959 y fisgando las fotos en blanco y negro hechas en aquellos días de primavera, vemos en los rostros la grave atención que se prestaban los unos a los otros o el gesto de alegría ante unos cuerpos sazonados en la orilla del mar, cuando lo usual sería verlos en sus respectivas armaduras de rango, posición y prestigio, pero también se distingue en las miradas el brillo de una sutilísima impaciencia, una intranquilidad que ayudaba a consumar lo que no podía durar demasiado.

¿Qué puede significar la memoria de Formentor cincuenta años después? Conmemoramos la forja de una disidencia literaria, la ruptura estética y moral con la mediocridad de un Régimen agotado (por mucho que luego fuera a languidecer). Pero sobre todo nos hemos propuesto recuperar la cita de Formentor y prolongar la conversación de aquellos editores, escritores y poetas como si nada hubiera pasado: ni siquiera el tiempo.

(A finales de septiembre nos veremos en Formentor con José Saramago, Juan Goytisolo, Félix de Azúa, Josep Ramoneda, Javier Fernández de Castro  y numerosos amigos impacientes...)



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7 de septiembre de 2009
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Cementerio marino

En un jardín umbrío del cementerio marino de Vladivostok  se encuentra el monumento a los hombres del crucero Varyag, inmolados en 1905, durante la guerra ruso-japonesa, en el puerto coreano de Chemulpo, al percibir la imposibilidad de ganar en combate contra una escuadra de catorce barcos y decidir no entregarse. Alguna crónica cuenta que los militares japoneses quedaron profundamente conmovidos, lo cual habría contribuido a la decisión, tomada en 1911,  de entregar los restos de los hombres del Varyag para que fueran honrados en Vladivostok.

Mas en este  "Cementerio Marino" no sólo se evoca a los muertos rusos. En referencia a esta hecatombe de los años 18 y 19, en un ángulo, no lejos de las anteriores lápidas, la escultura de un soldado caído en combate da imagen a un texto escrito  en ruso, checo y francés "à la mémoire des tchecoslovaques morts au champ d'honneur".

Asimismo todo un ala se haya destinada a "honrar la memoria de aquellos que en febrero y marzo de 1919 fueron sepultados en algún territorio de Siberia" y que pertenecían a las siguientes fuerzas:  Royal Navy,  Royal Marine Light Infantry, Royal Field artillery, Royal Engineer, Hampshire Regiment, Middelsex Regiment, Canadian Infantery.

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7 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Plazos y extensión de la novela.

 

Hablábamos la semana pasada de la estrategia de la novela. ¿Pero exactamente cómo se establece esta, qué significa? ¿Hay una estrategia para escribir «una» novela? No, no hay una estrategia única pues cada novela es distinta y lo que es bueno para una no necesariamente es bueno para la siguiente. Esto es una de las primeras cosas que descubre el novelista: que cada novela requiere esfuerzos distintos y estrategias distintas. Hay novelas que exigen documentación y rigor, como las novelas históricas o las muy especializadas en un tema. Hay otras novelas, de carácter intimista, por ejemplo, que requieren una indagación sincera acerca de nuestra visión del mundo y de nosotros mismos.  La estrategia empieza por una evaluación real de los plazos que nos fijamos para concluirla. Naturalmente, este aspecto que podría dividirse en tiempo de conclusión y etapas del proceso, no es rotundo ni taxativo: no puede ser un agobio que no nos permita disfrutar de la creación de la novela. Pero sí es bueno que nos propongamos cumplirlo porque de lo contrario es muy probable que no acabemos nunca, que abandonemos a la primera fatiga... y en la elaboración de una novela hay muchas.

En cuanto al segundo aspecto de la estrategia, creo que es bueno que imaginemos para nuestra novela una extensión aproximada. ¿Tendrá cien páginas? ¿Tendrá entre doscientas y trescientas páginas? ¿Más de cuatrocientas? Como en el caso anterior, esto no quiere decir que debamos cumplir con exactitud dicha extensión. Pero tener una idea aproximada nos permite regular los plazos de conclusión y también el esfuerzo que necesitamos para cumplir con ello. No es lo mismo salir a dar un paseo de quince minutos que hacer una caminata de cuatro horas. Saberlo nos puede ahorrar muchos disgustos.



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7 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los ojos

Puede que no exista el famoso ojo de Dios. Óptica teologal que todo lo ve y lo registra, artefacto omnímodo por cuya complejidad se hace posible anotar las dosis de bien y mal, las frecuentes esquirlas dudosas y las otras eximentes viajeras. Puede que ese OJO sea tan sólo una invención de los mismos seres humanos que desearían, de un lado, ser premiados por su bondad secreta pero que desearían también sentirse amenazados por la vigilancia de un guardián que, a su vez, resguarda.

De esta Gran Invención del Óculo Divino, semejante a la envolvente luz solar, la perfecta bóveda celeste, la delicada cúpula nocturna y algunas otras arquitecturas semiausentes deducimos un sentido para el quehacer y también sentido para hacer el bien.

Sin embargo ¿qué sucede cuando ese OJO universal, dispuesto para la Humanidad en bloque, se traduce en la mirada de alguien, un ser cercano, tan respetado y admirado como para ser la sustancia misma de nuestro autoconocimiento amable u odioso, eufórico o demoledor? Ese ser humano, próximo y real que nos ama, nos juzga. Y no ya porque desea encarcelarnos o ni siquiera ahorcarnos como consecuencia de haber actuado mal sino sencillamente porque su silencioso castigo consiste en dejar involuntariamente de querernos. Este incombatible silencio, comparable al absoluto desplome de la superbóveda, acaba por ensalmo con toda la construcción del cielo. Y, en consecuencia, sin techo, sin mirada, ¿para qué hacer, pensar, imaginar continuar sintiendo?



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7 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los cuentos de Ishiguro

Nacido en 1954, Kazuo Ishiguro apareció en escena relativamente temprano, al ser escogido por la revista Granta como uno de los mejores escritores ingleses jóvenes. Corría el año 1983, Ishiguro tenía sólo una novela publicada, Pálida luz en las colinas (1982). Los premios no tardaron en llegar, entre ellos el Whitbread por Un artista del mundo flotante (1986) y el Booker por Lo que queda del día (1989). Miembro de una generación brillante -que incluye a Martin Amis, Ian McEwan, Salman Rushdie y Julian Barnes--, Ishiguro es de los que publica menos: sus libros aparecen cada cuatro o cinco años. En una carrera de un cuarto de siglo, conocemos de él sólo seis novelas, y ahora, por fin, su primer libro de cuentos, Nocturnos.

Los cinco cuentos que componen Nocturnos se hallan relacionados temáticamente por la música. El "nocturno" es una composición musical que tiene a la noche como punto de inspiración. Los personajes de estos cuentos son músicos que no han triunfado o que, si lo han hecho, están llegando al final de su carrera lamentando aquello que pudo ser y no fue. Este es un tema central en la obra de Ishiguro: si en sus novelas hay una aguda conciencia del paso del tiempo, en estos cuentos hay la realización de que ese tiempo ya pasó. Sin embargo, los ritmos narrativo de Ishiguro para la novela son expansivos y naturales; el cuentista se nos revela esquemático, dado a paradojas cerebrales que no conectan con el lector. Pese a una que otra cosa interesante, Nocturnos es un libro muy flojo, escrito en un inglés sin brillo, casi neutro, inesperado para uno de los grandes estilistas de nuestro tiempo.

En su conocido ensayo "Tesis sobre el cuento", Ricardo Piglia escribe que el cuento moderno está condensado en unos apuntes de Chejov: "Un hombre, en Montecarlo, va al Casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida". Dice Piglia que la paradoja de Chejov consiste en "desvincular la historia del juego y la historia del suicidio". Un hombre que gana un millón y vuelve a casa es una anécdota; uno que gana ese mismo dinero y se suicida es un cuento. Toda la cuentística moderna podría ser un intento de contar el por qué de esa paradoja, de ese enigma. En Nocturnos, Ishiguro parece haber apostado por crear ciertas paradojas forzadas: en el primero de los cuentos, "Crooner", un cantante alguna vez célebre planea su regreso al escenario, pero para ello primero debe dejar a su esposa, de la cual está profundamente enamorado. En el último cuento, "Cellists", una mujer descubre en la infancia que es una virtuosa del violonchelo, y decide dejar de tocarlo a los once para proteger su genio: no quiere que sus profesores arruinen su talento. Ahora, a los cuarenta y uno, piensa que quizás se le ha ido algo la mano: "Recuerda que lo mejor es esperar. A veces me siento mal por ello, por no haber revelado mis talentos. Pero tampoco los he dañado, y eso es lo principal".

Ishiguro quiso ser músico. Tocaba en las calles y en el metro de París, hacía demos para buscar productores. Con el tiempo, se fue dando cuenta que su habilidad para componer canciones era un callejón sin salida, y evolucionó hacia la literatura: lo que deseaba era sobre todo crear escenarios narrativos. Quizás por ello hay en estos cuentos una mirada llena de compasión hacia los músicos que pueblan las plazas de Venecia, gente que alguna vez soñó con el éxito comercial y la adoración de las masas, y que ahora, ya mayor, descubre que su inclinación musical apenas le sirve para llegar a fin de meses. Los sueños han sido frustrados, pero queda la pasión por la música.

Ishiguro dijo hace algunos meses que, dado su ritmo, le quedaban a lo sumo cuatro libros por escribir. Eso, dijo, sería un aliciente para acelerar su ritmo. Ojalá. Así no esperamos mucho para que se reivindique.

(La Tercera, 7 de septiembre 2009)



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7 de septiembre de 2009
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La vuelta al mundo del antropoide

Sabemos que durante un millón de años nos condujimos con la sensatez de cualquier otro animal y las tribus humanas sólo se trasladaban por motivos razonables. La alimentación, la reproducción, la supervivencia, y punto. Se agotaban los recursos de un valle o aumentaba la prole, pues había que moverse. En consecuencia, si llegaba a nuestro valle una horda forastera huyendo del hambre (o de otra horda) y eran más fuertes, pues había que largarse. Y si no, quieto hasta ver.

    Se dice que quien inauguró los viajes poco claros fue Herodoto, inventor del turismo primitivo hace dos mil quinientos años. Parece que emprendió camino para indagar si los dioses griegos descendían de los dioses egipcios. Razón ya un poco refitolera, pero que podemos admitir pues, al fin y al cabo, el traslado por motivos religiosos y comerciales viene siendo el más común. Los islámicos acuden a La Meca desde los rincones más apartados del globo, como si no tuvieran nada mejor que hacer.

    Pero esta desazón que empujaba a los europeos a moverse sin tregua por motivos cada vez más caprichosos, se convirtió en una epidemia a partir del descubrimiento de América. Miles de occidentales comenzaron a subir a los más altos montes, sumergirse en todos los océanos, sudar por todos los desiertos, entrar en los pueblos más sosos, acopiar plantas, animales y minerales, bailes de muerto, boinas y guitarras. La dificultad de permanecer en casa se transformó en una ansiedad intolerable. Las excusas se fueron ampliando: la ciencia, pegar tiros, el oro, la fornicación, salir en la tele, fisgar como porteras, el tedio.

    La eficacia de la cultura occidental ha infectado con esta desazón a todas las poblaciones de la tierra. Son ahora cientos de millones los que se mueven como ardillas, aunque sea durante medio mes, buscando no se sabe qué. Es una industria, dicen, pero también lo es la venta de estampitas. Yo diría que se trata del ritual religioso más notable de una cultura que se ha librado de la tutela divina y sale de casa cuando le da la gana, casi siempre para matar el tiempo.

Artículo publicado el sábado 29 de agosto de 2009.

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7 de septiembre de 2009
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Cine o literatura

Como disyunción o como pregunta, esos dos términos acechan a todo escritor con veleidades fílmicas, sean pasivamente cinéfilas o sean más activas. El primer registro se ha hecho muy amplio desde los tiempos en que yo era un ‘joven turco' de la crítica especializada, rodeado de chicos todos en torno a los 20 años y todos poetas (entonces la crítica cinematográfica hecha por chicas era una entelequia, o como mucho un desideratum). Escritores cinéfilos ‘mayores' se contaban con los dedos de una sola extremidad, y los modelos literarios vivos que teníamos a mano no eran en absoluto proclives a esa operación de equidad estética que para nosotros resultaba natural: poner en el mismo altar del ‘walhalla' estético a Rilke y a Fritz Lang, a Montale y a Rosellini, a Proust y a Bresson, a Faulkner y a John Ford. Para nuestros maestros, Juan Benet, Gil de Biedma, Barral, García Hortelano, Claudio Rodríguez, la cinematografía era poco más que un arte aplicada, a la altura del diseño de muebles o la filatelia, y sólo el ‘western' despertaba (en Benet, sobre todo) una leve emoción épica, teñida de distanciamiento irónico.

   Hoy ya no es así, y los escritores, unos por cautela y otros sinceramente, conviven con el cine, cuentan con él en su repertorio imaginativo, van incluso asiduamente a las salas de exhibición, y nadie se escandaliza en una cena de novelistas (como a mí me pasó de adolescente) si se menciona con reverencia el nombre de un cineasta taiwanés o turco que acaba de estrenar una película tan buena o más que el último libro de Coetzee o Echenoz.

   Y luego está la segunda y más rebuscada categoría, a la que  -sin yo haberlo previsto en los treinta últimos años de mi vida- me veo ahora perteneciendo de modo creciente: la categoría del escritor que se acerca al cine con la intención de tomárselo tan a pecho que acaba haciéndolo él mismo, no ya como guionista sino como director. Estoy tranquilo, a ese respecto, cuando quedan sólo unos días para lo que antes se llamaba la primera vuelta de manivela de mi segunda película, porque también ahí tengo precedentes o contemporáneos de gran solvencia, que actúan como colchón (si no como inspiración) en el salto mortal que es siempre rodar con un amplio equipo de actores y técnicos. Pasolini (un guía siempre para mí, en todo lo que hizo), Cocteau, Genet, Edgar Neville, Robbe-Grillet, Marguerite Duras, Samuel Beckett, Susan Sontag, Gonzalo Suárez, Paul Auster. Algunos ejemplos, unos más persistentes tras la cámara que otros, de esta rara voluntad de no contraponer excluyentemente el cine a la literatura, que para ellos, y por tanto para mí, dejan de ser hermanos regañones o amantes furtivos, convirtiéndose en formas paralelas -aunque no similares- de contar historias.

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7 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Relatos autobiográficos

 

 

Relatos autobiográficos

Hubo una época en que la presencia de Thomas Bernhard en la vida pública era constante, cambiante, casi benéfica, porque la irrupción de una persona inteligente siempre resulta estimulante y por ende  benéfica. Como, de una manera u otra, todo el mundo lo estaba leyendo, o ya lo había leído, o tenía intención de hacerlo y sentía curiosidad y preguntaba, la imagen resultante de tal estado de agitación era enigmática.

                Más o menos todo el mundo coincidía en que era un tipo áspero, implacable consigo mismo y con los demás, y profundamente antipático. Por no decir amargo. Insolidario. Desarraigado. Y además blasfemo, pues no sólo abjuraba de sentimientos que muchos consideran indiscutibles porque constituyen en tanto que persona (por ejemplo de Salzsburgo, su ciudad natal, decía que era una enfermedad contagiosa e incurable) sino que negaba la posibilidad de inocencia incluso en la infancia. Y hasta ahí podíamos llegar. Pero basta releer el último de los presentes relatos autobiográficos, Un niño, para recordar que para Bernhard ni los niños están libres de culpa, por lo que tampoco hay posibilidad de salvación. Ni ellos ni nadie.

                Hasta aquí las quejas y reproches de sus lectores. Luego venían los elogios, casi siempre desmesurados. Hubo incluso algún escritor de postín que además de no tener  inconveniente en imitarle en sus tics de escritura tampoco lo tenía en reconocerlo públicamente, como si decirse lector y alumno aprovechado fuese su particular forma de homenaje al entonces recién fallecido escritor austriaco.

                Ahora, veinte años después de su muerte, Anagrama reúne en un solo volumen los cinco relatos autobiográficos que ya publicó en su día: El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño. Me apresuro a comunicar que, tras su lectura, no tengo ningún comunicado urgente que transmitir, ni una revelación escandalosa. Quizá, a lo más, una pequeña reflexión, que es esta: no es posible erigirse en conciencia moral sin sentir una profunda empatía por la vida y los seres que la habitan. Y Bernhard carece de ese sentimiento hasta límites asfixiantes. Analizando una por una las brutalidades que van brotando de su pluma es difícil acusarle de exagerado, mendaz o ventajista. Al revés. Uno más bien tiende a sentirse solidario con él. Al fin y al cabo, si la guerra (encima al estilo nazi) ha pulverizado tu infancia  y con ella el mundo que conociste al llegar; y si luego has ido a caer en las garras de unos educadores nacional católicos (en cierto modo muy similares a los nuestros, que el cielo confunda); y después te descubren una enfermedad pulmonar no mortal pero sí incurable, o sea, de por vida; y si a ello vas sumando lo demás,  tampoco es como para echarse las manos a la cabeza si a la hora de contar todo eso te sale un tono desabrido y nada risueño.

                Sin embargo, curiosamente, la concatenación de verdades que cuenta, el discurso considerado como un hecho literario, no da cuenta del mundo. Página a página la verdad que cuenta es incontrovertible: las cosas fueron así y así las transmite. Pero al cabo de 489 páginas, el mundo resultante es parcial, casuístico, irrepetible. Y por lo mismo, cuestionable.

                Entiendo la crítica a esta última afirmación: eso es lo que el abrumado lector quisiera creer porque preferiría que las cosas no fuesen así  en realidad. Pero con el diván hemos topado, y esa vía es tan estéril como tranquilizar la propia conciencia diciendo que, al asumir la desgracia infinita de la condición humana, Bernhard se hubiese puesto al abrigo del dolor (una especie de vacuna) que le permitió hablar continuamente del dolor sin que le doliese, de la misma forma que habla continuamente del suicidio sin que (al menos que se sepa) llegase a suicidarse nunca.

                O sea que volviendo a la literatura: aquí se habla de un libro de ficción que encima lleva incorporada una connotación autobiográfica: falsa autobiografía, dicen sus críticos, pues se ha demostrado que todo lo que en él se dice está manipulado. Faltaría más. Pero volvamos al motivo de la reflexión inicial: aceptando que ejerció una influencia decisiva en vida, ahora que lleva veinte años muerto ¿Bernhard ha quedado reducido a un fenómeno aislado en el pasado o continúa siendo una referencia para la generación actual?

                Todo hace pensar que no, que ya no es una referencia. Lo cual es una desgracia. Primero porque continúa siendo un escritor soberbio y con una poderosa capacidad de fabulación, como lo prueba el hecho de que cuenta cuentos (hemos quedado en que no hay autobiografía, que todo es ficción, ¿no?) capaces de acongojar al lector e igual que acongojas a un niño contándole un cuento de terror.  Y segundo porque todavía tiene mucho que enseñar, incluso desde sus errores. Pero que conste que leerlo sigue siendo un ejercicio de estilo durísimo.

 

 

 

Relatos autobiográficos

El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño

Thomas Berhard

Anagrama



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7 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Don Quijote en Guantánamo

Tres son los autores más solicitados por los prisioneros que todavía permanecen recluidos todavía en el campo de detención de norteamericano de Guantánamo. La escritora británica J.K.Rowling, Miguel de Cervantes y Barack Obama, y los libros más leídos son la serie de Harry Potter, el Quijote y Sueños de mi padre, por este orden. Tan curiosa noticia la publica el diario árabe londinense Al Hayat, con la firma del periodista Besan Sheik, que cifra en 10.000 el número de títulos a disposición de los presos en la biblioteca de tan siniestra institución. Las lecturas clásicas de los musulmanes piadosos vienen detrás de estos tres más leídos, incluido El Corán.

Debo la noticia a Juan Cole, uno de los más bien informados y mejores blogueros norteamericanos sobre temas de política internacional y más concretamente Oriente Próximo, a quien sigo en tiwtter. Cole es historiador y profesor en la Universidad de Michigan y su conocimiento del árabe y del persa le da acceso a fuentes nada habituales en los medios occidentales. Ha mantenido posiciones muy críticas con Bush y criticado duramente la guerra de Irak y su política antiterrorista. Nacido en Alburquerque, Nuevo México, demuestra que no le falla la cultura hispánica cuando se pregunta si los presos de Guantánamo ?saben que Cervantes luchó en la segunda batalla de Lepanto en 1571 en la que la Liga Santa derrotó en el mar al Imperio Otomano, y que más tarde su barco fue capturado por los argelinos y pasó cinco años encarcelado y esclavizado en Argel antes de de ser rescatado?. Lo más sorprendente desde el punto de vista político es la admiración que suscita Barack Obama entre los presos por sus orígenes africanos y musulmanes, que cuenta más en su valoración del presidente que sus limitados esfuerzos por devolverles la libertad. Juan Cole no se olvida de contarnos en su blog que los presos de Guantánamo no pueden acceder libremente a la prensa, que les llega censurada de informaciones relacionadas con el terrorismo, para evitar que se inspiren en los males ejemplos. Con la información de Al Hayat sobre la biblioteca, se nos recuerda que son 229 los detenidos que permanecen en el limbo jurídico de Guantánamo, sobre cuya clausura adquirió un compromiso Barack Obama para el próximo 1 de enero. Sirva esta historia cervantina para subrayar la enorme decepción que se produciría en el mundo si Obama no cumpliera su palabra y nos encontráramos dentro de cuatro meses, en el segundo año de su presidencia, con la ominosa permanencia en Guantánamo de una mazmorra digna de los tiempos en que los piratas berberiscos mantenían a Miguel de Cervantes esclavizado. (Enlaces, con el blog de Juan Cole y Al Hayat en inglés).



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6 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Lejos de China?

 

 

 

Estoy en casa sin haber dejado Pekín. "Quien se aleja de su casa ya ha vuelto": como decía Borges en aquél poema que dedicó al I King, o I Ching, es decir al "El libro de las mutaciones". Por cierto el libro más antiguo que la humanidad ha conservado y que sigue ejerciendo su influencia en la poesía, el pensamiento o en la narrativa fantástica.

Sigo con la cabeza en ese país, en esa ciudad que todo lo mezcla, lo transforma, lo asume y lo hace suyo. Mantiene la fuerza de lo sombrío del pasado- del remoto y del cercano- y es capaz de adornarse de belleza para no dejar ver la convulsa belleza de los interiores. Ciudad de secretos, de murallas y de rascacielos. Ha cambiado sus colinas imperiales por edificios de la arquitectura de la posmodernidad. De callejones tan estrechos por dónde solo pasan los gatos o de plazas tan enormes capaces de acoger ejércitos enteros. Plaza por dónde pasó la historia por el lado más siniestro y por dónde sigue pasando la vida cada día de este país que produce terrores y ternuras. Lugares que recuerdan a aquél relato de Kafka sobre la edificación de la Muralla China. Kafkiana ciudad y sin embargo de dulzuras de sal, lugar de todas las agridulzuras. Y ahora mezcladas con un "dry martini" en algún bar abierto en algún "hutong" a la luz de la luna.

Hace días hablé del libro "Brothers" de Yu Hua, una novela que deben leer los amantes de la literatura y los que quieran saber más de China contemporánea y pasada. Mucho más dura que aquella hermosa narración de Dai Sijie, "Balzac y la joven costurera china". Hoy quiero recomendar una novela que estoy leyendo sobre ésta ciudad que me atrapó durante cinco días- que podían haber sido cincuenta y cinco o quinientos cincuenta y cinco o...- y también es el personaje de central de la novela de Ma Jian, "Pekín en coma". Otro escritor que conoció el país y sus miserias, que lo recorrió por trabajo y por placer, que ama y teme a la gente que gobierna en la ciudad, en el país. Mirada poética, mirada crítica, mirada amarga y dulce a una ciudad que todo lo permite y mucho prohíbe.

Ciudad capaz de llenar uno de sus grandes teatros porque uno de sus renovadores teatrales, Meng Jinghui, se enamora del Quijote y se empeña en trasladar al teatro esa obra casi inabarcable llamada "El Quijote". Un moderno almodovariano, un atrevido director capaz de hacer que el Caballero de la Triste Figura baile un rap, Sancho se mueva con un casco de moto o los del Toboso bailen el "Sevilla" de Miguel Bosé. Todo era posible en esa ciudad que culturalmente no está en coma sino todo lo contrario está sobre varios volcanes.

Comienza la realidad. Tendré que desengancharme de esa irrealidad que he llamado Pekín. ¿He vuelto?



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6 de septiembre de 2009
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El Boomeran(g)
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