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Ebrios de enfermedad

Pertenezco a esa clase de personas que con solo ser visitadas por un médico ya se sienten aliviadas. Tal vez el mal no desaparezca del todo, pero sí al menos un 30% de los síntomas y, sobre todo, la negrura mental que me ha mantenido en alarma, imaginando el rictus severo de la doctora al darme la noticia. De pequeña quería ser médico, lo más cerca que se podía estar de Dios en la tierra. Me enamoré platónicamente del doctor Barnard al leer Tiempo de nacer, tiempo de morir , donde relata cómo logró trasplantar el primer corazón humano. Solo era un adelanto de lo que acabaría viendo con mis propios ojos, porque años después, en el Mount Sinai Medical Center, Valentín Fuster gesticulaba emotivamente con las manos para explicarme cómo se expandía el corazón de mi acompañante y, gracias a un stent, bombeaba de nuevo aferrándose a la vida.
 
El crítico literario Anatole Broyard defendía en Ebrio de enfermedad ( La Uña Rota) -un libro escrito en estado de gracia una vez le anunciaron un cáncer de próstata- la importancia de escoger a tu médico. Escribe: "Para llegar a mi cuerpo, mi médico tiene que llegar a mi carácter. Tiene que atravesar mi alma. No basta con que me atraviese el ano. Esa es la puerta de atrás de mi personalidad". Broyard demanda un doctor metafísico, que no hace falta que le ame, pero sí que le dedique tiempo, "que disfrutase de veras de mí" . Y recuerda que Proust contó que el suyo no había tenido en cuenta que leyera a Shakespeare, y "eso, al fin y al cabo, formaba parte de su enfermedad". Hoy, lejos de poder elegir a "nuestro médico", asistimos al colapso del sistema público de salud.
 

"No hay médicos en España", reconocen por fin nuestros gobernantes, tras años de salvaje poda a la base de la supervivencia -no es la economía, no, es la salud-. Desde el Colegio de Médicos de Madrid señalan que para enfrentarnos a la pandemia se precisan médicos de familia y pediatras en atención primaria, y que en los hospitales faltan internistas, neumólogos, infectólogos e intensivistas. Según datos del INE, se cuentan 23.900 médicos y enfermeros sin empleo. ¿Cómo pueden reunirse médicos y paro hoy en una misma frase? No existe síntoma más revelador de elitismo que la forma en que se reparten los presupuestos sociales. La dificultad de afianzar el puesto de trabajo para quienes taponan una hemorragia real pone de manifiesto la perversión de una política que ha precarizado al personal sanitario, ha consentido la fuga de talentos y ha ninguneado la vida mientras iba corriendo tras el dinero.

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30 de septiembre de 2020
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Consuelo

¿Qué le pasa a este país que cada dos generaciones ha de caer en barrena cuando ya había levantado un poco la cabeza?

 

Es un enigma. ¿Qué le pasa a este país que cada dos generaciones ha de caer en barrena cuando ya había levantado un poco la cabeza? ¿Es un problema de la cabeza, incapaz de sostenerse erguida? ¿O una cuestión de vértigo que la precipita en cuanto se alza dos palmos del suelo?

Tras darle vueltas he llegado a la conclusión de que se trata de un malentendido. Si bien se mira, lo de levantar cabeza depende de donde se ponga el suelo. Quizás es que imaginamos tener un suelo más elevado del que en realidad nos sostiene. Es decir, que nos creemos más altos de lo que somos. Por ejemplo, hemos llegado a asumir que somos un país europeo. ¿Y si fuera un trampantojo? Puede suceder que nunca hayamos sido europeos, aunque formemos parte de la Unión. Como una Turquía del sur.

Algunos datos lo corroboran. Tenemos vicepresidentes cuyo ídolo político es Maduro, altos cargos peronistas, consejeros que cobran de Irán, un ministro comunista (¡y de consumo!), varios partidos independentistas de diferentes lugares, y toda esa fauna gobierna unida bajo la protección de una secta del socialismo llamada "sanchismo" que nadie sabe qué cosa sea, excepto que tiene por jefe a un actor mesocrático. Eso por no hablar de los escuadrones catalanes y vascos que atemorizan a la población, pero son amigos del Gobierno. Estas curiosidades poco europeas, ¿nos representan?

Todo cambia si nos percatamos de que tenemos un Gobierno latinoamericano. Entonces es distinto. ¿La educación es una vergüenza? Pero mejor que la de Haití. ¿La pandemia nos devora? Como en Brasil. ¿Hay mucha miseria? Menos que en México. ¿Y corrupción? Igual que en Argentina. No es que no levantemos cabeza, es que nos comparamos con gente alta. Bajemos la testuz. O cambiemos de representación.

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29 de septiembre de 2020
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Error

Me pidieron un texto para el catálogo de la exposición FERRER LERÍN. UN EXPERIMENTO que, organizada por la Universidad de Málaga, se instaló en su Vicerrectorado desde el 4 de octubre de 2018 al 4 de enero de 2019. Escribí pues un texto, un poema, en el que jugaba, en la segunda y en la tercera estrofa, con las palabras “Patz” y “Pazt”, creyendo que la segunda era parte del nombre de un personaje real, el niño neoyorquino asesinado Etan Kalil Pazt pero, ahora, dos años más tarde, releyendo el poemario Los muertos y los vivos de la californiana Sharon Olds, encuentro el poema “El chico desaparecido” dedicado a ese niño, que resulta no llamarse “Pazt” sino “Patz”, invalidándose así el sentido del cambio, de la diferencia, que intentaba conseguir. ¿Qué hacer?, no puedo destruir los catálogos que circulan por ahí y, sobre todo, no puedo parar las máquinas de la imprenta que, justo en este instante, imprimen mi nuevo libro Grafo Pez, que contiene el poema.   

 

 

 La Palabra

 

 

Sabía que La Palabra estaba cerca

que iba a alcanzar la consecución de La Palabra

La Palabra que todo lo significara

La Palabra compuesta por monemas habituales

pero tan endiabladamente dispuestos

que burlaran cualquier combinación

 

cualquier resultado conocido

 

por avanzado que fuera.

 

 

Conseguí “Patz” el 24 de noviembre

pero vinieron de Michoacán

para advertirme

que ellos conocían Pátzcuaro

que algunos vivían en Pátzcuaro

que algunos nacieron en Pátzcuaro

comprendí que no cabía demora

que La Palabra se escabullía

se escabulliría si no la completaba

e incluso si no retorcía los fonemas ya dispuestos.

 

Conseguí “Pazt” el 6 de enero

nadie rechistó entonces

como en silencio de óbito se callaron las alarmas

iba ya por buen camino

pero un judío africano se acordó de algo muy grave

que hubo una vez un Pazt

Etan Kalil Pazt fue el niño neoyorquino muerto

oficialmente desaparecido

pese a que su imagen risueña

nos acosara obstinada

desde los cartones de leche.

 

Así que apresuré el paso por el mercado de abastos

añadíría partículas perdidas

contenidas en los alaridos de los vendedores de fruta

“Craii” me pareció oportuna

“Suii” aún más necesaria.

 

En la primavera culminé el trabajo

en una carpeta de asbesto llevaba el folio soñado

La Palabra escrita con tinta de nuez moscada

La Palabra que servía para nombrar a los peces del lago

a todos las especies de peces

a los frutos de los árboles del restaño

a las aves de las charcas del estero

a los sacerdotes y chacineros

al sangrador, al capitán, al intendente

y también al asesino de mis padres

el que luego lo sería de mis hermanos

a mí mismo pues

aunque entonces anduviera preocupado

por saber si los clérigos podrían torear

en aquel verano de protésicos y plagas.

 

Los gusanos quilométricos

y la mutilación de miembros como homicidio parcial

también se incluyeron en el significado

todo lo valioso residía en La Palabra

la labor

como el trabajo de los agrimensores de Olmedo

fue relativamente fácil

adoraba La Palabra

la compartía en las redes

quizá fuera por eso

o por la costumbre inveterada en mi familia

la costumbre de hablar y no callar

que La Palabra se fue perdiendo

encogía

al final sólo quedó un resto

nada de importancia

una sombra

que nadie ya quería

quedó sólo esa cosa laxa

esa cosa de materia fea

que ustedes pronto adivinan.

 

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28 de septiembre de 2020
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Agentes del enemigo

El año próximo deberían celebrarse elecciones para presidente en Nicaragua, y para integrar una nueva Asamblea Nacional. La buena fe del régimen, si la tuviera, debería estarse demostrando desde ahora, ya a contrarreloj, en busca de crear garantías democráticas suficientes que permitan a los ciudadanos elegir de verdad. Integrar una autoridad electoral independiente e introducir reformas profundas a las leyes electorales que aseguren que los votos serán contados sin trampas, y que todo el proceso estará sometido a la observación internacional. Sería la única manera de superar pacíficamente la crisis política, social y económica que agobia al país.

Pero está ocurriendo todo lo contrario. No sólo la voluntad para garantizar unas elecciones libres está lejos de manifestarse, sino que el régimen ha tomado la iniciativa de apretar las tuercas antidemocráticas a través de dos medidas legislativas que están ya en marcha: restablecer la cadena perpetua como castigo a los delitos de odio, con la intención de castigar a los adversarios; y perseguir a esos mismos adversarios estigmatizándolos como agentes extranjeros.

No se trata, en el primer caso, de castigar el odio racial, o el odio contra las minorías, sino a quienes adversan al régimen. Esto quedó claro en un discurso de Daniel Ortega el pasado 15 de septiembre, día de la independencia, al referirse a su propuesta de cárcel de por vida:
"Ellos quieren ya seguir cometiendo asesinatos, colocar bombas, provocar destrucción, más destrucción de la que provocaron en abril de 2018...no tienen alma, no tienen corazón, no son nicaragüenses, son hijos del demonio, son hijos del diablo. Están llenos de odio. Son criminales...". Estos serán, pues, quienes irán a prisión perpetua, condenados por delitos de odio.

La otra medida es la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros, presentada a la Asamblea Nacional por el propio partido oficial, la cual obligará a registrarse como tal a todo aquel que "se desempeñe o trabaje como agente, representante, empleado o servidor...o bajo orden...supervisión o control de un organismo extranjero...o cuyas actividades sean directa o indirectamente supervisadas, dirigidas, controladas, financiadas o subsidiada en su totalidad o en parte por gobiernos, capital, empresas o fondos extranjeros..."

Todos estos ciudadanos pasan a formar una clase aparte de parias antipatrióticos, porque se presume que al recibir fondos provenientes del extranjero cometen acciones contra la seguridad del estado, ya sea para financiar un seminario de formación democrática, promover los derechos humanos, o proveer mascarillas preventivas contra la pandemia, y que por eso mismo deben ser puestos bajo vigilancia y control profiláctico, y obligados a registrarse en una lista negra. 

"Consejeros, relacionistas públicos, agentes de publicidad, empleados de servicios de información o consultores políticos", quedarán obligados a inscribirse, y a proporcionar el nombre de "los gobiernos extranjeros, partidos políticos extranjeros, empresas y otras personas físicas o jurídicas que financien, proporcionen fondos o de cualquier manera faciliten medios económicos y materiales o de cualquier otro tipo". Si alguien se niega, el estado quedará autorizado "a intervenir los fondos y bienes muebles e inmuebles de la persona". Pena de confiscación.

Y una vez registrados, "deberán abstenerse, so pena de sanciones legales, de intervenir en cuestiones, actividades o temas de política interna", y les queda prohibido "financiar o promover el financiamiento a cualquier tipo de organización, movimiento, partido político, coaliciones o alianzas políticas o a asociaciones". Y tampoco pueden ser, en adelante, "funcionarios, empleados públicos o candidatos a cargos públicos de cualquier tipo o naturaleza", aún hasta un año después de ser retirado del "registro de agentes extranjeros". La muerte civil.

Llamar a todas estas personas "agentes extranjeros" es un eufemismo. El régimen, bajo los términos de esa ley, los considera agentes al servicio del enemigo. Gobiernos que busquen establecer directamente programas de cooperación con entidades privadas; organismos financieros internacionales que procuren hacer desembolsos a organismos no gubernamentales; agencias de cooperación internacional, todos se hallan en el campo enemigo, y deben registrar a sus agentes.

En Rusia se llama igual, ley de agentes extranjeros, votada por el parlamento fiel a Putin en julio de 2012, la que obliga a todas las ONG a registrarse bajo apercibimientos muy similares a los que contiene la ley propuesta en Nicaragua. En 2019, la categoría de agentes extranjeros fue ampliada por Putin para incluir a los medios de comunicación, periodistas independientes y blogueros que se considere están al servicio de gobiernos o instituciones de otros países. Una ley contra la que el Parlamento Europeo emitió una resolución de condena en diciembre de 2019, por violatoria de Declaración Universal de Derechos Humanos y del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

La ley de agentes extranjeros que va a aprobarse en Nicaragua no sólo viola las convenciones internacionales de derechos humanos, sino también la propia Constitución Política, pues pasa por encima de las garantías y derechos ciudadanos de manera flagrante. Es una obsolescencia, que trata de afianzar un modelo totalitario, igual que la cadena perpetua es otra obsolescencia, piezas de un museo ideológico.

O peor que eso. Piezas para armar la fantasía de un poder para siempre que más imposible se vuelve mientras más se cierra sobre sí mismo, y enlista a quienes se le oponen como enemigos a muerte, condenados a cada perpetua, o al estigma excluyente de agentes del enemigo.

 

 

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28 de septiembre de 2020

Ilustración: Eulogia Merle

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Nuestra enfermedad

Las enfermedades atacan las células del cuerpo. También las del lenguaje, las palabras. Destruyen la sintaxis. La dificultad de describir el dolor de forma coherente conlleva una soledad particular. En la consulta médica, las frases dubitativas del paciente salen entrecortadas. ¿Qué es prioritario comentar? ¿Y cómo? Cuando se necesita más lucidez, esta parece un privilegio inalcanzable. Son finalmente la jerga médica y el lenguaje técnico de pruebas y análisis, desprovistos de emoción, los que van al auxilio de la mudez del enfermo. La traición del cuerpo desconcierta, pues hace explotar esa burbuja de pensamiento mágico que se resume en el trillado «mañana será otro día». Una de las fantasías más generalizadas entre los adultos es creer que siempre hay segundas oportunidades, escribió John Berger en Un hombre afortunado sobre un médico rural al que acompaña en la práctica de su oficio. Al enfermar, todo es relativo. No hay otro futuro que el presente de la dolencia, que tiene sentido (si lo tiene) solo para quien la sufre. Para el resto, enseguida se vuelve una historia repetitiva y banal.

En 1925, Virginia Woolf publicó un ensayo sobre la pobreza de la lengua ante la enfermedad. Poco antes había perdido el conocimiento durante una fiesta. Pasó algunos meses convaleciente «en esa extraña vida anfibia del dolor de cabeza». La exaltación por sus proyectos literarios le ocultó que «avanzaba con una rueda pinchada», hasta que su organismo se rebeló. En Estar enfermo, Woolf reflexionó sobre esta paradoja: siendo tan común la enfermedad, en la literatura su importancia como tema era residual. La vida del pensamiento siempre se elevaba sobre su armazón, el cuerpo. Las pasiones también nos hacen balbucear, argumentó, pero el adolescente que descubre el primer amor tiene a mano, para guiarlo, a un Keats o a un Shakespeare. ¿A qué se debía, pues, la resistencia a adentrarse, pluma en mano, en los «páramos y desiertos del alma que desvela un leve acceso de gripe»? La madre de Woolf, Julia Stephen, reunió consejos y reflexiones sobre su experiencia en salas de curas. La imaginación del enfermo, dijo en sus notas, no tiene límites. Sin embargo, esa imaginación desbocada choca con la debilidad física, la intermitencia de la atención, las ansias de huir de ese estado. Se suele poner como ejemplo de esta impotencia al escritor Alphonse Daudet. Sus obras completas ascienden a miles de páginas, pero el proyecto inspirado en su propia desintegración física, acariciado a lo largo de los doce años en que lo consumió la sífilis, apenas suman cincuenta. En la tierra del dolor se publicó póstumamente. «¿Son útiles las palabras para describir cómo se siente realmente el dolor? -se preguntaba-. Las palabras llegan cuando todo ha concluido y se ha calmado. Hablan de recuerdos, impotentes o falsos». Aunque observar el dolor cuesta tanto como mirar directamente al sol, casi un siglo después de la queja -o reto- que lanzó Woolf, los testimonios literarios sobre enfermedades hoy no son ninguna rareza.

Una metáfora es la primera expresión de consuelo que produce la mente. Iván Turguéniev describió a sus amigos franceses -entre ellos, Daudet- la sensación que experimentó cuando la hoja del bisturí se abrió paso por su carne para extirparle un neuroma: «Como un cuchillo rebanando un plátano». Describir un tormento físico pide metáforas, pero a estas las carga el diablo. En 1978, Susan Sontag desmontó en La enfermedad como metáfora las mitopoéticas y romantizaciones que distorsionan patologías como la tuberculosis o el cáncer y, sobre todo, los juicios de valor que hay detrás de las metáforas usadas. Con todo, su ensayo empieza con un símil: «La enfermedad es el lado oscuro de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos». Y añadió: «Nada hay más punitivo que dar un significado a una enfermedad». Cuando apareció la biografía de Benjamin Moser sobre la intelectual estadounidense, Sontag, me deslicé primero por los capítulos relacionados con la enfermedad, que tanto la marcaron intelectualmente. Fue incapaz de reconciliarse con la noción de morir, sinónimo para ella de extinción. Sufrió tres cánceres agresivos. El tercero, una leucemia en 2004, fue el definitivo. Moser subraya que su ensayo sobre la enfermedad ayudó a otros a no sentir sus dolencias como un juicio moral.

Un año después de la muerte de Sontag, su hijo David Rieff publicó en The New York Times una larga reflexión sobre sus últimos días, que luego amplió en Un mar de muerte. El reportero de guerra y crítico cultural contó que, si bien a su madre la consoló en parte seguir el mejor tratamiento al alcance, antes tuvo que desembolsar trescientos mil dólares, suma reservada a unos pocos privilegiados. «No puedo decir honestamente que hubiera algo justo en ello», confesó. Rieff habló con numerosos médicos sobre el sistema sanitario estadounidense. «Solo los ricos podrán elegir tratamiento», le comentó una especialista en medicina paliativa si la tendencia seguía como hasta entonces. Quince años después, según el índice de progreso social, en el país que se debate en si reelegir a Trump hay estadísticas de sanidad similares a las de Albania o Jordania, pese a ser puntero en investigación médica. Esta contradicción le sirve al historiador Timothy Snyder para trazar la relación entre salud pública y salud democrática en Our Malady. No es un libro de teoría política. Justo antes de la pandemia, Snyder se pasó diecisiete horas esperando en una sala de urgencias antes de que le trataran una septicemia derivada de una intervención mal practicada en el mismo hospital. A los errores humanos se habían sumado la sobrecarga de trabajo de médicos y enfermeros, los fallos de comunicación entre paciente y médico, y un sistema guiado por el lucro de las aseguradoras privadas. Aquel tránsito por el filo de la muerte le desveló la dimensión del problema. En una cultura que propugna por encima de todo la libertad individual, esta es imposible cuando estamos «demasiado enfermos para concebir la felicidad y demasiado débiles para perseguirla», razona Snyder. Solo con un sistema sanitario público robusto y universal es más fácil reconocer a un conciudadano como a un igual. Sin esa cobertura, el miedo a no estar cubierto en el dolor y en la enfermedad crea una sociedad débil, manipulable, desigual, injusta. También racista. «Un virus no es humano, pero es una medida de la humanidad», añade.

El sistema sanitario público español llegó extenuado a la pandemia, con las costuras tensas. Los rebrotes -cuya responsabilidad es tanto individual como política- no han dado tiempo a su personal a recuperarse física y anímicamente. En manos de políticos, la salud parece un tema más para el enconado debate con el que sacar los colores al oponente, sin medir la importancia que tiene como pilar sobre el cual se construye el sistema democrático, algo que debería estar por encima del gobierno estatal y autonómico de turno. Olvidar la relevancia de la clase cuidadora, y no cambiar nada al respecto, sería una secuela inaceptable de esta pandemia. El clamor de sus profesionales muestra que se está degradando el vínculo social que construye una atención digna, cuando la soledad del dolor se calma con la solidaridad.

 

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26 de septiembre de 2020
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Infrarrojo

Intrigado por el prólogo de Menchu Gutiérrez, escritora de la que no me pierdo ni una línea, me puse a leer el libro de Alicia Schrödinger, quien para su debut (en Siruela) ha elegido uno de los títulos más largos de la historia de la literatura: Quiénes son y qué sienten las plantas carnívoras (Cuentos de humor infrarrojo). El libro en sí es corto, y su lectura produce una alegría arrebatadora, propia de su invención constante, su escritura de alta relojería, su humor, que va de lo inquietante a lo descacharrante; historias que dan luz a la parte oscura de casi todos nosotros. ¿Humor negro? Menchu Gutiérrez, que ha calado en la naturaleza de la investigadora dada a conocer en la ficción a edad madura, habla de las distintas coloraciones humorísticas, deslindando entre el negro y el blanco, el verde y el infrarrojo; no incluye el humor arcoíris, que asoma en alguno de los relatos, aunque sí detecta el humor ácido "que se clava en la piel como un alfiler".

¿Quién es esta Schrödinger surgida, según los datos de la solapa, de la nada, de Viena, de la Universidad de Monterrey, y de familia científica y antropológica? Poco importa. La suya es una voz distinta, distinguida, disparatada y, por qué callarlo, disipada. La disipación de la carne y la disolución del deseo, vistos con zoom y una gran dosis de zen. Como es mujer cosmopolita, según la citada solapa (también corta), me atrevo a buscarle un pedigrí literario aquí y allá. La severidad rotunda con la que se ríe del mal (tanto como del Bien) y su envidiable manejo del absurdo sistemático la alejan del nutrido fantastique posborgiano del Cono Sur (aunque no de Roberto Arlt), acercándola a Perrault y sus perversos cuentos infantiles, al genio excéntrico de Saki, a los relatos cómicos de esas dos damas serias que fueron Jane Bowles y Djuna Barnes. Schrödinger: la burla del diablo.

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24 de septiembre de 2020
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El terror del pobre Tarzán ante el espejo

“En las tierras altas que frecuentaba su tribu de monos, había un pequeño lago y en sus tranquilas y claras aguas, Tarzán vio por primera vez su rostro. Fue un caluroso día de la estación seca, cuando él y uno de los monos fueron a beber. Al inclinarse las dos pequeñas caras se reflejaron en la quieta superficie; las fieras facciones del mono al lado de los aristocráticos rasgos del noble inglés.

          Tarzán quedó anonadado. Ya era desgracia suficiente carecer de pelo, y ahora resulta que tenía aquella apariencia… ¿Cómo era posible que los otros monos no lo despreciaran?

            Aquella delgada abertura en la boca y aquellos pequeños y blancos dientes, ¡qué ridículos resultaban comparados con las hermosas narices aplastadas de sus compañeros que casi les ocupaban toda la cara! ¡Qué envidia!, pensó el pobre Tarzán.

         Pero lo que más le afectó fueron sus ojos: un puntito negro rodeado de un círculo gris y después todo blanco. ¡Horrible! Ni siquiera las serpientes tenían unos ojos tan repugnantes.

         Tan inmerso estaba en la contemplación de sus facciones que no oyó separarse las altas hierbas movidas por el avance de un cuerpo; su compañero tampoco oyó nada porque estaba bebiendo, y sus sorbos y gruñidos de satisfacción apagaban el ligero rumor del silencioso intruso.

       A unos treinta pasos de ellos, Sabor, la gran leona, se acercaba agazapada, adelantando una pata y apoyándola sigilosamente en el suelo antes de mover la otra…,  preparándose para saltar sobre su presa.”

 

 Pocas veces se ha descrito con tanta gracia y tanto acierto la fase del espejo en un buen salvaje como en la novela de Edgar Rice Burroughs Tar­zán de los monos. La utiliza­remos como base para ahondar en el estadio más deter­minante de la infancia: la construcción de autorretrato.

 

Entendemos por autorretrato el retrato interior que vamos haciendo de nosotros mismos a lo largo de la vida, sin el cual no tendría puntos de apoyo nuestra individualidad y ni siquiera podríamos movernos por el mundo. También podemos llamarlo “la imagen interior”.

 

Para abordar el problema de esta imagen interior que irá unida a nuestro nombre, conviene analizar el fragmento de Tarzán de los monos que acabamos de presentar. En la sección dedicada al código Pigmalión hablábamos del nombre propio, esa palabra de las palabras que llega a nosotros en la más profunda infancia. Y bien, tras la revelación del nombre, viene la revelación de nuestra propia imagen, que Tarzán tuvo tan tardíamente y que tan cara le salió a Narciso.

 

Como vemos, no solo para el embelesado Narciso fue peligroso mirarse en el espejo, también la conflictiva contemplación de Tarzán, que a diferencia de Narciso está muy lejos de gustarse, acarrea sus peligros, como si los mitos nos estuviesen diciendo que contemplarnos demasiado puede ser arriesgado.

 

Detengámonos en la escena de Tarzán. ¿Por qué no se gusta? Por una razón bien simple: lo que está viendo no coincide ni con la idea ni con la imagen que tiene de sí mismo. Pero antes convendría preguntase por qué Tarzán sabe que ese mono blanco reflejado en el agua del lago es él. Sólo puede saberlo por un elemental proceso de deducción. Tarzán sabe cómo son los monos con los que vive, los ha visto a su alrededor desde que era un lactante, y ahora va con uno de ellos. Es de suponer que lo primero que ve al mirar el agua es al otro mono, porque a ese otro mono sí que puede identificarlo inmediatamente, de hecho según el narrador de la novela es uno de sus “primos”. Si el mono reflejado en el agua es su primo, y su primo se halla junto a él, lo lógico es que Tarzán piense que el mono blanco que se refleja junto al mono negro tiene que ser él. De esa manera, el mono negro le sirve de puente para poder reconocerse ante el espejo, y también para poder asombrarse y lamentarse de todas sus imperfecciones.

 

 La escena de Tarzán ilustra como pocas el problema de la imagen mental que tenemos de nosotros mismos, y que rara vez coincide con la que vemos en el espejo y con la que ven los demás. Imagen que en los peores y más conflictivos casos no deja de ser un estereotipo en franca contradicción con el principio de individualidad.

 

Tarzán lleva en su mente una imagen de sí mismo no demasiado diferente a la de los otros monos con los que vive, si bien de piel blanca y sin pelo, y cabe pensar que en su espejo interior se ve con la boca grande, la nariz ancha, los ojos negros o castaños… Pero, de pronto, he aquí que se ve con la boca pequeña, los dientes mínimos, y los ojos grises y reptílicos, parecidos a los de algunas serpientes. Es entonces cuando “el pobre Tarzán”, como lo designa compasívamente el narrador, se pregunta cómo, con semejante aspecto, los otros monos de la tribu lo han podido aceptar.

 

A Lacan le asombra que el ser humano reconozca su propia imagen en el espejo antes de entrar en el universo del lenguaje y antes de poder expresarse verbalmente, pero ¿es realmente asombroso o tiene una explicación? Según Baldwin, invocado por Lacan, nos reconocemos ante el espejo a partir de los seis meses. En plena lactancia, cuando aún no sabemos andar y ni siquiera sostenernos de pie, ya festejamos el descubrimiento de nuestro reflejo en un cristal. Y digo festejamos porque, como el sabido, el niño expresa júbilo al descubrir su imagen especular, cosa que, con toda evidencia, no le ocurre a Tarzán, que se ha criado entre monos poco habituados a usar espejos para atusarse y para identificarse a sí mismos.

 

Detengámonos un instante en este fenómeno tan curioso: antes de entrar en el universo del lenguaje, antes de entrar en su sistema de significados, valores y razones, ya nos reconocemos en una imagen. Lo que equivale a decir que ese icono aparece como flotando en la más pura irracionalidad y es anterior a los mecanismos que nos permiten razonar. Es, por decirlo de algún modo, anterior al mundo o a nuestra percepción del mundo. Anterior a todo, por eso cierto psicoanálisis la llama matriz, “matriz simbólica en la que el yo se precipita en una forma primordial” antes de que sepamos decir yo.

 

 Ahora bien, ¿por qué el niño se reconoce ante el espejo de forma tan temprana? ¿Qué mecanismo sigue para aceptar que esa imagen que ve ante él es la suya? Hemos de pensar que se dispara en él el mismo mecanismo que en Tarzán: la deducción elemental que quizá funciona con igual solvencia en nosotros y en el mundo animal.

 

Hagámonos una pregunta: antes de reconocer su propia imagen, ¿el niño es capaz de identificar, de singularizar, alguna cara? Evidentemente sí, pues  para entonces el niño puede identificar las caras de sus padres y otros familiares, y muy especialmente la de su madre: esa cara la identifica perfectamente, es la gran cara, la gran referencia.

 

Hemos de suponer que cuando el niño descubre por primera vez su imagen especular se halla junto a su madre, de la misma manera que Tarzán se halla junto a uno de los monos de su tribu. Situado con su madre ante el espejo, lo primero que el niño ve es la cara de su madre, que reconoce desde hace tiempo. Su madre está junto a él, su madre le está tocando, como la madre del reflejo toca al niño del reflejo: ergo el niño del reflejo es también él, como la madre del reflejo es también su madre.

 

Este hecho tiene una importancia capital pues nos obliga a pensar que la imagen de nuestra madre es el puente que nos conduce a nuestra propia imagen, lo que equivale a decir que llegamos a reconocer nuestra imagen ante el espejo gracias a la mediación de la mujer que está junto a nosotros, y que nos sirve de referencia fundamental para descubrir nuestro icono como a Tarzán le sirve de referencia fundamental el mono que está junto a él, no tan diferente, hemos de suponer, al mono hembra que lo ha amamantado y cuidado como a su propio hijo.

 

Las primeras imágenes que nos ofrece el espejo se van a grabar en nuestra mente, conformando el origen de nuestra imagen interior o nuestro autorretrato íntimo (que iremos modificando a lo largo de la vida). Un autorretrato que nunca va a dejar de ser problemático, pues comenzamos a elaborarlo antes de acceder a toda forma de racionalización. Justamente por eso va a ser siempre algo muy difícil de controlar y, en consecuencia, muy difícil de racionalizar.

 

Desde nuestro cielo y nuestro infierno personales, nuestra imagen nunca va a dejar de oscilar y de inquietarnos. 

-La posesión de la vida-

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24 de septiembre de 2020
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¡Qué bien se está aquí!

 

No puedo dejar de pensar en estas cinco palabras mientras la lluvia golpea con furia los cristales de la buhardilla. Septiembre ya no suena como en la canción de Dinah Washington, desprovisto del calor dulzón del violín; solo se escucha una insistente percusión que agita el pecho. Decibelios desbocados de tormenta que regurgitan miedo. Madrid es una caja de truenos. Los rayos se cuelan en casa como intrusos que empequeñecen la luz de las bombillas y borran las estrellas. Repito una y otra vez la frase que ha deslizado en un murmullo Irene Escolar: "¡Qué bien se está aquí!" . Ha sido el teatro el que me la ha devuelto. Palabras sencillas, comunes, que nos dijimos tantas veces al hallar un rincón de tarde al sol, y que permanecen enterradas desde que el mundo empezó a temblar.

Los espectadores esbozamos una sonrisa plácida bajo la mascarilla. Asistimos a la versión de La gaviota de Àlex Rigola, capaz de descascarillar la avellana de Chéjov sobre el amor no correspondido. El ruso intentó descifrar el (sin)sentido de la vida, y Rigola ha seguido el hilo: hay que entender el mundo antes de querer cambiarlo. En el teatro La Abadía estamos a gusto. Nos evadimos de la noche húmeda e infecciosa. Evitamos rozarnos, hay una butaca entremedio a modo de profiláctico. Los actores hacen de ellos mismos, no habitan al personaje ni ponen tonillo a los diálogos. "Los envidiosos son gente con muchas pretensiones y poco talento", dice uno. Asentimos. Pero,¿qué es el talento? La pregunta no acaba de ser respondida. Repensamos, encajonados en la butaca, si pervive esa capacidad de transformación y de reconocimiento durante el pulso contra la enfermedad, que ha dejado de tener edad. Pienso en la hija de 18 años de la periodista Helena Resano: "Creíamos que la perdíamos, hemos sido unos afortunados... aunque la gestión en la Comunidad es un desastre, un despropósito: no hay estrategia, no hay gestión, solo muchos sanitarios trabajando sin descanso para nada".

Regresan las ambulancias, el motín de sirenas y el hospital de campaña de Ifema. No, no se está bien aquí. Busco la obra de Chéjov en mis estanterías para comparar mentalmente el libreto de Rigola con el original, pero me cae a los pies otro pequeño libro: Oráculo manual y arte de prudencia , de Baltasar Gracián, definido por el propio autor como "un epítome del arte de vivir". Es mi manzana. Mi I Ching. Una lectura necesaria en tiempos de crisis. El jesuita díscolo fue reflexionando, entre la opacidad y la luz, y reescribiendo máximas clásicas que se resumen en: conócete a ti mismo, ojalá llegues a ser el que quieres, distingue la esencia de la apariencia, hay que saberse negar, saberse abstraer, saberse atemperar...

Me detengo en el mandato 52: "No descomponerse". Insiste en que el mal no puede salir a la boca, y que ni en lo mas próspero ni en lo más adverso hay que mostrar perturbación. Con las UCI de nuevo a punto del colapso, nos situamos lejos de la templanza que receta Gracián: el odio se ha desbordado al ritmo que marca el virus, y no retrocede, enrareciendo la calle, alejando a los ciudadanos de aquella otra premisa: "No tener voz de mala voz". Eso es: "Tener fama de contrafamas. No sea ingenioso a costa ajena, que es más odioso que dificultoso".

Gracián combate la engañifa de la vida deformada. Y dedica líneas a los necios, a los que ensucian la convivencia con lodo y asco. "Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen (...) el mayor necio es el que no se lo piensa y a todos los otros define".

¿Quién es el listo que tiene la solución? Profetas disfrazados de economistas declaran que el Gobierno quiere arruinar España. El concurso de saltos mortales que ejecuta la oposición ante el nuevo avance de la Covid produce mareo, e incita a buscar escudos contra la malevolencia. Pero ¿qué hay detrás de tal fuego cruzado de acusaciones de incompetencia? No, no debemos rendirnos genuflexos ante la incertidumbre, ni desbocarnos al temor y acelerar la neurosis del contagio. Más que nunca necesitamos reconocer las migas del bienestar, desatar las vendas de los ojos, atrapar el instante, apurarlo igual que un licor sin miedo a la acidez, y cerrar los oídos a la estulticia que corroe el espacio público, incluido el institucional. Unidad -lo que demandamos a nuestros representantes- es una palabra tramposa que pocas veces se siente de verdad, pero también es la precisa, la que requerimos para no doblegarnos ante la desesperanza.

No queremos ser Josef K., sino el Orson Welles que adaptó a Kafka. En su versión de El proceso , el protagonista no se entrega sumiso a sus verdugos, sino que se resiste. Críticos y académicos tronaron: ¡qué osadía reescribir a Kafka! Welles les replicó que, después de Auschwitz, no podía aceptar esa docilidad de oveja camino del matadero. Cuento las horas para regresar al teatro esta noche, veré Los nuevos abrazos , con Clara Sanchis y Pedro Casablanc. No nos los daremos, no, aunque los añoraremos como si volviésemos a ser niños que por fin pueden volver a decir: "¡Qué bien se está aquí!".

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23 de septiembre de 2020
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La necesidad de traducir(nos)

En España debería practicarse la estima, sin excepción, por todas las lenguas
 

Leo en un artículo de La Repubblica que, según un estudio de Oxford, el 45% de los ingleses cree que el coronavirus es un arma biológica elaborada en China para destruir Occidente. En periodos de crisis -no es novedad- suelen surgir ideas conspirativas basadas en el repudio a lo extranjero.

Si algo he entendido al estudiar idiomas es que las identidades y los conceptos no son monolíticos, sino mutables. Lo que en una lengua parece una verdad indiscutible en otra requiere matizaciones. Al cambiar de código lingüístico nos bañamos en las aguas de otro río. Y eso inocula un sano escepticismo consustancial a la razón plurilingüe. Exponerse a un idioma distinto al propio -antídoto contra la banalidad de la simplificación- es un recordatorio de que el tuyo no es sino uno más entre muchos. El miope "yo" monolingüe ensancha así sus miras hacia un "nosotros" más complejo. Paul Auster admitió, sobre una antología de poesía francesa que editó en 1984, que traducir supuso para él "el primer paso para liberarme de los grilletes de mí mismo, de doblegar mi ignorancia". En el esfuerzo por comprender otra cultura, se obra un cambio interior que representa un acto de resistencia contra el pensamiento único. Es una quimera concebir una lengua autosuficiente, capaz de plasmar por sí sola todos los matices de una realidad en perpetuo cambio. Lo mismo sucede con cualquier postura intelectual o política. Dice el pensador camerunés Achille Mbembe que es esencial formular un contraimaginario que se oponga a esa demente fantasía de una sociedad sin extranjeros. El elemento "foráneo" no debería quedar reducido a una nota exótica, sino ser visto como un medidor de salud democrática. Basta recordar que, en diferentes momentos de la historia, las mayores explosiones artísticas han coincidido con olas de emigrados que promovieron ricos intercambios en ciudades como París, Berlín o Nueva York. Que fue mano de obra extranjera la que ayudó a levantarlas y convertirlas en capitales del mundo.

Las épocas lúgubres coinciden con la censura de obras extranjeras. En busca del tiempo perdido se tradujo al chino íntegramente por primera vez hace tres décadas con un título de eco fluvial. "Perdido" se transformó en "como agua", lo cual creó nuevas evocaciones: la definición confuciana del "tiempo" como "agua" o la asociación taoísta entre "agua" y "virtud". El progreso de la literatura no se entiende sin esta lógica de vasos comunicantes. Fijémonos en la lengua literaria rusa: maduró con traducciones del francés y el alemán. Luego el ruso devolvió el favor cuando se pasaron a otras lenguas obras de Tolstói, Dostoievski o Chéjov. Gracias a ellos, los modernistas británicos descubrieron una nueva forma de plasmar la psique. Virginia Woolf se animó a aprender ruso y a firmar traducciones junto con un emigrado ucraniano. En época soviética, cuando Hemingway o Faulkner se tradujeron a la lengua de Pushkin, revolucionaron la generación de escritores de los años sesenta, etcétera. Viajes de ida y vuelta en el tiempo y el espacio que expanden los horizontes mentales de los territorios.

La lengua de Europa es la traducción, decía Eco. Una manera concisa de expresar que hay multitud de idiomas y que, cuando se traducen entre sí, se crea un diálogo enriquecedor basado en la hospitalidad. En un mundo cada vez más distraído, traducir exige una escucha atenta. O, por lo menos, intentarlo. Hoy, cuando es normal silenciar la opinión contraria con un clic, dar espacio para incorporar la alteridad significa ir a contracorriente.

Las lenguas se tutean con menos complejos que sus respectivos hablantes. Es la naturaleza viva de los idiomas: desoír imposiciones, cruzar fronteras, contaminarse. Y la traducción, como privilegiado puente de enlace, es una lección de convivencia. "Dos culturas, dos lenguas, dos países se traducen -se integran, discrepan, se mezclan- en esa traducción ideal permanente, que constituye la realidad de su relación", afirma Claudio Magris. Hace poco la consellera de Cultura de la Generalitat declaró que en el Parlament se habla demasiado castellano. El diablo está en los detalles, y ese "demasiado" suyo me sorprendió, a 2.300 kilómetros de distancia, leyendo un pasaje de Leo Spitzer. Filólogo como la consellera, en 1933 tuvo que emigrar de Colonia, donde perdió su plaza de profesor universitario. Exiliado en Estambul, escribió sobre la desterritorialización de las lenguas: "Cualquier idioma es humano antes que nacional: las lenguas turca, francesa y alemana pertenecen primero a la humanidad y, luego, a los turcos, a los franceses y a los alemanes". Demostrar estima por todas las lenguas sin excepción es algo que se espera primero de un filólogo y luego de un alto cargo de cultura. Se debería practicar siempre, también en el resto de España.

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23 de septiembre de 2020
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Prix Formentor


Construir es duro y tardo, destruir es simple y raudo. En 70 años ha crecido un jardín prodigioso en varias hectáreas que antes eran puro secarral
 

Caminábamos por las veredas que diseñó Felipe Bellini en 1937, quizás algo antes. Mi compañero, Tófol, señaló un pino inmenso: "Este lo plantó mi padre: todo aquí ha sido sembrado porque cuando comenzó la construcción del hotel no había ni una brizna de yerba, el agua la bombeaban desde Pollensa". Cruzamos las pérgolas repletas de flores y me iba dictando: "Ahora son bignonias, pero en primavera glicinas. Esa es la ipomea mexicana, al lado salvia belga escarlata, hay plantas del mundo entero. Mire, el tronco espinoso del palo borracho está hueco, su semilla llegó de Argentina". Pasamos junto a la siniestra datura de flores cabeza abajo como ahorcados, pasamos los pomelos gigantes, pasamos los tapices de hibiscos, euforbias, crotalarias australianas. Tófol está orgulloso de su jardín, la obra de su vida, uno de los más hermosos de las Baleares. Lo han hecho palmo a palmo las manos de su padre y luego las suyas durante 70 años.

Construir es duro y tardo, destruir es simple y raudo. En 70 años ha crecido un jardín prodigioso en varias hectáreas que antes eran puro secarral. En las más antiguas fotos, donde se ve el comienzo del hotel sobre sus fundamentos de gravilla acarreada por mar, no hay ni una planta. Era un desierto. El esfuerzo y la dignidad del trabajo de dos generaciones han conseguido crear un paraíso (así llama la Septuaginta al Edén) en pleno desierto. Cristófol ha salvado su alma.

Esa noche me asalta la pesadilla del auriga demente que, a las riendas de un carro de fuego tirado por tres caballos caníbales, avanza inexorable. A su paso, todo queda abrasado. En dos años casi ha destruido el modesto jardín que había costado 40 hacerlo nacer sobre un desierto moral. Ahora, el desierto crece.

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22 de septiembre de 2020
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El Boomeran(g)
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