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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apocalypse Love (2)

Pero las osadías no son nuevas para Fresán, que lleva ya casi veinte años revolviendo avisperos. La edición original de Historia argentina data de 1991, e irrumpió en la narrativa local como una explosión cuya onda expansiva dista de haberse extinguido. El aprendiz de brujo sigue siendo un gran cuento, full stop. Javier Moreno dijo hace no tanto que Historia argentina contenía in nuce todo aquello que desde entonces Fresán ha ido y seguirá desarrollando, del mismo modo en que The Beatles (es decir, el álbum blanco) contiene todo lo que la música pop y aledaños han venido desarrollando desde 1968. Pero quizás sea necesario ser todavía más preciso y decir que, de todos sus relatos, El aprendiz de brujo, con su relectura de Malvinas a mitad de camino entre Salinger y los Monty Python y su apelación el episodio de Fantasia en que Mickey desata fuerzas que no puede controlar, sigue siendo sin duda alguna el Big Bang (Moreno dixit, nuevamente) del Fresanuniverso.

         (¿Será este el lugar más adecuado para sugerir que El fondo del cielo es la novela en que Fresán controla, por fin, las tormentas que  desató aquel riff inicial? Seguramente no. Así que volveré sobre el asunto más adelante.)

         Desde entonces Fresán no hizo otra cosa que irritar el establishment literario local al tiempo que generaba, en sus lectores, una adoración que sólo suelen despertar las estrellas de rock. (Salvando la distancia, claro, en materia de ganancias y de disponibilidad de groupies.)

         Admito que a menudo sus viajes me dejaron girando como un trompo. Recuerdo llegar al final de, por ejemplo, Vidas de santos, y preguntarme de inmediato qué era eso -qué clase de criatura literaria acababa de rugir, o de balar, o de bramar (¡o todo a la vez!) ante mis ojos.

Pero ni siquiera cuando me quedé afuera (y Fresán plantea el juego literario sin grises: o entrás, o te lo perdés) dejé de creer que estaba en presencia de un autor en cuya huella debía perseverar. Porque Fresán poseía dos elementos que sólo tienen los grandes.

En primer lugar, una visión. En algún sitio definió lo suyo como irrealismo lógico, en contraposición a ya-saben-qué. Suena ocurrente, como tantas cosas que dice o escribe, pero de adoptar la etiqueta estaría enfrentándome nuevamente al riesgo del reduccionismo. Ni siquiera sirve decir que Fresán podría ser el hijo rocker de Kurt Vonnegut, en tanto heredero de la iconoclastia, el millaje acumulado como frequent flyer de todos los géneros, el sentido del humor y la voz "monologante y confesional" que no tarda en darnos la bienvenida a la fiesta de su locura. No: contentémonos con decir que Fresán es un original, lo cual en estos tiempos marketineados hasta la exasperación es casi lo máximo que se puede pretender de un escritor.

En segundo lugar, Fresán ha sido fiel a esa visión. Aun cuando esa fidelidad amenazaba con convertirlo en un paria, en alguien que escribía cosas que no se parecían a nada de lo que se estaba publicando, y peor todavía: a nada de lo que tenía éxito.

Alguien dirá: seguramente no pudo hacer otra cosa. Tal vez. Pero en un medio que está lleno de armiños que juegan a ser perros, Fresán es consciente de que nació quimera, y quimera morirá.

 

(Continuará.)

 

 



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21 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La razones de José Alejandro

Nadie conoce mejor los mecanismos de la censura en Cuba que quienes escriben en los pocos periódicos de tirada nacional. La prensa se ha convertido aquí en una profesión escabrosa que obliga a medir los adjetivos, sopesar los temas y esconder muchas veces la opinión personal en aras de conservar el empleo. Es una decisión de vida ser un periodista de los medios oficiales, lo sé, pero también conozco algunos que se han quedado atrapados en los vericuetos de la complicidad, esperando ese día en que puedan escribir lo que piensan. De aquella redacción del periódico Juventud Rebelde donde trabajó Reinaldo hasta 1988, queda muy poco, pues la mayoría de sus colegas de entonces viven hoy en Miami, México y España. Otros se han retirado de la profesión, desengañados ante la abortada glasnost y los consecutivos llamados a la crítica, que terminaron por ser un cebo para los más atrevidos. José Alejandro Rodríguez sobrevivió a todo eso y lleva su batalla personal en la sesión ?Acuse de recibo?, donde publica las cartas de los lectores con sus reclamos e interrogantes. Cada vez que leo su cruzada contra el burocratismo y lo mal hecho, percibo el conteo regresivo que probablemente culminará con su silenciamiento profesional. Hace unos días, José Alejandro no pudo más. Sacó de sí todo lo que tenía acumulado sobre la ?excesiva centralización? a la que está sometida la prensa en esta Isla y condenó el secretismo que rodea las decisiones gubernamentales. En su artículo ?Contra los demonios de la información secuestrada? se palpa el verbo de un hombre honesto que todavía cree en la posibilidad de humanizar el actual sistema a través de la transparencia informativa. Discrepo sana y respetuosamente con él, pues lo que se ha desarrollado sobre la base de esconder, condenar y filtrar no puede sobrevivir a la luz clara que emana de un periodismo incisivo y libre. Las tres cuartillas de su arenga duraron apenas unas horas en la versión online de JR. El artículo fue secuestrado por los sagaces halcones de la ortodoxia, quienes conocen bien el peligro de una Nación que comienza a enterarse de todo aquello que le esconden. Una copia del artículo ?Contra los demonios de la información secuestrada? se puede leer aquí.



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21 de octubre de 2009
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El derecho a irse

A veces conviene irse de Madrid, o de cualquier otro lugar donde uno viva. "Le droit de s´en aller", el derecho a escaparse o simplemente salir del sitio fijo donde se está, era, para Baudelaire, uno de los derechos humanos que -escribiendo él mucho antes de la existencia de la ONU y otras org.com- los ciudadanos tendrían que reclamar a sus mandatarios. He vivido la mayor parte de mi vida en Madrid, y precisamente este verano he cumplido mis treinta años de residencia ininterrumpida en la capital, en la que ya antes, de estudiante universitario, había residido cinco cursos, y a la que volví después de pasar casi una década en Inglaterra. Salgo en viajes cortos o largos siempre que puedo, aunque eso, por supuesto, lo comparto con la mayoría más o menos pudiente, que se desplaza para hacer turismo o para cumplir un trabajo. Al alivio del irse le corresponde, no siempre simétricamente, la dulzura del volver, pues la añoranza de la propia cama o de algún ser querido puede ser más poderosa que el perderse extramuros.

Desde fuera, la ciudad en la que vivimos adquiere perfiles extravagantes, o eso he sentido yo en las muchas semanas pasadas en Valencia. Las conversaciones telefónicas con los amigos, las noticias locales madrileñas que leía cuando algún visitante traía las ediciones del periódico compradas antes de salir de viaje, las imágenes televisadas de algún suceso o evento (la Noche Blanca, por ejemplo) en calles y espacios cerrados que conozco bien y frecuento, me daban la sensación de que la vida diaria, ‘mi' vida diaria más regular, trascurría sin mí con la misma rutina o desorden o ruido o jarana que posee cuando, día tras día, yo la co-interpreto con ese reparto de millones de madrileños. Cosas que me he perdido y cosas de las que me he librado. Me he perdido el espectáculo teatral ‘orwelliano' de Tim Robbins, un artista plural al que admiro y con el que desayuné (él mucho más copiosamente que yo) una mañana inolvidable en el Hotel de las letras de Gran Vía. Tampoco he podido acompañar en sus estrenos teatrales a Sancho Gracia (‘La cena de los generales'), Carlos Hipólito (‘Don Carlos') y Toni Cantó (‘El pez gordo'), tres magníficos actores amigos de quienes no me querría nunca perder nada. En el otro plato de la balanza, veo con alivio que cruzar la calle Serrano, un itinerario para mí frecuentemente inevitable, sigue siendo más peligroso que adentrarse en la jungla del Amazonas, o lo que quede de ella.

Recibir esas impresiones madrileñas desde Valencia ha tenido para mí otro valor añadido, pues salgo de una familia de una valencianidad genéticamente pura, dentro de la que yo mismo, por el destino de nacer 200 kilómetros al sur de la capital de la Comunidad, soy el más ‘alejado'. Mi madre nació, con todos sus hermanos, mis tíos, a tres kilómetros de donde escribo esta columna, mi padre y mis abuelos eran de Sueca, y en las cercanías de ese pueblo arrocero he rodado planos de una película que dirijo. Tengo desperdigados por el resto de la comunidad a la totalidad de mis ‘relatives', con excepción de mi hermano, otro largo residente de Madrid.
La capital del Turia ya no debería llamarse así, pues el río Turia no pasa, con sus aguas alguna vez arrolladoras, por la ciudad, habiendo en su cauce ahora jardines, fuentes, canchas de tenis y sendas para los corredores y practicantes de la bicicleta. A medida que uno sale del centro sin dejar la antigua ribera fluvial, el cauce está más seco y sólo adornado en sus paredones desnudos con mensajes de amor de los grafiteros -unos seres muy sentimentales, pese a las apariencias-, casi todos ilegibles desde la altura de nuestra mirada peatonal. Sin duda Dios sí los ve.

Tengo con Valencia una relación de la que el Dr. Freud podría haber sacado mucho partido psíquico. Por la hondura y densidad de mis raíces, yo iba a menudo a la capital del Antiguo Reino, y al niño aquella monumentalidad de su centro histórico le impresionaba entonces menos que otras opulencias más frondosas y hasta chillonas: las frutas de cerámica del Mercado Central, las ‘mascletás' de las fiestas de San José, y los propias fallas, que eran mucho más hiperrealistas y grandiosas que las que por San Juan se plantaban en Alicante. En esos viajes, mis padres hablaban el valenciano con los suyos, y mis hermanos y yo quedábamos, entendiéndolo casi todo, un poco excluidos de esa lengua atávica que a nosotros no nos enseñaron. Desde fuera, Madrid se me aparece como un lugar añorado, a ratos ajeno, como lo son las ciudades que se desconocen, aunque estoy seguro de que cuando en pocos días regrese la encontraré igual de levantada y extenuante, igual de entretenida. Y al poco de estar en ella viviendo allí todas las horas del día, me habré merecido, como ustedes, mi derecho humano a huir de ella a la primera ocasión.

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21 de octubre de 2009
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Un buen corazón puede llevar al crimen

Sorprende el elevado número de parricidios que se está produciendo. Sólo la semana pasada creo haber contado tres. Es una figura clásica. Un hijo (nunca una hija) mata a sus padres con un hacha, machete o catana, y luego trata de suicidarse o queda estupefacto ante los cadáveres hasta que los vecinos dan la alarma. Al cabo de dos o tres telediarios alguien dice que el asesino tenía problemas mentales o que sufría de esquizofrenia. Uso las palabras de la tele.

    En un reciente artículo, mi neurólogo favorito, Oliver Sacks, habla de los antiguos asilos para lunáticos (así se llamaban), grandes palacios creados, los mejores, durante el barroco. Eran admirables fábricas que aún impresionan por su grandeza y dignidad, en donde se acogía a los enfermos mentales con cargo a la municipalidad, mediante previa y colosal donación de algún magnate. Los testimonios que han quedado hablan de lugares muy bien organizados y en donde los locos recuperaban parte de su dignidad y podían, por lo menos, evitar las agresiones del populacho.

    Estos grandes asilos se transformaron en centros administrativos a lo largo del XIX, se tecnificaron y perdieron la capacidad de cuidar a los enfermos de un modo piadoso. Se convirtieron en almacenes o prisiones para ciudadanos superfluos. Las condiciones de la reclusión comenzaron a ser atroces. En el siglo XX siguieron degenerando y con la generalización de la química psiquiátrica empezaron a vaciarse. Lo peor sin embargo llegó a partir de 1960 cuando notorios intelectuales de buen corazón pusieron los derechos del enfermo por encima de lo que estos pudieran preferir. Por ejemplo, se les prohibió trabajar en el asilo con la excusa de que era una explotación. Muchos enfermos enmudecieron para siempre al asumir su inutilidad. Los más radicales (los italianos), vaciaron los manicomios para que los enfermos se integraran en sus familias. Las calles se llenaron de vagabundos desesperados y la criminalidad creció espectacularmente.

    A veces el narcisismo de la bondad puede ser más peligroso que el terrorismo.

 

Artículo publicado el sábado 17 de octubre de 2009.

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21 de octubre de 2009
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I. Juventud, divino tesoro…

En el cuadro La fuente de la juventud de Lucas Cranach, que se  conserva en el Museo Estatal de Berlín,  ancianas decrépitas son llevadas en carromatos hasta el borde de un estanque de aguas milagrosas, y tras entrar en ellas salen del otro lado, jóvenes y bellas otra vez, para ser conducidas por pajes a unas tiendas donde reciben ricos ropajes, y ya vestidas se entregan de nuevo a la fiesta del mundo en un verde prado donde hay mesas ricamente servidas, y caminos floridos por los que se pierden con amantes tan jóvenes como ellas.

            El sueño de la eterna juventud se parece al sueño de la inmortalidad. Las aguas providenciales no sólo devuelven a los viejos las carnes lozanas, sino que el milagro obrará cuando veces sea necesario, hasta la eternidad. Es lo que pretendía Juan Ponce de León cuando siendo gobernador de Puerto Rico escuchó decir que a leguas de allí se hallaba esa fuente de la juventud urdida en las historias más antiguas: el agua de la vida a la que se llegaba tras atravesar la tierra de la oscuridad, que ya estaba en el Libro de las maravillas del mundo de Juan de Mandeville y en los escritos acerca del Preste Juan.

Soplaron en el oído ambicioso de Ponce de León la noticia de que un cacique anciano había recuperado de tal manera sus fuerzas gracias a aquellas aguas, que pudo emprender de nuevo "todos los ejercicios del hombre, tomar nueva esposa y engendrar más hijos". Armó entonces una expedición para ir en busca de la fuente maravillosa que le daría juventud eterna, y al mismo tiempo en busca de la riqueza infinita que le depararía la industria de vender juventud embotellada.

 

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21 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Líderes ocultos

Lo normal, ante la contemplación del mundo que ha ido formándose  en internet, es que pese a la aparición de tantas webs distintas, tantas tribus en torno a un interés especial, no ha surgido la egregia figura de diferentes  líderes. ¿Es así? Parecería que, de una manera totalmente impensada, la utopía del anarquismo habría venido a aterrizar en el ciberespacio. Sin embargo, como era fácil de sospechar, no todos los partícipes aceptan mansamente la situación horizontal y descuidan obtener rendimiento alguno de esa masa o esa potencial clientela. De hecho, así como ya abundan hasta la saturación los libros sobre cómo hacer amigos e influir sobre los demás en pubs y oficinas, también una serie de manuales recientes se dedican a instruir sobre cómo liderar los espacios de la Red. Esto vale para obtener rendimientos en el comercio y en la política pero sirve, en realidad, para casi cualquier cosa que se relacione con los efectos de acumular poder. ¿O es que se había creído que la potencial de la red no significaba más que una energía técnica, abstracta, curiosa y entretenida?



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21 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Morir por Kabul

Las cuentas son claras: 850 soldados norteamericanos, 221 británicos, 131 canadienses, 36 franceses, 34 alemanes, 26 españoles, 22 italianos, 21 holandeses, 15 polacos, 11 rumanos, y así hasta 1463 bajas mortales. Creciendo de año en año desde 2001. En dos operaciones distintas, tan contradictorias en sus objetivos como convergentes en la realidad de la guerra: la estrictamente bélica contra Al Qaeda y sus amigos talibanes, a cargo de Estados Unidos, Canadá y Reino Unido fundamentalmente; y la de reconstrucción por encargo de Naciones Unidas, a cargo de la OTAN. Todo para evitar que los talibanes derroquen el régimen de Karzai en Kabul y para construir la estructura de un Estado. Con resultados de evaluación sencilla y rápida: mediocres tirando a malos o muy malos.

El último episodio desconcertante ha sido la ceremonia de confusión en torno a los resultados electorales, que se suma a las peleas dentro de la administración norteamericana entre quienes quieren seguir la escalada militar (los mandos militares) y quienes quisieran encontrar una solución política (Obama). El marco regional en el que se está registrando el actual naufragio es altamente preocupante: por un lado, la batalla de Warizistán entre el ejército paquistaní y los talibanes; por el otro, la recrudescencia del terrorismo contra el régimen de los ayatolás iraníes, en la zona fronteriza con Pakistán. Estamos probablemente en el momento más desconcertante de los nueve años de esta guerra que no hace más que crecer en dimensiones y en bajas. La región será la piedra de toque internacional de la presidencia de Obama. Muchos, el propio Obama entre ellos, temen que se convierta en un Vietnam, donde la dirección militar del conflicto se impuso sobre la dirección política, debido fundamentalmente a un motivo: el análisis subyacente era erróneo, como han demostrado luego los hechos. La teoría del dominó se reveló inconsistente y la victoria del Vietnam comunista no hizo caer todo Asia en manos de China. Ahora se enfrentan de nuevo dos formas de enfocar la presencia americana y europea en Afganistán. Si es un problema estrictamente militar, una retirada, por más que sea progresiva, o la fijación de una fecha para terminar las operaciones, con independencia del régimen que se halle instalado en Kabul, son una forma de derrota inaceptable: Estados Unidos no puede irse con el rabo entre las piernas. Pero si es un problema político, entonces quedaría prohibido hacer evaluaciones bajo el prisma de la victoria militar y se trataría de desconectar Afganistán del polvorín paquistaní, para resolver allí de una vez el problema que significa Al Qaeda y evitar que el arma nuclear acabe en manos de gobernantes irresponsables o abiertamente proclives al terrorismo. La OTAN debería bajo este prisma reafirmarse en su misión de reconstrucción, especialmente dedicada a la formación de una policía y de un ejército afganos capaces de hacerse cargo de la propia seguridad. Esta última eventualidad no agota la preocupación por la Alianza Atlántica que subyace en cualquier enfoque de la misión en Afganistán. Ayer mismo subrayaba la columnista del Washington Post Anne Appelbaum la escasa visibilidad que tiene el alto y creciente número de bajas que se están produciendo en Afganistán. Cada país se acuerda y honra a sus fallecidos, pero nadie se fija ni tiene en cuenta lo que les está pasando al conjunto de los aliados y lo que le está pasando a la Alianza. El título de su artículo es suficientemente expresivo: The slowly vanishing Nato. Lo que no consiguió la Unión Soviética quizás lo consigan la acción conjunta de los talibanes y de los errores de los aliados. (Enlaces: con lascuentas de bajas en Afganistán; con el artículo de Anne Appelbaum).



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21 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Escanlar regresa

Gustavo Escanlar. Fuente: farandula-uy El uruguayo Gustavo Escanlar, una de las promesas de las antologías literarias de América Latina en los años 90 como McOndo o Líneas Aéreas dejó de pronto la literatura por la televisión, los reality shows y la radio, donde siguió explorando el lado underground -o "maldito" en jerga literaria- de su ciudad. La irreverencia de Escanlar se mantuvo durante décadas en suspenso hasta que finalmente reaparece este año con La alemana, editado por la independiente Factotum. En el suplemento Radar Libros de Página12 le dan la bienvenida:Suerte de reedición mínimamente corregida de Dos o tres cosas que sé de Gala, publicada originalmente unos cuatro años atrás en el Uruguay, La alemana en realidad retoma historia y personajes de Estokolmo, y ?según confesó Escanlar en la presentación porteña del libro? su escritura data de aquellos tiempos. Arranca con un brutal prólogo ?o capítulo 0, como se lo bautiza en el libro? que en realidad es un cuento por derecho propio, y de lo mejorcito de su obra (que ya había sido publicado como cuento en Líneas aéreas, bajo el nombre de Una fiesta popular). Y cuenta una historia de dealers influyentes y policías corruptos, de un barrio nada inocente y un poder cínico y manipulador. ?Nunca olviden que Escanlar es fanático de Bukowski y Tom Wolfe por igual, y eso lo convierte en un tipo peligroso?, escribió su contemporáneo Gabriel Peveroni en el prólogo a Dos o tres cosas que sé de Gala. Y agregaba: ?Lo convierte en un perfecto cínico, capaz de estar en los dos lados y pasar de todo. Lo convierte, entre otras cosas en uno de los cronistas más filosos de esta ciudad, aunque muchos intelectuales y pichones de intelectuales lo desprecien?. Es verdad que Escanlar aún debe demostrar que tiene algo nuevo para decir en el nuevo siglo, para poder sumarse por derecho propio al coro de la nueva generación de narradores que ha despuntado en la vecina orilla. Después de todo, lo único que ha escrito en el último tiempo es el cuento 40, publicado en la revista La Mano, un par de años atrás. Pero La alemana es una buena forma de recordar que en literatura siempre hay algo más que estampitas. Y que Uruguay no sólo es la pachorra hippie de Polonio, y que Montevideo es una ciudad que tambien puede ser pura y dura, y no sólo postal. Y mucho menos unplugged.



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20 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Temporada de premios en España

Fernando Iwasaki y temporada de premios en España. Fuente: cafebabel La temporada de premios literarios en España, que empieza en octubre con el fogonazo del Premio Planeta, ha puesto en la palestra a nuestro compatriota Fernando Iwasaki quien publicó España, aparte de mí estos premios (Páginas de Espuma) ironizando la cantidad de premios literarios (3,500 según la cuenta de una página web dedicada al tema) que existen en España. Una nota en "El País" de hoy comenta el tema:Según Chema Álvarez, responsable de la guía, Internet ha hecho que "la cifra de concursos que se convocan desde y por la Red" crezca "exponencialmente". Así, el portal de Internet premiosliterarios.com ofrece a sus suscriptores información sobre las bases de 3.500 certámenes (cerca de 10 por día, domingos incluidos). Este mes, y sólo en la modalidad de narrativa se cerrará el plazo de 45 certámenes: desde el de la Cofradía del Vino de Navarra hasta el Mazzantini de relatos taurinos de Llodio (Álava). A ese "hecho diferencial" de la literatura española le ha dedicado Fernando Iwasaki España, aparte de mí estos premios. La obra del escritor peruano afincado en Sevilla es un conjunto de relatos precedidos por las bases de un imaginario concurso literario local y seguido por la correspondiente acta del jurado. Para Iwasaki, los premios son una forma de publicidad para los convocantes, algo que se multiplicó con el Estado de las autonomías. "La cantidad de premios que hay en España es algo que sorprende a cualquier extranjero, sobre todo si viene del Perú, donde sólo hay tres", dice el escritor limeño. En su opinión, los galardones sirven para tres cosas: sostener una vocación, consagrar una trayectoria o "directamente, prejubilarte". Si el último fue el caso del propio Cela, el primero podría ser, como recuerda Iwasaki, el de Luis Sepúlveda antes de Un viejo que leía novelas de amor, Luis Leante antes de ganar el Alfaguara y, sobre todo, Roberto Bolaño. Antes de su consagración universal el autor chileno sobrevivió, en sus propias palabras, con lo que ganaba en los mil premios "de tercera división" desperdigados por la geografía de España, "premios búfalo que un piel roja tenía que salir a cazar, pues en ello le iba la vida". Lo dice en Monsieur Pain, una novela que pasó sin pena ni gloria cuando ganó, en 1993 y con el título de La senda de los elefantes, el premio Félix Urabayen del Ayuntamiento de Toledo. Cuando la rescató Anagrama seis años más tarde fue recibida como una obra maestra.Por otra parte, en "Babelia" escogieron el libro de Fernando Iwasaki como "El libro de la semana" y le dedicaron una reseña muy elogiosa de Ana Rodríguez Fisher:Apenas he parado de reírme a carcajada limpia -sólo lo justo para poder seguir leyendo- mientras tuve en mis manos España, aparta de mí estos premios, el libro de relatos donde el escritor peruano Fernando Iwasaki (Lima, 1961) nos ofrece siete visiones o interpretaciones de la historia de España. Pero que no nos despiste el título, porque si hay un sesgado homenaje al poemario de César Vallejo -España, aparta de mí este cáliz, 1937-, las narraciones de Iwasaki parten de una irreverencia absoluta y, de las dos Españas, se dirigen sólo a la que sabe reírse de sí misma. (...) Fernando Iwasaki se mueve con admirable desenvoltura y desparpajo por episodios de nuestro pasado épico -gestas jesuíticas o conmemoración de la Liberación del Alcázar de Toledo-, las plurales identidades de la piel de toro, las filias y las fobias de unos y otros, los ritos, las modas y... en fin, la general estulticia en la actual sociedad del espectáculo y la era de la globalización. Baste mencionar que los relatos a concurso deben tratar del turismo espeleológico o de la gloriosa historia del Sevilla Fútbol Club; exaltar los valores identitarios, los hechos diferenciales y la riqueza cultural de Euskadi; servir para motivar e incentivar la visibilidad de la mujer catalana en todos los ámbitos y estamentos de la sociedad; o promocionar el langostino de Sanlúcar. Huelga decir que la parodia pulveriza tan loables propósitos, gracias al soberbio lenguaje, que además del pastiche opera con tics, frases hechas, correcciones políticas o hablas y jergas de las varias identidades lingüísticas. Un consejo: no paguen más sesiones de risoterapia y lean España, aparta de mí estos premios.



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20 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El estilo

"El estilo es el hombre": antes de que el igualitarismo de bajura ocupara gran parte de la escena, se recurría bastante a esta sentencia. Y aunque, como todas las máximas, es demasiado categórica, algo -o mucho- hay de cierto en ella. La recordé a propósito del artículo publicado en este mismo periódico por Jordi Hereu, alcalde de Barcelona, titulado En defensa del Raval (17-9-2009). Lo leí atentamente y, como no tengo el gusto de conocer personalmente al señor Hereu, traté de deducir cómo sería el alcalde de mi ciudad a través de su argumentación. Confieso que el estilo del artículo me pareció que hundía las razones que quizá legítimamente esgrimía su autor.

El inicio era lamentable y eliminaba lo que venía después ¿Cómo puede el alcalde de una ciudad iniciar un texto con la frase "viendo con qué facilidad algunas voces se suman estos días al acoso y derribo del Raval y del proyecto que el Ayuntamiento de Barcelona... "? ¿Cree de verdad el señor Hereu que unas "voces" pueden acosar y derribar un barrio? El asunto sería puramente esotérico -con voces que andan sueltas fastidiando- o humorístico si no se apreciara, por lo que se lee luego, que el alcalde habla en serio y considera seriamente que hay una conspiración para demoler su proyecto.

En lugar de atender con tacto y humildad las críticas recibidas por la situación del Raval -y, desde luego, no sólo del Raval- por parte de multitud de ciudadanos, muchos de ellos del propio barrio, el alcalde se lanza a una cruzada contra las "voces" acosadoras y derribadoras. El tono oscila entre el lenguaje mitinero y la visión arcádica que desde hace años tanto ha prodigado el Ayuntamiento de Barcelona con los llamados publirreportajes, que no son otra cosa que autoexaltaciones a cargo del erario público. Sin faltar los tópicos a los que recurrir con asombrosa rotundidad: "Lo afirmo con orgullo: el Raval de Barcelona es uno de los lugares con más vocación de ciudadanía de Europa". ¿Qué quiere decir eso de la vocación de ciudadanía? Acaso es una buena expresión para un folleto de propaganda, aunque en el contexto en que está situada suena a burla y anula el efecto de otros argumentos que podrían parecer más razonables.

No niego que el actual alcalde de Barcelona trabaje esforzadamente por la ciudad, pero si el estilo es el hombre, ese hombre, el señor Hereu, se encamina con paso firme hacia la derrota.

 

El País, 03/10/2009



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20 de octubre de 2009
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