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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nostalgia del Best Seller

Supongo que a estas alturas muchos, muchísimos de ustedes, ya habrán leído al menos la primera de las novelas de Stieg Larsson, ese fenómeno editorial que se enseñorea en el horizonte literario mundial con una intensidad poco frecuente. Supongo, en todo caso, que ya habrán leído las miles de palabras que se han escrito al respecto en foros, chats, blogs y periódicos digitales y de papel, de manera que nadie creo que se haga ilusiones respecto a la novedad de mis opiniones sobre el particular. Pero como yo terminé de leer la primera novela de la saga Millenium recién ayer por la tarde, me quedó una sensación un poco nostálgica respecto a estas novelas tan sugestivas e intensas que son -o suelen ser-- los best sellers. Porque leyendo las peripecias de Mikael Blomqvist y Lisbeth Salander recordé mis lecturas de primerísima juventud, esas que son una transición entre el último Julio Verne y el primer Milan Kundera, por decirlo así.

Me refiero a esas novelas de espías y adustos burócratas del telón de acero, de valiosos microfilms y falsificadores cultísimos, de agentes secretos algo nihilistas y envenenamientos en la Europa Central que nos brindaban Frederick Forsyth, o John le Carré. Pero sobre todo recordaba las de Arthur Hayley e Irving Wallace, voluminosas novelas de tramas bien urdidas y complejas, de personajes más bien livianos que casi no entorpecían la acción y se limitaban a ser escritores que fumaban pipa, habitualmente altos y solitarios, inteligentes y un pelín desencantados, vamos, como salidos de una novelita del Cosmopolitan, pero que funcionaban a la perfección en un argumento bien urdido y estudiado hasta el mínimo detalle. Esas novelas de seiscientas páginas (hoy todo el mundo se asombra de que una novela tenga seiscientas páginas...) que uno devoraba principalmente en los veranos, pero también en cuanto arañaba unas horas a otras ocupaciones, eran ficciones que uno sentía honestas, que detrás de las tramas y peripecias había un escritor preocupado en contar lo mejor posible su historia, que se había pasado meses y meses investigando cómo funcionaba un hotel, un aeropuerto, el comité Nobel o la enrevesada jerarquía en la Casa Blanca, y entonces el lector veía alzarse ante sus ojos la minuciosa edificación de un universo si no complejo, al menos bien elaborado, y así nos dejábamos ganar por la historia.

Pero después no sé que pasó y aquellos viejos escritores de best sellers dieron paso a otros que más bien fueron un chasco, improvisados imitadores de tramas endebles y tópicos usados a granel, con personajes fascistoides e historias deslavazadas que se nos caían de las manos. Supongo que también ocurrió que muchos empezamos a apreciar en otras novelas la certidumbre de que el mundo no se dividía en buenos y malos, que las conjuras de los templarios eran inexistentes y que los rosacruces eran unos viejitos inofensivos, que el verdadero horror era algo más serio que asomaba en otros autores y que ahora disfrutábamos empecinados en tramas que exigían de nosotros algo más que el disfrute tibio de una lectura veraniega. Y por eso abandonamos los best sellers.

De allí, quizá, que leer a Larsson ha sido como volver a disfrutar de un placer olvidado y más bien juvenil, con héroes y villanos, con el bien triunfando sobre el mal, lo cual es un respiro. Y como brillaba un sol inusual en Madrid, el recuerdo de esas viejas lecturas ha sido más intenso. Larga vida a los buenos best sellers que no dan más que lo que ofrecen.



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24 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El desorden

No hay vida, ni clase de vida, ni clase de ser humano que sea capaz de poner estabilidad y orden en su existencia. Por definición la existencia forma parte de lo externo, la externalidad o el perímetro indefinido donde nos desenvolvemos y en cuya extensión nunca hay modo de cuadrar y detener sus elementos. De este modo, un grado de ansiedad y confusión constantes se unen a la vida cotidiana a la manera de un malestar sin cura. O, incluso, el malestar persiste en la medida en que, no sabiendo que será absolutamente incurable, nos empeñamos en lograr su saludable desaparición.

La imposible desaparición del desorden más el grado de inquietud que conlleva son inherentes al ser  y, en consecuencia, todo lo vivo se desordena, revuelve y vuelve a desajustarse mientras la muerte es el orden completo, perfecto y ajustado.

 ¿Justo también? La muerte es cruel y radicalmente injusta pero,  claro es, en la medida en que sentencia desde un código que sólo a ella se puede aplicar y a partir de un púlpito que no puede palpitar. El resto vivo - el bullicio, la inquietud, el gozo o el dolor-  son componentes de un universo desordenado y confuso las 24 horas puesto que nada puede ser tan claro, tan concreto y tan sencillamente imperfectible como la muerte. 



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24 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Desmemorias políticas

Ni siquiera en Francia. El género parece irremediablemente perdido. Las memorias ya no se escriben, se dictan. A toda prisa, por encargo de un editor y en la extraña simbiosis con un colaborador que aporta la escritura. Es el signo de la época. El personaje público que ya se ha alejado de las duras justas políticas huye así del examen de conciencia, de la penitencia de una escritura trabajosa en la que purgar sus pecados y sus errores e incluso del gusto por la remembranza o el placer de pasar cuentas mediante el arte literario. Todo se limita a atender a unas preguntas y a pulir después las inconveniencias, en un plano ejercicio de ?fotoshoping? sobre la propia imagen histórica. Por este lado de la vida, la vida política quiero decir, la literatura agoniza en un pantano de mediocridad y comercialismo fatuo. Esta reflexión viene a cuento de mi reciente lectura de las memorias de Jacques Chirac, presidente de la República Francesa desde 1995 hasta 2007, primer ministro de Giscard d?Estaing y de Mitterrand, y sin duda uno de los hombres políticos más importantes del último medio siglo francés y europeo. Su experiencia biográfica y su personalidad son material de buena calidad para tejer unas memorias de primerísimo nivel literario, y sin embargo?El resultado es decepcionante. Mucho menos que los lamentables intentos memorialísticos y novelísticos de su antecesor Valéry Giscard d?Estaing, aunque lejos de la desenvoltura y la mordacidad de su predecesor François Mitterrand, y eso sí a años luz de su modelo político e ideológico, el general De Gaulle. Hay algunos destellos en ?Chaque pas doit être un but?, sobre todo en los primeros capítulos que relatan la infancia y juventud. Pero lo que se impone sobre la sinceridad y sobre la verdad literaria es la corrección política, la perfecta adecuación entre la imagen labrada durante décadas y su reflejo actual, hasta el punto de que sólo en muy raras ocasiones el memorialista se suelta y confiesa. Uno de sus mejores momentos tiene que ver con François Mitterrand, del que fue primer ministro durante la primera cohabitación entre 1986 y 1988, y al que admira e incluso profesa algún género de afecto. El anciano presidente socialista contaba entre sus especialidades una cierta habilidad en el maltrato a su primer ministro conservador, al que tachaba de sectario e intolerante y al que calificaba de jefe de clan y de banda. Pues bien, veinte años después, Chirac admite compungido que su ya desaparecido adversario tenía razón: ?Debo reconocer hoy en día que sus críticas al Estado-RPR (en referencia a su partido, el neogaullista Ressemblement pour la Republique) no eran del todo infundadas y que yo mismo me había encerrado, sin darme cuenta, en un funcionamiento político partidista y en unos esquemas de pensamiento demasiado rígidos?. Este libro abarca hasta la llegada de Chirac al Palacio de Elisée, en 1995. Puede ser que el siguiente volumen sea más sabroso, en la medida en que se intensifica la vida política del personaje y las luchas por el poder en su entorno se convierten en una maraña de conspiraciones y odios sarracenos. Pero este primero apenas nos deleita con los dioramas de arrogancia y de desprecio que protagoniza Giscard d?Estaing y con los atisbos de sus futuras relaciones tempestuosas con Nicolas Sarkozy. Tienen interés algunos retratos políticos, como el que hace de Deng Xiaoping, al que admira profundamente. Mucho más convencional es el de Juan Pablo II. Y se queda corto a la hora de darnos información sobre Sadam Husein, al que trató suficiente como que considerarle ?inteligente, no faltado de humor e incluso bastante simpático?. Pero de todos los retratos, como en cualquier autobiografía, es el suyo propio el que ocupa un lugar central: en estas memorias Chirac se retrata a sí mismo como un francés inconformista y orgulloso, curioso heredero conservador que se reconoce en la tradición radical socialista, europeo de razón pero no de pasión, más a la izquierda que todos sus amigos políticos, aunque siempre centrado en evitar que la izquierda socialista y comunista se lleve el gato al agua. Cuestión central en esta figura, es que no oculta ni su antiamericanismo de raíz totalmente francesa ni su admiración sin límites por el general De Gaulle. Siendo unas memorias interesantes, esmaltadas incluso de algunos detalles jugosos y desconocidos, es una lástima que no haya estado a la altura de su recorrido vital y del brío político con que ha conducido su carrera a la hora de empuñar la pluma. Lo que nos lleva a una pequeña lección europea de esta desigual aventura literaria. Aquí necesitamos de nuevo políticos que escriban de su propia mano. (O que sepan como mínimo poner a trabajar a sus colaboradores sobre sus ideas de fondo. Como hace Obama). Liderar requiere ideas y no hay ideas sin escritura. La regeneración política es también una regeneración literaria. En las memorias de nuestros políticos se mide el ángulo de la pendiente en la que nos deslizamos. Suavemente, sin darnos cuenta. No se entiende la publicación de este libro fuera del contexto de la actual presidencia de Sarkozy, personaje que contrasta en todo con la humanidad y la entrega generosa a su país de que quiere hacer gala Chirac. A sus 76 años, su autor se halla, además, encausado ante los tribunales por el escándalo de los empleos ficticios en el ayuntamiento de París e impugnado por quienes fueron sus amigos políticos por su comportamiento en el llamado Angolagate. Además, ha quedado también salpicado por el asunto Clearstream en el que ha sido juzgado su ex primer ministro Dominique de Villepin. No es extraño su esfuerzo por salvarse con estas memorias ante sus conciudadanos, entre los que conserva una alta popularidad, en contraste con las amarguras que le ha proporcionado su turbulenta y rica vida política.



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24 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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"Guapo" y sus isótopos

 

"Guapo" y sus isótopos

 

La frase inicial no puede ser más explícita acerca de qué va este libro. Pues dice:"Algunas veces no hay manera de dar una explicación precisa de la razón que rige la constitución de una determinada familia de palabras  en nombre de una unidad de significación [...] ni menos aún de qué condiciones del significar son las que obran en semejante agrupación [...]". Por si fuera poco, aun sin conocer la explicación  que rige la constitución de una determinada familia de palabras, dicha familia es reconocida y aceptada en público consenso y, al menos en sus términos centrales, sin vacilación alguna.

            Recurriendo al benéfico y socorrido ejemplo, se considera que "bueno" y "bondadoso" son "afines", como también lo son "amable" y "bondadoso". Y sin embargo, la expresión "amable y bondadoso" se escucha sin estridencia alguna, mientras que, en cambio, si se unen los otros dos términos también afines, "bueno y bondadoso", se produce un rechazo. O por decirlo como se dice en el libro "salta la repulsión".

            Lo mismo ocurre con la familia de palabras que da origen a lo que se  investiga en este libro: se empieza con la palabra  "guapo" y luego se van añadiendo "lindo", "bonito"., etc. Y cuando se empiezan a combinar entre sí, resulta que expresiones como "el niño es guapo y lindo" o "el niño es lindo y bonito" suenan estridentes, con la particularidad de que esa estridencia no remite a una explicación gramatical ni tampoco a una explicación lógico-conceptual precisa. La estridencia  se sitúa en tierra de nadie, una vez pasados los controles de frontera de la jurisdicción gramatical.

            Resulta innecesario insistir en que todo lo dicho es un escándalo y se entiende que, allá por los años sesenta y setenta del siglo pasado, espíritus inconformistas y algo irreverentes como Rafael Sánchez Ferlosio y Agustín García Calvo aquí, pero también Roland Barthes o Noam Chomsky y tantísimos otros por doquier, decidieran estudiar más a fondo la causa última de tantas y tan intrigantes inconsistencias como se detectan en el habla cotidiana.. 

            La suya fue una aventura emocionante y arriesgada.  Ellos mismos, desde el primer momento, pusieron de manifiesto el grave inconveniente que implicaba para su trabajo el hecho de que el objeto a investigar y la herramienta utilizada para llevar a cabo la investigación, eran la misma cosa, la lengua. Y sus enemigos, o al menos los más escépticos, no tardaron en señalar otra grave falla inherente a lo que los lingüistas hacían, pues según y cómo podría parecer que, por decirlo con la misma discreción y modestia que se dice en este libro, estuviesen tratando de adentrarse en esa tierra de nadie que surge una vez dejados atrás los controles de frontera de la jurisdicción gramatical. ¿Para qué?  También  se dice sin ambages al principio de este libro: "Para dar explicación precisa de la razón que rige...etc.".

            Como he dicho, fue una aventura emocionante y arriesgada. Todavía no se ha terminado y aunque los lingüistas ya no reciben tanta atención mediática como antes (pienso por ejemplo en los ya mencionados Barthes y Chomsky siendo entrevistados en  programas de televisión de máxima audiencia), nadie asegura que un día [los lingüistas] no vayan a salir otra vez a la palestra para anunciar que han dejado atrás la última frontera y que la ley ya impera en el universo entero. Por qué no.

"Guapo" y sus isótopos fue escrito en 1970 y pertenece a la época en que Rafael Sánchez Ferlosio  se encerró en su casa para reflexionar sobre la lengua. Se dice que desde entonces guarda docenas de cuadernos escritos a mano que - confiemos en ello - irán saliendo a la luz en su debido momento. Pero quede claro que se trata de una investigación lingüística pura y dura, sin concesiones ni treguas. Los buenos lectores de Rafael Sánchez Ferlosio saben bien que siguiendo el discurrir de su prosa - lenta, reflexiva y conceptualmente compleja, o sea, lo que podría definirse como una escritura para adultos - de cuando en cuando surgen joyas que deslumbran por su sencillez y su potencia narrativa. Creo innecesario recurrir una vez más al pasaje de la noria en El testimonio de Yarfoz o a la lección de humildad que recibe el príncipe Nébride, que se las echa de agrimensor, a manos del hijo del fiel Yarfoz, pues él  si que es un agrimensor de verdad. O las docenas de ejemplos que se podrían entresacar de sus trabajos de ensayo. Para bien y para mal este es un libro científico y no hay joyas ni excursos narrativos. En cambio si hay algo que distingue a las restantes obras de Rafael Sánchez Ferlosio, y es la posibilidad de asistir al espectáculo emocionante de una inteligencia desplegando toda su potencia en busca del concepto cuya falta de explicación da motivo a toda esta investigación acerca de una palabra como guapo, de la que el común de los mortales apenas si tendríamos nada que decir.

 

 

 

 

 

"Guapo" y sus isótopos

Rafael Sánchez Ferlosio

Destino



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24 de noviembre de 2009
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Corazones del bosque

La conocida frase de Stendhal respecto a lo mal que le sienta a la novela el discurso político ("como el estallido de una bomba en mitad de un concierto") cobra un relieve particular a partir de las obras de ficción que introducen o reflejan en sus argumentos los dos mayores atentados terroristas ocurridos en países que estaban, por así decirlo, en paz. El 11 de septiembre estadounidense ha inspirado de distinta forma a Don DeLillo y a Paul Auster, siendo el británico Martin Amis quien, a mi juicio, más frontalmente lo ha plasmado en una elocuente serie de ensayos y dos ficciones, recogidas en el libro ‘El segundo avión' (Anagrama). En España, Adolfo García Ortega y Ricardo Menéndez Salmón son dos autores que de modo muy distinto han dramatizado narrativamente la jornada madrileña del 11 de marzo, que ahora vuelve a ser noticia literaria con la aparición de la novela de Manuel Gutiérrez Aragón ‘La vida antes de marzo', ganadora del reciente Premio Herralde, en cuyo jurado figuro.

 

   Aun siendo una ‘opera prima' no vamos, por supuesto, a presentar aquí a su autor, a mi juicio uno de los grandes directores del cine español contemporáneo, junto a Berlanga y Almodóvar. Conocido ya por sus serios afanes literarios, sus artículos y el especial cuidado en la escritura de sus guiones (tanto los propios como los de encargo), Gutiérrez Aragón ha hecho una novela que arranca en el estilizado mundo telúrico de tantos de sus títulos inolvidables (‘El corazón del bosque', ‘La mitad del cielo', ‘Demonios en el jardín', ‘Visionarios'), para desarrollar después, dentro de un sorprendente marco de ciencia-ficción, una trama que da protagonismo a los autores de los atentados ferroviarios de aquel trágico día de marzo.

    Al contrario que Amis en su relato ‘Los últimos días de Mohamed Atta', ocurrente reinvención interiorizada de las últimas horas del principal cerebro del 11-S, Gutiérrez Aragón introduce a los personajes de los marroquíes (y sus cómplices españoles) que serían declarados culpables de los atentados, observados desde fuera, desde la mirada de uno de los dos narradores que hablan y se entrecruzan en el libro. Esta visión, sin escamotear de ningún modo el perfil de los principales personajes árabes, sirve para presentar de un modo atractivamente novelesco las ‘razones' y el lado oscuro fanático, misterioso, de esta  nueva forma de guerra letal representada por un terrorismo islámico  movido hasta el extremo más sangriento y cruel por un supuesto mandato religioso.

     No espere sin embargo el lector, y no lo esperará quien conozca la importante filmografía de Gutiérrez Aragón, el estallido ideológico de la bomba temida por Stendhal. El atisbo político y la acción terrorista son fondos que le dan al libro su color y su emoción. Pero el autor, fiel al espíritu de su obra cinematográfica, los trenza en una historia central que vuelve al núcleo familiar, a los padres terribles y el tema del cainismo, sin prescindir, en un registro de elegante humorismo, de los toques de magia rústica que tanta originalidad han dado a su universo imaginario, ahora brillantemente renovado desde un prisma estrictamente literario en ‘La vida antes de marzo'.

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23 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Angeles y escritores (3)

Escribir es, pues, tramar. No sólo en el sentido de construir una trama argumental, sino más bien en el de urdir un tejido que una lo que ha sido disgregado por la historia, o bien por nuestra manera pedestre, estrecha de interpretar la experiencia. El acto de escribir y el acto de la lectura re-generan: vuelven a generar una unidad que se había perdido, mediante una práctica milenaria que, más allá de la mecánica de su producción (escribir es una técnica como cualquier otra), puede tener mucho de esotérico porque aspira a una forma del conocimiento que no depende de la criba de la lógica humana.

Lejos de limitarse a un ejercicio nostálgico, el de la memoria es en los relatos de Goyen un acto tan creativo como la escritura misma. Se trata, tal como citábamos, de permitir que la mente se libere para ir hacia atrás con el objetivo de rescatar un pasado que necesita recomposición.

Desde su presente romano, el protagonista de Memoria de mayo recuerda que en aquel momento de su infancia "lloró con amargura en honor de algo que iba mucho más allá de lo que entonces comprendía". Sin saberlo, el niño que en aquel desfile interpretaba al rey de las flores recibió un anticipo de la vida por venir: entendió que todos los oropeles son de cartón y no duran mucho, entendió que los padres nunca pueden hacerlo todo bien, entendió que existir significa sentir una "trágica incompletud" que jamás puede aventarse del todo.

Goyen hace uso de una noción einsteniana del tiempo como unidad: no hay separación entre pasado, presente y futuro, el tiempo es uno y ocurre todo a la vez. Por eso el llanto amargo, que existió en la niñez para que el adulto pudiese finalmente entender, en la fría tarde romana, aquel "despertar" de la infancia. En lugar de que el pasado determine el presente, como se interpreta del modo convencional, es el presente quien relee, quien re-genera el pasado. Desde el cuarto ajeno de pisos antiguos de su alojamiento romano, el protagonista pondera "las primeras revelaciones que tenemos en la vida y... cómo esas revelaciones van cambiando con el tiempo". En su acepción más obvia el pasado es inalterable; y sin embargo lo modificamos desde nuestro presente cada vez que lo revisamos, propiciando que sus sentidos más profundos decanten.

Además de tejido conectivo, de lugar de reunión, de matrimonio entre el dolor y la curación, la literatura es para Goyen el sitio en que el tiempo deja de estar disgregado y se unifica. Los más grandes escritores de la historia han plasmado esta verdad de manera inapelable: la literatura representa la naturaleza del tiempo mejor que un reloj, o que el calendario más exhaustivo.

Pero este tiempo único no es determinista, no está cerrado ni condena a sus criaturas a un destino prefijado. Recibir revelaciones habilita a los personajes para elevarse por encima de la incompletud trágica. Una vez que el narrador entiende el sentido de aquella intuición temprana, puede aceptar que, a pesar de la vergüenza sufrida durante el desfile, su pequeña hermana se haya convertido en la más serena de las bailarinas, "una criatura aérea" que produce un momento de belleza ultraterrena.

En el tiempo (re)unificado, el narrador y/o protagonista no son víctimas de sus destinos: más bien salen al encuentro de sus destinos, que se les han manifestado cuando jóvenes o niños y que asumirán plenamente, ¡por fin!, en el presente del cuento, (re)generándose -esto es, despertando a la vida de manera definitiva.

El narrador de Sobre el pueblo representa esta iluminación con elocuencia. Al recordar aquella figura anecdótica de su infancia, el Ermitaño, que durante cuarenta días con sus noches ("El mismo tiempo que duró el diluvio") se sentó en silencio sobre un mástil que lo elevaba por encima del lugar, el narrador entiende que su destino le fue revelado entonces. Comprende, al escribir el cuento, que está llamado a contar historias; que el Ermitaño le comunicó sin palabras cuál era la ética del narrador ("...no tenía nada que vender, no quería hacer fortuna, no quería gastar bromas ni hacer trucos... sólo quería que lo dejasen hacer lo suyo tranquilo"); que la vocación entraña riesgos (asumirse diferente y por lo tanto exponerse a la intolerancia de los otros); y que para hacerlo bien, no basta con encontrar un sitio desde el que poder observar todo con una perspectiva privilegiada. El Ermitaño no se sube al mástil para mirar desde las alturas. Tal como se revela en El camino de Rhody, donde su figura también aparece, se ha trepado allí para purgar sus pecados. (Los cuarenta días y noches definen además el tiempo que Jesús ayunó en el desierto.) Uno no escribe tan sólo para dar cuenta de lo que ve: escribe, ante todo, para entender lo misterioso -y para obtener aquello que sobreviene una vez que se lo ha entendido con profundidad: la salvación.

Lo que queda una vez que las corrientes del tiempo barrieron con la hojarasca es, de manera inevitable, lo permanente: aquello que en el despertar pareció pura intuición, que al crecer se manifestó como revelación y que ahora, cuando el protagonista y el narrador han vuelto a ser uno, puede ser definido como "el fondo frío y duro de la verdad inalterable".

William Goyen escribió como quien busca sin cesar ese fondo de verdad; antes que un narrador profesional fue un hombre que perseguía la esencia de las cosas a la manera de los gnósticos, alejándose de la sabiduría de este mundo para confiar de manera preferente en "las pequeñas señales", ya fuesen epifanías, experiencias místicas o -presten atención a esa palabra, que es Goyen y no yo quien la dejó caer- revelaciones.

Jacob no le demandó al Angel lo que le habrían demandado todos: fortuna, victoria, reconocimiento, vida eterna. Le pidió algo más simple y más sabio: que lo bendijese, que lo iluminase. En su propia lid con la literatura, no cabe duda de que Goyen le retorció el brazo hasta que obtuvo una bendición semejante.

Porque amaba vivir y escribir con parecida intensidad, entendió que la mejor literatura es la que ocurre cuando uno está pensando en algo más importante.



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23 de noviembre de 2009
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Vieja barbuda dueña de la lujuria

Estaba yo leyendo el capítulo que Francisco Rico dedica a la Celestina en su reciente "Figuras con paisaje" (Destino), donde marea esa cosa rara que es la común influencia de la literatura sobre la pintura y viceversa. Dos mundos inexistentes pero con vías de acceso mutuo, de manera que el uno al otro se otorgan verosimilitud. Una bruja es sólo fantasía, pero dos ya son costumbre y ley.

    Para la Celestina, recorre Rico las imágenes que de ella inventó Picasso. La más conocida es la así titulada por el pintor y que guarda una colección privada de París. Figura, sobre fondo azul, el espléndido retrato de una mujer hirsuta y tuerta, embozada en tocas y mantilla negras, pero hay dibujos preparatorios (reproducidos en el libro) que señalan a esta alcahueta como una mujer habitual en la vida tabernaria de la Barcelona del primer Novecientos, Carlota Valdivia, sobre cuya vida apenas se sabe nada.

Hete aquí que Picasso sigue con precisión las descripciones de la Celestina literaria que de ella daba Fernando de Rojas hace cinco siglos, pero le presta los rasgos de una ciudadana verdadera, lo que refuerza la eternidad del personaje el cual va resucitando de entre los muertos una y otra vez al través del tiempo, siempre con igual aspecto y similar vestidura.

    ¿Era Carlota Valdivia, sin embargo, una alcahueta, además de ser "La Celestina"? Porque lo milagroso es que esta vez Celestina pudo haber reencarnado en una honesta mujer que quizás se dedicaba a vender tabaco, cordones de zapato y lotería cerca de "Els Quatre Gats", figón donde se reunían Picasso y sus amigos, notables devotos del lenocinio.

    De todos modos, hay una pista que excusa la sospecha. Cuando en 1959 John Richardson, el biógrafo de Picasso, visitó Barcelona, llevaba consigo un papel donde el pintor había anotado la dirección de Carlota. Y añade Richardson que Picasso le había comentado: "Siempre podría montarte algo...". Dudo de que pudiera montarle una sesión de sardanas. Más bien uno piensa en el inmortal cuadro venéreo conocido por el vicio como un "Manresa a las foscas".

 

Artículo publicado el sábado 21 de noviembre de 2009.

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23 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El amor

El amor, contemplado políticamente y lingüísticamente, es tanto, en la primera opción, una real resolución del conflicto intersexual y, en la segunda opción, una traducción de lo uno y de lo otro para llegar a una gozosa transexualidad.

Las oposiciones, las disidencias y los deseos de cada lado se transfiguran en una esfera amante donde no hay tanto un hombre o una mujer, uno u otro polo de género, como una realidad creada de la clamante interrelación que  en la interacción ama.

O dicho de otro modo: no hay, en esa circunstancia, un tú y un yo diferenciales, sino una sola construcción inédita. Ambas partes crean esta nueva condición en la que participan, metamorfoseados, sus cuerpos y sus anhelos.

Políticamente, el conflicto desaparece en esta nación nueva, recién inaugurada. Pero ¿y lingüísticamente? Mediante el lenguaje de una triunfante traducción recíproca, se hila un texto inconsútil, una textura, una malla de comunicación efectiva que culminará en la eliminación del guión "tú-yo",  siendo su cenit el mundo que  llega a formar el "tuyo".



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23 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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De Madrid al cine

 

 

            Sin un poco de inocencia es imposible disfrutar de nada en la vida. Es lo bueno que tiene el enamoramiento, que te devuelve unos gramos de inocencia y la sensación de que eres el protagonista del mundo. Tiene mucho de película como ya sabemos. En el fondo el cine siempre está intentando crearnos la ilusión de que somos el centro de la historia y que sin nuestras sonrisas y nudos en la garganta nada de lo que ocurre en la pantalla tendría sentido. Por eso, para ver cine, es necesario entregar desde la butaca la poca inocencia que nos quede, rebuscar en los bolsillos toda la calderilla emocional posible. Sería casi malsano estar todo el rato pensando en el esfuerzo y sinsabores que habrá costado encajar las piezas de esa realidad paralela que alguien se ha empeñado en crear, y en lugar de dejarse llevar, estar pensando cómo habrá conseguido el productor ese helicóptero, de dónde le habrá venido el dinero... El espectador sólo tiene que comerse el pastel y no mancharse las manos de harina, porque si se enamora de lo que ve, si traspasa el espejo es que no falta ni sobra nada, aunque falte y sobre con la naturalidad con que hay montañas exageradamente altas y desiertos sin un simple matojo. Pero las montañas desproporcionadas y los desiertos imposibles son cosa de los críticos y de los jurados de los festivales.

            Precisamente escribo estas líneas mientras formo parte del jurado del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva en medio de un festín de películas y de inocencias recuperadas, de risas, sonrisas y algún que otro nudo en la garganta gracias a algunas obras que en mi opinión han logrado que este festival merezca la pena. Sin conocer la trastienda de los festivales, al menos en esta ocasión ha sido una manera de ver mucho en poco tiempo y de disfrutar de cintas que de otra manera habrían pasado desapercibidas. Hoy por hoy los festivales de cine tienen mucho más que ofrecer que, por ejemplo, los festivales de literatura, organizados una y otra vez con las mesas redondas y conferencias de toda la vida, esperando que los escritores saquen al actor que llevan dentro mientras las novelas se empinan sobre la mesa como pueden.

            Qué fácil es ver cine. Incluso la película más cansina la ves repantigado en la butaca, incluso la más larga se tarda en verla menos que en leer un libro, y hasta en la menos lograda, con algo de buena fe, puede uno encontrarse un rayo de esperanza. Cuesta mucho menos opinar sobre una película que hacerla por muy bueno que sea el comentario y muy mala la película. Por supuesto digo todo esto desde la inocencia  que me queda, sin pensar en el desagradable asunto del dinero, las ayudas, subvenciones y las crispaciones que rodean al cine español, porque los espectadores cuando pensamos en el cine pensamos en emociones y en nuestros queridos actores como los homenajeados en Huelva, Joaquim de Almedia y José Luis Gómez, sin olvidar a uno de los más grandes: José Luis López Vázquez, desaparecido hace poco, un cómico que logró devolvernos el dolor y frustraciones del pobre hombre medio español de la posguerra y la transición envueltos en la más tierna ironía.

            Con sus pro y sus contra, es indudable que las ciudades con festival de cine están sacudidas por un cierto encanto. Cannes, Venecia, San Sebastián, Valladolid, Málaga, Huelva... En Madrid tenemos los Goya, pero además el cine ha cubierto esta ciudad de señales y guiños, rastros invisibles que nos vamos encontrando aquí y allá. Le sacamos poco partido a ese mapa que se ha ido dibujando desde La Torre de los siete jorobados, de Edgar Neville, pasando por El pisito, de Marco Ferreri, las añoradas comedias de Fernando Colomo, Abre los ojos, de Alejandro Amenábar o el Día de la Bestia, de Álex de la Iglesia. La cámara tiene el poder de fijar y convertir hasta lo más vulgar en simbólico y ciertas calles y edificios que nos rodean han entrado en el reino de la magia. Por lo tanto, le propongo al Ayuntamiento o a quien corresponda la idea de señalar esos sitios en que se hayan rodado escenas emblemáticas de nuestro cine con placas o mosaicos donde se reproduzcan dichas escenas, monumentos invisibles de nuestra cultura urbana y huellas de nuestra forma de vida, del paso del tiempo, de la inspiración del día a día. El proyecto se podría llamar "Aquí se rodó", acompañado de una guía turística: "De Madrid al cine". Por supuesto no regalo la idea.



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23 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La eficacia del diablo

Diabólicamente eficaces a la hora de preservar sus propios márgenes de poder y de acción. La frase de Felipe González, pronunciada en los mismos días en que se estaba cocinando el acuerdo sobre los nombramientos de altos cargos de la Unión Europea, vale para el todo, pero no es aplicable a las partes. Tiene toda la razón el presidente del Grupo de Reflexión sobre el futuro de Europa al hablar de ineficacia diabólica cuando se refiere al Consejo Europeo y a sus decisiones, pero no la tiene si se refiere a las decisiones en las que están en juego los poderes de todos y cada uno de los representantes de los 27 ejecutivos que conforman el Consejo.

Éste es el caso de los nombramientos. A los 27 les interesa contar con una cúpula de la UE dócil y manejable: un presidente de la Comisión que limite su capacidad de iniciativa y de agitación y actúe como un coordinador y secretario al servicio del Consejo; un presidente del Consejo Europeo que se limite a presidir ordenadamente las reuniones y sea incluso capaz de buscar consensos; y un alto representante y vicepresidente de la Comisión que sea, sobre todo, el coordinador del nuevo Servicio Exterior, a disposición de las políticas exteriores de los 27. Ninguno de los tres personajes debe eclipsar, sobre todo, a los tres grandes: al premier británico, al presidente francés y a la canciller alemana. Y de carambola, tampoco a los no tan grandes, como son el italiano, el español o el polaco. Conocemos perfectamente cómo funcionan las cosas. La eficacia diabólica de que han hecho gala ahora con los nombramientos es la que explicará la ineficacia diabólica que se seguirá en el futuro cuando se quiera tomar decisiones. Lo que ha contado no son las biografías europeístas más brillantes, sino la capacidad de adaptación a las conveniencias de los jefes de Estado y de Gobierno. Conveniencias que son de dos tipos. Las más formales: que se acomoden a los sistemas de compensaciones, cuotas y equilibrios. Y las más de fondo: que se comporten exactamente como quieren los primeros ministros y jefes de Estado. Las designaciones del jueves por la noche de Herman van Rompuy como presidente del Consejo Europeo y de Margaret Ashton como alta representante para la Política Exterior, que se suman a la designación adelantada en junio del presidente de la Comisión, José Manuel Durão Barroso, han cumplido con buena parte de los primeros requisitos y con la totalidad de los segundos. Hay dos conservadores, el presidente de la Comisión y el presidente del Consejo, y una laborista, la alta representante. Uno de los tres es mujer, una exigencia finalmente perentoria. Los países pequeños, que conforman ahora mismo la mayoría de los socios, están representados por el presidente belga. Falta la componente de Europa oriental. Pero, de otra parte, los tres son de perfil bajo y con unas biografías políticas que no van a hacer sombra alguna a los amos de Europa. No hace falta insistir en el nombre de Tony Blair, con fama y trayectoria oscurecidas por su sumisión a Bush y su apoyo impenitente a las mentiras de las armas de destrucción masiva que condujeron a la guerra de Irak; ni el de Felipe González, que no quería. Basta con citar al finlandés Martti Ahtisaari, premio Nobel de la Paz en 2008 por su labor de mediación en procesos de paz en Namibia, Irlanda del Norte, Aceh y Kosovo; a Joschka Fischer, el alemán que hizo cambiar la política exterior de su país y le implicó por primera vez en operaciones militares de mantenimiento de la paz en el extranjero; o a la ex presidenta de Irlanda y ex comisaria de Derechos Humanos de Naciones Unidas, Mary Robinson. Los interlocutores de Obama y Hu Jintao en la globalidad multipolar que estamos diseñando no serán Durão, Van Rompuy o Ashton, sino que seguirán siendo Gordon Brown (pronto David Cameron), Nicolas Sarkozy y Angela Merkel. En vez de actor global, varios actores débiles y divididos. Una Europa que espontáneamente adopta el lema de la sumisión: el divide et impera que propugnaban los romanos. Europa merecía más, pero deberá conformarse y trabajar con menos. Como ha venido sucediendo siempre. Gracias a la eficacia del diablo. (Enlace con las palabras de Felipe González).



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23 de noviembre de 2009
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El Boomeran(g)
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