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La voz de mi pueblo (2)

Pocas cosas más características de Misiones que su tierra roja. Pero en el corazón del monte (tal como allí le dicen a lo que nosotros llamaríamos selva), uno pisa un suelo de un rojo de esos que sólo se ven en los sueños.

Los niños y niñas de la etnia Mbya llegan a la escuela bilingüe No. 1113 sin uniforme ni útiles de ninguna clase. Todo lo que necesitan los espera allí, empezando por sus maestras y de los auxiliares aborígenes que constituyen el nexo entre la institución blanca y su propia comunidad, y terminando con el suculento almuerzo. Hasta no hace tanto los Mbya vivían de la riqueza que proporciona el monte y trabajaban ocasionalmente en alguna cosecha. Hoy en día, cuando el blanco ha devastado un porcentaje tremendo del monte misionero, los Mbya subsisten gracias a las artesanías y las ayudas que reciben de las fuentes más diversas.

En los dos días que permanecimos allí, la alegría que percibimos fue constante. Para todos aquellos que sabemos cómo son hoy las aulas de cualquier escuela de la gran ciudad, el grado de concentración y de entrega de estos pequeños nos resultó sorprendente. No hay forma de que entiendan, todavía, hasta qué punto el adueñarse de la palabra escrita les ayudará no sólo a expresar sus propias vivencias, sino además a hacer valer sus derechos. Tal como nos dijo su cacique, Hilario Acosta, el hombre blanco los está dejando sin monte, y la posibilidad de comunicarse en la lengua española les resulta fundamental a la hora de reclamar justicia. La posibilidad de ser educados formalmente a partir de su lengua materna les permitirá a estos niños no sólo aspirar a desarrollarse plenamente, sino también a hacerlo sin perder su identidad.

Gracias pues a la Fundación La Nación y a la Fundación Arte Vivo, por el premio a la escuela Takuapí y por hacer posible el documental. A Margarita Gómez, Laura Bua y Carlos Abbate. A Luis Andrade, Agustina Figueras, Camilo Segatta y Lucía Iglesias. Pero sobre todo gracias a ellos: a los niños, a Hilario, a Laura Karajallo y Alicia Novosat y al pastor Darío Dorsch, no sólo por el afecto y la apertura de corazón, sino ante todo por su decisión de no resignarse y la creatividad que tuvieron a la hora de resolver el problema común. Uno siempre busca ejemplos que ofrecer a aquellos -mayoría absoluta- que pretenden que no se puede. Les ofrezco el ejemplo de la escuelita de Takuapí, porque sé que les servirá como a mí a la hora de tapar la boca de los que quieren que todo siga igual.

Ojalá pueda colgar aquí el documental un día de estos. Sé que se enamorarán de esa gente y de ese lugar como me enamoré yo.

 

 

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27 de noviembre de 2009
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I. Fortaleza de eternidad

Llegué a vivir a Berlín Occidental en 1973, invitado como artista residente por el Servicio de Intercambio Académico Alemán, en plena guerra fría, y cuando la ciudad dividida por el muro era el escaparate de dos mundos en pugna que parecían para siempre irreconciliables.

            Aquella comunidad de artistas se repartía en antiguos edificios de apartamentos asignados por los anfitriones, y sus miembros nos encontrábamos de vez en cuando en recepciones y en lecturas de poesía, conciertos y exhibiciones de arte. Había músicos suizos y belgas, poetas rumanos y polacos, dramaturgos búlgaros, escultores y pintores de Estados Unidos, y yo, un novelista centroamericano que quería empezar apenas su segunda novela, y entre todos éramos en aquel escaparate un muestrario de los dos mundos que el muro pretendía separar.

            Me quedé por dos años. Y a Berlín Occidental llegaban también entonces los perseguidos por la dictadura militar en Grecia, los chilenos exiliados tras el golpe de Pinochet, había ya barrios enteros de trabajadores emigrantes turcos y yugoeslavos, y llegaban los ecos del fin de la guerra de Viet Nam, de la revolución de los claveles en Portugal, y de la agonía del Generalísimo Francisco Franco, que parecía iba a volverse eterna, y que anunciaba una nueva era para España.

            Mientras tanto el muro seguía allí, incólume, con fortaleza de eternidad.

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27 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El peine

Más que la misma la cuchillería o que la escobilla del water o el cepillo de dientes, el peine constituye el elemento característicamente agresivo del ajuar doméstico. En apariencia, el peine viene sólo a acicalarnos pero en su simbología trata de deshacernos. El rastrillo es su par en intenciones, como también aquellas amenazadoras piezas de arrastre que siguen a los tractores arando el campo.

El peine obedece, sin duda,  a la voluntad de la mano humana,  no hiere por su cuenta, descontroladamente, y su incidencia en el contacto  con la piel puede regularse e incluso adormecerse, pero el hecho mismo de que su quehacer eminente discurra  siempre sobre el cuero cabelludo hace temer, de antemano, que su tarea suave y deseable pueda convertirse de súbito en un desgajamiento de la piel y, a continuación, adentrarse sin remedio en los entresijos del cerebro. De hecho sus púas no han recibido otro nombre más amable, hasta nuestros días, porque su instinto es punzar, pocear  y en su usual movimiento, de uno a otro lado, rastrear, intervenir por su cuenta o su metáfora en el interior de nuestro cerebro y con ello revolver el enlace de los pensamientos, su consistencia, y su constitución.

El peine se detiene, por lo común, en el roce con el cuero cabelludo. Cuando las cosas marchan bien o consuetudinariamente, cumple su oficio de colaboración maestra en el peinado. Todo ello cuando la cotidianidad impone a su conventual condición intrínseca pero ¿quién duda que su identidad particular, su personalidad iniciática, queda frustrada  cuando su viaje es sólo por la superficie?

Un peine no ha sido el objeto de crimen en la mayoría de los asesinatos pero tanto fabricado en plástico, como en concha o en aluminio su morfología se emparenta con los artilugios propios de la tortura, el desgarramiento de la piel y la dolorosa elongación el martirio. No es, por esto, fácil tomar al peine entre las manos, dirigirlo a la cabeza y sentirse seguro de que su voluntad morfológica no acabará por profundizar en la superficie que se le ofrece y crear, con su oficio, surcos de mayor o menor profundidad. Todo menos la artificial virtud que admite de deslizamiento o conducta trazada por el efecto de su dominación.

 Se le ofrece, sin duda, la confianza general que se otorga a los adminículos que que compone el hogar pero, simultáneamente, con muchos de ellos el recelo que inspira la herramienta la provee de un aura maldita. Nada se dice de ello pero, como es el caso del peine, su diseño evoca, más allá del reglamento, la convención o la estabilidad burguesa, un plus imaginario que la revela como una pieza unívoca para crear daño o heridas.

 El peine en sí mismo es una representación de la  herida anticipadamente abierta o por cicatrizar, la creación o el recuerdo de la  cicatriz que impera en muchas tribus africanas que marcan sus rostros o sus  cabezas con fuertes señales identificativas de su adscripción  a una comunidad en donde un instrumento punzante, de una incisión o varias, semejante al peine ha cumplido la función de marcar la carne llegar hasta el límite del hueso. Y, en efecto, el peine de hueso, tan apreciado en la historia, completa el bucle de esta tentativa y su efecto. El resultado de la auténtica espina del pez que con tanto patetismo esquelético, simplicidad y eficacia muestra la muerte del cuerpo y  plasma en su  diseño al peine que, de otra parte, nunca será de un caprichoso formato sino  que como la daga o la escopeta se erigen como objetos imperfectibles para matar. El cepillo del pelo que las mujeres emplean con más asiduidad que los hombres  es como un a versión pacificadora del peine a secas, una suerte de conversión del hueso duro en roce blando, puesto que el peine en su puridad hace siempre algún daño mientras anuncia su posibilidad de hacer más daño, todavía más inherencia y finalmente la muerte que llega en su máxima profundidad.  ¿Qué clase muerte? Una muerte, efectivamente inspirada en un crimen sádico que lejos de conformarse con disparar directamente  un tiro en el corazón  o en la cabeza, arrastra tras de sí el órgano cerebral, toda la historia dela víctima arrastrada hasta la confusión fatal por una batería de púas o uñas homicidas capaces de convertir el pensamiento en restos, el orden mental en vertedero, las luces y los contraluces  de la reflexión en un pila de azar, de bazar o de escombrera. La superioridad humana convertida en almoneda, el surtido de la personalidad trasformado en detritus,  la lisura del cerebro más  barroco en una accidentada orografía sin paz ni orden. Ojo al peine. Al peine lo temíamos, a menudo, siendo niños porque tiraba de nuestros cabellos enredados pero, a la vez, en las manos de las madres,  ordenar el peinado procuraba del reino de la compostura. A la culminación de la obediencia y la rectitud del hijo peinado con  raya perfecta correspondía el cabello húmedo y domado por el peine. El peine, precisamente, había llevado a este resultado trascendental: la conversión del desaliño rebelde en reglamento, el pase de lo salvaje a la civilizado, el viaje desde el salvajismo de lo despeinado hasta la convención dominante  que procuraba el peine superando el caos. Un peine, por tanto, civilizatorio en sí que actuaba y actúa aún como una herramienta de socialización poniendo primero en términos de moda enumerable los cabellos desgreñados y orientando después incluso la cabeza en la dirección de una u otra institución o su reverso, siempre cabal.



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27 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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vivir en el pueblo

 

 

 

 

 Ser de pueblo. Quedarse en el lugar dónde uno nació. Crecer con sus recuerdos siempre a la vuelta de la esquina, en el prado cercano, entre alimoches y cerdos, cerca de la vía del Calatraveño, en un mundo rural que sabe de lo hermoso del paisaje y lo duro del paisanaje. Tierras andaluzas, que miran a Castilla y Extremadura, comarca de los Pedroches, en la sierra de Córdoba, entre el suelo y el cielo, en el lugar dónde habita el poeta, novelista y memorialista Alejandro López Andrada. Nació en Villanueva del Duque, allí sigue viviendo y escribiendo. Iluminado por su propia memoria, luchando por hacer que no desaparezca un mundo, el mundo que conoció en su infancia feliz e injusta de un niño de pueblo, de una familia que, como tantas, perdió la guerra. Mundo que sabe contar López Andrada en todos sus libros. Físicamente me recuerda a un César Vallejo que no ha necesitado vivir los aguaceros de París, que ha sabido contarnos las dehesas y los pájaros, las brumas y los vientos.

Estoy leyendo su último libro, un ensayo que, como dice Luis Mateo Díez, nos llama la atención sobre "la desaparición del mundo rural, de una cultura y unos modos de vida". El libro se llama "El óxido del cielo" y me emocionan muchas cosas, muchas de sus historias de gentes que han vivido en un mundo que ahora parece producto de la imaginación, del recuerdo de alguien de otro tiempo. Y no es así. Alejandro, las gentes de esos pueblos, de tantos pueblos españoles, están viviendo nuestro mismo tiempo, nuestras mismas crisis, nuestras mismas miserias y nuestras mismas mentiras. La diferencia es que ellos son capaces de vivir con su memoria de cosas cercanas y extraordinarias. Por ejemplo, el silencio de unos tomillares en el crepúsculo de una tarde.

Estoy viajando hacia allí. Se que me espera un olor a vida real, a lentitud de paisaje que hace pensar que la vida debería ser más amable. Después de la calma necesitaré la tempestad de mi ciudad. No supimos quedarnos en los pueblos.



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27 de noviembre de 2009
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El retorno de Proust a Venecia

"Venecia es en exceso, para mí, un cementerio de felicidad para que tenga todavía la fuerza de volver. Lo deseo muchísimo, pero cuando pienso en ella con la claridad de un proyecto, se suscita en mí un cúmulo de angustias que se opone a su realización"

Marcel Proust escribe estas líneas en una carta escrita en mayo de 1906. El escritor únicamente estuvo en Venecia en dos ocasiones, ambas en 1900, la segunda solo y la primera acompañado de su madre. Y sin embargo Venecia juega en La Recherche un papel determinante, análogo al que juegan las localidades ficticias de Combray y  Balbec o la ciudad de Paris.

Muchos son a lo largo del libro los párrafos en los que esta auténtica fijación con Venecia se ponen de relieve, ante lo cual se impone  una pregunta: ¿por qué desiste ante cada idea del retorno, y finalmente acaba renunciando? Responder a esta pregunta pasa por intentar dar cuenta de la intuición central que anima a realizar ese enorme esfuerzo que conduce a La Recherche, y que tiene un indudable interés filosófico. La fidelidad  a esta intuición supone renunciar a encontrar algún tipo de plenitud en el reencuentro efectivo, empírico, con aquello que en nuestra conciencia esta asociado a una plenitud pasada, ya se trate de ciudades, paisajes o personas:

"Había experimentado en demasía la imposibilidad de alcanzar en la realidad lo que reposaba en el fondo de mí; que no era en  la plaza de San Marco, como no lo fue Balbec en mi segundo viaje (...) donde yo reencontraría el Tiempo perdido".

Cambiando de método, renunciando al reencuentro empírico, sumergiéndose en sí mismo, cabe - ¡ni más ni menos¡- que reencontrar el tiempo perdido. Esto es lo que Narrador de la Recherche, y con él el propio Marcel Proust, se propone, y ello como ya he tenido ocasión de decir, sin traicionar exigencia racional alguna, sin repudiar el segundo principio de la termodinámica.

 La pregunta (ingenua y que ha de formular todo aquel que se adentra en la lectura de este libro) es obvia: ¿Cómo se recupera el Tiempo perdido, y quizás con él esa Venecia misma a la que se ha renunciado a viajar para no limitarse a un reencuentro con las imágenes escuálidas y sin sabia que sus adoradores retienen de ella?

El lector de la Recherche (y sobre todo de esa prodigiosa reflexión sobre la esencia de la literatura que es -entre otras muchas cosas- El Tiempo reencontrado) sabe que el primer paso  es intentar re-instalarse en lo que el Narrador denomina "metáfora" (y que ya he señalado aquí que abarca más que lo que este término designa en lingüística). Se trata de retornar a una relación con el lenguaje en la que prime la alianza de las palabras, lo cual supone que las palabras alcancen libertad, que sus prodigiosos recursos no queden reducidos a la función trivial de fijar nomenclaturas.  Pues tras las nomenclaturas con las que habitualmente el lenguaje encorseta  la vida (empobreciéndose con ello de hecho a sí mismo),  la "alianza" de palabras alimenta la imaginación, haciéndola reencontrar la acuidad que le era propia en su despliegue de los años infantiles.

El  ser que retorna al universo en el que cuenta más  el puente entre las sensaciones y las ideas que las sensaciones mismas, el ser que explorando las potencialidades del lenguaje  forjadoras de tal puente confunde su esencia en ellas, el ser que "tiene el oído suficientemente fino y preciso para percibir entre dos sensaciones, entre dos ideas, una armonía sutil que no todos perciben" , surge quizás  tarde,  cuando las fuerzas flaquean,  cuando el don de hacer revivir el mundo impreso por palabras, esta ya debilitado. Sin embargo, escribe Marcel Proust, "es a menudo en otoño, cuando no hay ya flores ni hojas, que se perciben en los paisajes las armonías más profundas". En  la vejez y en la enfermedad, "sobre ruinas", resucita  el niño que se embriagaba con las palabras y  amaba el mundo a través de las mismas. Esta resurrección toma forma de actualización de un acontecimiento que la memoria cotidiana mantiene en  una suerte de asepsia, así el sonar arcaico de una campanilla  para cuya escucha se hace necesario "cesar de oír el sonido de  las conversaciones que las máscaras mantenían en mi entorno (...) re-descendiendo en mi mismo". Y cuando este sacrificio de la identidad convencional, forjada precisamente en el comercio con los  seres a los que ahora el Narrador se esfuerza en no oír, se consuma, la ruina misma del tiempo toma una significación diferente y sobre todo tiene mucho menos peso. He citado ya aquí el siguiente texto:

"No me entristecía envejecer porque ponía la finalidad de mi vida no detrás  de mí sino ante mí,  no considerándome como una flor que se marchita sino como un fruto que se forma, y que los años que iban a venir no me alejarían de algo que intentaría encontrar."

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27 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Editoriales conjuntos

No me gustan. Los editoriales me gustan cada uno con su propia voz. Aunque luego las voces formen un coro. El texto unánime sufre en su credibilidad y en las marcas que deja sobre el territorio de los lectores. Los de dentro y los de fuera. Los de la unanimidad y los otros. No me voy a referir ahora al contenido, lo haré más adelante. Igual estoy de acuerdo. Pero no es el caso al menos en dos frases que no firmaría. La que lo encabeza: la dignidad de Cataluña. Sólo conozco la dignidad de los ciudadanos de cualquier país en general y naturalmente la dignidad de los catalanes en particular. Y luego la frase final, por razones más complejas que más abajo explicaré. Regresemos al gesto unánime, antítesis de la expresión plural y variada, de la deliberación libre y racional de la que deben seguirse posiciones y decisiones. El periodismo no puede sentirse cómodo en este campo de juego en el que se convierte en puro instrumento de otros. Se dirá que ya lo es en muchas otras ocasiones: razón de más. Que los medios sean agentes políticos no significa que los periodistas aceptemos sumisamente que se nos convierta en instrumentos políticos.  Vamos ahora a las rayas marcadas sobre el territorio. ?La práctica totalidad de los diarios cuya línea se determina en Catalunya?. ¿Por qué no ?todos?? ¿Habrá algún periódico cuya línea se determine en Cataluña que no haya firmado el editorial? Pues sí: hay un editor en Barcelona que determina la línea de uno de los periódicos que se editan en Madrid, un periódico que milita contra el Estatut, algo que curiosamente es compatible con mantener la propiedad de un periódico que no tiene suficiente con este Estatut. Los otros periódicos y editores 'cuya línea...' quedan fuera, separados, segregados. La frase final: ?Si es necesario, la solidaridad catalana volverá a articular la legítima respuesta de una sociedad responsable?. No está en el plano del análisis ni de la valoración. Más allá de la toma de posición, entra directamente en el terreno puro de la acción política. Como un partido. O mejor, una coalición de periódicos que mima a una coalición de partidos. La advertencia es clara: en 1906 todos los partidos catalanes, desde los carlistas hasta los republicanos federales, se unieron en un potente movimiento que primero se movilizó en la calle y luego se presentó a las elecciones generales de 1907, obteniendo 41 de los 46 escaños catalanes. La Solidaritat Catalana surgió frente a la Ley de Jurisdicciones, que sometía los delitos de opinión a consejos de guerra formados por militares. El catalanismo de principios del siglo XX buscaba la unidad en un movimiento que quería modernizar y democratizar España. Por tanto, ni la cruz ni la raya. Pero el resto, el fondo, podría llevar mi firma. Aunque hay que decir que los editoriales conjuntos son, ante todo, cuestión de formas.



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27 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un cuento mío en SoHo

Sleeping Beauty. Foto: Dina Goldstein. Fuente: the fire wire La estupenda revista Soho de Colombia, en su edición de noviembre, tuvo una idea muy divertida. Nos pidió a tres escritores latinoamericanos (Jorge Volpi, Marcelo Birmajer y a mí) que nos basáramos en unas fotografías extraordinarias de la canadiense Dina Goldstein para su Proyecto Fallen Princesses y escribiéramos un cuento. Las fotografías de Goldstein son continuaciones gráficas de los cuentos de hadas, cuyo "y vivieron felices por siempre" es engañoso. En ellas se ve a una Cenicienta más bien feliz esperando un taxi, o bebiendo en un pub, en una ciudad del midwest norteamericano; a una Caperucita Roja obesa en medio del bosque, bebiendo su segundo milkshake del día, aprovechándose de la cesta de comida chatarra de la abuela; a una subversiva Jasmine armada de fusil, más furiosa que nunca, en plena Guerra de Irak; a la pelirroja sirenita, Ariel, atrapada en un acuario a merced de los turistas, como un delfín reducido en su enorme pecera climatizada; a la princesa del guisante, el cuento de Hans Christian Andersen, sentada -posiblemente incómoda al notar el guisante como auténtica princesa- sobre una pila de colchones arrojados en un basurero; a Belle, de la Bella y la Bestia, sometida a la cirujía plástica para seguir haciendo honor a su nombre y la imposible "bella" del cuento antes de que la inevitable vejez y su deterioro haga preguntar: ¿cuál Bella?, o peor aún ¿cuál Bestia?Las tres fotos elegidas por Soho para los cuentos son: La sufrida vida marital de Blanca Nieves cuidando niños y perros ante un Príncipe-Al-Bundy ocioso y sacavueltero (el cuento lo hizo Marcelo Birmajer); el cáncer de la bella Rapunzel, que seguirá viviendo pero la quimio le ha quitado el poder de su larga y perfecta cabellera (el cuento lo escribió Jorge Volpi); y la Bella Durmiente que no despierta, encerrada en un geriátrico, ante su aburrido y anciano príncipe azul cuyos besos no funcionan. Ese cuento me pertenece (se titula originalmente "Mientras ella duerme") y, aunque he recibido críticas muy malas entre los lectores, que lo han encontrado una pérdida de tiempo, soso, lento, aburrido e insípido, la verdad es que me alegró mucho escribirlo. Creo que finalmente he logrado equilibrar el deseo por escribir, de ser escritor, y el deseo de entender las cosas que me pasan. Más allá de la buena o mala prosa, de mostrarme ingenioso o culto o de las ganas de divertir a mis lectores, ahora me interesa entender qué está pasando conmigo y eso me sucede desde que escribí "Lindbergh" hace varios años. Y Un lugar llamado Oreja de perro. Y mi novela inédita. Sí, me alegró poder escribir este cuento pues, para decirlo con las palabras lúcidamente cursis del narrador de El cuerpo de Giulia-no (la olvidada novela de Jorge Eduardo Eielson): me ayudó a entender cosas que antes tan solo lloraba.



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26 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La voz de mi pueblo

Nunca pensé que iba a terminar dirigiendo un documental. Pero hace un par de meses llamó la productora Margarita Gómez para ofrecerme un proyecto que encontré irresistible. Se trataba de dirigir uno de cuatro documentales que ilustrarían los proyectos ganadores del premio Comunidad a la Educación, que organiza todos los años la Fundación La Nación. (Cuántas palabras agudas, diría mi maestra. ¡Pero aquí resultan insoslayables!)

Parafraseando a la Renée Zellweger de Jerry Maguire: Margarita contaba conmigo desde que dijo hola, dado que siempre he hecho y haré lo que esté a mi alcance por la causa general de la educación, y por la particular de la educación pública. Soy uno de los tantos que creen que la educación formal fue una de las víctimas más trágicas de la crisis argentina. Hoy en día, cuando la institución parece averiada hasta el punto del naufragio, las escuelas son más necesarias que nunca no sólo por su función específica, sino también por todas las demás que ha ido cargando sobre sus espaldas para cubrir los fracasos de nuestras sociedad. En nuestras escuelas, además de enseñar, se alimenta a millones de chicos que dependen de esa comida para conservar algo parecido a la salud. Y además allí se contiene a infinidad de criaturas violentadas por la desintegración familiar, la marginalidad y la ausencia de un proyecto de vida -consecuencias directas de la pobreza.

Pero (tengo que admitirlo) lo que terminó de seducirme fue el proyecto. Se trataba de contar la historia de una escuelita de la provincia de Misiones, esa pequeña lengua en el extremo noreste de la Argentina que es famosa a causa de una atracción turística: las Cataratas del Iguazú.

Ubicada a 120 kilómetros de la capital provincial, la escuela de Takuapí está enclavada en mitad de la reserva de los Mbya, una de las tantas etnias aborígenes que existen en nuestro país. Como la lengua de los Mbya es oral, las maestras con diploma habilitante se las veían en figurillas para enseñar a los pequeños los conceptos más elementales. Fue una de ellas, precisamente: Laura Karajallo, la que concibió la idea de armar una serie de cuadernillos que adaptase la lengua Mbya guaraní (que por cierto, no es igual al guaraní que suele hablarse, por ejemplo, en Paraguay) a la grafía del español. Si además de hablar el idioma materno, los chicos aprendían a escribir en Mbya, la adopción de la española como segunda lengua y su relación con el resto de la sociedad misionera podían dejar de ser asuntos traumáticos.

La consigna, pues, era tratar de reflejar del mejor modo posible el trabajo que las maestras, en conjunto con la comunidad Mbya y con la ayuda de los auxiliares aborígenes, están realizando para que estos niños aprendan a leer y escribir en su propia lengua antes que en ninguna otra, del mismo modo en que en su momento lo hicimos ustedes y yo. Un salto exponencial (digno de una elipsis como la de Kubrick al comienzo de 2001) como aquel que la especie humana dio por primera vez hace siglos, cuando entendió que esa serie de signos le permitiría narrar su propia historia, y legar su experiencia de vida, de forma que colaborase con las generaciones futuras.

Y así fue que nos subimos a un avión.

 

(Continuará.)



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26 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El escritor infeliz ¿solo un mito?

broken typewriter buried in leaves. Autor: John Wollwerth Fuente: shutterstockNunca me pierdo En Minúsculas, el blog de Ezequiel Martínez en Ñ. Y es que siempre termina sorprendiéndome con datos que saca de no sé dónde, no sé en qué tiempo. A partir de la lectura de un texto de Rosa Montero, publicado en "Páis Semanal", sobre el mito del escritor sufrido, Ezequiel consigue estos datos:Nunca falta un especialista que le ponga fórmulas y estadísticas a estas cuestiones. Así me crucé con una investigación que el psicólogo Joe Forgas, de la Universidad de Nueva Gales del Sur, publicó a principios de este mes en la revista Australasian Science. Ahí dice, palabras más, palabras menos, que los escritores infelices son mejores que los felices. Eso es lo que se deduce en su estudio, y que apuntala el mito que sugiere que para ser realmente bueno hay que sufrir lo suficiente, transitar por crisis existenciales, intoxicarse de sexo y alcohol, empalagarse de angustia y, de ser posible, rozar la autodestrucción.Se me ocurren una catarata de escritores geniales que entran en esta descripción, como también los de otros cuyas biografías no subrayan ningún exceso y que lograron obras igualmente prodigiosas. ¿Será, como dice el tango, que para ser bueno primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento...? ¿O es un tópico ridículo, como sostiene Rosa Montero? ¿Ustedes qué opinan?Me gustaría subrayar algunas de las razones que da el estudio. Una de ellas, la mejor percepción que tienen las personas deprimidas sobre el mundo que lo rodea. Quizá el "pensamiento distorsionado" que malogra las relaciones personales sea, en realidad, lucidez a la hora de escribir ficción. Dice el artículo sobre Joe Forgas: According to Forgas, psychologists have already shown that unhappy people "are less prone to judgmental errors, are more resistant to eyewitness distortions, and are less likely to adopt dysfunctional selfhandicapping strategies." In addition, evidence suggests that being in a negative mood leads listeners and readers to perceive messages more carefully, or, as Forgas puts it in psych-speak, "positive moods may simply lead to less effortful and systematic processing, while negative moods promote a more careful, vigilant and systematic processing style." This explains why happy people read bestsellers, but literature graduate students are always so depressed.Luego, habla de una serie de experimientos por demás interesantes y, por mi experiencia como profesor de talleres por más de 20 años, yo diría que muy acertados:In a series of experiments, Forgas induced sad and happy moods in test subjects by showing one group a happy 10-minute video, while another group watched a sad one, or by asking them to think about something good or bad in their own lives. Subjects then wrote a short persuasive essay on an assigned topic. Trained essay raters determined that the sad participants produced arguments that were significantly better than the happy ones. The unhappy writers argued more concretely and specifically as well, and their texts were more likely to persuade readers to agree with them.Quizá entonces el "mito del escritor infeliz" no sea solo un mito, como quisiera creer Rosa Montero. Quizá sea algo terrible, lamentablemente, objetivo. Y no solo por las biografías de los escritores geniales. Hay un cuadro estadístico en la nota que es inquietante:En fin, parece qye esa es la verdad. Aún así, yo prefiero seguir tomando mi zatrix por las noches y Sertralina por las mañanas. Es una esperanza; aunque eso no me está funcionando últimamente. Por eso escribo.



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26 de noviembre de 2009
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Una mirada desafiante

Con este artículo intento contribuir a que algún productor se anime a rodar la vida de Luis Meléndez, pintor nacido en 1715 y muerto en la miseria, como es de rigor, en 1780. A ver si espabilamos.

Hay en este momento dos exposiciones de arte español corriendo por tierra anglosajona y ambas han dejado perláticos a los expertos. Yo no sé por qué la pintura española es la segunda mejor del mundo, detrás de la italiana. ¿Quizás por la prolongada represión de la palabra a que se ha visto sometido este país durante tantos siglos? Pero entonces habría de sufrir la competencia de la pintura rusa, y no es el caso. Lo cierto es que en este momento los británicos están boquiabiertos ante la escultura religiosa del barroco español y los americanos ante las naturalezas muertas de Luis Meléndez. Dos departamentos a los que nosotros mismos apenas prestamos atención. Bien es cierto que el Prado de Zugaza, que es un lince, ya se adelantó con una exposición dedicada a Meléndez en 2004. Algo cambiada, es la que ahora viaja por Londres, Washington, Los Angeles y Boston.

El primer misterio es el de la naturaleza muerta misma, esas composiciones con quesos, frutas, panes o conejos. ¿Qué llevó a Velázquez, Zurbarán, Sánchez Cotán, a dar tamaña importancia a un asunto sin nobleza? Estos bodegones no tienen la menor relación con los flamencos, en los cuales se exhibe la abundancia, la riqueza, el lujo y el furor vital de unas provincias enormemente poderosas durante el Seiscientos. La humildad de la naturaleza muerta española ha producido más poesía que ciencia, y sin embargo su misterio es acuciante. Heidegger quiso impregnar de sentido las pobres botas de Van Gogh, dos destrozados pedazos de cuero que encarnaban la vida entera de trabajo y dolor de su dueño, como si en la pintura de objetos cotidianos pudiera leerse nuestro destino. Pero el bodegón español es todo lo contrario. No hay aquí patetismo, ni simbología, ni trascendencia, ni siquiera (aunque lo defienda Bryson) un documento de la vida material. Yo creo que este género es el más misterioso que ha dado un arte ya casi extinguido.

Con el fin de esquivar honduras ajenas a su competencia, los especialistas suelen hablar del realismo de la pintura española, el realismo de estos sobrios bodegones. Así Peter Cherry, por ejemplo, uno de los responsables de la exposición junto con Juan J. Luna. Así también el crítico Ken Johnson que habla de "una verosimilitud casi fotográfica". Comprendo la tesis, pero disiento. No hay realidad alguna que se parezca a estas maclas de objetos prístinos, de iluminación sobrenatural, visibles hasta extremos que ni un ojo mecánico puede alcanzar. Sería una realidad visible a ojos angélicos o diabólicos, pero no humanos. Esta "realidad" es tan irreal como la de Mondrian. En cualquiera de los bodegones de Meléndez se constata de inmediato que son el fruto de una obsesión. Están pintados a la altura de los ojos desde una distancia inverosímil, como si el pintor hubiera metido la nariz entre uvas y quesos. Al parecer, Meléndez no componía sus bodegones, sino que pintaba uno a uno los objetos y los iba añadiendo y disponiendo sobre el lienzo según avanzaba (Hirschaner & Metzger). Meléndez se sitúa a pocos centímetros de una calabaza sometida a luz intensísima que aún no sabemos cómo instalaba. Tras escrutarla como un miope, pinta hasta la menor arruga del epitelio. Luego hace lo mismo con un pan de corteza arcillosa. Y así sucesivamente hasta acomodar, al final, un mantel de soporte. Con el añadido de que el tamaño, como es lógico, no es el natural.

Consecuencia: esos objetos no están en ningún lugar, carecen de espacio común, no viven bajo la misma luz, no comparten la atmósfera ambarina en la que flotan los cuerpos del barroco y que es como una temporalidad lumínica, el aire óptico que unifica el espacio en Rembrandt, en Velázquez, en Veermer. Son productos de la obsesión y de la avidez, de una terquedad fría y casi maníaca. ¿Realismo? En absoluto. En el mejor de los casos, alucinación.

Pero vayamos a la película. Y para ello nada mejor que comenzar con el autorretrato de Meléndez que se conserva en el Louvre. He aquí al joven pintor de treinta años (data de 1746), un guapo mozo aceitunado, vestido con elegancia contenida, jubón de raso oliváceo, cascada de chorreras blanquísimas en la camisa, cinta de seda azul y lazo recogiendo el moñete. No obstante, lo que impresiona es la insolencia de la mirada. Este es el majo perfecto, el "guapo" en su acepción clásica (la que analiza Ferlosio), uno que pretende infundir temor a pesar de su frágil constitución. Meléndez pertenecía a una familia pendenciera. Su padre, Francisco Antonio, fue uno de los fundadores de la Real Academia de Bellas Artes (la actual de San Fernando), pero era hombre fácil de agraviar, de temperamento colérico, y logró ser expulsado de su propia criatura tras pelearse con todos sus colegas. También el hijo era asilvestrado y también consiguió que le expulsaran de la clase de dibujo, la imprescindible para acreditarse.

Su vida había comenzado en Nápoles, estupendo y escasamente explorado escenario de la monarquía española del XVIII, donde su padre trabajaba como pintor de corte, pero al cumplir un año ya estaba en Madrid, en ese ambiente escasamente descrito que es el de los monarcas ilustrados, cuando vinieron a España los mayores talentos europeos de la pintura y de la música. También en este círculo privilegiado logró enemistarse con todos sus protectores, porque no obtuvo jamás los encargos de prestigio que su talento merecía y que otros pintores mucho más mediocres consiguieron con suma facilidad. Se han perdido los escasos trabajos de envergadura que le proporcionó el rey Carlos durante una breve estancia en Nápoles (1748-1752), pero ya nunca volvió a conocer el favor real. Así que se vio condenado a pintar naturalezas muertas, género considerado de la más baja estofa por la jerarquía artística, pero que se vendía bien.

En su parte central, la película debe dar cuenta del episodio más violento de este majo inquietante. Toda la familia pintaba, el padre, el hermano José Agustín, y lo que es más notable, también la hermana. No es que faltaran pintoras en aquellos clanes del pincel, pero hay poquísima información sobre ellas. En este caso, según escribe Peter Cherry, la pintora Meléndez (¿Ana, Clara?) fue violada por un discípulo del padre que luego huyó de inmediato, seguramente por saber cómo se las gastaba la familia Meléndez. Cometió, sin embargo, la estupidez de regresar al poco tiempo y fue augustamente acuchillado por uno o por ambos hermanos. A nadie ha de extrañar que Luis tuviera problemas para conseguir trabajos de calidad entre la nobleza madrileña: era un anuncio del romanticismo.

En esta peripecia que tanto le acerca a otro pintor asesino, Caravaggio, me parece que radica el oscuro enigma de la pintura de Meléndez. ¿Cómo podemos relacionar un carácter tan arrebatado con una pintura tan fría y detenida? ¿O no será lo uno consecuencia de lo otro? Me parece que es Sanford Schwartz quien liga ese carácter congelado de los bodegones de Meléndez con la pintura de Jacques-Louis David cuyas obras producen a veces el efecto de representar cadáveres, y en ocasiones los representa realmente, como en el famoso retrato de Marat asesinado. Ahí tenemos a otro artista pasional, despiadado, vesánico, autor de la pintura más gélida y obsesiva de la historia del arte.

Hay en las pinturas de Meléndez, el malogrado majo madrileño, toda suerte de materiales tratados con supremo embeleso: barro, estaño, corcho, madera, loza. Aparecen utensilios domésticos, pucheros, aceiteras, almireces, jícaras, descritos como si fueran joyas. Lo que nunca aparece es algo humano. Carne, cuerpos, sangre. Pero si regreso al autorretrato, única figura humana de su obra, vuelvo a preguntarme por qué esa mirada me da escalofríos.

 

Artículo publicado el jueves 26 de noviembre de 2009.

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26 de noviembre de 2009
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