Marcelo Figueras
Pocas cosas más características de Misiones que su tierra roja. Pero en el corazón del monte (tal como allí le dicen a lo que nosotros llamaríamos selva), uno pisa un suelo de un rojo de esos que sólo se ven en los sueños.
Los niños y niñas de la etnia Mbya llegan a la escuela bilingüe No. 1113 sin uniforme ni útiles de ninguna clase. Todo lo que necesitan los espera allí, empezando por sus maestras y de los auxiliares aborígenes que constituyen el nexo entre la institución blanca y su propia comunidad, y terminando con el suculento almuerzo. Hasta no hace tanto los Mbya vivían de la riqueza que proporciona el monte y trabajaban ocasionalmente en alguna cosecha. Hoy en día, cuando el blanco ha devastado un porcentaje tremendo del monte misionero, los Mbya subsisten gracias a las artesanías y las ayudas que reciben de las fuentes más diversas.
En los dos días que permanecimos allí, la alegría que percibimos fue constante. Para todos aquellos que sabemos cómo son hoy las aulas de cualquier escuela de la gran ciudad, el grado de concentración y de entrega de estos pequeños nos resultó sorprendente. No hay forma de que entiendan, todavía, hasta qué punto el adueñarse de la palabra escrita les ayudará no sólo a expresar sus propias vivencias, sino además a hacer valer sus derechos. Tal como nos dijo su cacique, Hilario Acosta, el hombre blanco los está dejando sin monte, y la posibilidad de comunicarse en la lengua española les resulta fundamental a la hora de reclamar justicia. La posibilidad de ser educados formalmente a partir de su lengua materna les permitirá a estos niños no sólo aspirar a desarrollarse plenamente, sino también a hacerlo sin perder su identidad.
Gracias pues a la Fundación La Nación y a la Fundación Arte Vivo, por el premio a la escuela Takuapí y por hacer posible el documental. A Margarita Gómez, Laura Bua y Carlos Abbate. A Luis Andrade, Agustina Figueras, Camilo Segatta y Lucía Iglesias. Pero sobre todo gracias a ellos: a los niños, a Hilario, a Laura Karajallo y Alicia Novosat y al pastor Darío Dorsch, no sólo por el afecto y la apertura de corazón, sino ante todo por su decisión de no resignarse y la creatividad que tuvieron a la hora de resolver el problema común. Uno siempre busca ejemplos que ofrecer a aquellos -mayoría absoluta- que pretenden que no se puede. Les ofrezco el ejemplo de la escuelita de Takuapí, porque sé que les servirá como a mí a la hora de tapar la boca de los que quieren que todo siga igual.
Ojalá pueda colgar aquí el documental un día de estos. Sé que se enamorarán de esa gente y de ese lugar como me enamoré yo.