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Adiós, Buenos Aires

Concepto espacial. Lucio Fontana. Fuente: invertirenarteLucio Fontana. Fuente: artespain Se acabó. Ha sido una eternidad. Ha durado demasiado poco. No sé si todo lo que quise conseguir cuando vine a Buenos Aires lo he conseguido. Pero algo he aprendido. Viendo un cuadro de Lucio Fontana en el MALBA he descubierto cuál es el error de mi vida. Trato de entender a los demás, de mejorar yo mismo, aumentando capas, texturas, mentalizando todo, idealizando a los demás. Y son incapaz de dejar todos esos matices y revestiduras y abrir un tajo, o varios, para ver qué hay detrás del color de las personas. Un simple tajo. Eso es lo que haré a partir de ahora. No trataré de entenderme a mí y a los demás por sus veladuras sino haciendo un tajo y viendo qué hay detrás.Adiós, digo, Buenos Aires.Me he reencontrado y desencontrado con personas que quiero y querré toda mi vida. He conocido a la dulce Valeria, a los chicos de Eterna Cadencia, a Vilma, a Inés, he hablado por teléfono con los descendientes de Carlos Thays y, sobre todo, a Diego Largache y quizá este hombre maravilloso me ha cambiado la vida. Ya lo veremos. Me han picado los mosquitos. He perseguido con Bárbara los bichitos de luz. He conversado con Mairal sobre el amor, la literatura, la neurosis, la carta astral y además he conocido a su hermoso hijo, a quien no pude invitarle el helado de dulce de leche que le prometí por culpa de Mairal. He recibido la oportunidad de cambiar mi vida y, quién sabe, quizá la tome. Perdimos a Sandro. Escuché salsa. He terminado un libro de cuentos. Aprendí a no sentirme víctima de mí mismo. Dormí sin dormonid( alguna vez). Comí asado y choripan. Me emborraché. Perdí mi adoradísimo iPhone en la esquina de Fritz Roy con Honduras y eso, en vez de ponerme triste, ha sido como una metáfora de todo el lastre que hay que perder para ganar algo. La vida misma, por ejemplo. Y así me encontré conmigo mismo en el sofá de la sala climatizada de Pedro Mairal. Como una nana peruana, acabo de limpiar todo. Cierro mi computadora para siempre, salgo a Florida a comprar un maletín de mano que camufle los kilos de más que me llevo en libros y me quedo aquí, en Pueyrredon al 1900, esperando que un taxi me lleve rumbo a mi casa, mi hijo, el resto de mi vida.Adiós, sí, adiós Buenos Aires.

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11 de enero de 2010
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Charla en Buenos Aires

camisas arrugadas. Mairal y yo en Eterna Cadencia. Fuente: eterna cadenciaEl lunes pasado me la pasé muy bien conversando con Pedro Mairal en la librería Eterna Cadencia. La nota la resumió Silvina Friera en Página/12 y al día siguiente, Juan Manuel Bordón para el diario Clarín. Parece que eso de que los escritores peinados y despeinados quedó. Les dejo aquí la reseña de Bordón que me pescó afuera, entrando apurado media hora tarde, justamente aferrado como un náufrago a mi Moleskine que, en vez de notas literarias, tenía teléfonos para no perderme en Buenos Aires. Igual me perdí. Dice la nota:Si fuera un futbolista uruguayo traería el mate y un termo debajo del brazo. Si fuera una diva como Susana, un yorkshire que ladre en las entrañas del bolso de mano. Pero el peruano Ivan Thays es escritor y su fetiche es una libretita Moleskine que apreta contra el el sobaco. En entrevista pública con el escritor Pedro Mairal en el patio de la librería Eterna Cadencia, el finalista del premio Herralde de novela 2008 habló de su libro Un lugar llamado Oreja de Perro ,sobre la creación del que hoy es uno de los blogs literarios más populares de latinoamérica y dejó perlas como la caracterización de los escritores argentinos como una genealogía de "peinaditos". La charla de Thays coincidió con el quinto aniversario de su blog moleskine literario (notasmolesnkine.blogspot.com), una suerte de antología en tiempo real de artículos y novedades literarias alrededor del mundo. "Mi blog no es de ideas, es de telereportes, es algo que hago mientras en realidad estoy haciendo otras cosas", explicó, y soltó el primer dardo de la tarde al decir que los compatriotas que los que lo acusan de no hablar sobre la literatura de Perú no se dan cuenta que "ahí sólo pongo lo que me interesa".­-¿Pero qué hay de su relación con Vargas Llosa?­preguntó Mairal.-­Bueno, relación es mucho, lo nuestro fue sólo un romance­, contestó Thays, que después de elogiar al autor de La Ciudad y los perros se desmarcó y dijo que no comparte el método topográfico que él tiene para escribir."Si Vargas Llosa va escribir sobre Africa él tiene que ir al lugar, tomar notas, mirar a la gente y sacar fotografías. A mí ese método no me gusta, soy de los que creen que un escritor debería inventarlo todo". De hecho, recordó que para escribir su novela ni siquiera fue a Oreja de Perro, la región peruana donde ambientó la historia. "En algún momento, me preguntaba si el protagonista tendría luz para conectar su computadora y como no sabía le inventé al lugar una central hidroeléctrica". Thays no es la clase de invitado que se queda modosito y reparte cariño entre los anfitriones, aunque sí busque hacerse querer. Desde el patio de la librería porteña, se lamentó de las dificultades de circulación de libros dentro de latinoamérica, que impide que los libros de un autor boliviano lleguen a Perú o la Argentina, y dijo que "el Kindle, en ese sentido, será estupendo, ya que podés bajar inmediatamente lo que se publique en cualquier lugar del mundo". Después, aclaró que no es un fetichista del objeto libro y ya entre risas dijo que, de hecho, cree "que las librerías deben desaparecer". Quizá lo mejor de la charla fue cuando se refirió a la literatura argentina y la pulcritud extrema de sus autores. "Yo la verdad es que a los escritores argentinos los veo muy peinaditos, no podría corregirles ni una coma a sus libros pero por lo mismo siento que aveces sus libros no se disparan. No me refiero tanto a lo disparatado de una trama como al estilo. No hay muchos raros como Roberto Arlt, que dejó menos estela que los peinaditos, algo que supongo que viene más de Borges. Por suerte sí hay un argentino no argentino como Gombrowicz, que no es nada peinadito".­-Pero ojo ­remató Thays­, que yo hablo así, pero reconozco que soy un peinadito... Por cierto, Patricio Zunini se ha dado el enorme trabajo, realmente agotador, de desgrabar la entrevista y colocarla en el blog de Eterna Cadencia. Está dividida en dos partes. La primera parte y luego, claro, la segunda parte. A todos los chicos de Eterna Cadencia, Leonora, Ana, Patricio, mi agradecimiento infinito. Toda la semana pasada almorcé ahí ñoquis, terminé un libro de cuentos, corregí mi novela. Era mi sitio. Mil gracias.

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11 de enero de 2010
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El país de la infancia

Ese hombre a quien tantos vieron en los últimos días en el subte de la línea A (Plaza de Mayo-Carabobo) leyendo un libro para niños, era yo en efecto.

 

         Mudarme a la vieja casa paterna (y materna) me produjo un deseo irrefrenable de releer aquellos libros que marcaron mi infancia. El primero fue una edición de Robin Hood de la Editorial Peuser, fechada en 1945. Para que no queden dudas sobre su dueño original, en la portadilla está el nombre de mi madre: Susana. Pero no está escrito con letra infantil, sino con la letra redonda y perfecta que yo le conocí de adulta; como si mi madre también hubiese regresado de grande a ese Robin Hood, y dejado constancia para mí de ese reconocimiento tardío.

         Ese Robin Hood fue definitorio para mí, en tanto produjo dos efectos que dieron a mi vida la forma que hoy tiene. El primero fue destilar en mi alma el amor por las historias (y en particular, por las historias en formato de libro), y por su condición sine qua non: el arte de narrar. El segundo fue la revelación de que, en este mundo, hacer buenas cosas no entraña necesariamente el éxito ni supone justas recompensas. Porque a diferencia de las versiones más edulcoradas y por lo tanto populares de esta historia (por ejemplo la versión cinematográfica protagonizada por Errol Flynn), este Robin Hood no tiene final feliz. Aquí el héroe triunfa en su lucha épica, pero resulta víctima de una doble venganza. Uno de sus enemigos de siempre asesina a su mujer, Marian, y a su pequeño hijo Richard, así bautizado en honor al monarca por quien tanto batalló. Y al tiempo una familiar resentida, la abadesa del convento de Kirklees, le practica una sangría y se ausenta con una excusa, dejándolo desangrarse hasta la muerte.

Ni siquiera figura en esta versión el gesto romántico que sí hallé en otras, mediante el cual Robin dispara una última flecha para decidir el sitio en que será enterrado. Nada de eso. Aquí Robin, el maestro en el arte de los artilugios y las estratagemas, resulta engañado por una monja amarga y así muere. Y después la gente se preguntaba por qué era yo tan serio, siendo tan pequeño…

El libro me enseñó algo que tardé en comprender, pero que desde entonces resuena en mí. No tiene sentido hacer algo bueno –hacer lo que se debe hacer- en espera de reconocimiento o recompensa. La obra buena –y la buena obra- son un fin en sí mismas. Llevo muchos años tratando de vivir acorde a este principio ingrato pero honesto.

Reservo mis últimas palabras para las ilustraciones del libro. Fue abrirlo y comprender que llevaba grabado cada uno de esos dibujos, cada una de esas láminas, en lo más profundo de mi alma. Las recordaba como si las viese visto ayer por última vez. Todo lo que sé es que el libro acreditaba esas ilustraciones a un tal Manuel Ugarte. Que nada tiene que ver con el célebre socialista argentino, y de quien nada pude encontrar en Google. ¿Quién fuiste, Manuel Ugarte? ¿Acaso imaginaste alguna vez que tus dibujos –tu buena obra- iban a perdurar tanto tiempo en la memoria de alguien –otro exiliado del país de la infancia?

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11 de enero de 2010
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El pequeño Wyoming

El cuento más conocido de Annie Proulx, ‘Brokeback Mountain', es seguramente el mejor de su extenso ciclo de historias situadas en Wyoming o relacionadas con personajes, modos o leyendas de ese estado del noroeste de los Estados Unidos. También es, a mi modo de ver, el que revela con mayor nitidez el peculiar patrón narrativo de la escritora norteamericana, marcado por la dureza de los entornos donde suceden, la crudeza del habla de sus personajes y la delicadeza de las emociones, mitigadas y a veces apenas sugeridas. Proulx ha escrito novelas, entre ellas la excelente ‘The Shipping News' (premiada con el Pulitzer de 1994 y aquí publicada, bajo el título de ‘Atando cabos', por Tusquets, en traducción de Mariano Antolín Rato), si bien lo esencial de su literatura está, para mi gusto, en el relato corto, género en el que ha publicado cuatro libros. ‘Wyoming' recoge los tres volúmenes subtitulados originalmente ‘Wyoming Stories', aunque Lumen, sin explicación, recorta el contenido de dos de ellos, eliminando tres relatos aparecidos en la edición americana de ‘Bad Dirt' (aquí ‘Tierra maldita') y otros cuatro del más reciente ‘Fine Just the Way It is' (‘Todo perfecto tal como está'); entre los desaparecidos hay alguna pieza muy relevante del canon ‘proulxiano', como ‘Them Old Cowboy Songs'.

 

     El Oeste de Proulx es de un bronco realismo y tiene los personajes esperados: rancheros rudos, indios desubicados y marchitos, cantineras que lo han visto todo desde la barra, magnates del comercio enriquecidos a falta de escrúpulos. En sus grandes espacios, la soledad parece un componente más del paisaje, y el dolor una forma atenuada de la violencia precisa para sobrevivir en ese medio hostil. ‘El testimonio del burro', uno de los más logrados de la serie, se inicia con una cita, para nosotros muy trillada, de Antonio Machado, y cuenta la historia de Marc y Catlin, una pareja aficionada al senderismo, cuya crisis amorosa queda asociada a la supuesta costumbre de algunas pequeñas poblaciones de Galicia en las que, así lo refiere Marc, en la última noche del carnaval se lee públicamente el "testamento del burro", una "feroz recopilación rimada de los pecados cometidos en el pueblo durante el último año, y se hace un reparto ficticio de las diversas partes del cuerpo de un burro que se corresponden con los pecados". El reparto de culpas entre la camarera Catlin y el bombero voluntario Marc es ambiguo, pero se resuelve en un final estremecedor de escalada montañera durante la cual resuenan, mezcladas sin remedio a los reproches, las voces de amor que los dos amantes no han tenido tiempo de decirse. ‘El testamento del burro' bordea el campo del misterio sin entrar nunca en él, pero aprovechando con elocuencia la difuminación que las incertidumbres aportan a lo cotidiano; cuando Proulx aborda abiertamente lo fantástico y aun lo alegórico (dos ejemplos son, en el libro que se reseña, ‘El Chico de Artemisa' y ‘Siempre me ha encantado este sitio') el fenómeno producido no es la sugestiva extrañeza sino la fatigosa incredulidad.

            Lo que sí se le da estupendamente a la autora es la fábula en el estilo  -conciso, cómico, truculento-  aquí representado por ‘El bayo purasangre', uno de los más breves, protagonizado por un caballo arisco y de diente fácil, unas botas de piel y unos vaqueros "vivales y frescales" (y no "con sentido común y recursos", como traduce María Corniero, que, enfrentada a una ardua tarea, sobre todo en las abundantes partes coloquiales de la obra de Proulx, no siempre sale bien parada).   

      Mis favoritos de esta en general magnífica antología son el citado ‘Brokeback Mountain' y ‘Las guerras indias redivivas', que pertenece al segundo volumen de las ‘Historias de Wyoming'. En ‘Brokeback Mountain' destaca poderosamente el contraste entre los asfixiantes límites que el entorno varonil y atávico en el que se mueven impone a Ennis y Jack, y la amplia resonancia que unos factores casi fantasmales (la frontera de México, un recuerdo infantil de Ennis, una ropa usada) adquieren en el desarrollo de la historia, donde la introducción del motivo del doble crimen homofóbico se hace de manera sutil aunque reveladora. Proulx dosifica con brillantez ingredientes dispares en ‘Las guerras indias redivivas', que arranca, a comienzos del siglo XX, como la saga de una familia de abogados y rancheros de la ciudad de Casper, los Brawls, hasta llegar, al cabo de tres generaciones marcadas por la tragedia, a Georgina Crawshaw, que al enviudar del último varón de la estirpe, Sage, se casa en segundas nupcias, audazmente, con Charlie Parrott, el apuesto capataz del rancho, "mucho más joven que ella y con sangre de sioux oglala en las venas". Pero Charlie tiene una hija de un primer matrimonio, Linny, y esa muchacha que llega como huésped al rancho embutida en minifaldas minimalistas y ‘tops' a punto de reventar dará a ‘Las guerras indias redivivas' un bellísimo e inesperado quiebro que no conviene contar. Baste decir que del pasado surgen la sangre sioux, la batalla de Wounded Knee, Buffalo Bill y unas películas olvidadas desencadenantes del emotivo acto de aceptación histórica y renuncia personal que cierra el relato.

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11 de enero de 2010
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El mejor amigo del hombre (y de la chica)

Por razones sabias tuve que volver a abrir la novela de Thomas Mann titulada "Doctor Faustus". Es la tenebrosa a la par que gloriosa historia de un músico, Adrian Leverkühn, que vende su alma al diablo a condición de que le inspire la mayor obra musical de todos los tiempos. La novela, inmensa, es una alegoría apenas disimulada del cataclismo nazi (se publicó en 1947) y tiene por música de fondo el ocaso de los dioses, pero no el de Wagner, sino el de Schoenberg. Es una larga historia y me llevaría mucho ponerles al día si no la han leído.

El caso es que la última vez que había entrado en ella fue hacia 1980 y apenas la recordaba. El volumen está anotado con un entusiasmo juvenil, pero en muy buen estado. Como esta relectura formaba parte de un programa de trabajo, también me interesé por el libro en la red y cuál no sería mi sorpresa al tropezar con varias direcciones de libreros de lance en las que se ofrecía mi edición por la descomunal cantidad de 200 dólares. Y eso el más barato. Volví a coger mi ejemplar con mano temblorosa y constaté los datos: publicado por Plaza y Janés en 1951, traducción de J. Farrán y Mayoral, tapa dura, seiscientas y pico páginas. ¿Puede en verdad valer veinte mil cucas este libro? Es cierto que ahora lo veía distinto. Aprecié la suavidad del papel, la excelente impresión sin transparencias, el entelado de la encuadernación, el logo de Janés impreso en azul(un ave fénix), lo que en aquellos tiempos imponía un segundo pase por la linotipia. Real capricho de un editor principesco, pero así era don José Janés.

De pronto se me hizo la luz. ¡Claro que valía doscientos dólares! ¡O más! Estaba yo manoseando una pieza de valor inapreciable, un objeto que ya nunca más se fabricaría, algo así como un violín barroco. A partir de los años sesenta los libros comenzaron su mutación. Fue en aquellos años cuando aparecieron las primeras colecciones de bolsillo masivas, aunque Penguin, la pionera, era algo anterior. Recordé los ejemplares iniciales de Alianza Editorial con sus deliciosas portadas de Daniel Gil, su papel casi biblia, espléndidamente pensados por Jaime Salinas con una programación ecléctica: Kafka, Ortega, Proust, Baroja y un inesperado Bulgákov están entre los primeros títulos. Luego vendrían innúmeras colecciones de bolsillo, pero la de Alianza fue un campanazo de plata.

Los libros ya nunca más se producirán como en el siglo XX. Mi ejemplar de Thomas Mann era uno de los últimos hijos de un arte que se iba a transformar en industria. Para empezar, hoy ya no se imprime con tipos, sino electrónicamente, lo que elimina el tacto estriado de la superficie de las hojas que tanto gusto nos da a los bibliópatas. Y aunque ahora se encola muy bien y hay libros preciosos (me ha gustado la fiel reproducción de la edición americana del libro de Alex Ross que ha editado Seix Barral) que aguantan el paso del tiempo sin caerse a pedazos como pan seco, no hay comparación con aquellos libros similares a mi Thomas Mann que los dejas abiertos encima de la mesa por su exacta mitad y toman un aire de entrega, de deseo, de ronroneo, de llamada almizclera, difícilmente resistible.

Antes he utilizado una palabra, "bibliópata", que sin duda ustedes han entendido. En un tratado metódico (pero jovial) de la cuestión, "Enfermos del libro", escrito por Miguel Albero (Universidad de Sevilla), aparecen otros términos: bibliofagia, bibliofobia, bibliocleptomanía, biblioclastia, además de la habitual bibliofilia que es la única que mi programa Word no subraya en rojo. Ese es el mundo de los libros y allí encontrarán las historias de quienes hicieron con ellos un jardín, un museo, un laberinto, un harén o una silla eléctrica. Desde los más sosegados amantes, como es mi caso, hasta los frenéticos, los sadomaso, los coprofílicos, los fetichistas e incluso los asesinos en serie, de todo hay en la alcoba del libro.

Mucho se discute desde la llegada del libro electrónico, el eBook, y hay almas de cántaro que temen por la supervivencia de los sublimes objetos de papel. No hay que temer nada. "¿Hombre o ratón?", preguntó mi príncipe Hamlet antes de atravesar con su espadín el cuerpo de su futuro suegro. Más enemigo del libro es el ratón que la electrónica. ¡Ojalá los libros electrónicos triunfaran de una vez y nos permitieran aliviar nuestras bibliotecas, tan repletas de trivialidades indispensables! ¡No tengo yo novelas americanas y francesas que guardo por motivos emocionales y que nunca volveré a leer! Pero no puedo tirarlas al contenedor: se me abren las carnes. Si pudiera sustituirlas por su fantasma electrónico ya no tendría reparo.

Eso sí, el triunfo del libro electrónico supondrá una mayor valoración, si cabe, de los libros verdaderos. ¿Cómo no va a valer veinte mil castañas uno de los últimos abuelos del libro de papel? Nada, nada, ni hablar. No lo vendo ni por trescientos euros. Esto va a subir como el oro.

Artículo publicado el miércoles 23 de diciembre de 2009.

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11 de enero de 2010
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El pijama

Será difícil encontrar una prenda más grotesca, patética y anacrónica que el pijama. No sólo el pijama es flagelante e ignominioso, no sólo es inapropiado y feo, sino que además simula una suerte de injustificado  disfraz y en n un momento tan crítico, que demuestra la ínfima sensibilidad estética en  la mayoría de la población masculina y sus diseñadores.

El camisón de la mujer que fue desde el siglo XVI la misma prenda holgada que empleaba el hombre, atiende a la condición elemental de procurarse un abrigo protector y cómodo para la hora de dormir.

 Que el hombre, sin embargo, abandonara esta tradición natural y se enfundara en el pijama es una consecuencia enrevesada de las influencias orientales y de la popularidad que adquirieron unos pantalones importados de Persia en el siglo XVIII bellamente rayados.

 Hasta ahí, aún escindiéndose el vestuario, la confortabilidad y la funcionalidad estética seguían garantizadas. Las mujeres inauguraron, no obstante, el negligée como expresión de desenvoltura y ligereza muy dieciochesca y, paralelamente, el  pijama masculino se componía de una camisa amplia que a menudo se vestía dentro de casa y de los pantalones  persas confeccionados con toda holgura. La palabra pijama procede, según alguna enciclopedia, de "pae" ("prenda")y "jama" ("pierna") que en persa indicarían "Prenda para la pierna" aludiendo a la atención que se prestaba a su confort, ahora extinguido.

La explicación del pijama venido de oriente puede parece demasiado sencilla  pero el pijama de la contemporaneidad, sea cual fuera su causa, no merece la menor condescendencia histórica. No sólo es incómodo sino ridículo, no sólo es un  sucedáneo burlesco del traje social del varón sino que, además, el sujeto se inviste de él como si,  a la manera del mono de trabajo,  fuera a realizar alguna función de operario. Las rayas, por su parte, que debieron hallar su encanto de rasos y sedas al ser importadas de oriente han  venido a disecarse sobre la ropa como una convención terminante y manifiesta.  ¿Por qué ha de acostarse ese señor con un atuendo tan marcadamente rayado? La tradición pocas veces demostró su dominio con mayor asiduidad y contundencia.

Ciertamente hay pijamas lisos o amenizados con otros motivos que soslayan el rayado  carcelario pero incluso Calvin Klein,  o Hugo Boss en modelos del siglo XXI siguen manteniendo el respeto o la reverencia por el pijama a rayas.

Los skijamas, en cambio, nunca fueron rayados. Fueron y en verdad tan desafortunados en su diseño, tan desfavorecedores en su aplicación y, al cabo, tan absurdos en sus marcados elásticos en tobillos y muñecas que su expediente los sepulta sin necesidad de comparaciones.

El pijama a rayas es, por antonomasia,  el rey. Ha perseverado por más de dos siglos y ha mantenido desde más de 150 años la traza de la chaqueta y el pantalón. Es decir, para meterse en la cama el hombre reproducía conceptualmente la etiqueta con la que se presentaba en público. la chaqueta del pijama tan incómoda como  resulta esta prenda y el pantalón  con o sin vuelta que se anuda a la cintura como la única concesión a su pasado, aunque también hay pijamas con cinturón y hebilla e incluso pijamas que han  importado el elástico de skijama.

Todos los hombres con  skijama son figuras de oprobio ante cualquiera y es inútil creer que agradan a sus mujeres. En realidad las mujeres no da muestras de importarles estos modos de vestir de su pareja puesto que suelen hallarse entonces demasiado atareadas o ensimismadas. Por añadidura, debe también considerarse, que las mujeres suelen ser muy  indulgentes. O maternales. Porque ¿qué estampa sino el estrafalario proceso de infantilización es el que ofrece el hombre con skijama ?

Y ¿qué decir, de otro lado, del aspecto siniestro  y hasta temible que presenta el caballero locamente ataviado con el pijama a rayas?

En todos los casos, la soltería,  la viudez o el afán de soledad podrían justificar presentarse de esta forma, tan imposible de querer como fácil de repeler. ¿Dormir con un tipo en skijama? ¿Hablar seriamente  con un señor que se presenta cómicamente, delirantemente, como con un pijama a rayas?

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11 de enero de 2010
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¿Un naufragio en puertas?

Pocas cosas hay peores en política que las esperanzas excesivas. Suelen verse truncadas muy pronto por la facilidad con que se ensancha el abismo entre la realidad y el deseo. Hay ocasiones, incluso, en que nada o muy poco hay en el camino entre las expectativas y los resultados. Por ahí apuntan las cosas, todavía sin decantar del todo, en el nuevo gobierno de centro derecha que se instaló en Berlín el 3 de noviembre y que sin llegar a cumplir todavía los cien días se ha metido ya en un pantano de divisiones, cacofonías y desacuerdos de los que hacen naufragar rápidamente los mejores proyectos políticos. Ha hecho muy poco y lo poco que ha hecho ha servido para fomentar la discordia. El problema que definía a Angela Merkel persiste y agravado: fue una excelente canciller de la gran coalición, fuertemente impregnada de un cierto espíritu socialdemócrata, pero no se sabía ni se sabe muy bien todavía cuál es su identidad política y su capacidad de liderazgo en la nueva coalición con los liberales.

Una parte de los problemas vienen de su nuevo socio, esos liberales del FDP dirigidos por el ministro de Exteriores Guido Westervelle. La ausencia del poder durante 11 años y la bisoñez política de la nueva generación y de su líder están pesando más de la cuenta. En muy poco tiempo los liberales han conseguido pelearse con la CSU bávara, el partido federado a la CDU de Merkel, ni más ni menos que en tres capítulos. Dos de política internacional: Westervelle quisiera mejorar las relaciones con Turquía y con Polonia, algo que a los ultraconservadores bávaros les parece muy mal; no quieren ver a los turcos en la Unión Europea y no desean gestos excesivamente conciliadores con los polacos a propósito de los Vertriebene (los alemanes expulsados de los antiguos territorios alemanes). El otro punto de fricción es más serio todavía: los impuestos; Westervelle, en cumplimiento de las promesas electorales quisiera recortar los impuestos en tres años a partir de 2011 en 24.000 millones de euros; los socialconservadores bávaros están horrorizados con el crecimiento descomunal de la deuda y del déficit que acarrearía, en contra de la más clásica cultural de austeridad y rigor monetarios alemanes. Pero otra parte de los problemas vienen del propio partido de Merkel. La canciller ha tenido siempre un déficit de carisma interno en su partido, que ha sabido compensar con su imagen tranquila, su perfil político bajo y su capacidad para sintonizar con la ciudadanía. Consiguió su primera victoria en 2005 a duras penas, de forma que lo que todos esperaban de la segunda es que sirviera para lanzarla definitivamente a la más alta órbita de la política alemana. De momento no es esto lo que está sucediendo y las dudas han empezado a asaltar a unos a otros, sin que falten Casandras que anuncien la imposibilidad de que la actual coalición llegue a fraguar y el obligatorio regreso a la gran coalición con los derrotados socialdemócratas. Esto sin contar con las peleas a cuenta de la intervención militar alemana en Afganistán, agravadas por los efectos del bombardeo y las numerosas muertes de civiles afganos producidos en Kunduz, todavía con el gobierno de gran coalición durante la campaña electoral. El actual gobierno ha tenido ya una primera y prematura crisis, a cuenta de Afganistán, con la dimisión a los veinte días de su toma de posesión del ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, Franz-Josef Jung, responsable como ministro de defensa del anterior gabinete del ocultamiento y de la pésima gestión de aquel horrible incidente militar. Además, varios jefes de fila parlamentarios de tres estados federados (Hesse, Turingia y Sajonia) han denunciado este domingo, en un artículo publicado por el Frankfurter Allgemeine Sontagzeitung, la falta de liderazgo de Merkel, su fijación más en la popularidad propia que en la identidad del partido y la ausencia de estrategia en la formación de la coalición de Gobierno, fruto más de la suerte que de una visión política. Las mejores lecciones sobre las expectativas excesivas las solemos tomar en estos tiempos de la política norteamericana. Pero, a la vista del desolado paisaje que ofrece Europa, Angela Merkel no anda muy a la zaga en cuanto a ilusiones levantadas y decepcionadas. Muchos eran en toda Europa los que esperaban que la segunda victoria de la canciller, su asentamiento como dirigente europea y la renovación que significaba la incorporación de un partido purgado por su paso a la oposición dieran un nuevo impulso a Alemania y detrás suyo al resto de Europa. Por lejana que pueda parecer la política alemana no hay que olvidar nunca el peso económico de su economía y el papel central que suele tener en las recuperaciones y salidas de las crisis. Estos días se habla y escribe mucho sobre la presidencia española y la difícil credibilidad del Gobierno para dirigir ordenadamente el regreso al crecimiento. Pero tan preocupante o más me parece a mí para Europa esta mala salida del gobierno de coalición conservador-liberal que lleva apenas dos meses instalado en Berlín.

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11 de enero de 2010
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Teoría y práctica del Kindle

El pasado diciembre viajé a Bolivia y decidí no cargar con quince libros en mi maleta y me llevé un Kindle. Por el tipo de cubierta, este lector electrónico parece una agenda personal; por sus dimensiones, un libro de esos de tapa negra de Tusquets. No es difícil aprender a usarlo; la primera vez, lo enchufé hasta que cargó la batería, y luego entré a Amazon y, para probar, pedí un libro de cuentos de Tobias Wolff. El libro tardó menos de un minuto en ser descargado al Kindle; la técnica se llama whispersync e impresiona porque no es necesario tener una conexión a internet para que funcione (era como si el artefacto que tenía entre mis manos tuviera su propio satélite). La facilidad hizo que me tentara: en menos de cinco minutos ya tenía disponibles las novelas más recientes de Lethem y Hornby. Cada libro nuevo cuesta alrededor de 10 dólares, pero entre los clásicos se encuentran verdaderos regalos: me llevé toda la obra de Jane Austen por menos de tres dólares.

Es fácil acostumbrarse al Kindle. El tipo de letra es cómodo y se pasa rápidamente de una página a otra (aunque, claro, si uno está muy avanzado en su lectura y quiere retroceder en busca de una escena, ayudaría más una pantalla táctil que apretar un botón varias veces). Hay cambios sutiles y otros no tanto en la experiencia de la lectura: en la parte inferior izquierda, por ejemplo, lo que se cuenta es el porcentaje; no sé cuántas páginas he leído de la novela de Lethem, sí que es el 23%. Se pueden subrayar frases y hacer anotaciones; el teclado no es de los mejores, pero sirve, y además todas las frases subrayadas y los comentarios escritos se van reuniendo en un archivo. Otra ventaja: descubrí que podía transferir al Kindle mis propios archivos en Word y PDF. Suelo recibir libros en Word y PDF, pero me cuesta leerlos en mi laptop; con el Kindle todo eso se hizo más fácil.

La batería del Kindle dura alrededor de doce horas. El libro electrónico no tiene luz propia, con lo que, por las noches, hay que buscar la luz de una lámpara, replicando así lo que hacemos con los libros impresos. Cuando uno lo cierra y lo vuelve a abrir, aparece en la pantalla la imagen de un escritores (Virginia Woolf, Emily Dickinson, Julio Verne). Este invento de Amazon nos está diciendo constantemente que no tenemos que temerle, que es un aliado de los escritores y los lectores (aunque no tanto de los libreros y de las editoriales).   

Me había llevado un par de libros impresos a Bolivia (los cuentos de Fogwill y Ballard). Al principio, fui alternando el Kindle con estos libros. Reconozco que leí más rápidamente a Fogwill y Ballard que lo que tenía en el Kindle. Y que, con el paso de las semanas, pudo más mi compulsión fetichista y volví a librerías y a hacerme de esos objetos que luego pesan tanto en la maleta. El Kindle me ayuda, pero a la vez no puedo ni quiero prescindir de los libros impresos. Quizás generaciones futuras decidan que el libro electrónico es el único camino, pero, por lo pronto, me parece que ambos formatos pueden convivir sin incomodarse.

(La Tercera, 10 de enero 2010)

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10 de enero de 2010
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Reggaetón

Un ritmo sensual y extrovertido inundó ?hace más de cinco años- todas las discotecas y lugares bailables del país. Llegó asociado a una gestualidad desenfadada que expresa abiertamente los deseos de diversión, sexo y buena vida. Numerosas orquestas de salsa adaptaron su música y comenzaron a escribir nuevas letras al compás del reggaetón. Las canciones aluden claramente a situaciones eróticas a la par que describen una zona de la realidad cubana, sin afeites ni triunfalismo. En la zona oriental del país, se propagó a partir de esta cadencia musical una modalidad más dura y directa conocida entre sus seguidores como el /perreo/. Es raro encontrar en toda la Isla un bicitaxi o un viejo auto de alquiler que no exhiba, a todo volumen, las pegajosas expresiones de un género que no da señales de extinguirse. Uno de los elementos más interesantes de la permanencia del reggaetón entre nosotros, es lo poco que él se parece a la música de contenido social que tanto se escuchaba en los años sesenta y setenta. Si la nueva trova aludía constantemente a un ser abnegado y deseoso de contribuir con el proceso social, las actuales melodías exhiben un individuo atraído por lo material y concentrado en satisfacer sus deseos inmediatos. La creación musical ha terminado por evidenciar un proceso de cambios sociales, mucho más complejo que un par de acordes o que algunos novedosos pasos de baile. Si en el escenario un grupo de muchachos repite hasta el paroxismo ?¡Mami, goza!?, el público se contonea y suda bajo las luces de colores. No falta quienes han criticado públicamente la propagación de estos nuevos ritmos, vinculándolos con corrientes extranjerizantes o con tendencias consumistas. Poco le importa eso a los seguidores del reggaetón, pues para ellos un sonoro estribillo que llame al disfrute es ?nos guste o no nos guste- el nuevo himno de estos tiempos.

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10 de enero de 2010
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Taller Vallejo

 

 

El primer día de clases les había yo advertido a los alumnos que la experiencia de estudiar la poesía de César Vallejo es peculiar: al terminar el curso uno sabe menos que al comenzarlo.
 

Ahora que el seminario concluye, los siete estudiantes saben menos del poeta pero algo más de sí mismos.  Han aprendido, por su cuenta, que su capacidad de leer requiere ser puesta a prueba.
 

Reconocer la distinta legibilidad de un objeto de arte es parte de la experiencia crítica, de su aprendizaje sin rédito.
 

He hecho varias veces este seminario, que llamo Taller Vallejo, postulando no sin optimismo que el ejercicio de leer a este poeta dificilísimo es imprevisible para uno.  La verdad, uno no se conoce bien hasta atravesar la ciudad de Trilce. Hay que meter las manos en el poema, diagramarlo, dibujarlo, para finalmente concluir que su descripción confirma que lo conocemos un poco menos.  Los siete terminaban las dos horas exahustos y exaltados.
 

“Un buen alumno –le dice el poeta a un tilo del Marne- leyendo va en tu naipe, en tu hojarasca…” Y le llama:”¡Oh profesor, de haber tanto ignorado!”  En ese poema, “El libro de la Naturaleza,” las hojas del árbol son las del libro, pero son también las cartas de una baraja. La lectura las reparte, verso a verso, para aprender a leer de nuevo. El poema es todo lo que nos queda de la Naturaleza.
 

Como buen poema hermético, el de Vallejo invita a la interpretación, a la sobreinterpretación, pero también al disparate. Por algo Trilce es un aparato cuyo nombre no está en el Diccionario. Algunas buenas gentes han propuesto que esa palabra está hecha de otras dos: triste y dulce. ¡Qué vida tan fácil la de esos lectores que apagan el libro!
 

Pero debemos estar pasando por un nuevo ciclo de la lectura, menos predeterminado por teorías autorizadas y métodos positivistas; una de esas eras imaginarias que, cada tanto, reordenan la biblioteca.  Porque en el  pequeño Taller la conversación, de pronto, hizo rizoma. Un estudiante observó el pasar de unos zapatos entre algunos poemas.  Otro, la producción residual de una poesía de los escombros. Alguien más, las tachaduras que en un manuscrito son necesarias al poema…
 

Ese desplegado material que va de la letra a la tachadura, esa escena de trazas y huellas, prometía en la lectura un trayecto de retorno.
 

Es verdad que el “Guernica” de Picasso es lo que más se parece a un poema de España, aparta de mí este cáliz.  Ninguno de los dos cabe en el campo de la mirada.  Es lo que Vallejo llama una mirada “despupilada,” y también, “un día doble.” Había visto el cuadro al volver a París en el Pabellón de la República Española, en la Exposición que se acababa de inaugurar.  Seguramente Vallejo escribía entonces España, aparta de mí este cáliz. Todos somos, en alguna medida, el “Guernica” que vimos. A mí me tocó verlo en mayo de 1969 en mi primera visita a Nueva York. Fue lo primero que vi apenas entrar al MOMA. Después, el que vi protegido en el Prado y, más tarde, el que descansa en el Reina Sofía, no son el mismo.
 

No es casual que Picasso pintara al menos un cuadro para cada museo, previendo al señor que ladea la cabeza para recomponer una figura legible. Vallejo hizo otro tanto, cortando las amarras referenciales del lenguaje.
 

Al final, nos entusiasmamos con ese fervor de lo indecible. Su rebeldía está arraigada, “hasta hacer sangre,” en la materia que se hace lugar en el discurso.
 

Esta vez, fui al museo de Harvard para buscar esos trayectos en la colección de constructivistas rusos. Me sentí como el señor que busca hacer una escena con un cuadro de Picasso. Pero dadas las sintonías que a veces nos salen al paso, me encontré con el cuadro constructivista que equivale, quiero creer, a la forma interna de la geometría vallejiana: los triángulos, círculos y cuerdas están suspendidos en el espacio del cuadro más allá de la ley de la gravedad, contradiciéndola con asombro.
 

Ese esquema conceptual es lo que organiza al lenguaje del poeta peruano, entre tensiones que no se suman y saltos en el abismo que nos restan.
 

Pero ahora que termino de leer los  trabajos finales del Taller, me encuentro con una nota de Enrique Bruce que dice mejor lo que yo intentaba decir. En el no. 54 de la revista limeña Hueso húmero (el título es coincidencia), que acaba de salir, Bruce se pregunta por qué la película “Canciones del segundo piso” (2000) del director sueco Roy Anderson lleva una cita de Vallejo (“Amadas las personas que se sientan,” del poema “Traspié entre dos estrellas”). La conclusion de Bruce es que el director al convertir las palabras en imágenes transforma el poema en una representación conceptual. El poema, que proviene del modelo evangélico, incluye el verso: (Amado sea) “el que se coje el dedo en una puerta.” Anderson escenifica el acto en el andén de un tren donde un pasajero se ha pillado los dedos y los demás lo miran, discuten el hecho, pero no reparan en su dolor.
 

Sobre la representación de las emociones habíamos hablado en el Taller a partir del ejemplo de los formidables videos de Bill Viola que pude ver en el Thyssen.  Mientras que Deleuze había teorizado que el “corte” en el cine es un lenguaje en sí mismo, y la “imagen-tiempo” una unidad del montaje; Viola fue más allá al fotografiar en su video-arte instantes de la emoción que el ojo del espectador no capta y sólo arma como proceso, como relato. De modo que la emoción (si entendí bien, esto es demasiado complicado, lo siento, ¡ya teníamos bastante con Vallejo!) es producida por el espectador, por la mecánica fragmentaria que se resuelve en la percepción y, así, en la interpretación.  Quien haya estado en el Thyssen (“Las lágrimas de Eros”) habrá visto a esos espectadores, yo entre ellos, demudados ante la danza de los afectos de esas parejas, arrebatadas por la ola de agua y luz que Viola ha construido, en la misma lógica de Picasso y Vallejo: en contra de la representación literal, poniendo en cuestión la economía del lenguaje, y cautivándonos con el enigma que somos.
 

Al final, se trata de eso, de navegar el arrebato de la forma vallejiana (o para el caso las rupturas de Picasso, Joyce, Kafka, Pound, Borges, Lezama Lima, Tàpies, Fuentes, Goytisolo, Eltit…); y habiendo sido parte de ese vértigo, saber, al volver al habla diaria, que su uso nos pertenece como herramienta arrebatada a las sociedades que no reconocen  valores sin precio.
 

Esa lectura es la que nos deja Vallejo entre las manos.  Una lectura que no se resigna a su conversión en objeto de consumo, descifrado y desactivado. 
 

En la primera imagen de la película de Anderson alguien lustra su zapato.  Una cita vallejiana, como la cuchara, los huesos húmeros, los caminos.  Siéntate, decía Vallejo en un poema de España…, en tu trono,  ¡tu zapato!.

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10 de enero de 2010
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El Boomeran(g)
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