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Lecciones de Tomás Eloy Martínez

 
 
 
De Tomás Eloy me quedará el entusiasmo: por la literatura, por los amigos, por los jóvenes escritores.  Y por el mejor periodismo imposible (el posible se lo dejamos a los que no pueden hacer otra cosa).
 
Debe haberse ya encontrado con Rafael Conte, y me temo que están por fundar el primer suplemento literario del Olimpo.  A ambos les debemos la dignidad del periodismo cultural en español, una lección dilapidada hoy dia entre festivales de trivialidad y reseñas de solapa.
 
Es bueno recordarlo: desde Buenos Aires, Tomás Eloy fue portaestandarte del “Boom” de la novela latinoamericana, esto es, de la recuperación del homus dialogicus como sujeto cultural de la Comunicación para una modernidad a medida humana.
 
Fue, por ello, un intelectual cabal, libre de la servidumbre de cualquier ideología, y capaz de decir libremente lo que pensaba porque no tenía nada que ganar en ello. No era un hombre de opiniones sino de ideas.
 
Hay que decir, además, que era de quienes hacen lo que predican, pues apoyaba con su dinero una escuela de niños de escasos recursos en su pueblo.
 
A propósito de qué hacer por los escritores más jóvenes, olvidados por la prensa cultural ociosa,  tuvimos un intercambio animado. Cuando planeaba dirigir el suplemento cultural de La Nación, me tomó la palabra y prometí escribir sobre los nuevos.  En los ultimos meses, en una de esas recuperaciones momentáneas que lo llenaban de proyectos, dedicó largos reportajes y entrevistas a una serie de autores recientes.  Me atribuyó haber puesto al día la atención por los nuevos.
 
En el último de sus correos me recomendaba una serie de narradores jóvenes, me anunciaba el envío de sus libros, que en efecto llegaron, y ahora leeré, como por sobre el hombro de este lector placentero.


 
Su lectura del archivo nacional nos revela la extraordinara producción argentina de la violencia.
 
Pero no sólo argentina, tambien nuestra, hecha posible por el asombroso descreimiento de que es capaz este idioma. Casi cualquier palabra se tornaba contra los otros en esas novelas de esperpento alucinado.

 
El vuelo de la reina (Premio Alfaguara de Novela, 2002) es, para mí, la más perturbadora que escribió. El periodista corrupto, que se debe al desvalor de la inteligencia y cuya mediocridad lo hace invulnerable a la crítica, es una imagen estremecedora del mal. Nada más siniestro que el poder que ejerce ignominiosamente, convirtiendo el lenguaje en basura.
 
Por eso, su versión excedía los parámetros de la crítica nacional.
 
El formidable entramado de la corrupción (a buen recaudo) y de la violencia (con buena conciencia), que recorren sus libros con lúcido horror, son la escena de la formación nacional del sujeto.
 
Muchas veces, sus críticos no se han reconocido en esos libros y han creído que su imagen en el espejo narrativo es la de un extraño. Lo es, porque ese lector ciego ha tachado al otro que había en él, hasta desaparecer en estas páginas, en su galería de fantasmas. 
 
Hay que leerlo con los ojos alertas para distinguir mejor el lugar que nos toca entre la corrupción y la violencia. 
 
 

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3 de febrero de 2010
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Miente que algo queda

En su columna de hoy en el diario Página 12, Sandra Russo acuñó un concepto brillante. A todos nos consta que vivimos tiempos en los cuales la noción de inseguridad -frente a la violencia delictiva, o en su defecto frente al terrorismo- está en todas las bocas. No podría ser de otro modo, dado el uso avieso que de esa idea hacen tanto los políticos como los medios de comunicación. (Nadie niega que la violencia exista: lo terribles son las cosas que se hacen, o al menos se proponen, con la excusa de combatirla.) Por eso Russo propone una suerte de contra-concepto, que balancea el original de la inseguridad al tiempo que se hace cargo de una realidad tan indiscutible como la de la violencia: el de la inseguridad informativa.

         "Estamos viviendo un altísimo grado de inseguridad informativa", dice Sandra. Por supuesto que se refiere a los medios argentinos, pero estoy seguro de que ustedes, estén donde estén, también han ido desarrollando cada vez más una saludable desconfianza respecto de los medios: dadas las características de las empresas informativas de hoy, el fenómeno no puede sino ser global. "Los medios concentrados están dando una batalla sucia -agrega Sandra- y del periodismo queda el decorado. Estamos siendo operados contínuamente..." (Aquí se dice operados como sinónimo de manipulados.)

         Espero que Sandra misma, así como muchos otros, desarrollen el concepto de inseguridad informativa con la premura que necesitamos. Cuando lo hagan se referirán seguramente a las primeras planas que nos malinforman e inducen al error de juicio. Pero yo quiero aprovechar la idea para detenerme en un ejemplo menor. A veces el mecanismo del engaño queda expuesto de manera más flagrante en los ejemplos que parecen triviales, que en aquellos asuntos donde nuestros prejuicios pueden nublarnos la vista.

         Ultima edición local de la revista femenina Elle. Ya desde la tapa se anuncia el tema. Resilientes: las que salieron a flote después de tocar fondo, dice el título. La idea es hablar de aquellas mujeres que sufrieron cosas terribles y sin embargo resurgieron de las cenizas para convirtirse en triunfadoras. Una serie de fotos y epígrafes ilustra cada caso. Madonna: huérfana, pobre e inmigrante... Teri Hatcher: violada por su tío a los 5 años. Demi Moore: madre alcohólica, padre ausente, fue adicta a las drogas... Michelle Bachelet: asesinaron a su padre, fue secuestrada y torturada. Charlize Theron: a los 15 vio cómo su madre mataba a su padre. Oprah Winfrey: fue violada entre los 9 y 14 años por un primo. ¿Saben cuál es el único ejemplo de una presunta ‘resiliente' argentina? La animadora Susana Giménez. ¿Y cuál habría sido la tragedia a la que se sobrepuso? Se casó y tuvo una hija a los 17... Trabajaba en una fábrica como secretaria para mantenerse.

         De lo cual se infiere que, para la gente de la versión local de Elle, tener una hija a los 17 y trabajar en una fábrica es tan terrible como ser violada, secuestrada, torturada, tener una madre alcohólica o presenciar el asesinato de un padre. Lo cual redunda en -diría Sandra- una ‘operación' mediática tendiente a presentar como ejemplo de vida a alguien cuya ejemplaridad debería ser, cuanto menos, discutible, tanto en el terreno de lo humano (Giménez es la anti-Oprah por cuanto glamoriza la ignorancia en lugar de fomentar la lectura; y la anti-Bachelet en tanto no trabaja por el bien común sino tan sólo por el bien propio), sino además en el artístico, ya que comparar sus talentos con los de, sin ir más lejos, Charlize Theron, sería un verdadero despropósito.

         Si nos mienten de manera tan descarada en lo pequeño, ¡qué no harán cuando defienden sus intereses corporativos con uñas y dientes!

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2 de febrero de 2010
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el escritor comprometido

 

 

Cuentan que cuando a Borges le preguntaron qué opinaba sobre la literatura comprometida el escritor argentino respondió que si estaba comprometida debería casarse. Más o menos con la misma maldad con la que despachó muchos otros asuntos cuya frivolización tantos -y me incluyo- durante años desdeñamos aquel compromiso. También es cierto que ese desdén, esa burla provenía del hartazgo que sentimos quienes nos hemos pasado la vida escuchando a la progresía de papel couché, a la «resistencia de cine club», que decía un amigo, hablando de un compromiso social y literario que en la práctica era sólo un simulacro de gallardía y cuya irresponsabilidad manifiesta les llevaba -a quienes solían refugiarse bajo tal bandera - a defender a Fidel Castro y en los últimos tiempos a Hugo Chávez, ese Castro sin alfabetizar. Pero no todos, naturalmente, ni siempre hacia la versión más abyecta de la izquierda. Hubo quienes sin alardes ni aspavientos comprometieron su vida y su literatura -sobre todo los que entendían ambas como una sustancia indisoluble- y rescataron lo mejor de la llamada literatura comprometida, la decencia y la seriedad,  para elaborar un corpus ficcional estupendo, sólido, de incontestable raigambre política, y no por ello menos efectivo como mera literatura. Hubo quienes de verdad se jugaron el pellejo -y no sólo hablando desde una tribuna bien pagada, a merced de algún insulto o salivazo- y no hicieron del rencor un arma arrojadiza, pero sí del dolor y la indignación parte de su trabajo literario y periodístico, rescatando así la idea del compromiso literario. Ya no quedan muchos. Se nos acaba de ir uno de ellos, Tomás Eloy Martínez. Quienes han leído sus reportajes, sus ficciones políticas, La Mano del Amo, La novela de Perón, Santa Evita, o sus novelas más recientes como El Purgatorio, saben de lo que hablo.  La noticia de su muerte me sorprendió en París, un París lluvioso y frío, luego de conversar larguísimo el pasado fin de semana con algunos amigos entre los que se encontraba Jesús Martínez, paisano y profesor de Nanterre que regresa al Perú luego de más de quince años en la capital francesa y que prepara un documentado trabajo sobre la literatura y violencia política en mi país. De manera que el nombre de Tomás Eloy estuvo revoloteando en mi cabeza mientras conversaba de política y literatura porque sus novelas han sido un diagnóstico de la realidad de su país, lo mismo que sus agudas crónicas periodísticas. Lo vi en Madrid el año pasado y estaba cansado, pero seguía siendo un conversador chispeante e inteligente, lleno de amabilidad. Lleno de perplejidad, también, por lo que supone de desafío el uso de Internet para el periodismo. Leí en una de las innumerables crónicas que han salido estos días en la prensa que para Tomás Eloy hay «una cierta dosis de infamia en el anonimato» que proporciona Internet y que ese era uno de los aspectos sobre los que más vigilancia debían mantener los periodistas. Fue un hombre perspicaz y afectuoso en cuyas palabras sosegadas durante una charla era imposible adivinar al perseguido político que fue durante tanto tiempo, ni menos al escritor de una de las novelas que más he admirado y que siempre recomiendo: El vuelo de la reina, con la que ganó el Premio Alfaguara del 2002.  Y él sí era una escritor comprometido, en el sentido mejor de la palabra. 

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2 de febrero de 2010
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Las zapatillas

Muchas personas confiesas, sin intención de exagerar, que uno de sus mayores placeres consiste en llegar a casa y ponerse las zapatillas.

 Aún no hallándose dentro de  esta población tan dichosa en zapatillas, su confort es  fácil de entender tanto como atendiendo al  deleite que procura el afectuoso contacto del fieltro, elegido para lograr este efecto, como analizando la inmediata puerilización de los deseos que facilita el andar sin coerción.

De hecho, la zapatilla viene a ser la antagonista de lo disciplinario, el quehacer y el deber. De ese modo se calza pacífica y pasivamente al pie.

Frente al zapato que tampoco le queda otra opción que calzar el pie cuando se le manda, la zapatilla no discute esa opción. La  obediencia del zapato es rebelde o  fundamentalmente indócil puesto que su estado perfecto no es la vida en casa sino que su rango natural se cumple en  la escena pública y mediante alguna ocupación, productiva  o eficaz. El zapato lleva de aquí para allá y luce en uno u otro lugar pero la zapatilla es intrínsecamente casera y desprovisto de cualquier ocupación fabril.

Los zapatos se exhiben en los comercios como objetos que brillan en sí mientras que las zapatillas aluden inevitablemente a un ser humano opaco y de cuya condición se deduce el no hacer, no hacer incondicional.

 El zapato es colectivo, urbano y callejero pero la zapatilla es privada, individual y habitacional. Una clase de ser interior que, no poseyendo un interior impositivo, acaba pronto en la desganada oferta de  bienestar gratuito y holgazán. Las zapatillas, en efecto, no son, en nada, objetos y es  la pasividad que despide, tan espontánea y espesa la que, sin pretenderlo, se ablanda el  lugar donde se encuentren y su  manso paso a lo largo del recorrido que pisan.

No son por tanto calzado  en ningún sentido estricto porque estructuralmente se hallan diseñadas en las afueras semánticas de la estructuración. El zapato marca el pie y busca,  en la mayor parte de los supuestos, transmitir alguna determinación.

La zapatilla, por el contrario, es lo opuesto a toda convicción humana o trascendente, personal o social. Su talante -sin sujeto dentro- la asocia a los  diálogos sin objetivo o, precisamente, a esa clase de conversación  familiar que al fin del día intercambia palabras resabidas y se refiere sólo a problemas  rutinarios y de ínfimo valor.

  La zapatilla conlleva morfológicamete una declaración disolutoria o una  disolución declarativa. No se relaciona con pugna alguna ni con el menor residuo de confrontación, dialéctica o no.

Existe como un animal del que fueron condonadas todos los factores  de enfrentamiento y de este modo subordinado y ciego, desganado y ablativo  se ofrece a nuestra floja voluntad. Más bien nuestra voluntad es, por la misma desidia, la misma que la suya en el momento en que el pie se adentra en su organismo y la moviliza como el cuerpo y el alma que rellena un vacío sin la menor ansiedad.

Probablemente, el bienestar que procuran las zapatillas del que sus usuarios obtienen la recompensa mayor, procede de ellas y ellos juntos no son ya seres en sí, no son juntos seres para la muerte sino seres para la inacción y en el punto G de la ausencia del deseo. Ellas son tan sólo para hacer gozar el deseo cero y esa oquedad donde se hace posible la integridad del gozo sin posesor.

Ciertamente el zapato se beneficia del movimiento que le permite pasear, exhibirse,  participar de los actos mercantiles y la vida erótica, pero la zapatilla se halla eximida de todo ello. No es más que un regazo liberado de toda obligación, al punto que al  calzarlas somos infundidos de su inocencia sin pasión, ni obligación, sin objetivo ni causa. No hay más que inarticulación en el cuerpo de la zapatilla a la manera en que acaso un amable muñeco de trapo. Pero la zapatilla es, además femenina, una mujer pura, una mujer que ni es amante, ni es madre, ni es esposa, ni es abuela, sólo amor. El absoluto de su concavidad donde el pie, como basamento del cuerpo, se acoge trasmite la sensación de un sosiego cósmico y acaso el impulso para poder volar.

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2 de febrero de 2010
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Redención

La fórmula ?re? tiene una declinación oculta en Davos: redención. Los problemas de más difícil solución siempre tienen una fórmula redentora y ésta surge de la capacidad infinita de invención que tiene el ser humano. Claudi Pérez, el colega y amigo que ha cubierto para El País el Foro de este año, sitúa la innovación como una de las tres piezas de la Santísima Trinidad davosiana, junto a la globalización y la desregulación. La desregulación se encuentra ahora en horas bajas; la globalización está averiada por la ausencia de piloto al frente de la nave; por lo que sólo queda la fe en la innovación a la hora de mantener despierto el espíritu del capitalismo de Davos. De ahí que se concentre en ella, y en su resultado, la tecnología, la posibilidad de redención por nuestros pecados.

La innovación tenía que acabar con los ciclos económicos. De eso hace ya diez años y se lo llevó por delante el estallido de la burbuja tecnológica. Con la utilización de las nuevas tecnologías digitales iba a desaparecer casi toda la intermediación inútil e iban a surgir como setas en otoño las oportunidades de negocios y los márgenes de beneficios de los lugares más insospechados. Hasta tal punto de que los ciclos iban a dulcificarse hasta hacerse prácticamente imperceptibles los momentos de ligera declinación. Lo mismo ha sucedido con la innovación financiera. La dispersión del riesgo en el espacio y en el tiempo iba también a impulsar un crecimiento insospechado, al ofrecer oportunidad de financiación para nuevos y a su vez también innovadores negocios. No se tenía en cuenta que pirámides como la de Madoff se ocultaron cómodamente detrás de tales esquemas y que lo mismo sucedió con la burbuja inmobiliaria, una forma de pirámide de responsabilidades colectivas. También la teoría de la guerra de Donald Rumsfeld, la mano derecha bélica de Bush, estaba centrada en el carácter taumatúrgico de la tecnología. Pequeños ejércitos, altamente tecnológicos, podrían abordar las tareas que hasta ahora habían necesitado despliegues de millares de hombres. (La acompañaba, es cierto, con la privatización de la guerra y la seguridad). Los resultados están a la vista: Irak y Afganistán. Finalmente, la última acción redentora de la tecnología es la que se espera con motivo de la reducción de emisiones de CO2 a la atmósfera. Si hay que elegir entre la voluntad política y el milagro no hay lugar para las dudas. Quienes más se han opuesto hasta ahora a los acuerdos sobre reducción de emisiones se aferran a la existencia de tecnologías económicamente viables para capturar y enterrar los gases, a las mejoras de la eficiencia energética y a la energía nuclear. Cada una de las tres actividades tiene su papel y su futuro en el cumplimiento de los objetivos, pero confiarlo absolutamente todo en las virtudes de la innovación sin afectar a los estilos de vida que conducen a un gasto energético excesivo y sin considerar que hay que pagar un precio alto, en inversiones públicas y privadas y en sacrificios de todo tipo, es caer de nuevo en un fetichismo tecnológico que se ha demostrado una y otra vez inútil o directamente perjudicial. Pero seguramente pedir al hombre de Davos que deje de adorar la innovación es derribar al único de los tres fetiches que ahora mismo se mantiene en pie en esta religión de la hipermodernidad. 

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2 de febrero de 2010
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Rodrigo Rey Rosa: Llamadas telefónicas

Hay pocas cosas más inquietantes que una llamada telefónica en la narrativa del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa. El teléfono suena, y a veces no es necesario escuchar una voz al otro lado de la línea. La llamada es portadora de malas noticias, es el símbolo de una amenaza exterior, y muestra lo precaria que es la vida en el mundo de este escritor. Todo puede remitir a la deteriorada situación de la Guatemala contemporánea, o ir más allá del contexto social y exponer la fragilidad de la condición humana. Esta sensación de inquietud y amenaza recorre casi todas las páginas de Siempre juntos y otros cuentos (Almadía, 2008), una antología de cuentos y nouvelles, y la novela El material humano (Anagrama, 2009).

En Siempre juntos y otros cuentos se encuentra el Rey Rosa más conocido. El narrador lacónico y austero pero no por ello minimalista; el escritor que sabe que a veces el realismo no es suficiente para narrar el misterio de la realidad. La evolución de Rey Rosa se puede seguir aquí: desde los breves y despojados relatos de El cuchillo del mendigo/El agua quieta (1985), que encontraron en Paul Bowles a un ferviente defensor, hasta los de Ningún lugar sagrado (1998) y Otro zoo (2006), algo más extensos y complejos. Algunos de estos textos son verdaderas obras maestras: "Otro zoo", "La niña que no tuve", "La prueba", "El pagano". La crueldad y la violencia siempre están narradas sin aspavientos, como si fueran parte inherente de la vida cotidiana, y habría, más que protegerse, lidiar con ellas de frente. En "La prueba", Miguel decide matar a un canario para comprobar si Dios existe: "'Si existes, Dios mío, haz que este pájaro reviva'. Mientras lo decía, fue apretando poco a poco el puño, hasta que sintió en los dedos la ligera fractura de los huesos, la curiosa inmovilidad del cuerpecito". Un acto perverso se transforma en una prueba moral. En "La niña que no tuve", un padre pasea por Manhattan con su hija enferma de ocho años, a la que le quedan cuatro meses de vida. Los pensamientos fúnebres del narrador transforman la realidad. En el subterráneo, "el carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades".

Hay textos en los que Rey Rosa se pronuncia directamente sobre la violencia en Guatemala. En la antología, por ejemplo, "Ningún lugar sagrado" y "Hasta cierto punto". En "Ningún lugar sagrado", un cineasta se somete a una suerte de psicoanálisis. Su relato ocurre poco después del fin de la guerra civil, y narra las dificultades para construir una nueva sociedad a partir de los escombros de la guerra (este tema también aparece en la obra de Horacio Castellanos Moya). Cuando es asesinado el monseñor a cargo del documento que investiga las atrocidades de la guerra, la hermana del cineasta, junto a unas amigas, protesta contra el crimen, y menciona nombres de los responsables, explicitando aquello que todos saben pero pocos se atreven a sacar de las sombras. Comienzan las amenazas, las llamadas telefónicas. El asesinato del monseñor es una "advertencia, para que nadie vaya a creerse eso de que las cosas han cambiado en Guatemala, como para decir, todavía estamos aquí y todavía mandamos". No hay ningún lugar sagrado: en la postguerra, la guerra todavía sigue pesando en la conciencia y en el inconsciente de los guatemaltecos, y, por más que uno se vaya del país, "es imposible huir". El psicoanálisis ayuda a verbalizar el trauma, pero tiene sus límites.

El material humano puede leerse como una versión extendida de "Ningún lugar sagrado". Esta novela que toma la forma de un diario comienza de forma excepcional: con el hallazgo de un Archivo de la Policía Nacional, con documentos que se remontan hasta finales del siglo XIX. El narrador, el escritor Rey Rosa, recibe un permiso para revisar los documentos que se encuentran en el Gabinete de Identificación. Las conclusiones de la lectura son contundentes: en el Gabinete, en el que se ve cómo a lo largo del siglo XX la gente ha sido detenida en Guatemala por razones arbitrarias-por ejercer sin título, por ser "impertinente", por dañar los árboles, por "insubordinarse contra su patrón"--, la justicia es culpable de haber sentado "las bases para la violencia generalizada que se desencadenó en el país en los años ochenta y cuyas secuelas vivimos todavía". Hay una línea recta que va desde un sistema de justicia kafkiano hasta una violencia goyesca: los sueños de la sinrazón producen monstruos.

Del Archivo emerge un gran personaje, Benedicto Tun, jefe del Gabinete de Identificación durante cincuenta años. Benedicto es el Gabinete, el Archivo, y Rey Rosa le sigue la pista; a través de sus hijos, trata de saber más de él. Es una tarea vana: el retrato no se concreta del todo, apenas tenemos trazos poco imparciales. Mientras tanto, el escritor quiere seguir con su vida familiar y literaria, pero no es fácil: un clima de amenaza se cierne sobre él (llamadas telefónicas de una funeraria) y sobre el país (asesinatos de diputados salvadoreños, muertes extrajudiciales de agentes de la policía). Aquí tampoco hay lugar seguro: los policias que vigilan el Archivo son "integrantes de las mismas fuerzas represivas cuyos crímenes los archivistas investigan"; de El Coco, un agente asesinado, se sabe que también es policía.

Rey Rosa ha concebido intencionalmente El material humano de forma suelta: citas de libros, elementos de una historia, fragmentos de una vida. Se trata de una apuesta arriesgada: si en los hechos de la vida real no hay tensión, no hay cierre, Rey Rosa va a tratar de respetar esa falta. Si la novela es un género artificial que le da coherencia a lo incoherente, el escritor guatemalteco se niega a jugar el juego. Pero lo que hace en el fondo no es más que responder al artificio del orden narrativo con otro artificio. Así, lo que comienza con fuerza notable termina abruptamente, desarmado por el mismo proyecto. Aquí había una gran novela. Pero esa novela está más sugerida que mostrada.   

(Letras Libres, febrero 2010)

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1 de febrero de 2010
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La información proscrita

Rumores que se propagan, murmullos convertidos en notas oficiales y periódicos que cuentan ?varias semanas después- lo que ya sabe todo el país. Hemos pasado del racionamiento informativo a un verdadero ?destape? que fluye en paralelo a la censura de los medios oficiales. Nuestra glasnost no ha sido impulsada desde las oficinas y los ministerios, sino que ha surgido en los teléfonos móviles, con las cámaras digitales y las memorias extraíbles. El mismo mercado negro que nos ha abastecido de leche en polvo o detergente, ahora ofrece conexiones ilegales a Internet y programas televisivos que llegan a través de las prohibidas antenas parabólicas. De esa manera hemos sabido de los sucesos ocurridos en Venezuela durante la pasada semana. Mi propio celular ha estado casi al borde del colapso de tantos mensajes contándome sobre las protestas estudiantiles y el cierre de varios canales. Copia de estos breves titulares los he reenviado a toda mi agenda de contactos, en una red que remeda la transmisión viral: yo contagio a varios y ellos a su vez inoculan el vacilo bacilo de  la información a un centenar. No hay manera de parar esta forma de difundir noticias, pues no usa una estructura fija sino que muta y se adapta ante cada circunstancia. Es anti hegemónica, aunque la palabrita adquiere connotaciones diferentes en el caso cubano, donde la hegemonía la tienen Granma, la Mesa Redonda y el DOR*. Conocimos de las muertes en el hospital psiquiátrico días antes del anuncio oficial, de la suerte de los defenestrados de marzo de 2009 estamos al tanto a través de ?radio bemba? y un día sabremos que ha llegado el ?final?, antes de que autoricen a contarlo en la prensa. El caudal de informaciones se ha quintuplicado, aunque eso no obedezca a una decisión gubernamental de proveernos de mayores referencias, sino al desarrollo tecnológico, que nos ha permitido saltarnos los cintillos triunfalistas y los noticiarios vacíos de contenido. Cada vez dependemos menos de la papilla masticada e ideologizada de los telediarios. Conozco cientos de personas a mi alrededor que no sintonizan Cubavisión y el resto de los canales nacionales desde hace meses. Sólo miran la tele proscrita. La pantalla de un Nokia o un Motorola, la brillante superficie de un Cd o el minúsculo cuerpecito de una memoria flash, hacen jirones nuestra desinformación. Al otro lado de ese velo de omisiones y falsedades ?creado durante décadas- hay una extensión desconocida y nueva, que nos asusta y nos atrae.

*Departamento de Orientación Revolucionaria del Comité Central que determina la política informativa de todos los medios del país.

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1 de febrero de 2010
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Live to tell

Hablando de padres que se van... Reproduzco a continuación el texto que colgué aquí hace ya unos cuantos años, porque encapsula lo que sentía y siento por Tomás Eloy Martínez, que murió ayer aquí en Buenos Aires a los 75 años.

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La generosidad no es la característica más difundida entre los escritores, y menos aún cuando se trata de consagrados. La presencia de Tomás Eloy Martínez en la inauguración de la Feria del Libro local (ya anduvo por aquí Hanif Kureishi, juntando multitudes que habitualmente sólo atraen rockeros o estrellas de la TV) me trajo el grato recuerdo del Tomás que conocí hace ya muchos años, cuando editaba el primer suplemento cultural que tuvo el diario Página 12 (la era pre-Radar) y yo era un simple colaborador. A pesar de que ya acreditaba algunos años de experiencia periodística, Tomás fue el primer editor verdadero con quien me topé: discutía mis textos, solicitaba correcciones; en suma, me exigía por encima de lo que yo parecía dispuesto a dar. Poco tiempo después, durante la escritura de mi primera novela, El muchacho peronista, me abrió la riqueza de su archivo periodístico personal. La foto de Perón y de su primera esposa, Potota, que figuraba al final del texto, me la prestó Tomás. Las cartas originales de Potota también me las proporcionó él; fue su lectura la que me sugirió la idea de que Potota escribía a los suyos con un código secreto.

         No tengo forma de medir cuánto influyó La novela de Perón en mis escritos, pero doy fe de que me marcó a fuego. Sin saberlo, Tomás Eloy Martínez me demostró que nuestra historia inmediata no era algo de lo que convenía huir (como, de hecho, hacían y hacen la mayor parte de mis coetáneos) sino que, por el contrario, se trataba de nuestra materia dramática más próxima –la misma que, como cultura viva, necesitábamos convertir en literatura de la manera más perentoria. Una de las funciones tácitas de los artistas es la de ayudar a su público a asumir, y por ende a digerir, las experiencias más traumáticas de la historia. La novela de Perón me hizo sentir que no estaba solo, que existía un escritor que escribía para mí como si respondiese a mis deseos y mis necesidades más profundos, exorcizando los mismos fantasmas. Agradezco haber tenido la posibilidad de descubrir a Tomás Eloy Martínez el escritor, pero ante todo el hecho de no haber sufrido decepción al conocer a Tomás Eloy Martínez el hombre. Si hay algo que no abunda en nuestra generación son los maestros merecedores de verdadero respeto.

 

 

 

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1 de febrero de 2010
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Ojos que no ven

 

"Cuando tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor calla". Esos versos de Calderón definen a un personaje que calla. A un pobre hombre de cuneta, un campesino, un obrero, un pobre español que es el protagonista de una de las mejores novelas españolas de los últimos tiempos. La novela se llama "Ojos que no ven", el autor J. A. González Sainz, no es nuevo entre nosotros pero no deja de ser cada vez más imprescindible. Eso sí, para los que les importe nuestra historia además de para todos los demás que les interesa la literatura.

Cuenta, desde Trieste- la más literaria de las ciudades italianas- historias de un tiempo, de éste país. De aquél tiempo de los pueblos abandonados y de éste tiempo de la recuperación de la memoria de los perdedores. Pero la novela va más lejos, más profunda, más emocionante. La discreta vida de Felipe Díaz Carrión, sus silencios, sus caminos al margen, su paciencia, su conocimiento del campo, del nombre de las cosas del campo, de las aves y de las plantas, su saber esencial de la dignidad, su memoria de los hombres buenos, su ética y su estética, son un retrato de lo mejor de un país pobre, algo así como España de la posguerra. Después vinieron las emigraciones. Y los discursos de los fanáticos. Los engaños, la manipulación y el miedo. También es una novela sobre la infamia y la cobardía. Una novela sobre el odio. Sobre el sinsentido del discurso del miedo. Una novela sobre la familia, el amor y el desamor. Sobre el pasado de un padre, pobre y digno, un hombre que le tocó vivir bajo la amenaza y la intimidación. Al lado de la ignorancia y la bravuconería. Un hombre que no se dejó engañar, que no se engañó. La emocionante y desnuda historia de un perdedor que conquista el poder vivir sin la vileza de los nuevos zoquetes. Vivir sin matar. Una novela que habla de España. De Castilla y del País Vasco. Del ser humano y de algunos seres inhumanos, perdidos en su propia seguridad. Atados, presos de sus pistolas.

La novela, la historia de ese padre que lleva orgulloso a su hijo en bicicleta, no se puede dejar de leer. Una historia que atrapa desde las primeras líneas, que nos hace recorrer sus caminos y nos lleva a los abismos de lo mejor y lo peor del ser humano. Como decía la amiga María, una novela para recuperar- a pesar de sus dolores narrados- la necesaria "joie de lire".

Quince euros, tres horas y una emoción que les perseguirá mucho tiempo.

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1 de febrero de 2010
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La poca biografía. Otro enfoque a la película de Gil de Biedma

El país más cotilla de Europa es también el más pudibundo cuando se trata de muertos ilustres, que, según el hipócrita concepto prevaleciente, conviene dejar en un aura santificada y borrosa. Hace casi seis años salió publicada la biografía de Jaime Gil de Biedma, uno de los grandes poetas españoles del siglo XX, escrita por Miguel Dalmau; aunque tuvo una mayoría de críticas negativas, nadie se rasgó las vestiduras, quizá porque los que ejecutan ese tipo de actos rituales no leen. El cine es otra cosa. La iglesia católica lo vigila de cerca de toda la vida, y muchos españoles recordamos aún las clasificaciones morales que se colgaban a la puerta de los templos numerando con colores el pecado inherente a las películas. ‘El cónsul de Sodoma', la película de Sigfrid Monleón, habría sido entonces un 4 de color rojo, es decir, "Gravemente peligrosa", y lo curioso o lo desolador es que hoy, habiendo desaparecido según dicen el nacional-catolicismo, la iglesia de Monseñor Rouco ha vuelto a estigmatizar esta película veraz, honesta y atractivamente provocadora.

    Me preocupan también, y más, otras reacciones laicas, porque delatan nuestra quizá congénita falta de entrenamiento en el género biográfico en todas sus formas: la biografía, el diario íntimo, la memoria, los epistolarios. A ‘El cónsul de Sodoma' le están negando lo que los británicos, maestros en las literaturas biográficas sin tapujos, hacen abiertamente también en cine (y eso que pasan por ser muy puritanos), por ejemplo con el pintor Francis Bacon, con la escritora Iris Murdoch, con el dramaturgo Joe Orton o con iconos tan legendarios de su historia como Lawrence de Arabia. Aquí, por el contrario, se está insinuando que la sexualidad y un erotismo descarnadamente carnal deberían ser sólo aludidos o directamente eludidos, que es lo que ‘no' ha hecho, con toda justicia, el director Monleón, también co-guionista del film. Ayer mismo, sin ir más lejos, el filósofo José Luis Pardo hablaba en El País, en un artículo de opinión titulado ‘Basado en hechos reales', de "cinta pornográfica"; él sabrá por qué. Y esto en una sociedad que se traga ávidamente el envase amarillo de su basura televisiva y que, en el otro polo más exigente de la conciencia progresista, aplaude una película tan brillante pero para mí tan obscena como "El divo", sólo porque el personaje reflejado (y estigmatizado) no era una gran poeta de izquierdas sino un político curil y maquiavélico como Giulio Andreotti.

    Es cierto que algún personaje del ‘biopic' de Monleón aún vive, si bien yo diría que su tratamiento es más que decoroso, llegando, en el caso de quien quizá fue el gran amor de su vida, Luis (su apellido no lo puedo decir, para no incurrir en la posible denuncia legal con la que el interesado ha amenazado), a cambiarle el nombre en el film. Pero Jaime Gil de Biedma está muerto, y con su muerte y las ediciones recientes (se anuncian más textos póstumos de carácter confesional) se levanta el velo de discreción que los vivos requieren. Jordi Mollà encarna destacadamente su papel, secundado en general muy bien por los demás actores, y a la película sólo cabe reprocharle su desmesura; como retrato del artista seriamente ‘salido' funciona y emociona, pero al querer también retratar ambiciosamente la época que él vivió se cae en el esquematismo de alguna escena -las del club Bocaccio- que, al contrario que la auténtica ‘gauche divine', carece de sustancia y huele a frívolo.

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1 de febrero de 2010
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El Boomeran(g)
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