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Ni leyes, ni justicia

En Portugal, en la aldea medieval de Monsaraz, hay un fresco alegórico de finales del siglo XV que representa al Buen Juez y al Mal Juez, el primero con una expresión grave y digna en el rostro y sosteniendo en la mano la recta vara de la justicia, el segundo con dos caras y la vara de la justicia quebrada. Por no se sabe qué razones, estas pinturas estuvieron escondidas tras un tabique de ladrillos durante siglos y solo en 1958 pudieron ver la luz del día y ser apreciadas por los amantes del arte y de la justicia. De la justicia, digo bien, porque la lección cívica que esas antiguas figuras nos transmiten es clara e ilustrativa. Hay jueces buenos y justos a quienes se agradece que existan, hay otros que, proclamándose a sí mismos justos, de buenos tienen poco, y, finalmente, además de injustos, no son, dicho con otras palabras, a la luz de los más simples criterios éticos, buena gente. Nunca hubo una edad de oro para la justicia. Hoy, ni oro, ni plata, vivemos en tiempos de plomo. Que lo diga el juez Baltasar Garzón que, víctima del despecho de algunos de sus pares demasiado complacientes con el fascismo que perdura tras el nombre de la Falange Española y de sus acólitos, vive bajo la amenaza de una inhabilitación de entre doce y dieciséis años que liquidaría definitivamente su carrera de magistrado. El mismo Baltasar Garzón que, no siendo deportista de elite, no siendo ciclista ni jugador de fútbol o tenista, hizo universalmente conocido y respetado el nombre de España. El mismo Baltasar Garzón que hizo nacer en la conciencia de los españoles la necesidad de una Ley de la Memoria Histórica y que, a su abrigo, pretendió investigar no sólo los crímenes del franquismo sino los de las otras partes del conflicto. El mismo corajoso y honesto Baltasar Garzón que se atrevió a procesar a Augusto Pinochet, dándole a la justicia de países como Argentina y Chile un ejemplo de dignidad que luego sería continuado. Se invoca en España la Ley de Amnistía para justificar la persecución a Baltasar Garzón, pero, según mi opinión de ciudadano común, la Ley de Amnistía fue una manera hipócrita de intentar pasar página, equiparando a las víctimas con sus verdugos, en nombre de un igualmente hipócrita perdón general. Pero la página, al contrario de lo que piensan los enemigos de Baltasar Garzón, no se dejará pasar. Faltando Baltasar Garzón, suponiendo que se llegue a ese punto, será la conciencia de la parte más sana de la sociedad española la que exigirá la revocación de la Ley de Amnistía y que prosigan las investigaciones que permitirán poner la verdad en el lugar donde estaba faltando. No con leyes que son viciosamente despreciadas y mal interpretadas, no con una justicia que es ofendida todos los días. El destino del juez Baltasar Garzón está en las manos del pueblo español, no de los malos jueces que un anónimo pintor portugués retrató en el siglo XV.

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13 de febrero de 2010
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Por culpa de Hemingway

 

La culpa la tiene Hemingway. Y un poco mi propensión a la mitomanía. Estaba pasando unas buenas jornadas en Roma. Mañaneros paseos romanos  para perderse por sus calles, entre los rincones de la judería y los pasillos de sus museos. Cantando bajo la lluvia, incluso bajo la nieve, en buena compañía, buenas alcachofas, buenos vinos y una excelente grappa tomada con nocturnidad, entre amigos, en la que fuera la casa de Marcelo Mastroianni- un lugar que reverenció Maruja Torres y otras enamoradas de aquél seductor- y con fuerza para visitar al día siguiente los recuperados "caravaggios" de la Iglesia de San Luis de los Franceses.

Todo armónico, aunque un poco caótico, como corresponde a la ciudad. Al llegar la penúltima noche se me ocurrió una parada en Vía Venetto, la calle que todos conocimos por el cine de Fellini, por la mitificación de los años de la "dolce vita". De aquella elegante dulzura apenas queda el recuerdo. La calle está tomada por ricos horteras, mundo nocturno de la estética de Berlusconni y, lo que es peor, de la misma ética. Mafias rusas, prostitutas de lujo, fascistas de nuevo cuño y de viejos hábitos, cantantes vulgares para público vulgar en bares que conocieron mejor vida.

Lo peor de todo fue el intento de mejorar las cosas creyendo que algunos bares se deben al espíritu que les dio la fama. Por culpa, o gracias, a la influencia de Ernest Hemingway, hemos tomados algunas copas en algunos de esos "Harry's Bar" que el escritor hizo famosos. Creo que nunca estuvo en éste de Roma, pero recordando sus noches en el bar del mismo nombre veneciano, propuse tomar unos dry martinis, brindar por la memoria de Ernesto, y por la de Azcona y Ferreri que nos habían brindado la excusa para estar en Roma. Fue difícil que nos dejaran entrar, nos invitaron  a salir de su bar por falta de sitio, una excusa fácil para retirar a gentes como nosotros entre mafias como ellos. Ante la sorpresa de vernos en la calle y en compañía de Assumpta Serna y María Barranco, entre otros, volvimos al ataque. Tomamos un rincón de la barra y nos hicimos fuertes con nuestros drys. Un cóctel para el olvido, lo mejor: las aceitunas. Añoramos los de "Del Diego" o el de la barra del viejo Casino de la calle Alcalá y los de otros "Harry's" de nuestra vida. Además tuvimos que soportar ese castigo musical/ internacional con piano que lleva el mal gusto por toda clase de hoteles y bares pretenciosos. Los tipos que llenaban el bar y sus acompañantes, que se sentían satisfechos con su kitsch de lujo. Parecían aspirantes a ser invitados a una de esas fiestas en la Cerdeña que no queremos conocer. Aquello era todo menos el mundo de Fellini, de Azcona, de Hemingway o de Ferreri. Era el perfecto espejo de ésta Italia, esta Roma, tan hermosa y decadente, como incomprensible en sus visibles habitantes de la buena vida de nuestros tiempos. Pasamos de ellos, dejamos la nostalgia cerrada en una vieja maleta y nos escapamos a tomar una copa en otro lugar que nunca hubiera estado Hemingway. Pobre Ernesto, no se merece lo que hacen con su memoria.

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12 de febrero de 2010
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El mundo según Irving

La primera vez que me encontré con Rodrigo Fresán en Barcelona (hace de esto ya muchos años, puesto que lleva once aquí), me citó en la puerta de la FNAC, frente a la Plaça de Catalunya. Ayer nos encontramos en exactamente el mismo lugar. Y Rodrigo tenía para mí, a modo de obsequio por mi llegada, un libro que a su manera también completaba un círculo. En algún momento de la década del 80, cuando todavía vivíamos ambos en Buenos Aires, me regaló mi primer libro de John Irving: The World According to Garp. Sin exagerar ni un poquito, confieso que Garp cambió mi vida. Ayer me regaló la más reciente novela de Irving: Last Night in Twisted River. A eso le llamo yo una bienvenida.

 

         ¿Qué es lo que me enamoró tanto de la literatura de Irving? Que encapsulaba de un modo profundamente personal alguna de las cosas que más me gustan de la literatura. (Y por ende que más persigo en mis novelas, salvando las enormes distancias que me separan de aquellos a quienes considero maestros.) Empezando por el largo aliento: aquellos relatos que se prolongan durante décadas y le conceden al lector la sensación de haber pasado una vida entera junto a esos personajes. Los personajes entrañables: fallidos siempre como seres humanos, pero dignos de la redención que tanto buscan. El sentido del humor. (“Escriba lo que escriba, por más gris u oscuro que sea el tema, siempre me va a salir una novela cómica”, declaró alguna vez.) El empleo de la literatura como una variante del exorcismo. (“Escribo una y otra vez –contra mi voluntad- sobre las cosas que más temo”) Y la dedicación a las cuestiones esenciales de la vida: los afectos, la identidad, la posibilidad de hacer el bien aunque esto implique incurrir en un anacronismo. En un tiempo donde las únicas cosas que parecen importantes en la literatura son las que atañen a la literatura misma y sus minucias, Irving es de los que creen que los mejores libros son los que hablan, más bien, de otras cosas. Leyendo a William Goyen hace poco tiempo tuve (como la tengo cada vez que leo a Salinger) la misma sensación: de que la mejor literarura se produce cuando uno no está pensando en cuestiones librescas, sino más bien en los misterios de la vida.

         Gracias, Fresán. Nuevamente.

         Cuando termine el libro espero estarle agradecido a Irving otra vez, como lo estuve con Garp, The Cider House Rules y A Prayer for Owen Meany.

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12 de febrero de 2010
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Los bibelots

Los hogares tienden a afearse con el tiempo y no sólo porque envejezcan y pierdan frescura sino también por su intensa propensión a coleccionar residuos y mantenerlos, aún sin vida, distribuidos como objetos en las repisas, los estantes de las librerías o por encima de los aparadores y las cómodas.

 Se trata de objetos que llegaron a estos lugares con la ilusión de marcar la memoria de un viaje o un acontecimiento importante. Pero unos son aportados por las gentes de la casa y otros tantos pertenecen a la serie de regalos de pequeño tamaño que se ha  recibido. Casi nunca faltan, a  su vez menudas esculturas y trofeos sin relevancia que, en su momento, procuraron alegría a un  hijo o un padre en una competición de tenis, de fútbol o de dominó. Una multiplicidad de placas y galardones ínfimos y de de todas las especialidades imaginables se posan en los voladizos interiores del hogar y se hacen resistentes a su renovación, su eliminación o su eventual apartamiento. De la misma manera, numerosas fotografías salteadas en el tiempo pero en arbitraria desproporción respecto a otras, se exponen a la vista que, finalmente, será la mirada  de las visitas puesto que los demás de ese hogar, han llegado, a través de la costumbre, a no detectar siquiera su presencia ni una a una ni tampoco como conjunto. Son los invitados, en todo caso, quienes al ser acomodados unos momentos en esa habitación quienes reciben los impactos de todas o algunas de ellas.

 Objetos, bibelots, souvenirs y fotos van componiendo con el tiempo una especie que siendo altamente heterogénea en sus materiales y condición operan entre sí a la manera de una tribu altamente cohesionada y protegida de los demás por una misma capa que llega a ser rancia y muy recia en aquellas viviendas donde nadie, en los últimos tiempos, ha sentido el impulso de renovar ni la vida ni sus posibles rastros sin ton ni son.

Efectivamente el juicio que a los propietarios de ese habitat les merece este desfile abigarrado es semejante al que dejara tras de sí un dulce naufragio con sus pecios y sus paisajes de alrededor. No ven por tanto en ello ningún aspecto que debieran corregir o mejorar. Más bien lo  frecuente es que aún aceptando la mala impresión que transmite ese animalario y asumiendo la necesidad de una limpieza y  depuración  radical nunca se lancen a ello puesto que la clarificación o saneamiento requeriría la eliminación de  piezas queridas o piezas ambiguas que suspenden una y otra vez la decisión  de actuar con determinación.

 Las fotografías que se refieren a parientes o amigos ya desaparecidos pesan tanto, despiden tanto pesar, que es muy difícil removerlas pero otros obstáculos inesperados se encuentran cuando parece incuestionable que ese muñeco es una birria o esas casitas de Varsovia se encuentran desportilladas y ya no tienen razón de formar parte de la  exposición. Azarosamente o impulsivamente ciertos objetos pueden ser circunstancialmente destronados o extraviados pero es casi imposible dictar sentencias sin tropezar con figuras, fotos y souvenirs que  incluso no pertenecientes a la familia en cuestión se aferran a sus posiciones históricas.

Este zoológico de cosas reunidas y amontonadas adquiere, además, con el pegajoso paso del tiempo una especie de vida propia y una autonomía orgánica enferma de una fealdad que es difícil de combatir y desmontar. Son muchos los elementos y sin aparente relación entre sí pero es demasiado dura la argamasa fraguada y muy desafiante su trama moral como prueba en los momentos en que alguien pretende su desarticulación.  Como un funcionamiento fisiológico interno, invisible al espectador, los recuerdos de un tipo se asocian a los signos de los otros y mediante vectores de la misma dirección u su opuesta. Mediante parejas o  acoplamientos y a través de tan próximas como violentas negaciones de valor.

Su sistema, en fin, se rige por el decisivo orden del desorden y este desorden  se hace tan compacto como el de los desechos en un vertedero que llegan a integrarse entre sí y a apelmazarse con un resultado tan persuasivo que aumenta todavía más con su baja categoría estética, por el formidable poder de fusión que demuestra el  excremento.

Esta repetida realidad de casi todo hogar no es con precisión ni una homotecia de su  historia ni un claro rasgo caracteriológico. Pero ¿quién puede negar que sea su rostro o parte de él? Bien, una parte de su rostro. Su cara o fragmento de  cara a primera vista pero, también, dado que esa visión es imposible para los habitantes de la propia casa su existencia se alza como una realidad sin propiedad real y su impresión como parte de una revelación independiente.

 Revelación compleja de vidas y muertes, de viajes y de cumpleaños, de alegrías y  souvenirs,  débitos, gozos y descuidos. Puede parecer  mentira que un documento tan poblado de informaciones se muestre sin reparo a la visita. Puede parecer una contradicción que la intimidad de la vida del mismo hogar, por un inesperado gesto extracorpóreo, haya abandonado el secreto y haya venido a mostrarse como en un escenario obsceno tanto en unas como en otras habitaciones.

Sin embargo, no será  la obscenidad quien hace poner en candilejas ese muestrario de la vida sino principalmente la ingenuidad, el amor momentáneo y la ternura, el exagerado enaltecimiento  de una anécdota muy fotografiada, la miniatura esmaltada o el corazón de raso y bordado o que , de modo inconsciente, al paso de las horas, se dejaron allí y perviven en el mismo sitio, per-sistentes, a través de los años y los años. 

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12 de febrero de 2010
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IV. Escritor hasta la muerte

En el balance de su vida, Tomás colocó al final la literatura por encima de su otra pasión visceral, el periodismo, aunque en sus novelas nunca abandonó el periodismo que quedó en el entramado de la narración. Un clásico de nuestras letras contemporáneas, maestro en el arte de borrar todo espacio o frontera entre la historia pública y la imaginación hasta crear una realidad paralela mucho más creíble que la realidad real, tanto así que inventó una historia de Argentina en La novela de Perón y en Santa Evita, que sobrevivirá a la de los libros de texto. Ningún otro triunfo mejor para una novelista que inventar la historia de su propio país.

"Tenemos que estar agradecidos por cada momento en que la historia nos deja en paz", dice Philip Roth en alguna parte. A Tomás la historia nunca lo dejó en paz, y agradecido, cargó a la Argentina a lo largo de toda su vida como en peso vivo, como si se tratara del cadáver mismo de Eva Perón. Era su destino latinoamericano. Un destino hasta la muerte, y un escritor hasta la muerte que nunca cejó en escribir porque era su oficio sagrado. Ya casi imposibilitado, siguió escribiendo sus lúcidos y siempre aleccionadores artículos, y cada vez que yo abría el diario en Managua los domingos y me encontraba su firma, era como si recibiera un mensaje suyo, estoy aquí, sigo vivo, sigo trabajando, lo haré hasta el último aliento.

Y así, escritor hasta el último aliento, siguió adelante tratando de terminar su última novela sobre el Olimpo, dictándola cuando ya no pudo con los dedos, sin dejarse nunca amedrentar por la muerte.

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12 de febrero de 2010
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El maestro ciruela

(Doy hoy aquí el artículo que me encargaron los amigos del New York Times para el suplemento semanal que publican en una treintena de países, en el que recogen una amplia selección de reportajes y análisis así como algunos comentarios adicionales encargados ex profeso. Ayer jueves El País publicó dicho suplemento bajo la cabecera conjunta con el periódico neoyorquino con mi artículo, que escribí pensando en el público variado e internacional que accede a dichas páginas).  El niño prodigio se ha convertido en el maestro ciruela. Esta es una figura popular del refranero español, que expresa la contradicción de quien quiere dar lecciones sin saberse la asignatura: el maestro ciruela no sabía leer y puso escuela, según el dicho popular. Hasta 2007 ninguna otra economía europea había crecido tanto, creado tantos puestos de trabajo, ni absorbido mayor número de inmigrantes como la española: éste es el niño prodigio. Ahora, con la crisis financiera y el estallido de la burbuja inmobiliaria, no hay tampoco ningún otro país que haya destruido más empleo entre las grandes economías europeas. Pero además, el azar ha querido que este mes de enero le tocara a España la presidencia rotatoria de la Unión Europea, un momento políticamente relevante por cuanto el gobierno que preside los consejos de ministros semestrales debe determinar las prioridades que ocuparán la coordinación de políticas de los 27 socios; y Rodríguez Zapatero, con sus pésimas cifras de paro, no ha tenido más remedio que señalar la creación de empleo como prioridad y disponerse a pedir a los países socios la fijación de objetivos e incluso exigencias respecto a su cumplimiento: ahí tenemos al maestro ciruela.

Cuando todo empezó, en el verano de 2007, Zapatero podía presumir de la economía más dinámica y creadora de empleo de Europa. En la primavera de aquel año España superaba los 20 millones de personas ocupadas, una cifra apenas creíble para un país al que se le consideraba condenado a mantener su población activa en torno a los 12 millones de personas. Más de una cuarta parte de los puestos de trabajo de reciente creación en toda Europa eran españoles. Era una España irreconocible. Históricamente ha sido un país de emigración, es decir, que no creaba suficientes puestos de trabajo ni siquiera para sus propios hijos. En los últimos diez años ha integrado a cinco millones de extranjeros, que significan el 12 por ciento de su población. Un enorme jarro de agua fría ha caído ahora sobre Zapatero, que se resistió a creer en la existencia de la crisis y tardó demasiado tiempo en reaccionar. En los dos últimos años, los datos se han invertido: si nadie ha creado más empleo en Europa en el período milagroso entre 1994 hasta 2007, lo mismo ha sucedido con la destrucción de puestos de trabajo en los dos últimos años. Casi el 60 por ciento de los empleos destruidos son españoles. El nivel de paro se acerca al 19 por ciento, cifra que revela, más que esconde, el peso de la economía sumergida, en la que se emplean de forma informal numerosas personas que constan como desempleados e incluso parte de quienes reciben subsidios. El ministro de Trabajo, Celestino Corbacho, ha reconocido que la economía sumergida puede alcanzar el 20 por ciento del PIB, estimación oficiosa que da plausibilidad a quienes la sitúan en una cifra alrededor del 25 por ciento. Un hacker irrumpió en enero en el site oficial de la presidencia española de la UE y sustituyó el rostro del presidente Zapatero por el del actor Rowan Atkinson como Mister Bean. La estupefacción y la incapacidad de Zapatero para abordar con credibilidad europea la crisis encontró así su imagen, que fue aprovechada por la prensa nacional, pero lo que es peor para el presidente, por prestigiosas cabeceras anglosajonas. Exponerse en el escaparte de la moda internacional tiene sus desventajas: España, adulada por su democracia recuperada o sus brillantes deportistas, cineastas y cocineros, se encuentra ahora con que los más airados le apedrean las cristaleras.

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12 de febrero de 2010
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11 de febrero de 2010
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Profesores emergentes y formación instantánea

La reunión fue sobria y asistieron a ella varios representantes de la sede municipal del Ministerio de Educación. Un murmullo se extendía entre los padres sentados en las mismas sillas plásticas que en las mañanas usan sus hijos. Cercanos a la fecha en que se anuncian las plazas para continuar estudios en la enseñanza media superior, parecía que en aquel encuentro nos dirían el número de preuniversitarios o tecnológicos asignados a la sede escolar. La noticia del fin de los ?profesores generales integrales? nos tomó entonces de sorpresa, pues habíamos llegado a creer que la existencia de ellos se prolongaría hasta la pubertad de nuestros bisnietos. Formar adolescentes ?en cursos acelerados- para impartir clases que iban desde gramática hasta matemáticas demostró ser un categórico fracaso. No por el elemento de la juventud, que siempre es bienvenido en cualquier profesión, sino por la celeridad de su instrucción en el magisterio y el poco interés que muchos de ellos tenían por tan noble actividad. Ante el éxodo de profesionales de la educación a otros sectores con ganancias más atractivas, surgió el programa de maestros emergentes y con él la ya maltrecha calidad de la educación cubana rodó por los suelos. Los niños llegaban a casa diciendo que en 1895 Cuba había vivido ?una guerra civil? y que las figuras geométricas tenían algo llamado ?voldes? que los padres traducíamos como ?bordes?. Recuerdo especialmente a uno de estos educadores instantáneos que confesó a sus alumnos el primer día de clases ?estudien mucho para que no les pase lo mismo que a mí, que terminé siendo maestro por no haber sacado buenas notas?. Encima de eso, llegaron las tele-clases a ocupar un porciento elevadísimo del horario escolar, desde la frialdad de una pantalla con la que no se puede interactuar. La idea era calzar, con estas asignaturas trasmitidas por televisión, la poca preparación de quienes estaban frente de los estudiantes. El teleprofesor sustituyó en muchas escuelas al de carne y hueso, mientras los salarios del personal docente aumentaron simbólicamente para no superar nunca el equivalente a 30 dólares mensuales. Enseñar pasó a ser más que un sacerdocio, un sacrificio. De ahí que, delante del pizarrón, aparecieron personas que no dominaban la ortografía, ni la historia de su propio país. Eran jóvenes que firmaban un compromiso para ser maestros, del cual estaban ya arrepentidos después de la primera semana de trabajo. Los incidentes y deformaciones educativas que este procedimiento trajo consigo están escritos en el libro oculto de los fallidos planes revolucionarios  y de los ridículos anuncios productivos que nunca se cumplieron. Sólo que, en este caso, no estamos hablando de toneladas de azúcar ni de quintales de frijoles, sino de la formación de nuestros hijos. Respiro aliviada de que el largo experimento de la educación emergente haya terminado. Sin embargo, no avizoro el día en que todas esas personas con preparación para enseñar dejen el timón del taxi, la barra del bar o el tedio de trabajar en casa para retornar a las aulas. Al menos me sentiría más tranquila si en lugar de la pantalla de un televisor, Teo pudiera recibir todas sus clases de un maestro corpóreo y que domine el contenido. Creo que para eso tendremos que esperar por los bisnietos.

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11 de febrero de 2010
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Las moscas

En casa, cuando éramos pequeños, había moscas. No una barbaridad de moscas pero resultaba habitual que mientras se estudiaba, jugaba o comía hubiera alrededor dos, tres o más moscas.

Vivían en la casa prácticamente todo el año o incluso el año completo en todos los hogares porque que no recuerdo ninguna casa, ni la mía ni la de los demás amigos o familiares, desprovista de moscas.

Más  aún: con las moscas jugábamos a menudo, fuera desafiándonos a cazarlas o bien a cazarlas y  desprenderlas de las alas para colocarlas en calles de cartón y hacerlas competir como corredoras.

También, en otros momentos, les pegábamos  unos papeles sobre las alas y el papel volaba con cuatro o cinco moscas aguantándolo por debajo. Las moscas, si nos parecían molestas, era sólo durante los veranos  cuando no eran unas cuantas  las que revoloteaban sino decenas que se repartían por la cocina, el comedor y el cuarto de baño o el retrete y nos molestaban al comer, al dormir la siesta o cuando leíamos un libro o jugábamos al parchís.

 En los cuartos de baño siempre había algunas moscas especializadas que  se pegaban al espejo como mirándose o deambulaban en torno al cepillo y la pasta de dientes, lo que resultaba indignante. Con todo nunca se nos presentaban como enemigas o extranjeras sino caprichosas y hasta egoístas acompañantes del hogar que no mostraban el menor miramiento. Se hacían desde luego más insoportables cuando hacía calor y hasta asquerosas cuando necesitábamos colgar una tira de papel marrón pringada de una extraña cola para que se quedaran atrapadas. De otra parte, siendo muchas en el veraneo, daban ocasión a entretenernos con el matamoscas y a desafiarnos entre los hermanos contando el número de las que matábamos. En verano, sin duda, todas  las casas disponían de uno o varios matamoscas y de alguna otra clase más de remedios para  matarlas fuera mediante el flit o mediante el repugnante papel marrón, impregnado de un pringue  semejante a la miel y en el que quedaban pegadas y, al cabo, inmóviles, muertas o casi muertas.

Otra manera de matarlas era hacerlas recaer en el fondo de un tarro de cristal pero no recuerdo qué podía atraerlas hacia adentro. Quitar la vida a las moscas, como arrancarles las alas, era una práctica inseparable de la vida doméstica pero ya digo que la cacería propiamente dicha sólo tomaba ese carácter con el uso del flit y del matamoscas pringoso, siempre en los veranos.

Efectivamente también era corriente colocar las mosquiteras sobre los nidos de los bebés o, en ocasiones, sobre las camas de matrimonio  pero formaba parte exclusiva de los veraneos donde a las moscas se le sumaban los mosquitos mucho más aborrecibles porque picaban con obsesiva saña. Poco a poco, con el paso del tiempo las moscas fueron siendo menos y los  mosquitos, una  vez que fueron desecando los saladares, iban  desapareciendo gradualmente y, luego, por completo.

 No era entonces signo de suciedad familiar ni tener  moscas ni  mosquitos, por supuesto. Pero incluso, tampoco, tener cucarachas que se hallaban en los domicilios muy encubiertas durante el día y aparecían de repente al dar la luz cuando se volvía del cine en  un número de tres o cuatro. Años después leí que por cada cucaracha que veíamos había otras 17 ocultas en los lugares donde corrientemente habitaban.

 Contra las cucarachas había algunos líquidos y polvos así como para combatir las hormigas que, por cientos o casi miles, se manifestaban reptando por los muebles de la cocina o desfilando sobre la superficie en dirección a algún resto de alimento que no se hubiera retirado precavidamente a tiempo.

Las hormigas siempre parecían tan necesitadas, famélicas y faltas de cualquier medio de subsistencia que hasta suponía un genocidio cargárselas a mansalva aplastándolas, barriéndolas o enjugándolas como una bardoma con el paño húmedo del fregadero. Los insecticidas de diferentes marcas y a lo largo de estos años han sido uno de los productos que más han contribuido a ser conscientes del desarrollo económico español porque verdaderamente la lucha era antes desigual y desesperada.

Ahora apenas se ven  moscas en las casas, una o dos de vez en cuando y especialmente en los veranos. No hay apenas hormigas en las cocinas de  la ciudad y las cucarachas se han convertido por su rareza en una seña de vivienda antigua, en algún modo prestigiosa y cara, en clara relación con la la garantizada antigüedad de sus viejos desagües.

En "La Tienda en Casa" que aparece en algunos canales  de la televisión   todavía aparecen anuncios para combatir toda clase de insectos o animales indeseables dentro del hogar, como las ratas  y se expende un moderno artilugio llamado PestJet que emite unos rayos azulados que ahuyentan a toda clase de bichos indeseables, se trate de escarabajos, mosquitos, moscas o ratas.

En nuestro tiempo y con estos medios radicales desaparece del hogar una variada familia de intrusos que, en el caso de las moscas siempre fueron aceptadas como parte inseparable del hogar o de la casa. Cualquiera de ellas  se consideraba doméstica si no formaba parte de una bandada cuantiosa e invasiva. En  una proporción razonable las moscas iban y venían con naturalidad por los cuartos, se posaban sobre las colchas o sobre los brazos de los muebles, visitaban la jaula del pájaro o asistían durante la comida como accesorios vivos de la vida en casa.

No les prestábamos nuestro amor pero nos habría resultado inconcebible por no decir inquietante que no estuvieran presentes. No celebrábamos abiertamente su presencia pero su ausencia, con toda seguridad, nos habría llevado a la desazón y, posiblemente, a la alarma.

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11 de febrero de 2010
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El poder y la ruina

Albert Speer, el arquitecto al que Hitler encargó la mayoría de los grandes proyectos del Tercer Reich, tenía por costumbre dibujar las ruinas futuras de sus propios edificios. Con la guerra y el hundimiento del nazismo, las más colosales construcciones de Speer nunca se llevaron a cabo, de modo que éste se convirtió en una suerte de arquitecto espectral del que hemos conservado los proyectos arquitectónicos y sus hipotéticas ruinas, pero no, obviamente, unas edificaciones que en la práctica no se realizaron.

Speer alegaba, no sin razón, que la auténtica potencia de una arquitectura residía en el vigor evocador de su futura ruina, y para justificarse recordaba la sugestión que causan en nosotros los conjuntos monumentales del pasado, los restos de civilizaciones como la romana, la griega o la egipcia. Sin duda, a un paranoico como Hitler, que peroraba sobre el "Imperio de los Mil Años", estas fantasías de su arquitecto debían de parecerle adecuadas para ornamentar sus planes.

En cualquier caso, esa idea de mostrar la sombra de la arquitectura como un componente más del proyecto no era original de Albert Speer, sino que estaba arraigada en la tradición europea. Sin olvidar a los Bibiena, una familia de arquitectos boloñeses de la primera mitad del siglo XVIII, Giovanni Battista Piranesi es el nombre más conocido de toda una pléyade de "constructores de ruinas" que en algún sentido incluye a uno de los padres de la arquitectura moderna, Leon Battista Alberti, quien, en los últimos años de su vida, quizá por su amor a la Antigüedad clásica, estaba fascinado por la ruina que aguardaba tras cada nueva edificación.

Es probable que éste sea el auténtico destino de la arquitectura que se propone erigir símbolos de poder, y que tal vez ya los encargados de levantar la torre de Babel pensaban tanto en la ira de Dios por el desafío cuanto en el invencible hechizo que la frustrada edificación provocaría en las generaciones venideras. Cuando observamos, por ejemplo, el cuadro de Brueghel -otra fantasía espectral- corroboramos de nuevo la fuerza que tiene la ruina en la imaginación humana, a veces como encarnación de la nostalgia. A veces como recordatorio del poder.

Debo reconocer que hubo un tiempo en que me interesó la carrera babélica en la arquitectura moderna. De todos modos, ya entonces tenía la intención de imaginar el doble espectral de cada uno de los edificios presentados al mundo como "el más alto" o "el más grande". En los edificios que se habían quedado en puro proyecto nunca materializado como el Palacio de los Foros Populares del mencionado Speer o como el Palacio de los Sóviets de Borís Iofan, respectivamente para Berlín y Moscú,esta labor era fácil. En los otros, había que perforar mentalmente el edificio, descomponer la imagen, para obtener una representación espectral en la que acababan desfilando nombres como Flatiron, Irving, Worlworth, General Electric, Empire State, Chrysler, Rockefeller, todos en Nueva York y Chicago. Una exhibición arquitectónica, una tragicomedia del poder que pareció llegar a su fin con el atentado del 11 de septiembre de 2001 que destruyó las Torres Gemelas de Nueva York.

Pero, evidentemente, no fue así. Tras las dudas casi bíblicas iniciales, la carrera babélica ha continuado y los rascacielos de Kuala Lumpur y Taipei han sido ampliamente desbordados por los 800 metros del Burj Dubai, recién inaugurado. Como consecuencia de mi antigua afición, no me ha costado ver el doble sombrío de este magnífico producto, a medio camino entre la aguja gótica y el zigurat, ni imaginar a un Brueghel futuro pintando minuciosamente su ruina. Pasado el entusiasmo visual, ha surgido la pregunta: ¿verdaderamente podemos considerar el Burj Dubai como arquitectura?

Naturalmente, la pregunta no es nueva y desde años se viene polemizando sobre los denominados iconos arquitectónicos, muchos clónicos entre sí, que los grandes estudios incrustan en las ciudades más prósperas del mundo. A pesar de las muchas prevenciones desatadas por el atentado de Nueva York, y la consecuente vulnerabilidad de los rascacielos, no creo que se deba rebatir, por principios, la arquitectura vertical.

Manhattan, gracias a su estricto orden urbano, es un ejemplo histórico perfecto de armonía. A casi nadie se le ocurre poner en duda la proporcionalidad de Nueva York o el notable equilibrio entre el espacio global y los edificios singulares, fruto en buena medida de la vigilancia ciudadana y de una rica tradición de polémica urbanística, con las feroces controversias sobre la reconstrucción del World Trade Center como muestra más cercana.

El problema no es la verticalidad, sino la arbitrariedad y, en cierto modo, también la impunidad, tanto ética como estética. Lo primero que llama la atención en los llamados iconos arquitectónicos es la ausencia de auténtica relación con el territorio en el que son construidos y, por tanto, con el entorno social y espiritual que los escoge. No de otro modo se puede entender que una misma torre sirva para Londres y Barcelona -en los casos de Foster y Nouvel- y que un mismo hotel en forma de vela gigantesca se alce en las orillas del golfo Pérsico y del Mediterráneo. Esta circunstancia, además de dejar en entredicho la singularidad morfológica de la que tanto alardean los artífices de estos iconos, demuestra un escaso respeto por las señas de identidad de cada lugar.

En este sentido, cuesta aceptar que los iconos arquitectónicos sean arquitectura, si por arquitectura se entiende la construcción y cuidado de la "casa del hombre", como reclamaba Paul Valéry en su Eupalinos, el escrito que siempre recomiendo a mis amigos arquitectónicos como libro de cabecera al que acudo cuando asoman los delirios de grandeza. Algunos de aquéllos poseen una incuestionable belleza, esculturas espléndidas para ser fotografiadas desde la ventanilla del avión como un tótem que otorga un espectacular adorno al skyline de la ciudad.

No faltará quien defienda esta arquitectura del poder que brota en las urbes de nuestra época como la continuación lógica de las demostraciones materiales de las épocas anteriores. Nuestros interminables iconos arquitectónicos, igualmente válidos para São Paulo o para Shanghai, serían los palacios, los templos, las catedrales en suma, de nuestro capitalismo universal. Es una comparación aceptable, y nada se podría objetar a este nuevo capítulo de la historia de la arquitectura si esta historia contuviera únicamente la simbolización del poder. Sin embargo, como desde el propio Leon Battista Alberti hasta la Bauhaus hay un intento progresivo de orientar la arquitectura hacia "la casa del hombre" de la que hablaba Valéry, se hace difícil ignorar el giro reaccionario que se percibe en nuestro tiempo.

Sin salir de Europa, y quizá con la excepción de los países nórdicos, este giro se hace factible al comparar la vistosidad de los iconos arquitectónicos con la mediocridad de los edificios de viviendas de las últimas décadas. Si tomáramos como referencia Barcelona, una de las ciudades más citadas, bastaría con contrastar el gusto casi enfermizo por promover edificios, supuestamente emblemáticos, de arquitectos internacionales de renombre con la pobreza estética de las viviendas de reciente construcción que afean los perfiles de la población. Así, cuando se enseña la elogiada arquitectura de Barcelona a un visitante, no es infrecuente concentrarse todavía en el gran José Antonio Coderch -¡hace 50 años!- para contemplar un edificio de viviendas digno de este nombre. Con pocas excepciones, los mayores talentos locales han gozado de escasas oportunidades en este ámbito. Y, no nos engañemos, la "casa del hombre" es la auténtica prueba para medir la calidad arquitectónica.

Pero, volviendo a Dubai y a su colosal torre, no deja de sorprender la escasa crítica que ha merecido el proyecto feudal-futurista del emir Sheik Mohammed bin Rashid, a juzgar por la fiebre de los arquitectos por obtener encargos, por la alegría de los médicos cuando acuden a sus lujosos congresos y por el incremento incesante de un turismo que elogia la ficción visual de una nueva Las Vegas mientras cuchichea morbosamente sobre la miseria de los miles de indios y filipinos que desde el subsuelo aseguran la fantasmagoría. Los visitantes occidentales más cínicos, o simplemente más tontos, lo llaman utopía, lo que nos da una idea de hasta dónde han caído las utopías en nuestro tiempo.

Seguramente, el desierto no tiene nada que objetar al espectáculo: está acostumbrado a las ruinas del poder.

El País, 01/02/2010

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11 de febrero de 2010
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El Boomeran(g)
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