Javier Rioyo
La culpa la tiene Hemingway. Y un poco mi propensión a la mitomanía. Estaba pasando unas buenas jornadas en Roma. Mañaneros paseos romanos para perderse por sus calles, entre los rincones de la judería y los pasillos de sus museos. Cantando bajo la lluvia, incluso bajo la nieve, en buena compañía, buenas alcachofas, buenos vinos y una excelente grappa tomada con nocturnidad, entre amigos, en la que fuera la casa de Marcelo Mastroianni- un lugar que reverenció Maruja Torres y otras enamoradas de aquél seductor- y con fuerza para visitar al día siguiente los recuperados "caravaggios" de la Iglesia de San Luis de los Franceses.
Todo armónico, aunque un poco caótico, como corresponde a la ciudad. Al llegar la penúltima noche se me ocurrió una parada en Vía Venetto, la calle que todos conocimos por el cine de Fellini, por la mitificación de los años de la "dolce vita". De aquella elegante dulzura apenas queda el recuerdo. La calle está tomada por ricos horteras, mundo nocturno de la estética de Berlusconni y, lo que es peor, de la misma ética. Mafias rusas, prostitutas de lujo, fascistas de nuevo cuño y de viejos hábitos, cantantes vulgares para público vulgar en bares que conocieron mejor vida.
Lo peor de todo fue el intento de mejorar las cosas creyendo que algunos bares se deben al espíritu que les dio la fama. Por culpa, o gracias, a la influencia de Ernest Hemingway, hemos tomados algunas copas en algunos de esos "Harry’s Bar" que el escritor hizo famosos. Creo que nunca estuvo en éste de Roma, pero recordando sus noches en el bar del mismo nombre veneciano, propuse tomar unos dry martinis, brindar por la memoria de Ernesto, y por la de Azcona y Ferreri que nos habían brindado la excusa para estar en Roma. Fue difícil que nos dejaran entrar, nos invitaron a salir de su bar por falta de sitio, una excusa fácil para retirar a gentes como nosotros entre mafias como ellos. Ante la sorpresa de vernos en la calle y en compañía de Assumpta Serna y María Barranco, entre otros, volvimos al ataque. Tomamos un rincón de la barra y nos hicimos fuertes con nuestros drys. Un cóctel para el olvido, lo mejor: las aceitunas. Añoramos los de "Del Diego" o el de la barra del viejo Casino de la calle Alcalá y los de otros "Harry’s" de nuestra vida. Además tuvimos que soportar ese castigo musical/ internacional con piano que lleva el mal gusto por toda clase de hoteles y bares pretenciosos. Los tipos que llenaban el bar y sus acompañantes, que se sentían satisfechos con su kitsch de lujo. Parecían aspirantes a ser invitados a una de esas fiestas en la Cerdeña que no queremos conocer. Aquello era todo menos el mundo de Fellini, de Azcona, de Hemingway o de Ferreri. Era el perfecto espejo de ésta Italia, esta Roma, tan hermosa y decadente, como incomprensible en sus visibles habitantes de la buena vida de nuestros tiempos. Pasamos de ellos, dejamos la nostalgia cerrada en una vieja maleta y nos escapamos a tomar una copa en otro lugar que nunca hubiera estado Hemingway. Pobre Ernesto, no se merece lo que hacen con su memoria.