Vicente Verdú
En casa, cuando éramos pequeños, había moscas. No una barbaridad de moscas pero resultaba habitual que mientras se estudiaba, jugaba o comía hubiera alrededor dos, tres o más moscas.
Vivían en la casa prácticamente todo el año o incluso el año completo en todos los hogares porque que no recuerdo ninguna casa, ni la mía ni la de los demás amigos o familiares, desprovista de moscas.
Más aún: con las moscas jugábamos a menudo, fuera desafiándonos a cazarlas o bien a cazarlas y desprenderlas de las alas para colocarlas en calles de cartón y hacerlas competir como corredoras.
También, en otros momentos, les pegábamos unos papeles sobre las alas y el papel volaba con cuatro o cinco moscas aguantándolo por debajo. Las moscas, si nos parecían molestas, era sólo durante los veranos cuando no eran unas cuantas las que revoloteaban sino decenas que se repartían por la cocina, el comedor y el cuarto de baño o el retrete y nos molestaban al comer, al dormir la siesta o cuando leíamos un libro o jugábamos al parchís.
En los cuartos de baño siempre había algunas moscas especializadas que se pegaban al espejo como mirándose o deambulaban en torno al cepillo y la pasta de dientes, lo que resultaba indignante. Con todo nunca se nos presentaban como enemigas o extranjeras sino caprichosas y hasta egoístas acompañantes del hogar que no mostraban el menor miramiento. Se hacían desde luego más insoportables cuando hacía calor y hasta asquerosas cuando necesitábamos colgar una tira de papel marrón pringada de una extraña cola para que se quedaran atrapadas. De otra parte, siendo muchas en el veraneo, daban ocasión a entretenernos con el matamoscas y a desafiarnos entre los hermanos contando el número de las que matábamos. En verano, sin duda, todas las casas disponían de uno o varios matamoscas y de alguna otra clase más de remedios para matarlas fuera mediante el flit o mediante el repugnante papel marrón, impregnado de un pringue semejante a la miel y en el que quedaban pegadas y, al cabo, inmóviles, muertas o casi muertas.
Otra manera de matarlas era hacerlas recaer en el fondo de un tarro de cristal pero no recuerdo qué podía atraerlas hacia adentro. Quitar la vida a las moscas, como arrancarles las alas, era una práctica inseparable de la vida doméstica pero ya digo que la cacería propiamente dicha sólo tomaba ese carácter con el uso del flit y del matamoscas pringoso, siempre en los veranos.
Efectivamente también era corriente colocar las mosquiteras sobre los nidos de los bebés o, en ocasiones, sobre las camas de matrimonio pero formaba parte exclusiva de los veraneos donde a las moscas se le sumaban los mosquitos mucho más aborrecibles porque picaban con obsesiva saña. Poco a poco, con el paso del tiempo las moscas fueron siendo menos y los mosquitos, una vez que fueron desecando los saladares, iban desapareciendo gradualmente y, luego, por completo.
No era entonces signo de suciedad familiar ni tener moscas ni mosquitos, por supuesto. Pero incluso, tampoco, tener cucarachas que se hallaban en los domicilios muy encubiertas durante el día y aparecían de repente al dar la luz cuando se volvía del cine en un número de tres o cuatro. Años después leí que por cada cucaracha que veíamos había otras 17 ocultas en los lugares donde corrientemente habitaban.
Contra las cucarachas había algunos líquidos y polvos así como para combatir las hormigas que, por cientos o casi miles, se manifestaban reptando por los muebles de la cocina o desfilando sobre la superficie en dirección a algún resto de alimento que no se hubiera retirado precavidamente a tiempo.
Las hormigas siempre parecían tan necesitadas, famélicas y faltas de cualquier medio de subsistencia que hasta suponía un genocidio cargárselas a mansalva aplastándolas, barriéndolas o enjugándolas como una bardoma con el paño húmedo del fregadero. Los insecticidas de diferentes marcas y a lo largo de estos años han sido uno de los productos que más han contribuido a ser conscientes del desarrollo económico español porque verdaderamente la lucha era antes desigual y desesperada.
Ahora apenas se ven moscas en las casas, una o dos de vez en cuando y especialmente en los veranos. No hay apenas hormigas en las cocinas de la ciudad y las cucarachas se han convertido por su rareza en una seña de vivienda antigua, en algún modo prestigiosa y cara, en clara relación con la la garantizada antigüedad de sus viejos desagües.
En "La Tienda en Casa" que aparece en algunos canales de la televisión todavía aparecen anuncios para combatir toda clase de insectos o animales indeseables dentro del hogar, como las ratas y se expende un moderno artilugio llamado PestJet que emite unos rayos azulados que ahuyentan a toda clase de bichos indeseables, se trate de escarabajos, mosquitos, moscas o ratas.
En nuestro tiempo y con estos medios radicales desaparece del hogar una variada familia de intrusos que, en el caso de las moscas siempre fueron aceptadas como parte inseparable del hogar o de la casa. Cualquiera de ellas se consideraba doméstica si no formaba parte de una bandada cuantiosa e invasiva. En una proporción razonable las moscas iban y venían con naturalidad por los cuartos, se posaban sobre las colchas o sobre los brazos de los muebles, visitaban la jaula del pájaro o asistían durante la comida como accesorios vivos de la vida en casa.
No les prestábamos nuestro amor pero nos habría resultado inconcebible por no decir inquietante que no estuvieran presentes. No celebrábamos abiertamente su presencia pero su ausencia, con toda seguridad, nos habría llevado a la desazón y, posiblemente, a la alarma.