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Sobre el método comparativo en tiempos de penuria

 

A Jorge Arrate 

 

Chile es un país creado por el Código Civil, formalizado por la Gramática y sustentado en el discurso jurídico. Se debe, por lo mismo, al estado de derecho, a la socialización, al equilibrio de los consensos. Es también admirable que sea una interpretación puesta a prueba, y que el lenguaje mismo resulte allí más político.  Hablar es confirmar una representación y formar parte del debate. Esa racionalidad civil crea también su contradiscurso: la marginalidad de todo signo que, siendo recusada, afirma su propio territorio. Es uno de los primeros países latinoamericanos que se imaginó como una nación: muy temprano, en la pintura de los viajeros, las chozas de los campesinos llevan la bandera nacional. El nacionalismo no es el primitivismo que se les atribuye a los gobiernos populistas; como hoy sabemos, sólo son nacionalistas los países que han logrado ser modernos.
 

La dictadura de Pinochet fue una noche negra del lenguaje moderno. Los huesos de las víctimas de la violencia han sido, en otros países, leídos por la biología forense, una ciencia que se hizo más efectiva gracias a las tumbas de los desaparecidos en Argentina. Pero en Chile la policía de Pinochet quemó los cadáveres y mezcló las cenizas, en una operación bárbara contra la humanidad de la lectura. Los medios de comunicación reprodujeron el dialecto de la dictadura, y el silencio se prolongó por mucho tiempo. Todavía hasta hace muy poco, en el metro de Santiago  nadie hablaba con nadie, doble negación del habla.
 

El dictador se llenaba la boca con los nombres de la Civilización Occidental y Cristina; pero fueron los escritores, desde sus escasos márgenes, quienes recuperaron de sus fauces los nombres de nación, patria y familia. Por la patria se llama la novela de Diamela Eltit donde las mujeres, desde sus poblaciones, recobran el lenguaje en una épica desamparada.  La mejor literatura chilena es una voz en el desierto (el “Cristo de Elqui” de Nicanor Parra);  un soliloquio en el exilio  (Jorge Edwards, Enrique Lihn); una búsqueda de la casa perdida donde afincar (José Donoso).  Pero también la documentación imaginaria contra la violencia, tanto de la dictadura  como del mercado, que corrompen el lenguaje, subyugan el cuerpo y ocupan la subjetividad (novelas de Diamela Eltit, relatos de Pedro Lemebel, poemas de Elicura Chihuailaf). Igualmente valiosa es la auscultación de la memoria que hace Carlos Franz, impecable de forma y luminosa de visión; la riqueza anímica del relato de Arturo Fontaine, capaz de remontar el laberinto social con vivacidad; la ironía antiheroica de Alberto Fuguet, quien desde la cultura popular rescribe el Apocalipsis … Bolaño es un árbol de ese bosque.
 

Pero el terremoto echa abajo también los edificios discursivos. La catástrofe revela la pobreza, y al igual que Argentina cuando la crisis bancaria, el país se descubre súbitamente latinoamericano: desigual, frágil en su modernización compulsiva, y no le queda más remedio que compararse con Haití.
 

Chile había vivido del mito neoliberal, esa deuda impagable: un Estado minimalista al servicio de un Mercado maximizado.  Un ministro de economía de la Concertación, soy testigo, declaró en una reunión que Chile había eliminado la pobreza.  Quizá en ese momento de optimismo la comparación era con China: mano de obra barata dedicada al aparato exportador. Pero, otra vez, se trataba del discurso, en este caso del economicismo, que confunde el balance de ingresos con la balanza de la justicia. Lo que había desaparecido, como una epifanía de las expectativas, es el pueblo. Cada vez que los encuestadores preguntaban por la clase social a los pobres, éstos respondían: Clase media. El pueblo, en efecto, era ahora los migrantes, bolivianos y peruanos.  
 

Me llamó la atención el ejercicio comparativo que la clase política puso en juego para naturalizar el desastre: el temblor de Haití, proclamaron, fue de menos intensidad pero mató más gente.  Esto es, gracias al terremoto sabemos que Chile es mejor que Haití.  Este mal de muchos y consuelo de pocos, demuestra hasta qué punto el terremoto fracturó las bases del discurso autocomplaciente que no pudo procesar  las evidencias. Dada la autorepresentación primermundista, la pobreza revelada probaba, más bien, que el Chile neoliberal no es mejor que el Chile sobreviente. O sea, no es mejor que Haití. Al menos, Haití es el subproducto de la colonización brutal (exportadora, por cierto), tanto como de su abandono institucional, lo que impidió construir un estado autónomo, resistente a la corrupción. Un pequeño país expoliado, invadido, ilegalizado, no podía resistir no ya el terremoto sino la comparación con Chile.  Lo que demuestra que, en tiempos de penuria,  las comparaciones ofenden: el sufrimiento es el mismo y su veracidad es mayor que el lenguaje.  
 

Pero el terremoto también descubrió que el país más pobre es el de los migrantes mapuches y el pueblo semirural. Aunque la población urbana de clase media baja (esa extraordinara mayoría taciturna que a las seis de la mañana desciende de los buses en el barrio de Providencia en pos de su lugar en los servicios) debe ser la que ha perdido más horizonte de expectativas. Y, probablemente, no tenga otro modo de reconstruirlas sino endosando a un Estado todavía más ajeno.  Contagiado por las metáforas de la catástrofe, el corresponsal del New York Times afirma que este es un terremoto de derechas. Es cierto que reforzará a los socios de la industria de la construcción (o de la reconstrucción), pero las catásfrofes no se tachan con cemento. Sus repercusiones (como ocurrió con Katrina) son de varia intensidad demorada.
 

Esos migrantes mapuches se hicieron, de pronto, escuchar: son tímidos ante las cámaras pero más reales que los funcionarios formulaicos. Fue sobrecogedor verlos al pie de sus pequeños pueblos barridos por el maremoto.  Me parecieron migrantes peruanos que han adquirido la entonación ascendente de la dicción chilena popular, que pregunta al afirmar. O sea, afirma dos veces.

 

Y como a comienzos del siglo XIX, en los albores de la república, pudo verse flamear la banderita chilena. No sobre sus casas, sobre los escombros.  
 

A pesar de todo, me dije consolado, son hijos del discurso jurídico.  

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13 de marzo de 2010
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Narrar la noticia? vivir la noticia

Contar lo que nos duele, escribir sobre aquello que hemos rozado, tocado y sufrido, trasciende la experiencia periodística para convertirse en un testimonio de vida. Hay un abismo de distancia entre las crónicas sobre un hombre en huelga de hambre y el acto de palparle las costillas que le sobresalen en los costados. De ahí que ninguna entrevista pueda reproducir los ojos llorosos de Clara ?la esposa de Guillermo Fariñas? mientras cuenta que para la hija de ambos el padre está enfermo del estómago y por eso enflaquece cada día. Ni siquiera un largo reportaje conseguiría describir el pánico inducido por la cámara que ?a cien metros de la casa de este villaclareño? observa y filma a quienes se acercan al número 615 A de la calle Alemán. Acumular párrafos, compilar citas y mostrar grabaciones, no alcanza a transmitir los olores del Cuerpo de Guardia a donde trasladaron ayer a Fariñas. Se me hace insoportable la culpa de haber llegado tarde a pedirle que volviera a comer, a persuadirlo de evitar que su salud sufriera un daño irreversible. Durante el viaje en la carretera hilvané algunas frases para convencerlo de no llegar hasta el final, pero antes de entrar en la ciudad un SMS me confirmó su hospitalización. Le iba a decir ?Ya lo has logrado, has ayudado a quitarles la máscara? y en lugar de eso tuve que pronunciar palabras de consuelo para la familia, sentarme en su ausencia en aquella sala del humilde barrio de La Chirusa. ¿Por qué nos han llevado hasta este punto? ¿Cómo han podido cerrar todos los caminos del diálogo, el debate, la sana disensión y la necesaria crítica? Cuando en un país se suceden este tipo de protestas de estómagos vacíos, hay que cuestionarse si a los ciudadanos se les ha dejado otra vía para mostrar su inconformidad. Fariñas sabe que jamás le darán un minuto en la radio, que su criterio no será tomado en cuenta en ninguna reunión del parlamento y que su voz no podrá alzarse, sin penalización, en una plaza pública. Negarse a ingerir alimentos fue la forma que encontró para mostrar el desespero de vivir bajo un sistema que ha constituido la mordaza y la máscara en sus ?conquistas? más acabadas. Coco no puede morir. Porque en la larga procesión funeraria donde van Orlando Zapata Tamayo, nuestra voz y la soberanía ciudadana que hace rato nos asesinaron? ya no cabe un muerto más.

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12 de marzo de 2010
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Edipo es un destino

Rafael Argullol: Llegar a dominar el arte del equilibro entre el logos y el misterio. Algo de eso nos dice el viejo Sófocles en lo que sería su última lección, que está en su última obra, en su último año de vida.

Delfín Agudelo: La imagen del peregrinaje ciego me parece muy relevante, simbólico. Es contemplar la idea del viajero como aquel que no ve físicamente, por lo que presuntamente no necesitaría del desplazamiento físico. Ya estaria viendo con los ojos interiores, pero aún así somete su cuerpo al atravesamiento físico.

R.A.: Creo que el simbolismo más rotundo de Edipo en el momento en que se arranca físicamente los ojos, puesto que se arranca también el falso conocimiento que tenía acerca de sí mismo. Se arranca una sabiduría superficial y de corto plazo. En ese mismo momento está simbólicamente preparado para ulteriores pasos en el conocimiento. Esos ulteriores pasos aún no los ha dado; el arrancarse los ojos es una especie de catarsis y preparación para el siguiente camino.

Esos años de oscuridad literaria, estos años carentes de información literaria acerca de la errancia de Edipo podemos suponer que son los años en los que él va acumulando ese conocimiento ulterior para el que se había preparado cerrándose la mirada a corto plazo, y dirigiendo una mirada a largo plazo hacia el interior de sí mismo. Esa mirada hacia el interior, que en términos de Novalis podemos comprender como el viaje hacia el interior, al mismo tiempo debe transcurrir por el exterior, debe transcurrir a través de ese peregrinaje, ese nomadismo, ese ser transeúnte, ese ser pasajero, ese ser desterrado, ese ser de alguna manera exilado de todas las tierras. En ese sentido antes hablaba también del ciclo de Jesucristo: tras un sedentarismo de 18 años, del que no sabemos nada, los 3 años de los que nos informan los evangelios muestran de alguna manera a un transeúnte frenético: está cambiando continuamente de tierra.

Creo que en es simbolismo de Edipo la adquisición de la sabiduría exige un doble movimiento: el viaje hacia el interior, para el que le han preparado la propia ceguera, que se contrasta con el peregrinaje físico exterior, con el movimiento. Esto enlaza además creo que con una tradición muy arraigada en distintas culturas, y es la tradición del peregrino errante como portador de sabiduría, e incluso, como antes decía, como persona sagrada. Edipo es de estas figuras de personas santas de distintas culturas, que son personas que incluso los ejércitos que están en guerra respetan a su paso: se hace una especie de armisticio provisional mientras pasa la figura y luego se reanudan las hostilidades. ¿Por qué? Porque están rodeadas del aura de la mirada interior que le provisiona una luz especial que hace que sean respetados. Generalmente esas figuras son ciegas, nómadas, son personajes que se vuelven en una franja ambivalente entre lo físico y lo metafísico, son personajes que ellos mismos son, en palabras de Nietzsche, un destino. Probablemente Sófocles nos dice eso: Edipo se convierte en un destino en sí miso, y en la última tragedia hace la representación del significado de ese destino. 

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12 de marzo de 2010
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La retirada de Jenofonte

 

La Anábasis de Jenofonte es, en sí misma, una obra excepcional porque concurren en ella tres circunstancias que sólo rarísimas veces se dan al mismo tiempo en una obra. En primer lugar, el asunto del que trata es apasionante: el viaje de regreso de una tropa de mercenarios integrada por 10.000 hoplitas y  que, ante la imposibilidad de volver por donde han venido, se ven obligados a recorrer el camino de vuelta (2.500 km) por territorios desconocidos y cuyas condiciones naturales son extremas (desiertos y páramos invernales,  ríos tan infranqueables como las montañas y barrancos que les salen al paso, escasez de alimentos y una impedimenta muy precaria, etc). Y, por si fuera poco, siendo acosados por tropas enemigas  que les tienden trampas o acceden a firmar pactos que casi de inmediato serán traicionados.  

La segunda circunstancia a favor es que el encargado relatar tan improbable epopeya es un escritor excepcional, hasta el extremo de que su trabajo iba a tener seguidores tan señalados  como el Julio César de las Guerras de las Galias. La tercera y casi más feliz de las circunstancias es que el narrador, que encima se enroló sólo como cronista y no como soldado, acabó siendo el general encargado de llevar a buen puerto - y nunca mejor dicho -  la aventura común. Dicho en otras palabras, la Anábasis es una epopeya apasionante relatada por alguien que  no sólo poseía unas dotes de narración poco comunes sino que encima sabía de lo que hablaba, pues gran parte de los hechos narrados fueron consecuencia de sus decisiones. Otras sonadas retiradas, por ejemplo la del general británico Moore intentando alcanzar A Coruña siendo hostigado por las tropas napoleónicas; la del propio Napoleón a su vuelta de Moscú o el reembarco de las tropas británicas tras su intento fallido de tomar las costas francesas durante la II Guerra Mundial han contado con grandes cantores ( Guerra y Paz de Tolstoi, sin ir más lejos) pero que hablaban de oídas y por lo tanto les falta esa tensión que en cambio sí transmite quien está contando la historia desde dentro y es, al mismo tiempo, sujeto y objeto de la misma.  

                Desde ahora, el relato de Jenofonte cuenta con un complemento que a mi modo de ver es indispensable para todo aquél que se disponga a leer la Anábasis, no importa si es primerizo o reincidente. Y me refiero a La retirada de Jenofonte, de Robin Waterfield. Además de documentarse como se supone que debe hacer todo historiador que decide tratar un tema determinado, Waterfield ha seguido a bordo de un Land Rover el recorrido descrito por Jenofonte hace 2.400 años, por lo que el lector actual, si tiene la precaución de situar  el relato mediante los mapas de Google, puede seguir paso a paso la odisea porque Waterfield suministra los nombres actuales del país, la ciudad, el río o la montaña que Jenofonte cita según las denominaciones de la época. Incluso cree haber localizado los restos del monolito que alzaron los guerreros griegos cuando, a la vista del Mar Negro, gritaron el famoso: "¡Thálassa, thálassa!".

Por si fuera poco, Watefield cumple de sobras el propósito que anuncia en el prólogo: suministrar todos aquellos datos obviados por Jenofonte al dar por supuesto que el lector ya los conocía. Y se está refiriendo a detalles tan apasionantes como la técnica de combate de las legiones hoplitas, el sistema de reclutamiento, su entrenamiento y comportamiento en combate, la impedimenta e incluso los ritos funerarios. Cómo atraviesa un río caudaloso un ejército que viaja con caballos, carretas cargadas hasta los topes de víveres y armas o los soldados armados hasta los dientes. Cómo se alimenta un ejército en campaña, las técnicas de forrajeo y los sistemas de apoyo para que los campesinos no acaben con quienes están esquilmando sus campos y las provisiones que ellos necesitan para sobrevivir al inverno. Qué pasa cuando el ala  de un ejército logra derrotar a su oponente y se encela persiguiendo a esos guerreros que huyen y que serán vendidos como esclavos. Y lo mismo con las armas y armaduras de los muertos y heridos, que pasarán a engrosar el botín. Pero si hay suerte y se ganan batallas y crecen en exceso el botín y el número de esclavos, cómo se conservan dichas ganancias y cómo alimentar a los esclavos cuando escasea la comida. Lo dicho: un sin fin de cuestiones que los historiadores suelen olvidar porque las consideran insignificantes pero que, bien contadas, dan para un libro de esos que el lector cierra al terminar su lectura con la certeza de haber disfrutado de un relato apasionante, pero con la certeza también de haber aprendido un montón de cosas que siempre quiso saber y nunca se le ocurrió dónde buscarlas.

 

 

La retirada de Jenofonte 

Robin Waterfield

Gredos

 

 

 

  

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12 de marzo de 2010
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Del libro como habitación

Por lo general conjugamos los libros en dos tiempos: pasado y futuro, en sus versiones más simples. Siempre pensamos en términos de libros que ya hemos leído y de libros que nos gustaría leer. ¿Por qué será que hablamos poco y nada de ellos en presente, esto es, cuando todavía se están desovillando ante nuestros ojos?

En estos momentos, sin ir más lejos, el libro donde estoy viviendo es Last Night in Twisted River, la última novela de John Irving. Los libros de Irving son buenos lugares para habitar. Recuerdo maravillosas temporadas en The World According to Garp (el primer libro de Irving que leí, regalo de Rodrigo Fresán al igual que este Last Night), en The Cider House Rules, en A Prayer for Owen Meany. Porque uno suele organizar su memoria a partir de experiencias convencionales (años, relaciones, viajes), cuando debería considerar seriamente hacerlo de acuerdo a mejores criterios. Como alguna vez dije aquí mismo, tiendo a llenar las páginas de los libros que leo no sólo de marcas y subrayados, sino también de objetos que pasaron por mis manos durante la lectura: entradas de cine o de museos, servilletas de papel, billetes del metro, los tickets que me dieron (por ejemplo) cuando visité junto a mis hijas las hoy inexistentes Twin Towers... De esa manera logro identificar mes y año en que leí ese libro en particular; y así puedo sustituir el tiempo calendario por un tiempo literario, que me permite decir, por ejemplo: 'Ah, qué buena temporada aquella, la de los días (semanas, meses) que pasé leyendo 'Bleak House' de Charles Dickens...'  

La del lector es una vocación trashumante. Nadie puede, o mejor dicho: nadie debería quedarse a vivir dentro de un único libro. Pero está claro que algunos son más hospitalarios que otros, invitándonos a pasar temporadas en vecindarios llenos de gente más inolvidable que mucha de carne y hueso. En esencia, el recuerdo de la casa de mis abuelos maternos y el recuerdo de la lectura de Los tres mosqueteros no difieren mucho: se trata de sitios en los que viví experiencias que me convirtieron en aquel que soy, y a los que no puedo sino regresar mentalmente con una muy física sonrisa en los labios.

Supongo que el hecho de llevar semanas saltando de un apartamento a otro (ya he vivido en tres en poco más de un mes, y en el mejor de los casos me espera tan sólo una mudanza más por delante) me ha puesto más sensible a esta cuestión del lugar afectivo que uno habita, por contraposición al lugar físico. En cualquier caso, el tiempo que llevo pasado en Last Night in Twisted River (una casa amplia y muy bien amoblada, por cierto) está siendo más que amable. Y el hecho de que la novela cuente la forja de un escritor y la forma en que su historia real y sus ficciones se retroalimentan tampoco es -se imaginarán- lo que se dice una molestia.

Eso es lo que pasa con algunos (muy pocos, pero muy memorables) libros: en el fondo, nos resistimos a la idea de mudarnos de sus páginas.

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12 de marzo de 2010
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IV. Un tigre en su jaula

Todos en la austera sala escuchaban sus palabras de contrición como si se hallaran en el recinto de una iglesia a la hora de un funeral. No se concedió a él mismo ningún resquicio donde pudieran quedar escondidas fragilidades o debilidades humanas, haciendo profesión de fe en la perfección de conducta, como quien se azota los lomos con el silicio.

Cumplía la rígida regla de que aquel entre los famosos, político, estrella de cine o deportista, que es descubierto en sus pecados de infidelidad, tiene que pagar con el arrepentimiento público. Es el precio del escándalo, y el gran tribunal que observa al penitente en las pantallas de televisión, desde los bares y restaurantes, y desde las salas de los hogares, exige la humillación total o nada. Igual que los grandes patrocinadores, que antes de restablecer su confianza comercial en la imagen del pecador, exigen que esa imagen sea debidamente lavada de culpas.

Su madre fue la única que pareció menos exigente, y más terrenal: "No ha matado a nadie, no ha hecho nada ilegal" dijo al final del acto de fe. Y el tigre, con la cola entre las piernas, desapareció tras el cortinaje azul al fondo del escenario.

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12 de marzo de 2010
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El whisky

En un rincón de la casa, alineado en el mueble bar o luciendo en el interior de un armario bajo la biblioteca o el aparador, se ubica un refugio para la colección de las bebidas alcohólicas del hogar.

Se llaman bebidas alcohólicas porque contienen siempre alcohol en diferentes grados pero algunas de ellas, con las que nos familiarizamos habitualmente, sean la ginebra o el whisky no pueden considerarse sólo asuntos químicos y derivados de una destilación industrial.

 Se trata, en suma, que así como es inexacto o aberrante describir la atracción de una persona hermosa en términos de brillo en las pupilas o de efectos sobre nuestra tensión arterial, el whisky, por ejemplo posee la virtud de ofrecerse a través de sus múltiples propiedades organolépticas de ardua l enumeración, y de conjugarse, al cabo, con la prestancia esencial  de un poderoso, inteligente y amable caballero.

No hay que pasarse en confianza con las bebidas de este tenor porque precisamente el encanto de su caballerosidad inicial, su generosidad y  su talante dispuesto para desarrollar  una dichosa senda de amistad puede perjudicar la franca bondad de la relación primera.

En  puridad, la relación con estas bebidas culmina el gozo en la primera parte de la relación y empeora su carácter en una segunda o tercera etapa que aturulla el sentido y la dicha de la primera conversación.

 Todos los buenos bebedores conocen esta regla de estilo que, sin embargo, no les protege de la desregulación  y, en ese caso desregulado, pasan ya a ser tenidos por alcohólicos o borrachos, consecuencia de haber simplificado el cortejo inteligente y haber traspasado la cortesía de la inaugural interrelación.

Sin embargo, entre el organismo y la bebida, entre el paladar y su sabor, entre su presencia y la consecuencia pueden vivirse estadios efusivos o, sencillamente felices  que hacen del consumo un tiempo alcohólico imprescindible y semejante a la cariñosa costumbre de los besos y afecciones del hogar.

Dentro de cada casa se erige en una enseña potencial,  la sortija de una hermosa y fresca relación que luce cuando el placer no ha cegado su repetición y aún se presenta con las irisaciones de una singular piedra preciosa.

El whisky significa  para algunos el colofón merecido de su jornada adusta, pero también el whisky para casi todos de la vida adversa se bebe como un disolvente del mal y actúa, en sus efectos, a la manera de un dócil compañero tan comprensivo de nuestra desgracia que ni siquiera necesita oírnos ni exponerle ninguna razón más. Se introduce de hecho en el interior de nuestro desaliento como un elixir cien veces más sabio que nuestra inteligencia y al que será evidentemente ocioso ofrecerle los pormenores de nuestra adversa  situación.

 A diferencia de los seres humanos que sólo nos ayudan eficazmente cuando han empatizado con nuestro problema y, a través de su empatía, guían su emoción, su palabra  y su razón, las botellas con bebidas alcohólicas nos hablan como desde una voz interior. El whisky, por ejemplo, elude todos los fatigosos pasos preliminares que necesitan nuestras explicaciones desde el comienzo y deshacen en un santiamén,  por su veloz comprensión del conflicto  químico, la contradicción, la impotencia o la frustración principal.

El whisky es el anverso de la psicoterapia: ofrece la solución sin necesidad de pasar por el calvario de la reflexión. Hace decrecer la escala del problema mientras incrementa nuestra capacidad de resolución. Pero, incluso más: mediante el whisky se trivializa la gravedad del asunto y el asunto se ahoga o medio agoniza en el medio que se ingiere. Y, más francamente: se disuelve en el nuevo ser que llegamos a ser y asentir mediante la contribución de su influencia.

El whisky en fin nos abraza como si la botella contuviera una entera destilación de amor. Nos entiende de esa manera  ideal en la  todos los ingredientes de nuestro problema se disuelven en los centímetros cúbicos de su contenido y como si cada una de sus gotas hubieran sido seleccionados para conectar atinadamente con nuestras moléculas tristes y cada  una de ellas lavara el óxido de nuestra tristeza, el cardias de nuestra angustia y el desolador espejo de una realidad que nos empujaba  a creer en lo peor.

¿Botiquines con ibuprofeno, mercromina o trombocid? Cualquiera de estos inconvenientes se relaciona con el remedio en una relación de tú a tú. El whisky , sin embargo, llega al problema con un halo de soberanía donde el problema se turba, se debilita y muere o se adormece. El whisky ( o la ginebra  o el vino) trasmuta la asprreza y pedregosidad del dolor a un dulce reblandecimiento donde  el martirio parece ser un ridículo modo de vivir y  la noticia humillante o el despido una ocasión para que el whisky invente una orgullosa identidad frente a la cual  el mundo deja, aparentemente, de ser duro y se aviene a los deseos más banales como la plastilina de diferentes colores al juego de la primera edad.

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12 de marzo de 2010
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In memoriam: La tía Julia

Como tantos otros lectores en el mundo, no conocí personalmente a la tía Julia, y sin embargo tengo una impresión muy vívida de ella. Julia Urquidi Illanes, fallecida el pasado miércoles 10 de marzo en Santa Cruz (Bolivia) a los ochenta y cuatro años, debido a problemas respiratorios, sirvió de modelo para el personaje que hizo célebre La tía Julia y el escribidor, una de las novelas más entrañables de Mario Vargas Llosa. La novela, publicada en 1977, está basada en el romance y posterior casamiento de un joven Vargas Llosa con su tía boliviana, quien le llevaba once años de edad. En el primer capítulo, el escritor hispano-peruano presenta sin mucho glamour a la tía Julia: "la recién llegada, en bata, sin zapatos y con ruleros, vaciaba una maleta". Luego, en la comida, la tía Julia le pregunta a Marito si tiene novia, "con ese aire cariñoso que adoptan los adultos cuando se dirigien a los idiotas y a los niños... y me aconsejó, con una perversidad que no descubría si era deliberada o inocente pero que igual me llegó al alma, que apenas pudiera me dejara crecer el bigote". Las bromas desembocan en una relación apasionada y secreta, en la que la diferencia de edad y la oposición de la familia se convierten en los obstáculos a sortear.

Julia Urquidi conoció a Mario Vargas Llosa en Lima, ciudad a la que había llegado luego de su primer divorcio. Se casó con Vargas Llosa en 1955. El matrimonio duró ocho años. Posteriormente vivió en Washington y volvió a Bolivia para establecerse en La Paz. Julia recibió con ambivalencia la publicación de la novela, dedicada a ella ("a Julia Urquidi Illanes, a quien tanto debemos yo y esta novela"): agradeció a Mario la novela, reconoció que le gustaban partes de ella, pero también se sintió "amargada" de que pusiera su vida "al descubierto". A principios de los ochenta, cuando se enteró del rodaje de una telenovela basada en La tía Julia y el escribidor, todo cambió: según Julia, la telenovela la presentaba como "una seductora de menores". Eso la motivó a escribir su propia versión de los hechos, Lo que Varguitas no dijo, libro publicado en 1983. El libro se enfocaba más en los años del matrimonio y el divorcio, que no narraba la novela -centrada en el noviazgo prohibido, y en la que el relato de la relación termina con la fuga y el posterior casamiento a espaldas de la familia, en Chincha, una ciudad a doscientos kilómetros de Lima--, y provocó la ruptura entre Julia y Vargas Llosa.

Julia Urquidi trabajó durante muchos años como Jefa de Protocolo en la alcaldía de La Paz. También fue secretaria personal de varias primeras damas de Bolivia. Era una mujer guapa, nerviosa, de sonrisa pícara. Su gran debilidad eran los cigarrillos. Eso le provocó problemas de salud que la obligaron a dejar la altura de La Paz para trasladarse a Santa Cruz. Cuando le preguntaban sobre Vargas Llosa, contestaba que lo había dicho todo en Lo que Varguitas no dijo. Allí recuerda que con Vargas Llosa transcurrieron "los años más felices de mi vida”, pero “también los momentos de mayor tristeza". En una de sus pocas entrevistas, al periódico El Deber (Santa Cruz) a principios de la década pasada, afirmó: "Yo lo hice a él. El talento era de Mario, pero el sacrificio fue mío. Me costó mucho. Sin mi ayuda no hubiera sido escritor. El copiar sus borradores, el obligarlo a que se sentara a escribir. Bueno, fue algo mutuo, creo que los dos nos necesitábamos".

¿Ha muerto Julia Urquidi? Sí y no. Gracias al genio de Vargas Llosa, algo de ella vive cada vez que un lector abre un ejemplar de La tía Julia y el escribidor.

(El País, 12 de marzo 2010)

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12 de marzo de 2010
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El teléfono

No hay ya  película de acción en la que el teléfono, cada ve complicado y multifuncional no forme parte asidua de la peripecia hasta el punto        que, en no pocos casos, el móvil actúa ya en el film como un importante actor y a través de cuyas prestaciones discurren las intrigas, se muñen las conspiraciones y se condensan las mayores operaciones financieras.

El tradicional teléfono fijo, instalado en la oficina o en casa,  aumentaba la escala de la boca y de la oreja. Hacía saber que con su auxilio crecía aparatosamente la facultad de hablar y de escuchar. Su robusto micrófono potenciaba la voz y el auricular magnificaba el pabellón que oía. Pero en el móvil ocurre casi lo contrario. Ni el oído ni la boca se encuentran esbozados  y su tamaño, cada vez menor, disimula la trascendencia de su uso. 

 Colgar el teléfono, aquel teléfono pesado y grande, significaba dejar efectivamente humillado al otro. Frente a esa metáfora del rotundo abandono físico, el móvil actúa como un dispositivo que en lugar de aplastar hace como que desintegra la voz del interlocutor.

 Los dos ingenios nos llaman cuando suenan pero el teléfono tradicional no anticipaba que fuéramos nosotros los elegidos y de ahí el misterio unido a su timbre convencional.

El móvil, sin embargo, señala directamente a un yo y nos refiere inequívocamente aunque también, según la multiplicación de mensajes y ofertas comerciales, es propenso a hacernos sentir una masa anónima o sin cabeza. En su diseño tradicional, igualmente, el teléfono mimetizaba la boca y la oreja humanas mientras el móvil se libera del remedo  antropológico y su tipología se relaciona con el mundo general de los aparatos.

No trasluce pues su función comunicadora a través de su aspecto y sólo hacen pensar que pertenece a una constelación tecnológica desarrollada en la electrónica. De hecho, los móviles pueden comportarse como teléfonos pero también como calculadoras, como televisores, como cámaras fotográficas, Google, GPS, etcétera y, en tan diferentes cometidos, la idea del tradicional se deslíe en ellos.

Nos comunicábamos a distancia gracias a la benevolente providencia del teléfono que hacía posible, como altísima novedad, hablar sin cuerpo, escucharse sin desplazarse. Pero ahora el teléfono móvil hace olvidar -con su movilidad incesante-  el milagroso don de establecer los contactos a distancia.

 La voz telefónica, la voz  sin la máscara del rostro que tanto admiraba  Proust en 1913 (En busca del tiempo perdido. El mundo de Guermantes), ha perdido casi toda encantación puesto que ha llegado a ser uno de los repertorios comunes. Más aún el rostro aparece en el móvil superando con su fuerza la identidad del aparato. De hecho, poco a poco, la biografía de cada cual va dejando su rastro en ese artefacto  y anticipando el día en que el código genético se sume a los circuitos. De hecho, en las películas se constata que el enemigo sucumbe con facilidad tan pronto pierde su móvil, suerte de ADN extracorpóreo y arma crucial para el socorro o la defensa. 

El teléfono fijo era igual para todos pero  en el móvil se plasma la individualidad sea a través del diseño de las grandes marcas, sea mediante esto y el añadido del tuning que cada cual aporta a su aparato.

Si el teléfono tradicional se comportaba, en consecuencia, como un juguete con su inconfundible aspecto, normalizado y homogéneo, importante de por sí, superior incluso a la identidad de su amo, el móvil tiende hacia el imaginario de la vida personal. El milagro de recibir la voz sin la máscara del rostro se ha invertido en la ecuación de recibir la cara completa del otro, a través de la pantalla menuda,  hasta la definitiva desaparición de la faz del  artefacto. 

Ahora todos los ciudadanos occidentales tienen teléfono. Y no sólo móvil sino móvil y fijo y, en ocasiones, dos móviles o más. Hace apenas medio siglo, en los años cincuenta y sesenta del siglo XX, tener una casa con teléfono constituía en España un signo de status. Pero también, tanto entonces como ahora recibir más o menos llamadas sirve como un indicador  de la relevancia personal y profesional del propietario. Cierto grado de afirmación de un individuo se plasma en  el funcionamiento del móvil y más a través del número de llamadas que recibe que de las llamadas que emite. Quien llama solicita, acaso se subordina, mientras que el sujeto llamado es requerido,  necesitado.

Los primeros teléfonos domésticos se colocaban en muchos casos  clavados en la pared y obligaban a hablar a la altura dialogante de las bocas. Este diálogo, espacialmente cara a cara,  no eludía sin embargo los recursos a la mendacidad para cuya práctica el teléfono ha sido el rey del disimulo y la mentira: "ha salido", "no puede ponerse","le llamaremos. Y, también, de acuerdo a las películas y las novelas negras un instrumento temible en malas noticias y amenazas.

Esta sensibilidad criminal del teléfono y el temor básico a su proceder indeterminable que si, en la práctica una conversación se corta, uno y otro de los interlocutores se apresuran a comunicarse que ninguno de ellos fue el causante. Esta urgencia en la aclaración trata de rehuir la interpretación de haber sido "colgado" que, de una u otra manera, se aproxima a las analogías del despecho, el desprecio o la simulación de una ejecución con muerte o  asesinato. .

De hecho el teléfono antes y ahora se ha mantenido como importantísimo y poderosísimo. La gente abandona sus tareas, dejar de hacer el amor, ase echa de la cama, corre por el pasillo jadeando para no perder su llamada. El teléfono se revela en estos casos como representante de una fuerte ficción de vida, vida irrepetible, crucial y, de hecho,  cuando los futuros suicidas han decidido la irreversibilidad de su plan, descuelgan antes y definitivamente el teléfono.      

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11 de marzo de 2010
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Londres cuece habas

Londres nos sigue gustando tanto a todos que a veces, cuando pasas unos pocos días en la capital inglesa, puedes llegar a creer que estás en el paraíso sin haber salido de casa. En las puertas del Museo Británico, en muchos de los restaurantes de Bayswater, en la cola formada en Leicester Square ante el kiosko que vende entradas teatrales del día a precio reducido, las voces españolas predominan, incluso sobre las italianas, inconfundibles por el ‘anima' ‘berlusconiana' que uno cree detectar con frecuencia. Yo viví en Inglaterra una buena parte de mi vida, y siempre vuelvo al país como el viajero ávido de confirmar sus buenos recuerdos. Mi romanticismo londinense se fue atenuando sin embargo a lo largo de la estancia. Me habían dicho mis amigos de allí que ahora, con los avatares financieros del mundo y la fortaleza del euro, Londres era un lugar barato para nosotros, y no es así en absoluto. El metro sigue teniendo precios de taxi madrileño, y del taxi londinense no puedo hablarles, porque está fuera del alcance de mi bolsillo. No me molestó gastar en el teatro, que puede costarte, si la obra tiene tirón y está por ello fuera del circuito de las ofertas, 50 euros la butaca de primer piso. Ian McKellen haciendo con otros tres grandes actores ‘Esperando a Godot' lo valía.

    Pero no es el dinero lo que me escandaliza o me entristece de Londres. La ciudad le está copiando a Madrid su prurito destripador, que otros llaman obras públicas. De repente cruzabas Piccadilly Circus y te parecía estar en la ‘gymkhana' de la calle Serrano, sorteando con peligro de muerte esos andadores metálicos que hay en lugar de aceras. Y algo aún peor, que no tiene remedio. El apetito inmobiliario está tragándose algunas de las zonas más nobles del centro; por ejemplo la conjunción de Shaftesbury Avenue y New Oxford Street, y su colmena de nuevas oficinas con sus ventanas pintadas como puertas. Otro ejemplo aún más sangrante: la construcción, a punto de finalizar, de un chirriante bloque de esquina en Leicester Square, una plaza que, sin tener belleza (sólo la tiene la silueta Déco en mármol negro del Odeon Cinema) ni espíritu de ningún tiempo preciso, ha conservado una armonía y una ‘cosyness' encantadoras. Algunos se quejan de la violación del ‘skyline' del East End desde el punto de vista que mejor lo encuadra, el puente de Waterloo. Es cierto que cada vez hay más rascacielos en liza con la cúpula y las torres de la catedral de San Pablo. Pero no son invasores, al menos desde la lejanía fluvial, y destaca entre ellos además el ‘gerkhin' de Foster, su pepinillo primordial, que, haciendo honor al dicho sobre esa planta cucurbitácea, Sir Norman no deja de repetir por doquier.

   Otra pérdida sentimental tiene que ver con la música. Yo tenía a Londres como una de las tres ciudades mejor orquestadas del mundo, junto a Praga, donde ver por las calles a los instrumentistas cargando con sus fundas de violín o clarinete camino del auditorio o el conservatorio es ya un espectáculo, y Benarés, que llena las estrechas calles de la parte vieja con el sonido de tablas y sitares. Londres también era así, en su gran dimensión, y aún celebra numerosos conciertos y mantiene en permanente funcionamiento sus dos teatros de ópera, Covent Garden y el Colisseum. Pero ni siquiera Londres, de la que los románticos esperábamos algo más valeroso, ha resistido la crisis de la industria discográfica, que conlleva la desaparición de las tiendas de discos. Pocos placeres había para mí comparables a ir a un teatro del West End a las 7, tomar un ‘supper' chino a la salida y pasar una hora rebuscando grabaciones en la extensa y maravillosa sección de música clásica de Tower, abierta hasta las doce de la noche. Tower cerró el año pasado, como han cerrado las excelentes tiendas del Music Discount Centre, y al buscador ambicioso sólo le queda ahora el His Master´s Voice de Oxford Street, con su acogedora planta sótano. ¿Hasta cuándo? Tampoco era muy prometedor pasearse por la inmensa y muy bien ordenada macro-librería Waterstone´s, en Piccadilly, y verla desierta. Y no hablemos de las ‘pequeñas'; según leí en The Times, cada semana cierran en Gran Bretaña tres librerías independientes. Sólo los anticuarios del libro y la segunda mano subsisten con aparente buena salud en torno a Charing Cross Road.

    Acabo esta elegía sobre los desaguisados que afectan a un lugar que creíamos inexpugnable con una nota de alivio. En la ciudad donde la especulación y el nuevo feísmo arquitectónico nos enseñan el peor rostro del capitalismo, hay al menos una catarsis. La obra de mayor éxito en estos momentos es ‘Enron', una comedia muy trepidante que, mezclando a Bertolt Brecht con Robert Lepage, retrata la fenomenal estafa de aquella gran empresa energética americana que acabó con su bancarrota y la de la firma de auditores Arthur Andersen. El público ríe y aplaude, se libera y se crece, y luego se va a casa a encender sus aparatos eléctricos y a seguir viviendo por encima de sus medios.

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11 de marzo de 2010
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El Boomeran(g)
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