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¡ACTUALICEN SUS FAVORITOS!

Moleskine Literario se muda. Ahora estamos en dominio propio y definitivo: http://ivanthays.com.pe/ Ya pueden actualizar sus Favoritos. El lanzamiento oficial del nuevo blog (con fiesta incluida) será el 21 de mayo, pero desde ya estoy actualizando el blog diariamente en la versión BETA en la nueva url.Nos vemos allá. ¡Un abrazo!

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20 de abril de 2010
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A título de inventario

 

Lee hoy en La Vanguardia la entrevista de Núria Escur a Francisco González Ledesma. Es un lamento, una elegía. No te la pierdas. El escritor languidece ante la cámara con los recuerdos de una biografía urgente. Nos habla de sus deudas. Me arrepiento de esto, y de lo otro. ¡Ojalá pudiera rectificar! En lugar de inventar motivos épicos, don Francisco consiente ante sí mismo: esto es lo que hay. Una ruina, una ilusión. En su auto retrato la tristeza es un trazo grueso. ¿Para qué disimular? Su ancianidad enfadada es reconfortante. En contra de la tendencia que impone alegría hasta en el lecho de muerte, el escritor libera las poderosas corrientes de esa nostalgia que clama contra la verdad del tiempo perdido. Ni siquiera los recuerdos nos redimen. Tenlo en cuenta a partir de ahora.

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20 de abril de 2010
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El niño malo en Madrid

Acabo de terminar de leer la novela «El niño malo cuenta hasta cien y se retira», (editorial Escalera) de Juan Carlos Chirinos. La he leído un poco a trancas y barrancas, pues la presento el viernes en Madrid. Yo ya había leído de Chirinos --Chirinator, como se le conoce al escritor venezolano por sus ágiles y rotundas embestidas dialécticas-- una novela aún inédita, «El Bosque», que me pareció no sólo buena, sino fundamentalmente original, llena de una frescura que no obstante no impide que esté contaminada de turbiedad y sombras y que genera esa expectación fascinada y al mismo tiempo llena de horror que crean ciertos cuentos infantiles en la imaginación de los niños. Pues bien, «El niño malo...» me ha producido exactamente lo mismo, esa mezcla de desasosiego, risa --mucho tiempo atrás que no soltaba una carcajada en plena lectura-- y afecto que Chirinos sabe mezclar tan bien.

Un caraqueño viaja (¿cae en?) a un pueblo, a una comarca más bien, perennemente nevada. Estrella su trineo contra una granja donde vive una chica con su abuela. Estas trasuntas algo estrambóticas de Hedi y su abuelo Pedro enfrentarán al urbanita protagonista con un mundo que tiene mucho de nostálgico y al mismo tiempo de atávico, donde se manejará mal, particularmente como pastor, y ello desembocará en el turbulento final que cierra la novela con ese hechizo que genera el narrador durante tantas páginas previas. No se equivoquen: la novela no es exactamente realista ni es exactamente una fábula, pues se mueve en ese límite inquietante, como ocurre con las pesadillas o los sueños más nítidos, que separan un término del otro. Está llena de ternura (la relación con la joven pastora) y al mismo tiempo llena de un horror tan conspicuo (la relación con la joven pastora) que produce en el lector una tensión sólo aceptable por la calidad de la prosa, de temple cervantino, como por la originalidad de su enfoque.

Decía al principio de este post que leí la novela a trancas y barrancas, y no es del todo cierto: la empecé a leer con premura, la noche anterior a viajar a Antequera, y la continué leyendo en el tren fascinado, metido de lleno en su historia, impaciente porque viajaba con un amigo escritor que, ajeno a mi obnubilación lectora, conversaba conmigo. La terminé al día siguiente, también en el tren, de regreso a Madrid, y tuve la sensación de haber hecho al mismo tiempo otro viaje, más profundo, más lleno de sombras y recovecos, por donde me llevó la novela. Pero no se trata de una novela agridulce, nada de eso, porque está llena de un humor inteligente y por lo tanto no deja malestar alguno. Como verán, divago sin poder definirla --como el sabor de un kiwi-- y sólo sé que el viernes me veré en aprietos para explicarla al público. Poco precio para los momentos tan estupendos que he pasado leyéndola. 

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20 de abril de 2010
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En la tropa

Cuando todavía éramos jóvenes y yo sufría periódicas depresiones, mi hermano Pepe me decía: a ti lo que te pasa, Vicente, es que pides demasiado a la vida.

Han pasado los años y, sin que hayan desaparecido las depresiones, he avanzado en comprender  que la clave (o como se llame) de la felicidad tiene que ver con admitir ser menos feliz de lo que acaso, imaginativamente, se pudiera.

Exactamente, como decía Pepe, si uno no se empeña - o no se inventa alegremente- que la circunstancia podría dar mucho más de sí, es menos probable que su resultado nos frustre. Nos pasa con el cine, con un partido de fútbol, con una pareja y, sobre todo, con nosotros mismos. Toda fantasía desmedida sobre la posibilidad de nuestras proporciones provoca una holgura igual al volumen de la pena.

El ajuste exacto es prácticamente imposible pero si hay que medir, mejor nos medimos con humildad y ahorro que con derroche, haciendo antes las cuentas propias de la pobre tropa y no las del Gran Capitán. Una figura que, en todas las historias verdaderas es abatido siempre o cuando menos se piensa. 

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20 de abril de 2010
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La descatolización

Difícil papeleta la del Vaticano en esta nueva época de la globalización multipolar y tecnológica. Aguantó mejor la embestida de la modernidad con el anterior Pontífice Romano, el polaco Wojtila, que algo supo sintonizar con el espíritu de los tiempos. Pero parece abocado en cambio a un penoso naufragio con el bávaro Ratzinger ?cinco años ya en el sede pontificia--, que combina la solidez intelectual de un catedrático de teología germánico con la torpeza diplomática y política de un pobre cura de provincias.

Juan Pablo II fue un Papa profundamente político, impulsor junto a Walesa, Havel, Reagan y Gorbachev, de la mayor transformación de Europa y del mundo desde 1917. Supo aprovechar luego la globalización resultante para hacer llegar los mensajes y los símbolos del catolicismo romano a todos los rincones del planeta, teñidos de un profundísimo contenido conservador, e incluso reaccionario en cuestiones de moral. El ideólogo de aquel curioso movimiento de repliegue ideológico y de expansión mediática planetaria era quien sería su sucesor, Joseph Ratzinger, martillo de progres y relativistas que ha ido desmochando el huerto teológico de toda cabeza heterodoxa que asomara a su izquierda. Éste ha sido el Papa de la identidad católica, que ha reivindicado las raíces cristianas de Europa, se ha reconciliado con el integrismo preconciliar y ha mostrado su vocación casi medieval de entrar en un torneo con musulmanes y judíos para demostrar la superioridad de sus propias creencias. Entre ambos Papas, ajenos a las dudas y a las angustias del Papa Montini y a la sintonía con su época y a la bondad del Papa Roncalli, han conseguido convertir a la Iglesia de Roma en el mascarón de proa de un comunitarismo occidental que da la espalda a la Iglesia de los humildes y de los pobres y encuentra el aplauso y la devoción de las clases conservadoras y adineradas europeas y americanas. Teocons y neocons son primos hermanos. Y eso ha sucedido en los mismos años en que Europa derivaba a todo galope hacia el laicismo, el islamismo embarrancaba en el fundamentalismo y en las tentaciones yihadistas y la religiosidad realmente existente se acercaba al patchwork de un nuevo mundo multicultural y sin grandes faros de referencia, exacta correspondencia del nuevo mundo multipolar. El escándalo de la pederastia clerical encubierta por la jerarquía es el remache a los cinco años de reafirmación identitaria católica de Ratzinger: muestra un profundo e inquietante desfase ante las exigencias de los Estados de Derecho y de la modernidad jurídica por parte de una institución que ha venido protegiendo con el secreto papal los delitos comunes cometidos por sus servidores sobre los más vulnerables e indefensos. Por más que haya sido el propio Ratzinger quien ha encendido la mecha desde su cargo de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe o ex Santo Oficio, su falta de resolución y su pésima gestión política del escándalo han conducido a un enorme desprestigio de la Iglesia incluso entre sus propios fieles. Con los últimos episodios ha empezado la rectificación, que necesita ahora de pruebas tangibles y, sobre todo, el desvelamiento de los casos mantenidos en secreto para que los culpables sean entregados a los tribunales. Pero eso es algo que muy difícilmente sucederá y si sucediera no bastaría en un caso de tanta amplitud y de tan variadas y altas responsabilidades, que sólo puede zanjar una seria e improbable catarsis. Una institución con métodos de elección más modernos destituiría ahora a los responsables y elegiría a un nuevo Papa capaz del borrón y cuenta nueva, algo que está en contradicción con la misma esencia de esta Iglesia jerárquica, masculina y autoritaria, que después del Concilio Vaticano II se ha revelado incapaz de abrirse al mundo y a las otras religiones y creencias. La respuesta encubridora y burocrática a los casos de pederastia y la reafirmación en la identidad y en la fe ortodoxas se han revelado así como las dos caras de la peor y más desgraciada estrategia que podían escoger los responsables del Vaticano para la proyección de la vocación universal de la Iglesia, su catolicidad, en el mundo globalizado. Es una amarga paradoja para la civilización católica, que se define precisamente por su afán globalizador.

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20 de abril de 2010
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La religiosidad más nihilista

He recordado aquí en varias ocasiones que el trabajo de todos los grandes del verbo sólo se explica en base a la convicción de que el lenguaje no puede reducirse a instrumento al servicio de la subsistencia, y ni siquiera a vehículo de exploración cognoscitiva de la naturaleza. Siendo esta segunda capacidad el primer don con el que la naturaleza nos singularizó, narradores y poetas apuestan a riqueza aun mayor. Apuestan a que el lenguaje, fruto azaroso de la evolución, alcance sin embargo la potencia de ese verbo al que hacen referencia los evangelistas; potencia que no nos arranca al mundo, pero sí nos hace sentir que lo irreversible del devenir del mundo no es lo único que nos determina. Narradores y poetas apuestan a que el lenguaje pueda librarnos parcialmente del gravamen que, en la inmediatez natural, coarta nuestra libertad; apuestan a que pueda rescatarnos del vejamen que para el ser de palabra supone la finitud y, en suma, apuestan a que el lenguaje encierre una potencialidad literalmente redentora. Y saben que los demás esperamos de ellos que se sacrifiquen para desplegar esta potencia, a lo que contribuimos también todos y cada uno de nosotros cada vez que asumimos nuestra singular naturaleza, cada vez que, comportándonos como seres de palabra, en lugar de usarla, hacemos de su enriquecimiento un fin en sí.

De esta asunción plena de nuestra naturaleza se deriva la preocupación por la naturaleza en general, y la exigencia del cuidado de las demás especies vivas. Pues alcanzando razones para amarse a sí mismo, alcanzando razones para escapar al nihilismo, entonces el hombre, el único ser en quien la historia evolutiva encuentra espejo y testigo, se sentirá por añadidura garante de la riqueza y salud de la naturaleza de la que procede en exclusiva, pero que ha dejado atrás en su forma elemental. En el momento en que escribo estas líneas hay en nuestro país un tenso debate en el que en base a convicciones presentadas como filosófico-científicas se propone la homologación en derechos de ciertos animales superiores y el ser humano. No hay duda de que la genética proporciona en este caso una base (baste recordar el alto grado de homología genética que se da entre los grandes simios y el ser humano). Sin embargo la radicalidad de determinadas posiciones hace pensar que la ciencia sirve en realidad de coartada para posicionamientos cuya motivación subjetiva se halla muy cerca de la que determina a la actitud religiosa. Religiosidad tan radical que, a diferencia de la cristiana o la islamista, parece determinada por una radical voluntad de negar la naturaleza propia del ser humano y su singularidad en el seno de la animalidad y la vida. Me atrevo a decir que se trata de la mayor creencia nihilista de la historia conocida del ser humano, y desde luego incompatible con la apuesta por la fertilidad del lenguaje de la que el trabajo de los grandes escritores es símbolo.

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20 de abril de 2010
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La muerte y el paraíso interior

Rafael Argullol: El arte ya no recoge solo la dignidad o el honor de la vida efímera, sino que tiene que preocuparse también por recoger las expectativas, ilusiones, esperanzas y quimeras de una vida nueva, de otra vida, de una metempsicosis, de un retorno al mundo de las ideas como lo dice Platón.

Delfín Agudelo: ¿Y cuál fue, entonces, el efecto?

R.A.: Cambiaron por completo las expectativas de ese gran documento de la vida del hombre que es el arte. Si nosotros ya no solo en Grecia estudiamos las repercusiones  de las concepciones en los documentos del arte, nos daremos cuenta de que sus intereses y actitudes varían en relación a esto. No es lo mismo el monopolio de la inmortalidad a través de la memoria, que es el caso de la épica homérica, que un arte como la Divina comedia de Dante, en el cual hay una clara afirmación de la existencia de un mundo interior. En la Divina Comedia la inmortalidad no viene tanto a través de la memoria y de los hechos pasados sino de encontrar un paraíso interior. Como lo dice bien en la comedia y muchos documentos todo el mundo cristiano medieval. Pienso que la tragedia está colocada justo en el momento en que lo que era esa concepción homérica o clásica, antigua, y que se concretaba en la idea del arte hijo de Mnemosina, hijo de la memoria, como vehículo de la inmortalidad, pasa a una nueva concepción en que el arte tendrá que tener en cuenta las expectativas de futuro de nueva o nuevas vidas, o las expectativas en que la parte espiritual del hombre sea mucho más importante que la cultura. En el caso de los pitagóricos y el último Platón desatan con toda su fuerza y luego tendrán tanta influencia. Evidentemente después de la tragedia, en el siglo IX a.C., el hecho de que se rompa el mundo de las polis griegas y se dé lugar al cosmopolitismo alejandrino, al cosmopolitismo helenista, aún va a provocar una mayor atomización de las concepciones de muerte, y diría yo una función mucho más multilateral del arte como documento.

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20 de abril de 2010
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Elogio de la partida

 

 

Me falta el viaje al fondo de la noche. Me faltan viajes. También me falta reposo. Me faltan cosas, no soy como Mallarmé, ni he leído todos los libros. Y la carne no me parece triste. Es decir, algunas veces la carne es alegre, dan ganas de comérsela. Me voy de París, no es verdad que no se acabe nunca. No ha sido fácil irse pero el viaje promete. Coche de vuelta y en compañía de Juan Villoro y Margarita, buena pareja para viajes imprevistos. Quedarse "colgado" en París. No ha sido la primera vez, una vez fuimos muy jóvenes y nos quedamos literalmente "colgados". No sigo porque ya he repetido muchas veces que la nostalgia no es lo que fue.

Cuando dejo París me cuesta menos hacer un elogio del pesimismo. El libro que han publicado "Barril y Barral" sabe reírse de los tiempos, también del pasado. Ha sido, es, una buena guía para no caer en inútiles melancolías, al menos no salir de ellas con una sonrisa. Me voy de París, abro el libro y me encuentro con unos versos de una canción de Chonderlos de Laclos: "Alejado de la belleza que uno adora / No se logra imaginar días felices".

Sí, me voy, pero estuvo bien. El volcán nos dejará contemplar de nuevo las estrellas. Me voy, con el último texto que en este "elogio del pesimismo" hace Jean d´Ormesson:

"Por muy extraño que pueda parecernos, después de nosotros el mundo seguirá girando. Sin vosotros. Sin mí. Con altibajos, pero continuará. Y no se contentará con hacer que nuestros sucesores sean más felices de lo que nosotros fuimos en medio de nuestros dramas. Ya lo sabéis, el paraíso no va a aparecer mañana. El infierno tampoco"

De vez en cuando París también se acaba. Hay viaje por delante.  

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19 de abril de 2010
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Los carmelitas calzados

Ojos atentos, tímpanos especializados en el sonido escurridizo del desvío de recursos y uniformes de un color marrón, casi tierra. Son los ?carmelitas?, un verdadero ejército de inspectores que en los centros de producción velan porque el robo no se lleve lo poco que nos queda. Funcionan como un cuerpo de protección no subordinado a la administración del centro laboral donde se les ubica y responden -como soldados- a una estructura superior de ordeno y mando.  Reciben a cambio un mejor salario, algunos kilogramos de pollo cada mes y esa apetitosa merienda que revenden en el mercado negro. Constituyen la nueva tropa de auditores, en un país donde los empleos no se miden por lo que se gana sino por lo que permiten sustraer hacia el mercado negro. Estos controladores permanecen poco tiempo en cada industria, para evitar que hagan relaciones con los empleados y puedan caer en cadenas de corrupción. En las fábricas de tabaco, deben registrar a los torcedores para que no saquen ?entre sus ropas- las hojas o los puros ya terminados; en la Planta de Suchel del municipio Cerro se ocupan de buscar entre los bolsos de los trabajadores los extractos de champú o de perfume; en medio de la carretera chequean que cada pasajero de un ómnibus tenga su boleto legal y en Río Zaza debieron impedir que salieran las bolsas de leche o el concentrado de tomate. Entrenados para comprobar sellos, cerrar candados y anotar los productos existentes en un almacén, no han logrado sin embargo detener los constantes desfalcos. Imposible parece la tarea de crear burbujas de eficiencia y control en una Isla donde saquear al estado es una práctica de sobrevivencia. La cuestión es que el gobierno sabe que la gente roba en cada centro de trabajo, pero también comprende que cerrar todos los caminos del desvalijamiento crearía un clima de mucha tensión social. Hasta ahora, la vista gorda ante la sustracción era una manera de mantener tranquilos a los infractores para que no fueran a demostrar su inconformidad de otras maneras más públicas. La mayoría de los ciudadanos es consciente de que aplaudir o callarse evita que investiguen sus vidas y salga a la luz el sustento ilegal del que se nutre su familia. La permisibilidad de la malversación ha sido durante largos años una eficiente moneda de cambio de la docilidad. De ahí lo difícil de erradicarla sin dinamitar el propio sistema. Los ?carmelitas? no podrán evitar que se sigan sustrayendo recursos, porque la corrupción es la savia que nutre ?fundamentalmente- a quienes mandan hoy las huestes de la auditoría hacia las calles. p.d Recomiendo leer el artículo de Esteban Morales “Corrupción: ¿La verdadera contrarrevolución?”

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19 de abril de 2010
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