Lluís Bassets
La inmigración será una de las piedras de toque de las sociedades avanzadas en el siglo XXI. Las economías eficaces y las sociedades dinámicas serán las que sepan acoger e integrar a centenares de miles de personas de orígenes, religiones, culturas y lenguas distintas. No es una cuestión de buenas voluntades ni de buenismos, sino de necesidad. Las sociedades posindustriales, con pirámides de población envejecidas, necesitan ya ahora mismo mano de obra joven que ayude a marchar la economía y que aporte las cotizaciones sociales para garantizar el futuro de los sistemas de cobertura sanitaria y de pensiones. Para que funcione adecuadamente la integración de estas poblaciones y su conversión en ciudadanos con plenos derechos y deberes es evidente que se necesitan políticas inteligentes en la admisión de los inmigrantes y fuertes inversiones públicas en los sistemas de integración, que son sobre todo la educación, la sanidad y las infraestructuras urbanas, es decir, los transportes y la vivienda.
Todo esto son cosas más que sabidas desde hace muchos años. Lo saben los trabajadores sociales, lo saben los sociólogos que han estudiado estos fenómenos y lo saben los políticos, aunque a veces se hagan los despistados en razón de sus intereses electorales. Hay ciertamente un problema de intensidad y de ritmo en la llegada y en la integración, que a veces puede producir desequilibrios y problemas de gran visibilidad conflictiva, principalmente cuando se mezclan cuestiones de orden público, delincuencia y enfrentamientos comunitarios. Y hay también intentos populistas y oportunistas, profundamente cínicos, de aprovechamiento electoral de estas tensiones.
Uno de los estados de la unión norteamericana acaba de aprobar la que quizás es una de las peores leyes contra la inmigración del mundo contemporáneo. Sólo le van a la zaga las leyes anti inmigración promovidas por la Liga Norte y aprobadas por la mayoría berlusconiana que gobierna en Italia. La ley de Arizona convierte en cualquier persona distinta, por rostro o por lengua, en un sospechoso; y crea, de hecho, una situación de discriminación contra los hispanos, incluyendo los que tienen nacionalidad estadounidense. El mero hecho de hablar español, en un Estado de fuerte componente hispana y que fue parte de México hasta 1848, constituirá bajo esta legislación una apariencia de delito y sucederá ni más ni menos que en territorio de los Estados Unidos, que es un país de inmigrantes y hecho por inmigrantes.
La ventaja del debate sobre la inmigración en Estados Unidos es que tiene unos resultados exactamente contrarios a los que tiene en Europa. Esta legislación promovida por los republicanos de Arizona puede convertirse en el mayor desastre para el partido republicano, pues se enajenará a la minoría hispana, de creciente peso demográfico y electoral, que ya fue decisiva en la elección de Barack Obama. En Europa, en cambio, el debate sobre la inmigración está siendo utilizado por la derecha para apuntillar a la izquierda, porque la divide y la debilita, a la vez que aglutina alrededor de las opciones conservadoras a un voto que puede alcanzar a veces hasta le extrema derecha.
Lo más probable es que la ley de Arizona termina naufragando, gracias al soberbio sistema de checks and balances norteamericano, pero a la vez cabe imaginar que puede ser letal electoralmente para los conservadores y sus candidatos, contribuyendo a su arrinconamiento en la extrema derecha. No es lo que cabe esperar de las legislaciones anti inmigración europeas, que terminarán lastrando todavía más la capacidad competitiva y el dinamismo social de esa Europa tan perezosa y cansada.
(Enlace con un excelente artículo de análisis de Andres Oppenheimer, publicado en inglés en el Miami Herald y en español en el Nuevo Heraldo de Miami).