El presente da miedo pero lo antiguo da todavía más. Dan miedo todos aquellos que, sin haber revisado sus conocimientos y valores, continúan aplicando en la contemporaneidad sus criterios y sus instrumentos rayados. No puede decirse, precisamente ahora, que las cosas marchen bien pero los tipos vetustos que realizan diagnósticos o trazan mapas morales sobre lo que hoy sucede son un peligro de primer grado.
Para empezar, su aplicación de viejos esquemas a sistemas inaugurales fuerzan su realidad hasta retorcer la violencia de sus caracteres. En segundo lugar, creyéndose los legítimos herederos del valor, se permiten lanzar diatribas o lanzar lanzas sobre todo lo que se mueve. El mal no es sólo el mal que probablemente emerge en ocasiones sino el mal general que provocan al representarlo. Pero incluso el bien podría formar parte de sus objetivos aberrantes puesto que no distinguiendo más realidad positiva que la ya conocida cualquier transformación la tienen por amenazante, peligrosa, enemiga del bienestar. hay que precaverse pues contra esta legión de intelectuales, escritores, novelistas, premios Nobeles y autoridades políticas que siguen mandando por inercia y arrastran con ellos las telarañas del pretérito hasta convertirlos literalmente en espectros. Figuras espectrales, fantasmas o alimañas (acaso involuntarias) que introducen más confusión y daño a la situación y que, apoyándose en sus oxidadas medallas, se erigen en espejos del bien y el mal. De ellos se deriva, por ejemplo, el trato tan desbaratado y erróneo que se da a la crisis y en general, el trato que se dispensa a la cultura, la economía, el sexo, la vivienda o la vida, en general. Para ellos no hay otro patrón que el correspondiente al esplendor de su juventud. Todo lo demás, incluidas las nuevas tecnologías o los nuevos deseos pertenecen al mundo de la superficialidad o la ignominia. La escena matriz sería la misma de su pasado y las variantes corresponderían a ornamentos pasajeros -modas sin profundidad, accidentes sin destino- o desviaciones de la moral que demostrarían la degeneración. Con esta gente, en efecto, no se puede avanzar, son los perfectos guías hacia su pasado, cicerones de lo que va sepultando el tiempo, guardias de un oscuro cementerio que se resisten a dimitir cuando se hace la luz.

Ni las tensiones de la guerra fría, ni las largas disputas coloniales, ni las revoluciones socialistas bullendo por el Tercer Mundo desataron la reacción del capitalismo para aniquilar al comunismo. Las armas de disuasión paralizaban la batalla nuclear entre los dos grandes y al fin el Muro de Berlín cayó por su propio peso. Tampoco otros feroces conflictos en las fronteras de naciones con bomba atómica provocaron el enfrentamiento total que anhelaba la historia económica y que el sistema capitalista requería ávidamente para ponerse de nuevo al día. Gracias a una y otra guerra mundial efectiva, el capitalismo dio un paso adelante, se aseó, se recolocó, afinó sus estrategias. A una gran conflagración al comienzo del siglo XX siguió otra en su zona media y la lógica hacía esperable la deflagración siguiente en torno al siglo XXI. Una Guerra Mundial cada medio siglo como forma natural de la reforma interna, rehabilitación y arreglo. En cada ocasión el sistema aumentó su eficacia y multiplicó en poder y beneficios la magnitud de su dominio. También cada espectáculo guerrero superó con amplitud al anterior, extendió la contabilidad de muertos y heridos, las tierras y edificios devastados, las máquinas obsoletas que aceleraron su recambio por ingenios superiores. Ninguna guerra decepcionó con sus aportaciones de I+D y el tamaño de la tragedia se correspondió con la agigantada magnitud del tráfico internacional mientras las áreas industriales destruidas abonaron el territorio de las nuevas tecnologías del conocimiento (¿del conocimiento?) Si no se ha registrado la declaración de una Tercera Guerra Mundial ha sido sólo, ahora podemos decirlo, porque cuando esperábamos una declaración solemne que iniciara el combate ha sonado la calderilla de las subprime y también a diferencia de las dos anteriores conflagraciones -a diferencia de todas las guerras- la confrontación bélica ahora no produce efectos que afecten directamente a las instalaciones físicas. Eliminar al enemigo siempre conllevaba arruinarlo económicamente y esta acción se concretaba en el estrago de sus factorías, sus campos, sus armas y sus víveres. Ahora en cambio, la economía lo es todo y la eliminación del contrario no es tanto física como monetaria, más inmaterial que material.
Sin embargo palabras como carbón o acero, siderurgia y producción de coches, forman parte de un glosario que remite a una etapa anterior. El acero y el motor de explosión son elementos del Manifiesto Futurista de Filippo Tommas Marinettti publicado en el periódico Le Figaro nada menos que en 1909. Marinetti nacido en Egipto en 1876 y muerto en Italia en 1944 fue, como todos los del famoso Manifiesto un apasionado de la velocidad y la expansión del maquinismo, símbolo de los primeros años esperanzados del siglo XX y cuyos júbilos se carbonizaron no sólo con el estallido de la Gran Guerra sino con el desencadenamiento del nazismo, hijo del fascismo donde él militaba y la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Nada que ver en este aspecto con la motocicleta que pese a su fama heroica no logró nunca una calificación tan alta en el imaginario colectivo en parte porque nació como bicicleta motorizada y en parte, qué duda cabe, porque el automóvil reproduce a la carroza y con ella una enseña de poder que efectivamente se ha plasmado tanto en los conductores como ahora en las peticiones inmediatamente atendidas de las factorías.




