Vicente Verdú
El concepto de lujo ha cambiado, dicen los profesionales del mercado. Frente a la joya que relumbra, el coche que espanta o el apartamento que anonada, una educación exquisita. ¿Puede creerse así? Todo verdadero lujo incluye siempre la elegancia y la elegancia requiere como principio máximo el principio de invisibilidad. La elegancia no debe verse y ha de notarse, ha de notarse y ser imposible de explicar. La elegancia se comporta exactamente como una virtud del alma y, en consecuencia, se expresa como un aura que no huele, no suena, no impacta.
La vistosidad se corresponde con el lujo fácil pero el nuevo concepto de lujo, según analistas de mercado, tiende a deslizarse en torno del sujeto como un inasible ambiente. Hay, en efecto, personas lujosas, de alta calidad que operan ante los demás con la convicción de un Jaguar XK8 pero la persuasión de la elegancia procede a través de las glándulas sin saber dónde ni cómo nos perfuma el sabor.
De la especial personalidad del ser elegante se desprende un saber (un sabor) extraído del mundo y filtrado por una clase singular de inteligencia cognitiva. Ese pozo obtenido sería como una sustancia primordial que inspira la formulación invisible del buen lujo.
El nuevo concepto de lujo requiere por tanto un refinamiento tan refinado, según las revistas de marketing, que sólo un detector sutil aprecia desde afuera. El conocimiento o la generosidad, la bondad o el encanto, serían junto a la riqueza, materiales de su constitución pero también la experiencia de múltiples tesituras, conflictos, parajes o parejas, se concitan para hacer de ese sujeto con lujo un degustador del mundo superior.
En consecuencia, frente a la idea de que la ornamentación cara nos enaltece la idea refinada de que la simplicidad nos bendice. Ambas son nociones aprendidas a lo largo de la historia pero ¿cómo no aceptar que se avienen oportunamente con la actualidad de la crisis?
Toda crisis económica ha desprendido una estética similar y característica. La clase de estética precisamente que nace de la escasez y que por ello se vuelve más terminante. Los antecedentes de otras crisis profundas son prueba de esta producción de belleza nacida de la pobreza. Una belleza funcional, depurada, silenciosa, tan maciza como todo producto que instruido en la austeridad cuenta con la verdad enteca. O desnuda. ¿Desnuda? Cubierta de una lumínica piel distinguible de los fogonazos, las orgías a granel y los relámpagos de la especulación. ¿Una estética ascética? Una estética de la necesidad, y de la extrema necesidad de la estética.