Los geriatras aconsejan a sus pacientes que procuren no aislarse puesto que esta tendencia, tan natural a todos los seres que se acercan a la vejez, lleva a un empeoramiento de la decadencia.
¿Un empeoramiento de la decadencia? La decadencia al igual que la ascendencia mejoran tanto más cuanto más sustancia posean. El vigor de la juventud y el saber de la experiencia se abrillantan con una superior porción de la misma sustancia que les permitió nacer.
Una incremento de la decadencia, una intensificación de su naturaleza, su grado más avanzado de su desarrollo coincide con el punto máximo de su belleza. Concretamente, la edad, en conjunto, discurre a través de periodos y aderezos más o menos luminosos, pero decide su excelencia en la cima misma de la juventud como en la misma cima de la ancianidad que viene a ser, al cabo, como una juventud cocinada sabiamente y preparada meticulosamente para ser saboreada por el celestial paladar del más allá. En definitiva, el punto óptimo de la juventud que no es necesariamente su principio, sino al cabo de los treinta años, remite al momento idóneo de la vejez que se registra necesariamente en su apogeo, cerca de su fin donde recibe el incomparable relente de la muerte.
No aislarse para no entristecerse o marchitarse suena como la prescripción rutinaria, funcional o elaborada pragmáticamente desde la estúpida idea de tomar al cuerpo humano como un artefacto. La vejez, la decadencia, la edad proterva no permiten vivirse con entereza si se tratan como empeoradas versiones del pasado. De ese modo se convierten en enfermedades tan reticentes como aversivas. La condición de ser mayor e ingresar gracias ello en el mundo de la decadencia forman, en cambio, sin mediar comparaciones, como cualidades propias de la existencia, para bien y para mal, para una degustación exclusiva del tiempo y de las artes, de la luz, del amor y de los alimentos.
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