Vicente Verdú
En cinco años, el oro ha doblado su valor. Todos los extraños inversores que invirtieron en él en 2004 son ahora el doble de ricos en lo que se refiere a ese patrimonio.
En la especulación con los tulipanes en la Holanda del siglo XVII el delirio llevó a pagar millones por algunos bulbos de los ejemplares más hermosos más raros ¿Una rareza? Efectivamente. Una rareza de la misma clase que la que todavía se mantiene en torno al oro.
Más de dos siglos tratando de hacer de la razón el centro de la cultura humana para observar en este y otros periodos de la historia el imperio sobresaliente de la magia. Que el oro, emancipado en su función referencial del dinero continúe, sin embargo, cotizándose tanto debe atribuirse a una autoridad nacida de las entrañas mismas de la civilización. El oro que recubre a las estatuas de los emperadores, el oro que se balancea desde los cuellos de las mujeres de mayor alcurnia, el oro del becerro de oro, el oro de los Reyes Magos que visitan al Niño-Dios, el oro que recubre los altares mayores de las catedrales en relación directa con el poder del Creador.
El asunto toma así un carácter religioso y alquímico, material y supersticioso, que conforma naturalmente un trazo circular, cerrado y perfecto como un anillo. Un anillo de oro que redondea la explicación cerrándose sobre sí y concluyendo en esa operación onanista el porqué del porqué. Un porqué circular y no habrá pues que darle más vueltas. De la convención, en fin, nace la pasión por el oro, del conciliábulo con el oro nace el dinero, del antiguo templo de Moneta nace a la vez el dinero-moneda y la fe en su omnipotencia, de la conciliación de millones de puntos de vista coincidentes surge el reflejo divino, la carne Dios. El Dios creado por los hombres. ¿O es que todavía alguien cree que fue al revés?